XXII.
Al
terminar la jornada, Horacio Von Hagen masticaba parsimoniosamente una
cucharada de lentejas, sentado en su litera sobre la foto que ocultaba en el bolsillo
trasero de su pantalón que no se quitaba ni para dormir, esa foto en la que no
podía dejar de pensar, donde Lidia se veía como una mujer normal encerrada en
un precario gallinero, pensaba en mostrársela a la mujer, tal vez eso le daría
una esperanza, pensaba en enseñársela a su compañero, Ángel Pardo, que también
comía frente a él, sentado en su cama, con el plato sobre las rodillas y un
trozo de pan en la mano, pensaba en mostrársela a todos y que todos vieran la
ilusión en la que estaban atrapados y supieran que podían liberarse, pero no se
atrevía siquiera a esconderla en otro lado, temeroso de que, en algún descuido,
Cornelio se la descubriera y de las impensables consecuencias que eso podía
tener. Entonces, como si los temores pudieran materializarse, Cornelio apareció
frente a ellos, Horacio se puso pálido, aunque su piel ya era bastante blanca y
estaba cubierta casi por completo de pelo, las lentejas en su boca las tragó a
medio masticar y evidentemente nervioso, sólo se quedó inmóvil, esperando. “Cuando terminen, liberen al enano y
asegúrense de que ese infeliz coma algo y duerma” Eso fue todo lo que Cornelio
Morris dijo y luego se retiró. Los hombres no se esperaron demasiado, habían
visto al pobre Román y su estado era lamentable, realmente parecía que Mustafá
estaba succionándole su último aliento de vida. Apenas lo soltaron, el enano
cayó al suelo sin fuerzas, pero con un hilo de conciencia apenas suficiente
para rogar por agua, Ángel Pardo le acercó un vaso a la boca que el enano cogió
con ambas manos y se lo vertió con desesperación, echándose encima la mitad y
ahogándose con la otra mitad, tosiendo compulsivamente, pero sin dejar de
gastar sus mínimas energías en luchar por alcanzar el jarro para aplacar la desmesurada
y acuciante sed que lo consumía. Sorbo a sorbo y en pequeñas cantidades
lograron que Román Ibáñez se sosegara, estaba espantosamente demacrado y débil
como una hoja seca. Comenzaba a recibir las primeras cucharadas de lentejas,
cuando el enano tuvo una reacción que por poco hace tirar la comida al suelo a
Von Hagen de un manotazo, estaba hambriento, pero aquello que estaba viendo era
aun más fuerte que cualquier necesidad básica de su maltratado cuerpo. A la luz
del ocaso, que providencialmente entraba por la puerta de su tienda a esa hora,
apareció una visión, una imagen hermosa y fantástica: un ángel. Román tenía los
ojos tan abiertos como le era posible, trataba de ponerse de pie inútilmente
pero con una tenacidad asombrosa para un hombre en su estado y repetía un
nombre, anhelante, fascinado: “Amelia” y luego cosas como “mi amor…perdóname”,
“estás aquí, has venido por mí” y “llévame contigo…” luego tomó a Von Hagen por
la camisa, agarrando también parte del abundante pelo que le cubría el pecho,
lo que provocó una mueca de dolor en el rostro del hombre-simio, para obligarlo
a participar también de su visión maravillosa, “¿La ves, hermano, la ves? está
ahí… es Amelia, es ella…” Horacio sí la veía, pero no podía hacer más que
insistir en que se tranquilizara porque debía recuperar fuerzas, fue Ángel
Pardo quien finalmente se puso de pie para pedirle a Eloísa, quien estaba
parada ahí con el sol en su espalda, un sencillo vestido blanco y su hermoso
par de alas, mirando la escena extrañamente interesada, que se retirara para
que el pobre Román se tranquilizara y pudiera volver a comer y reponerse.
Eloísa aceptó, sin decir ninguna palabra, pero muy interesada en el enano que
insistía en llamarla Amelia y rogarle que no se fuera sin llevárselo a él
también. Después de varios minutos de intensas negociaciones, que fructificaron
gracias a que el buen gigante tenía oculta una botella con una buena ración de
licor, Román masticaba y tragaba sus lentejas entre sollozos porque Amelia, su
ángel, le había abandonado. Las lentejas y el licor se acabaron y el enano se
durmió profundamente y sin esfuerzo, entonces, Pardo lo cogió con cuidado y lo
metió en su cama, con la delicadeza con la que se trata a un niño pequeño, a
algo frágil, luego, el gigante se atrevió a preguntarle a Horacio quién era esa
tal Amelia, pero éste sólo meneó la cabeza sin quitarle la vista de los ojos,
en señal de no tener ni pálida idea. En ese momento, volvió Eloísa, no se había
ido muy lejos, caminando con el ceño fruncido, muy seria, como una niña taimada
que acaba de ser regañada y con la vista fija en el enano que dormía, preguntó
quién era y de dónde había salido, Horacio y Ángel Pardo le respondieron lo
mejor que pudieron, luego preguntó por su pasado, de dónde venía y por qué la
había confundido con esa tal Amelia, Von Hagen miró a su compañero y ambos
negaron con la cabeza, “Aquí nadie tiene pasado, niña…” respondió Pardo, “Yo
sí” replicó la niña, “Entonces aférrate a él o poco a poco se te escapara entre
los dedos hasta desvanecerse por completo” advirtió el gigante, con uno de sus
largos y huesudos dedos en alto, en señal de advertencia “Eso me suena bien…”
respondió Eloísa dando media vuelta para irse.
Eloísa
se fue, pero se fue directo en busca de Cornelio para preguntarle exactamente
lo mismo “¿Por qué tienes interés en ese enano? Ese es un hombre peligroso,
mantente alejada de él…” La chica permanecía ensimismada, con una obstinada
idea en la cabeza, “No lo sé, jamás lo había visto en toda mi vida, pero algo
de él me resulta familiar… además…” Cornelio, que revisaba papeles en su
escritorio en ese momento, dejó lo que estaba haciendo para prestarle oídos a
su estrella, “¿Además?...” la animó a continuar. “Además, me llamó Amelia…”
Cornelio tendía a exasperarse cuando no le hablaban directo y con claridad,
pero hizo un esfuerzo por mostrar paciencia ante la muchacha, “¿Y… qué hay con
eso?” La chica mantenía la vista en algún rincón del cuarto, ausente, como si
estuviera hablando consigo misma, “Mi madre se llamaba Amelia, nunca la conocí,
pero mi abuela Prudencia decía que me parecía mucho a ella” A Cornelio no le
tomó muchos segundos atar cabos. Se puso de pie, “¿Cuál es tu apellido?” la
niña lo miró a los ojos, “No tengo apellidos” “¿Cuál era el apellido de tu
padre?” Insistió Cornelio, “Nunca tuve padre” replicó la niña con total
honestidad, “¿Cuál era el apellido de tu madre?” volvió a insistir Cornelio
esta vez acercándose a la muchacha, Eloísa bajó la vista al suelo como si allí
se encontrara la respuesta, luego la levantó decidida, casi hasta la altura del
mismo Cornelio, “Cruces” respondió. Cornelio se irguió en todo su alto
aspirando profundamente por la nariz, ya no tenía dudas: Aquella era la hija de
Román, no sólo había sobrevivido, sino que además estaba ahora en su circo,
¿Cuánto tardaría el enano en enterarse? ¿Cuánto tardaría ella en enterarse?
Cornelio la tomó por los hombros y la miró directamente a los ojos, ojos de los
que nadie podía librarse una vez que hacían contacto, “Escucha, no sé qué está
pasando ni tampoco por qué te llamó así, pero lo voy a averiguar, mientras
tanto, mantente lo más lejos posible de él, es un patán peligroso que mató a un
hombre y quién sabe qué sería capaz de hacerte. ¿Entendido?” La niña asintió.
Vicente
Corona llegaba al cuarto que arrendaba junto con su hermano, agotado y
derrotado. Había recorrido todo el pueblo buscando alguna pista de la dirección
que había tomado el circo o alguna información sobre Diego Perdiguero, quien no
daba señales de vida desde que habían hablado por teléfono, pero nada, ambos se
habían esfumado sin dejar rastro, lo único que le quedaba, era esperar una
llamada. Había hablado con el turco Emre y con su hermosa hija, y le había
ofrecido una generosa compensación para que, en caso de que lo llamaran a él o
a su hermano Damián, le anotara con sumo cuidado el recado y se lo hiciera
llegar lo antes posible. Aquello era desesperante, desesperanzador y poco más
que nada, pero era lo único que tenían por el momento.
León Faras.