domingo, 20 de enero de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXII.


Al terminar la jornada, Horacio Von Hagen masticaba parsimoniosamente una cucharada de lentejas, sentado en su litera sobre la foto que ocultaba en el bolsillo trasero de su pantalón que no se quitaba ni para dormir, esa foto en la que no podía dejar de pensar, donde Lidia se veía como una mujer normal encerrada en un precario gallinero, pensaba en mostrársela a la mujer, tal vez eso le daría una esperanza, pensaba en enseñársela a su compañero, Ángel Pardo, que también comía frente a él, sentado en su cama, con el plato sobre las rodillas y un trozo de pan en la mano, pensaba en mostrársela a todos y que todos vieran la ilusión en la que estaban atrapados y supieran que podían liberarse, pero no se atrevía siquiera a esconderla en otro lado, temeroso de que, en algún descuido, Cornelio se la descubriera y de las impensables consecuencias que eso podía tener. Entonces, como si los temores pudieran materializarse, Cornelio apareció frente a ellos, Horacio se puso pálido, aunque su piel ya era bastante blanca y estaba cubierta casi por completo de pelo, las lentejas en su boca las tragó a medio masticar y evidentemente nervioso, sólo se quedó inmóvil, esperando.  “Cuando terminen, liberen al enano y asegúrense de que ese infeliz coma algo y duerma” Eso fue todo lo que Cornelio Morris dijo y luego se retiró. Los hombres no se esperaron demasiado, habían visto al pobre Román y su estado era lamentable, realmente parecía que Mustafá estaba succionándole su último aliento de vida. Apenas lo soltaron, el enano cayó al suelo sin fuerzas, pero con un hilo de conciencia apenas suficiente para rogar por agua, Ángel Pardo le acercó un vaso a la boca que el enano cogió con ambas manos y se lo vertió con desesperación, echándose encima la mitad y ahogándose con la otra mitad, tosiendo compulsivamente, pero sin dejar de gastar sus mínimas energías en luchar por alcanzar el jarro para aplacar la desmesurada y acuciante sed que lo consumía. Sorbo a sorbo y en pequeñas cantidades lograron que Román Ibáñez se sosegara, estaba espantosamente demacrado y débil como una hoja seca. Comenzaba a recibir las primeras cucharadas de lentejas, cuando el enano tuvo una reacción que por poco hace tirar la comida al suelo a Von Hagen de un manotazo, estaba hambriento, pero aquello que estaba viendo era aun más fuerte que cualquier necesidad básica de su maltratado cuerpo. A la luz del ocaso, que providencialmente entraba por la puerta de su tienda a esa hora, apareció una visión, una imagen hermosa y fantástica: un ángel. Román tenía los ojos tan abiertos como le era posible, trataba de ponerse de pie inútilmente pero con una tenacidad asombrosa para un hombre en su estado y repetía un nombre, anhelante, fascinado: “Amelia” y luego cosas como “mi amor…perdóname”, “estás aquí, has venido por mí” y “llévame contigo…” luego tomó a Von Hagen por la camisa, agarrando también parte del abundante pelo que le cubría el pecho, lo que provocó una mueca de dolor en el rostro del hombre-simio, para obligarlo a participar también de su visión maravillosa, “¿La ves, hermano, la ves? está ahí… es Amelia, es ella…” Horacio sí la veía, pero no podía hacer más que insistir en que se tranquilizara porque debía recuperar fuerzas, fue Ángel Pardo quien finalmente se puso de pie para pedirle a Eloísa, quien estaba parada ahí con el sol en su espalda, un sencillo vestido blanco y su hermoso par de alas, mirando la escena extrañamente interesada, que se retirara para que el pobre Román se tranquilizara y pudiera volver a comer y reponerse. Eloísa aceptó, sin decir ninguna palabra, pero muy interesada en el enano que insistía en llamarla Amelia y rogarle que no se fuera sin llevárselo a él también. Después de varios minutos de intensas negociaciones, que fructificaron gracias a que el buen gigante tenía oculta una botella con una buena ración de licor, Román masticaba y tragaba sus lentejas entre sollozos porque Amelia, su ángel, le había abandonado. Las lentejas y el licor se acabaron y el enano se durmió profundamente y sin esfuerzo, entonces, Pardo lo cogió con cuidado y lo metió en su cama, con la delicadeza con la que se trata a un niño pequeño, a algo frágil, luego, el gigante se atrevió a preguntarle a Horacio quién era esa tal Amelia, pero éste sólo meneó la cabeza sin quitarle la vista de los ojos, en señal de no tener ni pálida idea. En ese momento, volvió Eloísa, no se había ido muy lejos, caminando con el ceño fruncido, muy seria, como una niña taimada que acaba de ser regañada y con la vista fija en el enano que dormía, preguntó quién era y de dónde había salido, Horacio y Ángel Pardo le respondieron lo mejor que pudieron, luego preguntó por su pasado, de dónde venía y por qué la había confundido con esa tal Amelia, Von Hagen miró a su compañero y ambos negaron con la cabeza, “Aquí nadie tiene pasado, niña…” respondió Pardo, “Yo sí” replicó la niña, “Entonces aférrate a él o poco a poco se te escapara entre los dedos hasta desvanecerse por completo” advirtió el gigante, con uno de sus largos y huesudos dedos en alto, en señal de advertencia “Eso me suena bien…” respondió Eloísa dando media vuelta para irse.

Eloísa se fue, pero se fue directo en busca de Cornelio para preguntarle exactamente lo mismo “¿Por qué tienes interés en ese enano? Ese es un hombre peligroso, mantente alejada de él…” La chica permanecía ensimismada, con una obstinada idea en la cabeza, “No lo sé, jamás lo había visto en toda mi vida, pero algo de él me resulta familiar… además…” Cornelio, que revisaba papeles en su escritorio en ese momento, dejó lo que estaba haciendo para prestarle oídos a su estrella, “¿Además?...” la animó a continuar. “Además, me llamó Amelia…” Cornelio tendía a exasperarse cuando no le hablaban directo y con claridad, pero hizo un esfuerzo por mostrar paciencia ante la muchacha, “¿Y… qué hay con eso?” La chica mantenía la vista en algún rincón del cuarto, ausente, como si estuviera hablando consigo misma, “Mi madre se llamaba Amelia, nunca la conocí, pero mi abuela Prudencia decía que me parecía mucho a ella” A Cornelio no le tomó muchos segundos atar cabos. Se puso de pie, “¿Cuál es tu apellido?” la niña lo miró a los ojos, “No tengo apellidos” “¿Cuál era el apellido de tu padre?” Insistió Cornelio, “Nunca tuve padre” replicó la niña con total honestidad, “¿Cuál era el apellido de tu madre?” volvió a insistir Cornelio esta vez acercándose a la muchacha, Eloísa bajó la vista al suelo como si allí se encontrara la respuesta, luego la levantó decidida, casi hasta la altura del mismo Cornelio, “Cruces” respondió. Cornelio se irguió en todo su alto aspirando profundamente por la nariz, ya no tenía dudas: Aquella era la hija de Román, no sólo había sobrevivido, sino que además estaba ahora en su circo, ¿Cuánto tardaría el enano en enterarse? ¿Cuánto tardaría ella en enterarse? Cornelio la tomó por los hombros y la miró directamente a los ojos, ojos de los que nadie podía librarse una vez que hacían contacto, “Escucha, no sé qué está pasando ni tampoco por qué te llamó así, pero lo voy a averiguar, mientras tanto, mantente lo más lejos posible de él, es un patán peligroso que mató a un hombre y quién sabe qué sería capaz de hacerte. ¿Entendido?” La niña asintió.


Vicente Corona llegaba al cuarto que arrendaba junto con su hermano, agotado y derrotado. Había recorrido todo el pueblo buscando alguna pista de la dirección que había tomado el circo o alguna información sobre Diego Perdiguero, quien no daba señales de vida desde que habían hablado por teléfono, pero nada, ambos se habían esfumado sin dejar rastro, lo único que le quedaba, era esperar una llamada. Había hablado con el turco Emre y con su hermosa hija, y le había ofrecido una generosa compensación para que, en caso de que lo llamaran a él o a su hermano Damián, le anotara con sumo cuidado el recado y se lo hiciera llegar lo antes posible. Aquello era desesperante, desesperanzador y poco más que nada, pero era lo único que tenían por el momento.


León Faras.

martes, 8 de enero de 2019

Del otro lado.


XXXIII. 


Aquello fue una de las cosas más increíbles y extraordinarias que Laura había visto en toda su vida, en su vida de viva y en su vida de muerta, y de no haber sido gracias a la coincidencia, lo más probable, es que nunca hubiese descubierto semejante fenómeno. Sucedió una noche. El sol, que tenía la capacidad de restaurar la vida ante sus ojos, a través de los reflejos, tenía una facultad similar cuando la luna recibía su luz y la proyectaba sobre el mundo, algo asombroso sucedía, para una difunta novata, pero que era muy difícil de percibir en un mundo permanentemente inundado de luz artificial. Laura había adquirido, en el último tiempo, una nueva afición que antes no tenía: las azoteas, los techos o las alturas en general, se sentaba o recostaba durante horas en cualquier tejado donde pudiera subir a contemplar el firmamento o la siempre atractiva panorámica de la ciudad, especialmente de noche. La experiencia mejoraba considerablemente según la altura, cuando alcanzaba las azoteas de los edificios y podía pararse allí, en la orilla, desafiante, privilegiada, sin ningún temor, como un clavadista en el borde de la plataforma sobre la piscina. Algunos árboles, particularmente altos, eran llamativos y muy acogedores también. Aquella noche, Laura estaba tumbada de espalda sobre el tejado de una bonita casa de dos pisos, cercana a la población donde vivía, a la que podía acceder por medio de un árbol cercano, caminando con gracia equilibrista por una rama y terminando con un pequeño brinco que las tejas apenas acusaban y los moradores de la casa no lograban percibir. La luna llena se presentó enorme y brillante en una noche sin nubes, esa fue la primera coincidencia, majestuosa y atractiva como sólo ella podía serlo, ascendió en el firmamento plagado de estrellas, nada fuera de lo común en ese momento, hasta que vino el apagón, esa fue la segunda coincidencia, la ciudad sólo quedó amparada bajo la luz de la luna, entonces Laura los vio, y fue tan espectacular, que de estar sentada, pasó a ponerse de cuclillas; a esa altura, descalza y con una camiseta sin mangas que usualmente se ponía para dormir, daba el aspecto de una cazadora esperando el mejor momento para saltarle encima a una presa, y sus presas en ese momento, eran verdaderos espectros de plata vagando por las calles por todos lados, como habitantes de un pueblo fantasma. Laura se dejó caer con un suave brinco, esta vez mucho más confiado, despreocupado, sin perder de vista aquella visión mágica y sorprendente, cayendo sin peso, a la velocidad de un globo de cumpleaños inflado a pulmón, hasta posarse en el suelo sin necesidad de aterrizaje, más bien con la misma naturalidad y fluidez de un pie que sigue al otro para caminar. Eran fracciones de seres humanos, con parte de sus cuerpos sumergidos en la oscuridad, pálidos y descoloridos, pero reales, vivos y en movimiento, con todos sus detalles dibujados en perfecta luz y sombra. Laura se paró frente a ellos, en medio de ellos, impalpables como hologramas, como imágenes de luz proyectadas sobre un lienzo, se volvían visibles para ella al ser bañados por la luz de la luna y sólo en la porción de sus cuerpos que era iluminado, para luego desaparecer en las sombras, pero no sólo las personas, también los árboles estaban allí, con partes de sus copas flotando en el aire como nubes, meciéndose suavemente con la brisa nocturna, pero desconectados del suelo. Desde abajo, Laura podía ver el manto de hojas en negro recortado de la claridad del cielo, pero desde afuera parecía sólo una sábana luminosa y fantasmal lanzada sobre el follaje de un árbol invisible; los arbustos y hierbas, flores e insectos, algunas mascotas, la vida reaparecía ante sus ojos mientras la luz de la luna le tocara. Ella permanecía invisible para ellos, a pesar de que ella era la real, y los otros eran los espectros intrusos que habían invadido su mundo, moviéndose sin pies, sin emitir sonido al caminar, hablando sin voz, riendo algunos, en completo y permanente silencio. De pronto Laura, por algún tipo de inspiración divina, se dio la vuelta, allí, a apenas unos centímetros de ella, un hombre se había detenido, un espectro con la ropa hecha jirones de sombras, flotando sin pies y con la espalda arrancada donde la luna no le iluminaba, como la cáscara de una escultura medio derruida, miraba hacia atrás; a un metro, en el suelo, su obeso perro, también con parte de su cuerpo sumergido en las sombras como si se tratara de agua negra, se negaba a avanzar, a pesar de los tirones que le daba su amo con la cadena, pero tampoco retrocedía un paso, ladraba con urgencia pero sin emitir sonido, Laura se agachó a su altura, y comprobó con una sonrisa que era a ella a quien le ladraba, no la podía ver, pero la percibía, pues el animal tiraba con más desesperación de la cadena de su dueño, para retroceder mientras ella le acercaba una mano a la cara. Finalmente, el perro buscó la protección de su amo enroscándose en sus piernas y éste con un giro obligado sobre sí mismo, logró a tirones hacer que siguiera caminando hasta alejarse. Laura estaba contenta y emocionada, todo aquello era una visión espectacular, totalmente fantástica, todavía muchas personas paseaban por las calles o formaban grupos en las bancas de la plazoleta o en las esquinas, todos siguiendo con sus rutinas en una representación irreal y fantasmal de sus ordinarias vidas. Casi se sentía Laura como una niña en un parque de diversiones, en su propia ciudad fantasma, sonriendo embobada con cada espectro que se le cruzaba por delante, hasta que la vio, y su risa se diluyó, supo de inmediato que ella no era de este mundo, ni del de los vivos ni del de ella. Brillaba de pies a cabeza con el mismo resplandor de la luna llena, pero no simplemente iluminada por ésta superficialmente como los otros, la luz la inundaba a ella y la hacía resplandecer, como si estuviera hecha de cristal, pero no era cristal, era una muchacha que emitía luz. Laura se acercó, la muchacha estaba sentada en el borde de una banca de madera, recibiendo de lleno la luz de la luna, gente pasaba por allí, espectros, pero ninguno parecía reparar en ella, y menos aún en la luminosidad que emitía, pero ella sí los veía, los seguía con la vista, con una sutil sonrisa en el rostro, presente, pero ajena. Luego, volteó la mirada hacía los bloques de departamentos apilados al fondo, el lugar donde Laura vivía, como si hubiese oído algo, un llamado, quizás, sin prisa, se puso de pie y caminó hacía allá, Laura la quiso seguir, ver a donde iba, pero pronto las sombras se la tragaron y su figura se perdió sin dejar rastro.



León Faras.