LXII.
Horacio
Von Hagen fue el último en enterarse de lo sucedido con Lidia, solo lo notó
cuando Ángel Pardo le hizo señales por encima de la multitud de gente que
siempre se reunía frente a la sirena. Llegó corriendo, pasando por entre la gente
como por una estrecha grieta, el estanque tenía menos de un metro de agua, un
par de escaleras instaladas para entrar y salir y a Lidia tendida en el fondo.
No dudó en saltar dentro, se arrodilló a su lado y le cogió la mano en un
esfuerzo inútil por hacer algo para ayudarla. Lidia flotaba en medio del agua,
sin tocar el fondo, pero tampoco saliendo a la superficie, tenía los ojos
cerrados, pero las branquias en su cuello se abrían y cerraban a un ritmo lento
y lastimoso, lo que al menos significaba que seguía con vida. Sofía había
notado lo mismo, por lo que había preguntado a gritos si había un médico entre
la gente del pueblo, pero nadie le respondió, todos se miraron con la esperanza
de que alguno supiera algo, pero todos sabían lo mismo: que en ese pueblo no
había ningún médico y que el más cercano estaba en una pequeña ciudad a medio
día de distancia a caballo, y así se lo dijeron y así se lo dijo ella a
Cornelio, este quiso pensárselo unos segundos pero la muchacha insistió, “No la
dejes morir ahí…” Fue un ruego, pero con sabor a amenaza, entonces Cornelio se
dirigió a Beatriz, “Carguen todo y vamos por ese médico…” Luego agregó, “…tal
vez, de paso, ese doctor me pueda ver a mí también” Pero nadie le oyó eso
último, porque las mujeres ya habían salido casi a la carrera. Así fue como el
campamento comenzó a ser montado en los camiones en las propias narices de los
visitantes que no atinaban a moverse del lugar. Eloísa, que como siempre
aguardaba escondida en su tienda para no arruinar la sorpresa de su aparición,
se quedó sin actuar ese día y solo se enteró de lo que ocurría cuando su tienda
comenzó a ser desmontada por los trabajadores, que ante la urgencia de la
situación, levantaron todo en un tiempo récord. Sofía puso en marcha su camión
sin siquiera esperar a que los hermanos Monje hicieran su magia, lo que estuvo
bien, porque mucha gente aún los observaba con una mezcla de preocupación y
desilusión mientras el circo se iba a toda prisa.
Gracias
a la magia de los hermanos Monje, el tiempo que tardaran en dar con la ciudad
en la que el médico atendía, no corría. Era una ciudad pequeña, efectivamente,
pero bonita y ordenada, con sus casitas sólidas y uniformes y sus calles
centrales pavimentadas. Tanto Beatriz como Sofía se adentraron en ella apenas
se instalaron en las afueras, algunas personas que estaban cerca les miraban
como a extraterrestres, porque aquellos camiones habían surgido de la nada.
Preguntando con insistencia, llegaron hasta una casa en la que se podía leer en
un cartel dorado, “Dr. Ignacio Ballesteros” Una mujer de mediana edad llamada
Hortensia los atendió, llevaba delantal de enfermera y tenía esa calidez innata
de algunas personas para tratar a otras, con toda congoja, les informó que el
doctor no se encontraba, pues gran parte del día, se la pasaba visitando a sus
pacientes incluso en los pueblos cercanos. Debió ser mucha la desolación en el
rostro de las mujeres al oírla, o la suficiente como para que Hortensia se
ofreciera a ayudarlas, “Yo no soy doctor, pero llevo muchos años cuidando y
atendiendo enfermos junto a mi esposo. Tal vez yo pueda ayudarles” Sugirió con
dulzura, Sofía ni se lo pensó para aceptar y Hortensia les acompañó. Lo cierto
era que Hortensia, tenía una muy buena reputación en la ciudad, una mujer que
conocía su oficio tanto como su marido, el doctor Ballesteros, del que había
aprendido buena parte de lo que sabía. Por el camino le hablaron con prisa y
poco detalle, que ellas pertenecían a un circo, que la paciente era una mujer y
que se encontraba inconsciente, aunque respiraba. Lo del circo, no lo imaginó
correctamente hasta que llegó allá y se encontró de frente al gigantesco Ángel
Pardo que sobresalía muchísimo de entre todos, más todavía con el pequeño Román
parado al lado, sin embargo, aquello no la sobresaltó tanto como ver de cerca a
Eloísa, cuyas alas parecían tan reales que daban miedo. Apenas se recuperó de
la impresión, le señalaron a la paciente: en un estanque de vidrio un hombre
cubierto de pelo de pies a cabeza le sujetaba la mano a una mujer sumergida en
agua. Hortensia no lo podía creer, “¡Pero cómo no va a estar inconsciente si
está sumergida bajo el agua! ¿Por qué no la han sacado del ahí?” Exclamó
espantada, Beatriz le explicó que no podían sacarla del agua porque su paciente
era una sirena que vivía allí, en ese momento Hortensia estuvo a punto de
recular, todo aquello le parecía un sueño demasiado extraño para ser cierto,
pero Sofía le rogó que al menos le echara un vistazo. Pasada la impresión del primer
momento, la enfermera respiró hondo y aceptó que estaba allí para hacer su
trabajo, por lo que, sin dudárselo más, se encaramó en la escalera y se metió
en el estanque. Lo primero que pensó fue en revisar el pulso de la sirena con
los dedos en el cuello, pero sus branquias no se lo permitieron, por lo que lo
hizo en la muñeca, eran débiles, como los latidos de su corazón, y como su
respiración. La vida se le estaba extinguiendo ¡y no tenía ni idea de qué hacer
con una sirena! No parecía sufrir dolor, ni tenía contusiones de ningún tipo,
no parecía acusar ni un solo síntoma de alguna enfermedad conocida por ella,
solo se extinguía como una vela, en paz, como si… Entonces tuvo una
inspiración, había visto algo así alguna vez, no estaba segura de nada, pero al
menos tenía una idea, “¡Necesitamos agua!” Ordenó, Horacio no lo comprendió,
“Pero si se la acabamos de sacar cuando se puso así” explicó con timidez,
Hortensia negó enfática, “No, no la misma agua. Hay un pozo en el pueblo,
consigan agua allí, ¡Rápido!” Y luego dirigiéndose a Sofía que la miraba desde
arriba, le gritó “¡Dame una cubeta!” Y mientras Von Hagen salía del estanque
para hacer espacio, Hortensia comenzó a coger el agua y a volverla a dejar caer
dentro desde una mediana altura, una y otra vez, ante las miradas de
incredulidad de todos, “¿Qué está haciendo?” Preguntó Beatriz sin llegar a
comprender cómo rayos eso podía servir de algo, Hortensia le respondió sin
detener su labor, “Creo que se está asfixiando, a esta agua casi no le queda
oxígeno” “No sabía que en el agua hubiera oxígeno” confesó Von Hagen, con la
cara pegada al cristal. Luego de algunos minutos, Hortensia pudo comprobar que
las branquias de Lidia empezaban a tener un movimiento notoriamente más
vigoroso, y mientras el agua limpia y fresca del pozo comenzaba a caer dentro
del estanque, la sirena abrió los ojos, estaba débil, con el oxígeno poco a
poco esparciéndose por su cuerpo, pero al menos ya consciente. Miró con
curiosidad a aquella desconocida a su lado, dentro de su estanque, y luego quiso
examinar su alrededor, allí estaban todos aquellos a quienes ella podía
reconocer, pegados contra los cristales observando cómo estaba. Hortensia salió
empapada, pero llena de satisfacción, no olvidaría nunca el día en que atendió
a una sirena, Beatriz la acompañó para pagarle por sus servicios, pero se quedó
de piedra cuando vio a Cornelio Morris, de pie sujeto con un bastón a varios
metros de su oficina, observando desde lejos lo que sucedía en el estanque de
Lidia. Ambas mujeres tuvieron que ayudarle a regresar, Hortensia le ofreció sus
conocimientos en salud, pero Cornelio los rechazó con acidez, “No se preocupe por
mí, señora, yo solo necesito descanso, dígame ¿Cuánto le debo por su trabajo?” La
mujer cobró y se fue, pero comprendió perfectamente la actitud de Cornelio, la había
visto muchas veces antes, sobre todo al principio y le había costado varios años
de trabajo que la valoraran sus propios vecinos, Cornelio Morris no había aceptado
su ayuda, solo por el hecho de que ella era mujer.
León Faras.