sábado, 30 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXII.

 

Horacio Von Hagen fue el último en enterarse de lo sucedido con Lidia, solo lo notó cuando Ángel Pardo le hizo señales por encima de la multitud de gente que siempre se reunía frente a la sirena. Llegó corriendo, pasando por entre la gente como por una estrecha grieta, el estanque tenía menos de un metro de agua, un par de escaleras instaladas para entrar y salir y a Lidia tendida en el fondo. No dudó en saltar dentro, se arrodilló a su lado y le cogió la mano en un esfuerzo inútil por hacer algo para ayudarla. Lidia flotaba en medio del agua, sin tocar el fondo, pero tampoco saliendo a la superficie, tenía los ojos cerrados, pero las branquias en su cuello se abrían y cerraban a un ritmo lento y lastimoso, lo que al menos significaba que seguía con vida. Sofía había notado lo mismo, por lo que había preguntado a gritos si había un médico entre la gente del pueblo, pero nadie le respondió, todos se miraron con la esperanza de que alguno supiera algo, pero todos sabían lo mismo: que en ese pueblo no había ningún médico y que el más cercano estaba en una pequeña ciudad a medio día de distancia a caballo, y así se lo dijeron y así se lo dijo ella a Cornelio, este quiso pensárselo unos segundos pero la muchacha insistió, “No la dejes morir ahí…” Fue un ruego, pero con sabor a amenaza, entonces Cornelio se dirigió a Beatriz, “Carguen todo y vamos por ese médico…” Luego agregó, “…tal vez, de paso, ese doctor me pueda ver a mí también” Pero nadie le oyó eso último, porque las mujeres ya habían salido casi a la carrera. Así fue como el campamento comenzó a ser montado en los camiones en las propias narices de los visitantes que no atinaban a moverse del lugar. Eloísa, que como siempre aguardaba escondida en su tienda para no arruinar la sorpresa de su aparición, se quedó sin actuar ese día y solo se enteró de lo que ocurría cuando su tienda comenzó a ser desmontada por los trabajadores, que ante la urgencia de la situación, levantaron todo en un tiempo récord. Sofía puso en marcha su camión sin siquiera esperar a que los hermanos Monje hicieran su magia, lo que estuvo bien, porque mucha gente aún los observaba con una mezcla de preocupación y desilusión mientras el circo se iba a toda prisa.

 

Gracias a la magia de los hermanos Monje, el tiempo que tardaran en dar con la ciudad en la que el médico atendía, no corría. Era una ciudad pequeña, efectivamente, pero bonita y ordenada, con sus casitas sólidas y uniformes y sus calles centrales pavimentadas. Tanto Beatriz como Sofía se adentraron en ella apenas se instalaron en las afueras, algunas personas que estaban cerca les miraban como a extraterrestres, porque aquellos camiones habían surgido de la nada. Preguntando con insistencia, llegaron hasta una casa en la que se podía leer en un cartel dorado, “Dr. Ignacio Ballesteros” Una mujer de mediana edad llamada Hortensia los atendió, llevaba delantal de enfermera y tenía esa calidez innata de algunas personas para tratar a otras, con toda congoja, les informó que el doctor no se encontraba, pues gran parte del día, se la pasaba visitando a sus pacientes incluso en los pueblos cercanos. Debió ser mucha la desolación en el rostro de las mujeres al oírla, o la suficiente como para que Hortensia se ofreciera a ayudarlas, “Yo no soy doctor, pero llevo muchos años cuidando y atendiendo enfermos junto a mi esposo. Tal vez yo pueda ayudarles” Sugirió con dulzura, Sofía ni se lo pensó para aceptar y Hortensia les acompañó. Lo cierto era que Hortensia, tenía una muy buena reputación en la ciudad, una mujer que conocía su oficio tanto como su marido, el doctor Ballesteros, del que había aprendido buena parte de lo que sabía. Por el camino le hablaron con prisa y poco detalle, que ellas pertenecían a un circo, que la paciente era una mujer y que se encontraba inconsciente, aunque respiraba. Lo del circo, no lo imaginó correctamente hasta que llegó allá y se encontró de frente al gigantesco Ángel Pardo que sobresalía muchísimo de entre todos, más todavía con el pequeño Román parado al lado, sin embargo, aquello no la sobresaltó tanto como ver de cerca a Eloísa, cuyas alas parecían tan reales que daban miedo. Apenas se recuperó de la impresión, le señalaron a la paciente: en un estanque de vidrio un hombre cubierto de pelo de pies a cabeza le sujetaba la mano a una mujer sumergida en agua. Hortensia no lo podía creer, “¡Pero cómo no va a estar inconsciente si está sumergida bajo el agua! ¿Por qué no la han sacado del ahí?” Exclamó espantada, Beatriz le explicó que no podían sacarla del agua porque su paciente era una sirena que vivía allí, en ese momento Hortensia estuvo a punto de recular, todo aquello le parecía un sueño demasiado extraño para ser cierto, pero Sofía le rogó que al menos le echara un vistazo. Pasada la impresión del primer momento, la enfermera respiró hondo y aceptó que estaba allí para hacer su trabajo, por lo que, sin dudárselo más, se encaramó en la escalera y se metió en el estanque. Lo primero que pensó fue en revisar el pulso de la sirena con los dedos en el cuello, pero sus branquias no se lo permitieron, por lo que lo hizo en la muñeca, eran débiles, como los latidos de su corazón, y como su respiración. La vida se le estaba extinguiendo ¡y no tenía ni idea de qué hacer con una sirena! No parecía sufrir dolor, ni tenía contusiones de ningún tipo, no parecía acusar ni un solo síntoma de alguna enfermedad conocida por ella, solo se extinguía como una vela, en paz, como si… Entonces tuvo una inspiración, había visto algo así alguna vez, no estaba segura de nada, pero al menos tenía una idea, “¡Necesitamos agua!” Ordenó, Horacio no lo comprendió, “Pero si se la acabamos de sacar cuando se puso así” explicó con timidez, Hortensia negó enfática, “No, no la misma agua. Hay un pozo en el pueblo, consigan agua allí, ¡Rápido!” Y luego dirigiéndose a Sofía que la miraba desde arriba, le gritó “¡Dame una cubeta!” Y mientras Von Hagen salía del estanque para hacer espacio, Hortensia comenzó a coger el agua y a volverla a dejar caer dentro desde una mediana altura, una y otra vez, ante las miradas de incredulidad de todos, “¿Qué está haciendo?” Preguntó Beatriz sin llegar a comprender cómo rayos eso podía servir de algo, Hortensia le respondió sin detener su labor, “Creo que se está asfixiando, a esta agua casi no le queda oxígeno” “No sabía que en el agua hubiera oxígeno” confesó Von Hagen, con la cara pegada al cristal. Luego de algunos minutos, Hortensia pudo comprobar que las branquias de Lidia empezaban a tener un movimiento notoriamente más vigoroso, y mientras el agua limpia y fresca del pozo comenzaba a caer dentro del estanque, la sirena abrió los ojos, estaba débil, con el oxígeno poco a poco esparciéndose por su cuerpo, pero al menos ya consciente. Miró con curiosidad a aquella desconocida a su lado, dentro de su estanque, y luego quiso examinar su alrededor, allí estaban todos aquellos a quienes ella podía reconocer, pegados contra los cristales observando cómo estaba. Hortensia salió empapada, pero llena de satisfacción, no olvidaría nunca el día en que atendió a una sirena, Beatriz la acompañó para pagarle por sus servicios, pero se quedó de piedra cuando vio a Cornelio Morris, de pie sujeto con un bastón a varios metros de su oficina, observando desde lejos lo que sucedía en el estanque de Lidia. Ambas mujeres tuvieron que ayudarle a regresar, Hortensia le ofreció sus conocimientos en salud, pero Cornelio los rechazó con acidez, “No se preocupe por mí, señora, yo solo necesito descanso, dígame ¿Cuánto le debo por su trabajo?” La mujer cobró y se fue, pero comprendió perfectamente la actitud de Cornelio, la había visto muchas veces antes, sobre todo al principio y le había costado varios años de trabajo que la valoraran sus propios vecinos, Cornelio Morris no había aceptado su ayuda, solo por el hecho de que ella era mujer.


León Faras.

miércoles, 27 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXI.

 

Cuando empezó a oscurecer, Urrutia y Vicente se dieron cuenta de que no llegarían al pueblo donde estaba el circo si no seguían conduciendo durante toda la noche, pero aun así les fue imposible, porque los caminos interiores estaban llenos de desvíos y bifurcaciones que no llevaban a ninguna parte ni aparecían en los mapas y que además eran muy fáciles de confundir, con lo que terminaron en un descampado en el que se podía ver cómo el mundo y el universo se mezclaban como uno solo, “¿Tienes alguna idea de dónde estamos?” Preguntó Vicente, encendiendo un cigarrillo, luego de bajar del vehículo para estirar las piernas y acomodarse la columna. Urrutia examinó los alrededores deteniéndose a su lado, luego negó con la cabeza, como cabreado “No se ve un carajo” dictaminó. A Vicente no le quedó más remedio que aceptar la respuesta, pues él mismo no podía distinguir nada más allá de la brasa de su propio cigarro.

 

Hacía muchos años que Eusebio Monje no era citado por Cornelio Morris a su oficina. Por la mañana, antes de que el circo iniciara sus presentaciones, Eusebio llegó allí. Al verlo, no pudo evitar un gesto de profunda preocupación, su aspecto era lamentable, “Deja de mirarme así que todavía no me he muerto” Gruñó su jefe, el conductor desvió la vista, pero no cambió su gesto. “Necesito que enfilen los camiones hacia Valle Verde” Eusebio entendió aquello, pero el problema era que, “…eso queda bastante lejos de donde estamos…” le explicó, pero Morris no necesitaba explicaciones, “No estoy diciendo que vayamos hacia allá directamente, sino que enfiles los camiones en esa dirección, ¿entendido?” Y luego de que Eusebio asintió, agregó “Tengo un asunto que resolver allí” Eusebio no tenía ni la más remota idea de qué asunto podía ser ese, pero tampoco era problema suyo, por lo que solo aceptó la orden con gravedad y se fue.

 

El debut de Sara como Blanca Salomé, fue de lo más improvisado y paupérrimo, porque de todo lo que tenían planeado, apenas pudieron conseguir una alfombra medio decente, una mesa, a la que debieron cortarle las patas para que tuviera la altura adecuada y un par de cojines para sentarse en el piso. También había una vela que le daba cierto ambiente, pero no estaba como decoración, sino porque el interior de la tienda de Mustafá era oscuro como una cueva, “¿Ya estás lista? La gente comienza a llegar” Le preguntó Román a la mujer que intentaba acomodarse sobre un cojín demasiado pequeño y en un espacio donde apenas cabían sus piernas, “¡No!” respondió angustiada, “¡Tienes que ayudarme! No tengo ni idea de qué hacer con esto” Agregó, mostrando las cartas que Beatriz le había dado. El enano recordaba la forma cómo la vieja Luciana leía las cartas, “¡Es muy simple! Solo tienes que tomar la baraja así, revolverla de esta manera y luego sacar tres cartas. Siempre son tres, ¡Así!” Y el enano hizo todo el proceso hasta dejar tres cartas sobre la mesa frente a Sara, las que esta miró maravillada, el enano se dio cuenta de aquello y espantado retiró las cartas de la mesa, “¿Lograste ver algo?” La mujer asintió encantada, Román soltó el mazo de cartas sobre la mesa como si de pronto le quemaran la mano, alterado, con la vena en la sien a punto de reventarse “Muy bien, ya sabes cómo hacerlo. Ahora me voy, tengo cosas que hacer” La mujer lo quiso retener con timidez, “Pero…” El enano la detuvo con ambas manos en alto y unos ojos enormes, “¡No me digas nada! No quiero saber qué diablos viste, solo… haz tu trabajo y yo haré el mío, ¿está bien?” La mujer se atrevió a insistir una vez más en un tono mucho más débil, “pero…” “¡NO!” la silenció Román, antes de salir enfadado y casi huyendo de la tienda.

 

“¡Acérquense por aquí, damas y caballeros! Ante sus ojos tienen una oportunidad irrepetible en sus vidas. Ninguno de los misterios del futuro puede ocultarse a sus ojos, ninguna llave del destino está cerrada para sus sentidos, ella conoce los planes del Creador para con cada uno de ustedes. Acepten el desafío de conocer su propio destino y lo que este les depara. Ante ustedes, la princesa del misterio, la reina de lo oculto e ignoto, el faro de los perdidos en la vida, la única y verdadera: Blanca Salomé” Una inspirada presentación de Román Ibáñez que rindió efecto entre los primeros visitantes que se acercaron interesados. Beatriz, que debía hacer ahora el trabajo de Cornelio con su megáfono, se contuvo impresionada con la elocuencia del enano. Román siguió animando a las personas a visitar los aposentos de la pitonisa o a continuar observando las múltiples maravillas del circo de rarezas de Cornelio Morris mientras veía los rostros de aquellos que habían visitado a Blanca Salomé, salir embargados bajo la contundente verdad de sus predicciones, algunas para bien, y otras no tanto. Al menos, algunos parecían hasta sonreír, pensó Román, lo que sí estaba claro y no necesitaba ser adivino para saberlo, era que a esta mujer le iría muy bien con los visitantes. Sin embargo, cuando todo parecía estar funcionando bien de nuevo después del incendio, otra vez algo se truncaba, como si la predicción de Sara, no hubiese sido solo para Cornelio, sino también para todo su circo. Sucedió ya a media tarde, cuando Beatriz presentaba a la fabulosa sirena, los telones se corrían y Lidia debía aparecer con toda su espectacularidad, pero no apareció. Beatriz no comprendía qué sucedía, hasta que alguien del público gritó, “¡Ahí! ¡Está ahí!” Y entre las brumosas aguas del estanque se pudo adivinar el cuerpo de Lidia flotando, totalmente inerte. Aquello no era parte del espectáculo, “Dios bendito, ¡Lidia!” Gritó Beatriz, arremetiendo con las palmas contra los cristales, en seguida apareció Sofía gritando por su madre, “¡Mamá, despierta! ¿Qué te ocurre? ¡Mamá!” sin importarle lo extraño que aquello sonaba para los visitantes. Al mismo tiempo, los hermanos Monje y Ángel Pardo movían a la gente que ya comenzaba a entender que algo malo estaba ocurriendo. Guiados por Sofía, algunos trabajadores trajeron una escalera para subirse al estanque y comenzar a sacar agua con cubetas para dejar una cantidad en la que se pudiera entrar, mientras Beatriz corría hasta la oficina de Cornelio Morris, terriblemente acongojada, imaginando lo peor. Cornelio parecía demasiado cansado para impresionarse, “No está muerta… créeme, si así fuera, yo lo sabría” Le dijo, haciendo un gran esfuerzo para sentarse en su sofá, en el que permanecía tumbado, “Tienes que ayudarla, tienes que sacarla de ahí” Le rogó la mujer, Cornelio la miró como si se hubiese vuelto loca, “Sabes muy bien que no puedo hacer eso… hay un contrato que…” “Pues, que firme otro contrato” Arremetió Beatriz, la que ya estaba hablando sin pensar, pero Cornelio estaba demasiado débil para enfurecerse como lo haría comúnmente ante la testarudez de sus subordinados, “Los pactos deben ser respetados, el contrato es solo uno y para siempre y tú sabes muy bien cuál es la única salida…” Beatriz lo sabía, pero debía haber algo más que se pudiera hacer. En ese momento irrumpió Sofía en la oficina gritando sumamente alterada, “¡Un doctor! ¡Necesitamos un doctor!”


León Faras.

lunes, 25 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LX.

 

Cornelio Morris, no sabía si creer o no en la predicción de Sara, pero lo cierto era que lo había cogido en un muy mal momento, pues, aunque no lo sabía con certeza, sospechaba que su recuperación física, no sería tan fácil ni tan rápida y también estaba consciente de que su sensacional empresa, hacía rato que solo se mantenía, sin crecer como lo hacía en un comienzo. El dinero que almacenaba en su baúl de madera y hierro, también parecía haber empezado a decaer, a pesar de que sus atracciones eran cada vez más espectaculares y que los espectadores jamás le fallaban, como si fuerzas misteriosas hubiesen hecho un agujero por el que se le escapaba su fortuna y le impedía su crecimiento como una enfermedad, sin embargo, no estaba dispuesto a rendirse y a permitir que un mal augurio lo arrastrara con él. Fuera cierta o no la habilidad de Sara, Cornelio no pensaba desaprovecharla, y ordenó que movieran a Mustafá de su tienda con decoración de brujería y misterio y que fuera acondicionada para que Sara la utilizara, para leerle el futuro a las personas que visitaban el circo, pero antes, y al igual que todas las atracciones en el circo, necesitaba un nombre que llamara la atención, así fue como nació “Blanca Salomé, la Princesa del Misterio” Su nombre más ingenioso hasta ese momento, y mandó a hacer un cartel con ese nombre. Cuando Beatriz le informó a Sara que se preparara, porque tendría su propia tienda para atender a los visitantes que quisieran conocer su futuro, que de seguro serían docenas, la pobre mujer reaccionó espantada, como si lo que le estaban proponiendo fuera una completa locura y una estupidez suicida, y el nombre que le habían puesto le daba vergüenza de solo leerlo, con toda esa pomposidad apabullante y ese título de princesa que en su vida se había imaginado tener, le parecía sencillamente demasiado. Beatriz le respondió sin conmoverse en lo más mínimo, que la decisión ya estaba tomada y que así sería, Sara protestó, “¡Pero si yo no soy nada de eso! ¡Les juro que jamás en toda mi vida he leído el futuro de nadie!” Insistía con testarudez, hasta que Ángel Pardo, que estaba a su lado, la cogió por los hombros con sus manotas, “Escucha, tú ves y entiendes cosas, que nadie más puede ver ¡Puedes hacerlo! Tú solo lo miras y lo sabes, sin ningún esfuerzo, como cuando supiste lo del incendio ¿recuerdas?” Sara lo miraba asustada, renuente. El gigante, en un arrebato de inspiración, cogió un pequeño puñado de maníes que tenía cerca y los arrojó al piso, “¿Puedes decir lo que ves ahí?” Preguntó, señalando al suelo. La mujer los miró brevemente, y al momento abrió los ojos sorprendida, como si una visión le hubiese golpeado los sentidos, luego miró a Pardo con angustia, y negó con la cabeza, el gigante escudriñó sus ojos, “Viste algo, ¿verdad?” Su tono era suave y confiable, Sara asintió con timidez, “Pero no quieres decir qué viste…” la mujer negó de forma apenas perceptible, Ángel Pardo aceptó eso, “Está bien, no tienes que decirlo, pero sabes que puedes ver el futuro en los demás y lo harás bien” Una vez que pareció estar un poco más convencida, Beatriz le alcanzó un mazo de cartas, “Dice Cornelio que pruebes con esto” Luego se dirigió afuera, donde Román y Horacio aún trabajaban en las reparaciones, “Y tú te encargarás de ayudarla al principio” Le ordenó al enano, señalando a la mujer, Román se opuso asqueado, “¡Qué? ¡Y por qué tengo que hacerlo yo?” protestó, Beatriz tenía respuesta para eso, “Te librarás de Mustafá por unos días” El cambio de actitud del enano fue drástico, “¡Cuenta con eso!” Respondió, mucho más conforme.

 

Por la noche, Beatriz le llevó una sopa de pollo a Cornelio, el mítico remedio para reconfortar el cuerpo y un alimento que Cornelio no probaba hacía muchos años, se la tomó con el ansia pasiva de los ancianos, eso dejaba en evidencia lo mal que estaba, también el hecho de que la hubiese dejado a ella de manera oficial como encargada del circo, hasta que él pudiera coger las riendas nuevamente, debía estar muy mal para cederle ese puesto a alguien. La mujer solo le respondió que él mismo estaría de vuelta organizando todo en muy poco tiempo, pero en el fondo no se lo creía ninguno de los dos. Sofía se fumaba un cigarrillo con desgano en la entrada de su tienda, más como un acto de consagración de su repentina y joven madurez, que por verdadero aprecio al acto en sí. Vio a su tía al regresar, su cara, era la del que ha visto algo tan malo que no es fácil quitárselo de la mente, la muchacha no pudo evitar preguntarle por la salud de Cornelio, “Se pondrá bien…” Respondió complaciente aquella, y su respuesta fue tan liviana e insatisfactoria, como un trozo de espuma, “¿Segura…?” Agregó Sofía, ofreciéndole el pitillo, Beatriz lo aceptó con agrado, “Es como si hubiese envejecido veinte años en un solo día” “Sé lo que eso se siente…” replicó Sofía en el acto, en un tono simpático, Beatriz sonrió cansada. Sofía continuó, “…tú lo amas, ¿verdad?” La mujer le dio una última calada a su cigarro y se lo devolvió, “Lo amé, más de lo que te imaginas, pero también aprendí a temerle mucho, lo que queda ahora, supongo que es una extraña mezcla de ambas cosas” Sofía asintió, dudando en hacer la siguiente pregunta, pero sintiendo como se prolongaba demasiado el silencio, al final la hizo, “El hijo que tuviste, ¿era de él?” Beatriz asintió en silencio, mirando al cielo estrellado, luego comentó, “Apenas nos conocíamos hace menos de un año. No fue ninguna noticia agradable de oír para él…” Eso no era nada extraño, eran abundantes los hombres que se desentendían cuando su pareja se embarazaba, y los mejunjes para abortar también eran frecuentes, aunque no siempre efectivos, eso Sofía lo sabía, pero lo que le interesaba era otra cosa, “¿Cómo murió?” Beatriz la miró largo a los ojos, como buscando el valor necesario para hablar, al final, su vista cayó al suelo, “No sé si debas saberlo…” Sofía se pegó aún más a ella para poder hablarle en un susurro, “Pero, tú quieres decirlo…” Los ojos de Beatriz se inundaron hasta rebosar en un par de gordas lágrimas cargadas con el recuerdo de su hijo. Resultaba extraño verla así, a la que siempre era la más fuerte y segura. Beatriz se resistió una vez más, Sofía ya no podía imaginar lo que había pasado con ese niño, “Oye, él era mi familia también. Hasta hace unos días ni siquiera sabía que tuve un primo y ahora, solo quiero saber qué pasó con él” Beatriz le echó un vistazo al campamento, las fogatas estaban encendidas y los diferentes grupos reunidos, apenas se oían voces o alguna risa aislada. Nadie circulaba por el campamento, “Prométeme que no se lo dirás a nadie” le dijo Beatriz, sorbiéndose los mocos y secándose las mejillas, Sofía apretó el ceño, pero asintió, entonces la mujer se lo dijo, “Todas las cosas que has visto en este circo, y muchas otras que no viste, las maravillosas y las no tan bonitas, todas provienen de un sacrificio que Cornelio hizo hace años…” Sofía tenía una vaga idea de lo que aquello significaba, “¿Sacrificó a su propio hijo…?” Preguntó con auténtico miedo en la cara, Beatriz se lo confirmó sin mover un solo músculo.


León Faras.

martes, 19 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LIX.

 

Gloria era una mujer de treinta años, casada hace seis con Damián Corona con el que nunca había conseguido tener hijos, lo que la hacía sentir cierta culpabilidad y apagaba aún más su reducida personalidad. Su marido, era poco el tiempo que pasaba en casa, aunque, al menos le quedaba el consuelo de tener cerca a su familia: su hermana y sus sobrinos por un lado y su madre y una tía por otro, a las que visitaba constantemente para no pasarse la vida sola. Aquel día, Damián llegó a casa apenas pasado el mediodía, lo que era completamente inusual, tanto que su mujer se espantó un poco, pues no le había dicho nada y ella nada tenía preparado, “Pero, Cariño, ¿por qué no me avisaste que venías? hubiera preparado algo de comer” Le dijo con la ternura que siempre tenía para él y para todo el mundo, probablemente surgida de su maternidad frustrada, él le respondió que no se preocupara, mientras recogía algo de ropa y la metía en una maleta, “¿Vas donde tu hermana?” le preguntó, al verla arreglada para salir, la mujer asintió, de hecho, estaba a punto de salir cuando fue sorprendida por su marido, “¿Piensas irte otra vez? Pero si acabas de llegar hace apenas unos días” le reprochó su mujer con un tono muy, muy leve de enfado. Damián la cogió por los hombros, “Es Vicente, me temo que se va a meter en un lío muy gordo si no hago algo por detenerlo” Gloria lo miraba a los ojos con la cabeza inclinada hacia atrás, él era notoriamente más alto, “¿Qué clase de lío…?” preguntó asustada. Nunca le había agradado del todo Vicente, al que consideraba un irresponsable que solo vivía para sí mismo. Damián no podía hablarle de las locuras que había visto en el circo, por lo que solo le habló de “gente peligrosa” con la que podía tener muchos problemas, “Escucha, te prometo que esta será la última vez, luego de esto, me dedicaré al negocio y a la casa. Te lo juro…” Aquello estaba lejos de ser alentador para su mujer, “Y esa gente, ¿puede matarte?” Le preguntó con verdadera angustia en los ojos, Damián no estaba completamente seguro de esa respuesta, dudó, y esa duda lo delató, “No, claro que no, no pienses cosas así, sabes que sé cuidarme. Ahora ve donde tu hermana, yo volveré en unos días, te lo prometo” Afirmó, con una confianza endeble y fingida, Gloria lo miraba como un cachorrito al que se le abandona en la carretera, el hombre no tuvo más remedio que devolverse desde la puerta y abrazarla, “Te amo, por favor no lo olvides” luego de eso se fue. Aquella, lejos de tranquilizarla, fue la despedida más preocupante que pudiera recordar.

 

“¿Pero estás seguro, hombre? porque esto no suena más que a una jodida locura” Exclamaba con el rostro apretado de preocupación el sargento Leopoldo Jiménez, mientras su compañero, serio y marcial, le presentaba su permiso para ausentarse por varios días de su trabajo. El cabo Orlando Urrutia asintió sin dejarse conmover por su superior, él era hombre de una sola voz, de decisiones firmes, que una vez tomadas, eran llevadas hasta el final sin dar un solo paso atrás. Al sargento no le quedó de otra más que aceptarlo, aunque muy poco convencido, mal que mal, aquel no era hijo suyo. Urrutia salió en su pequeño automóvil, el cual había adquirido ese mismo año, y que le quedaba levemente estrecho para su prominente porte y se dirigió hacia el pueblo que le habían señalado. Menos de una hora después de partir, se topó con una furgoneta negra averiada a la orilla del camino, su propietario, un hombre joven que a pesar de vestirse bien parecía haber tenido un muy mal día, registraba afanado las entrañas del vehículo, aunque con más instinto que conocimientos, y al parecer con poca fortuna también. Urrutia se detuvo junto al desafortunado para ofrecer su ayuda, que era lo que debía hacerse en esos casos. El hombre confesó que no tenía ni idea de mecánica, siempre le pareció un trabajo sucio en el que prácticamente se vivía cubierto de mugre. Urrutia examinó el motor y sus componentes con seriedad profesional, tiró con suavidad de un cable, comprobó la firmeza de una manguera y luego asintiendo con gravedad, dictaminó su veredicto, “Se ve mal, ¿Ah?” Vicente Corona también asintió, aunque sin saber a qué se refería exactamente, “Y usted, no es de por aquí” Afirmó Urrutia, conociendo muy bien a las gentes de los alrededores, Vicente negó. El problema era que por esos lugares, no encontrarían a ningún mecánico, “…la reina aquí, sigue siendo la carreta tirada por caballos, y a estos aparatos, nadie los sabe tratar” Explicó Orlando, invitando a su nuevo amigo a subirse a su auto para llevarlo a algún sitio, que era lo único que podía hacer. “Busco un circo que, según me han dicho, es sencillamente espectacular” respondió Vicente, cuando Urrutia le preguntó hacia donde se dirigía, este lo miró como si le hubiese dicho una revelación mística, “Sí, sí que es espectacular…” Aseguró el cabo, con los ojos llenos de convicción. Eso era lo que el fotógrafo esperaba, que aquel hombre supiera al menos de qué circo estaba hablando, “Yo también lo busco” confesó luego Urrutia, con tono de complicidad, pero cuando Corona preguntó para qué, Orlando se volvió quisquilloso en seguida, “Eso es asunto mío…” le respondió cortante, sin dejar espacio a más preguntas. La cuestión, era que Urrutia tenía una pista, una información para poder dar con el mentado circo de Cornelio Morris, y era que, como cualquier cosa que medio salga de lo normal en estos pueblos de vida tranquila, la noticia del incendio y la supuesta lluvia milagrosa, se había propagado como las pulgas en verano, por todas partes y tal incendio se había provocado en un circo que sin duda, no podía ser otro que el que ellos buscaban. Vicente solo cogió su bolso con ropa y dinero y el combustible que cargaba, y el resto lo abandonó junto con su furgoneta, la que no corría más peligro que el del mismo ambiente, porque, y el cabo Urrutia lo sabía mejor que nadie, en estos pueblos lo máximo que se podían robar era una gallina de vez en cuando o un par de membrillos de los que cría la gente en los cercos, “…de seguro que cuando vuelva, la encuentra igualita” Afirmó.

 

Según el mapa, el lugar del incendio estaba a menos de un día, aunque también había que considerar las condiciones del camino, sobre todo el de los interiores, los cuales podían ser traicioneros, sin embargo, con algo de suerte, podían dar con el circo antes de que este se moviera.


León Faras.

jueves, 7 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

LVIII.

 

No mentía Sara cuando decía que zurcir se le daba realmente bien. Con las primeras luces de la mañana la gente se abocó a la tarea de reparar sus tiendas lo mejor posible, parchándolas con los trozos de lona que se salvaron, ya que en el pueblo en el que estaban según sus pobladores, las telas, fueran las que fueran, debían ser encargadas y podían tardarse hasta un mes en llegar, lo que no era de extrañarse en sitios tan alejados de la mano de Dios como los que solía visitar el circo. Sara unía trozos con más precisión que rapidez, sin importar lo grandes que fueran, como una máquina que no admite distracciones. Eloísa, a su lado, practicaba su costura con más voluntad que talento, quejándose constantemente de que las telas que a ella le tocaban eran las más gruesas o sus agujas las menos puntiagudas y distrayéndose con cualquier cosa, Sara la miraba con una sonrisita de complacencia, sin decirle nada, convencida de que la milagrosa lluvia había tenido algo que ver con ella. Cornelio Morris, no se movió de su oficina, según algunos, estaba jodidísimo, como si lo hubiesen agarrado tres gripes enormes al mismo tiempo y lo hubiesen dejado con todos los huesos adoloridos, según Beatriz, se recuperaría pronto, solo necesitaba descansar, mientras tanto, el circo no atendería a su público ese día, dejándolo por completo para reparar los estragos del incendio. Von Hagen recortaba los trozos de lona que eran necesarios para remendar, ayudado por Román Ibáñez, quien se había atado a la cabeza un pañuelo para enjugarse el sudor que le brotaba copioso al enano en la frente. El comentario obligado entre todos era que, según Eloísa, Sara podía predecir el futuro leyendo migas de pan, y no es que les costara creer aquello, porque Sara, habiendo firmado un contrato con el circo, algo raro tenía que salir de ahí, más bien, la discusión giraba en torno a quien estaba dispuesto a conocer su destino con semejante precisión. Román, aseguraba que no, porque con seguridad no le diría nada bueno, y prefería evitarse la angustia de vivir con la certeza de que algo horrible le sucederá y no poder hacer nada para evitarlo, “¿Entiendes? Dejas de vivir esperando que eso ocurra, y cuando piensas que ya no va a ocurrir, ¡Zas! Ocurre. Recuerda esto, Horacio: al destino siempre le gusta sorprenderte, por muy bueno que seas adivinándolo” Lo dijo circunspecto, como un abuelo que le da un importante lección de vida a su nieto, Horacio lo miró sin creerse ni pizca de lo que hablaba, “¿Y tú qué rayos vas a saber de eso!” El enano dejó lo que estaba haciendo y se enderezó a toda su escasa altura, con pose orgullosa “Probablemente muy poco, pero sí sé algo. Yo conocí a la vieja Luciana, la empleada de los Neira, descendiente directa de esclavos, ella leía las cartas en secreto a cambio de cualquier cosa de utilidad, tenía fama de bruja en todos los alrededores y yo fui a verla un día, solo, era muy joven, y quería saber lo que todo joven quiere saber…” Notó que Eloísa le estaba poniendo atención mientras tiraba de su aguja y quiso cohibirse, pero aun así continuó, “…le pregunté por el amor” Afirmó con gravedad, como si estuviera confesando algo vergonzoso, “Tenía la pueril esperanza de que me dijera algo bueno, y lo hizo, me dijo que había una mujer que me amaría, pero inmediatamente después me dijo que ese amor estaba condenado a terminar en desgracia, en ese momento pensé que eso era mejor que nada. Ya me había olvidado por completo de las palabras de la vieja Luciana cuando conocí a Amelia, y no volvieron a aparecer de nuevo en mi memoria hasta que se cumplieron. Como ya te dije, al destino le gusta sorprenderte” Horacio se quedó pensando, aquello era posible, pero no tenía que ser siempre así, y así se lo hizo saber, “Pero también pueden predecir cosas buenas, quiero decir, no puede ser siempre todo malo” Eso sonaba lógico, al menos para él, el enano le remarcó lo ingenuo que le había parecido el comentario con la sola mirada, “Tú no sabes mucho de adivinos, ¿verdad, Horacio? Entre los verdaderos adivinadores, y no los farsantes, los que anuncian tragedias son los más comunes, encontrar uno verdadero que anuncie venturas, es como encontrar una moneda marcada, arrojada al fondo del mar” “¿Y qué hay de los que anuncian tragedias y dichas por igual?” Propuso Eloísa, especialmente interesada, manteniendo su aguja suspendida en el mismo punto que antes, Román se encogió de hombros, “Si encuentras a uno capaz de presagiar venturas, entonces puede con las desgracias, la tragedia siempre es más fácil, decía la vieja Luciana” En ese momento llegó Beatriz, quien se estaba haciendo cargo de todo mientras Cornelio se recuperaba en su oficina, “Sara, ven conmigo un momento”

 

Cornelio Morris estaba tendido sobre su sofá, se veía como un estropajo sin fuerzas y con dificultades para respirar cuando Sara entró a su oficina, Beatriz entró luego y entre las dos tuvieron que ayudarlo para poder sentarse. Era la imagen de un hombre muy, muy mayor que luce agotado bajo el peso de la vida, incluso Sara que apenas le había conocido hace muy poco, se mostró afectada por su deteriorado aspecto, “Según me han dicho, puedes presagiar el futuro” Le dijo Cornelio, con una voz mucho más pausada que de común, Sara se había sentado en una silla frente a él, y tras una pequeña mesita de centro en la que no había más que un jarro y un vaso con agua. La mujer sonrió nerviosa, “¡Oh no, señor! Yo no sé nada de eso, y creo que, no podría nunca hacer nada parecido, señor” Cornelio y Beatriz se miraron, ambos habían oído las afirmaciones de Eloísa sobre la increíble predicción que la mujer había hecho del incendio, Beatriz, de pie junto a Cornelio, intervino, “Entonces, ¿cómo es que supiste que el circo se quemaría?” Aquello la ponía bajo la sospecha de que ella misma lo habría provocado. Sara la miró con rostro desvalido, “¡Pero si estaba tan claro que cualquiera podía verlo! ¡Yo no hice nada! ¡Cómo podría yo adivinar algo?” “¿Cualquiera podía verlo? ¿Cómo que cualquiera?” Preguntó Cornelio clavándole los ojos, los que ahora lucían unos capilares muy marcados, Sara asintió como una niña pequeña que asegura decir la verdad, “Sí señor, tan claro que se podía leer con un solo vistazo. Incluso yo, que nunca he sabido nada de esas cosas, lo vi de inmediato” En ese momento, Cornelio empezó a toser, como llevaba haciéndolo todo el día después del incendio, una tos de enfermo que Beatriz se apresuró a calmar con un poco de agua, cuando por fin la tos aminoró, la mesa había quedado salpicada por una pequeña multitud de gotitas de agua que Sara observaba con sobrada atención, “¿Lo ven? ¡Es evidente! ¿Es que no lo ven?” Beatriz la miró como se le mira a una loca, “¿Ver qué…?” le preguntó. Cornelio también parecía intentar buscar algo sobre la mesa donde Sara apuntaba con todos sus dedos, el rostro de esta pasó de la ilusión a la incredulidad y luego a la compasión, “¿De verdad no lo ven?” Aquello sonó más a un ruego que a una simple pregunta, “¡Ver qué…!” repitió Beatriz. Sara no podía entender cómo era que solo ella parecía ver algo que parecía estar escrito en un cartel. Las gotas de agua habían formado una constelación cuyas posiciones precisas eran muy claras, “Ya llegó a lo más alto, señor…” Le dijo a Cornelio con infinita lástima en los ojos, no por sus palabras, sino por la incapacidad de aquel de ver lo evidente, “…ahora solo le queda caer” Sentenció.


León Faras.

viernes, 1 de enero de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LVII.

 

Tal como Cornelio lo había dicho, el circo montó todas sus cosas en los camiones con el último rayo de sol, el que los acompañó hasta el lugar y momento en que debían armar todo de nuevo. Para Sara, fue su primera lección sobre lo extraño que podía ser el lugar en el que se había metido. Cuando llegó la hora de viajar y todo fue empacado y apilado en los camiones, ella se preguntó con curiosidad infantil dónde era que viajaban las personas, fue una horrible sorpresa darse cuenta de que las personas, trabajadores y atracciones se apiñaban en los pequeños espacios disponibles, de pie, pegados unos a otros y con pocas posibilidades siquiera de respirar. Creyó que moriría, que el viaje sería eterno, por muy corto que fuera, sin embargo, apenas unos segundos después las puertas de los camiones y acoplados volvían a abrirse, como si hubiesen oído sus pensamientos y reconsideraban la denigrante e inhumana forma de tratarles, solo que cuando volvió a salir, se trataba de un sitio completamente diferente; franqueado de álamos que antes no estaban y cubierto de hierbajos secos que tampoco estaban. Se dio cuenta con sorpresa de que la gente descargaba las cosas apenas haberlas montado arriba hace apenas unos minutos atrás y de que a nadie pareciera extrañarle que se hubieran movido a un pueblo completamente diferente, sin moverse en absoluto. Eloísa solo supo explicarle que los viajes siempre habían sido así en el circo, y que no había nada de que sorprenderse; como si se tratara de lo más natural del mundo y Sara le miraba con profunda preocupación, como a una pobre criatura cuya torpeza le impedía enterarse siquiera de lo que ocurre a su alrededor.

 

Y tal como Sara lo había predicho, el incendio se produjo, exactamente trece horas después de que lo anunciara y sucedió gracias a un rastrero viento nocturno de aquellos que no arrastran más que malos propósitos, como el aliento de Satanás, que avivó las inocentes ascuas de las fogatas que a esa hora se consumían pacíficamente como todas las noches, luego de que sus amos ya se hubieran retirado a sus camas. El fuego comenzó a devorar la hierba cercana, resecada por el sol y poco a poco se volvió más hambriento, encariñándose con las cajas, barriles e infinidad de lonas y rollos de sogas apilados por aquí y por allá, hasta comenzar a escalar también alguno de los arboles cercanos. Von Hagen se despertó al ver la preocupante y luminosa danza que se reflejaba en las telas de su tienda, era demasiado grande y demasiada la luz que proyectaba. Con una olla y una cuchara comenzó a despertar a todo el campamento junto con su compañero Ángel Pardo que no paraba de gritar “¡Fuego, fuego!” en todas direcciones. Eloísa despertó de pronto, como quien ha tenido que salir de un sitio muy, muy profundo, su tienda estaba siendo iluminada por una lengua de fuego que escalaba por los pliegues de la entrada, Sara también estaba despierta desde antes, pero estaba paralizada, incapaz siquiera de gritar, a pesar de que se moría de ganas de hacerlo. Una cubeta de agua le cayó encima desde afuera apagando el fuego y luego, la cara del gigante y una de sus manotas se asomaron para obligarlas a reaccionar, “¡Salgan, salgan!” Beatriz salía de su tienda organizando lo mejor posible a los trabajadores que luchaban contra el incendio, aun sabiendo que no tenían agua suficiente ni aunque usaran la de la sirena, mientras otros trabajadores luchaban por controlar a Perdiguero, quien estaba enloquecido con las llamas. Sofía corría hacia los camiones para moverlos, no solo por lo valiosos y necesarios que eran, sino también porque en uno de ellos estaba su madre. El pequeño Román golpeaba con desesperación el suelo con su chaqueta, haciendo lo posible por mantener el fuego a distancia de sus escasas pertenencias, una batalla que con solo verla ya se podía considerar perdida. Cornelio fue el último en salir a ver qué ocurría, y se quedó horrorizado, a esas alturas el fuego era incontenible y varias tiendas estaban comenzando a ser consumidas, entonces Beatriz le ordenó con autoridad, “¡Vamos, hazlo!” Cornelio no se movió, entonces la mujer lo increpó severa, “¡Tienes que hacerlo!” y Cornelio la miró ofuscado, como si le estuvieran obligando a hacer algo que no quería, pero luego volvió a encerrarse en su oficina. Momentos después, y mientras el fuego se volvía más y más poderoso y Sara se abrazaba a la cintura de Pardo, como una niña asustada se aferra a la cintura de su padre implorando a Dios un milagro, sucedió algo de lo más raro. Comenzó a caer agua del cielo, pero era una lluvia sin ninguna nube, en una época del año en la que, hasta las nubes eran cosa rara. Todos se voltearon a ver el cielo, plagado de estrellas, que parecían estar cayendo sobre sus cabezas en forma de gotas de agua. Para la mayoría, aquello era un fenómeno que solo se podía explicar con la rareza misma del circo que todos habían experimentado de alguna manera, aunque para unos pocos, entre ellos, Sara, aquello solo podía ser un milagro, un milagro gracias a que el circo contaba con un ángel de verdad, a pesar de que Eloísa, insistía en negarlo, con las plumas medio chamuscadas, y luchando por sofocar el fuego que consumía su tienda con una manta, con gritos que ya comenzaban a sonar con un buen grado de molestia, “¡Que yo no soy un ángel!” La lluvia creció en intensidad hasta sofocar las llamas, y cuando la última de estas se apagó, la lluvia se detuvo de forma tan inexplicable como había aparecido, en ese momento, un puñado de pobladores llegaba con cubetas, herramientas y un carro tirado por un asno con dos barriles de agua encima, alertados por el humo, pero se detuvieron en seco al ver la imagen de cómo todo el sector donde estaba el circo y todos sus habitantes, estaban empapados, con pozas en el suelo y pequeños lodazales aquí y allá, que podían ver gracias a las lámparas que portaban para iluminarse el camino y a que era una noche completamente despejada. Ninguno se atrevió a preguntar qué había ocurrido, parecía que había llovido, pero solo allí, lo que era completamente absurdo hasta de suponer, solo pudieron volver a sus casas decepcionados y confundidos, echando vistazos atrás de vez en cuando con la vaga esperanza de una explicación. Cuando Cornelio volvió a salir, se veía débil, hasta un poco más viejo, incluso cojeaba, una cojera que desde ese día, lo obligaría a usar un bastón por el resto de su vida, aquel milagro excepcional había tenido también un precio excepcional, un precio que probablemente no estaría dispuesto nadie a pagar dos veces, pero él sí, si es que con eso podía salvar su circo. Por la mañana, Eloísa le haría un comentario de lo más interesante: la increíble precisión con la que Sara había predicho aquel incendio. Después de todo, la mujer sí se había vuelto una atracción después de firmar el contrato.


León Faras.