lunes, 29 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLVII.



Barros desde hace más de un año que no distinguía más que luces y sombras. Hace tiempo que su vista fallaba, pero ahora estaba a un paso de quedarse ciego, lo que no era nada raro, considerando que el hombre tenía más años que todos sus burros juntos, según él mismo reconocía a veces entre risas. Era viejo, pero aún caminaba a todas partes como siempre lo había hecho, aunque ahora usaba un cayado y su carga la llevaba Parroquiano, el hijo mayor de Cantinero. Gan seguía viajando con ellos, con su burra Giste y un joven borrico de esta aún sin nombre. Ese par de hombres lo había acogido con el corazón abierto, sin hacerle preguntas ni ponerle condiciones raras, ni siquiera cuando una liebre le rajó el brazo con sus uñas y la herida se cerró de inmediato con la horrible y maloliente cicatrización propia de los inmortales de Rimos, la misma que le cubría la mitad de la cara al rededor del ojo que le faltaba. Lo cierto era que Petro era el hombre menos curioso que jamás hubiese conocido nadie y su padre, demasiado cortés como para meterse en lo que no le incumbía, además de ser ambos, por fuerzas del oficio, inmunes a las vistas desagradables y a los malos olores. Gan ya había entrado a Rimos varias veces para entregar sus pieles, aunque le había tomado algunos años decidirse a hacerlo, porque no quería ser reconocido como un inmortal de los que sobrevivió y ser juzgado por ello, sin embargo, la barba desaliñada que se había dejado crecer y la horrible cicatriz ramificada en su rostro lo habían cambiado más de lo que él se imaginaba, pero por encima de eso, con el tiempo descubrió que su nuevo oficio era un verdadero repelente social increíblemente efectivo: los pieleros, debido a su aspecto y hediondez natural, eran tratados como portadores de una enfermedad contagiosa cada vez que entraban en una ciudad. Así había sido toda la vida de Petro y su padre, y eso había forjado sus personalidades. Desde hace un tiempo, Gan estaba pensando en dedicarse a otro oficio y estaba convenciendo poco a poco a su compañero de ello, endulzándole el oído con buenos beneficios y menos trajín, el cual ya no era tan bueno para su anciano padre. Lo más demandado en Rimos después del metal, era el carbón para trabajar este último, y no era tan difícil de fabricar conociendo la técnica, solo necesitaban leña seca y tenían un bosque entero y seco hasta las raíces.



Había que admitir que desde que Cízarin estaba a cargo, las cosas funcionaban bien en Rimos. Había trabajo para todos, y el que no tenía oficio, era arrastrado al ejército. El ejército era la gran bolsa de desperdicios sociales en la que caían vagos y ladrones y de la que no salía nadie con vida, pues el servicio era indefinido y la deserción, al menos para los rimorianos, era castigada con la horca, ejemplificadora y sin apelaciones, aunque cada vez había menos lugar hacia donde huir. En el palacio, Ovardo seguía con su vida inútil y ociosa, pasando los largos días como páginas de un gran libro en blanco, uno infinito; solo y a oscuras, alegrado brevemente por las cada vez más breves y distantes visitas de su hijo Dimas, quien, a sus doce años, se aburría cada vez más en la presencia de su padre y debía ser forzado por su madre para hacerlo, pues ella no dejaba de recordarle que él era el primer hijo varón de un rey y que algún día todo Rimos podría ser suyo, cosa que el niño creía pero a su manera, pues el chico era inteligente a pesar de la poca educación que recibía, y se daba cuenta de que su padre no era más que un monigote que se pasaba el día sentado, balbuceando atrapado entre los sueños y la realidad, débil, sin ningún tipo de poder en sus manos ni siquiera para decidir sobre sus propios alimentos. Todos lo decían: Ovardo era un rey de las tinieblas, un rey solo de nombre que no gobernaba nada ni a nadie, además, su madre era una sirvienta, Dimas estaba consciente de eso, ella no tenía ni un pelo de la realeza, pero él sí, él era hijo de un rey y un día las cosas podían cambiar.



Aquello era una desgracia, Teté volvía a sentir cómo el mundo se burlaba de ella en su cara y de sus patéticas intenciones de luchar contra aquellos que gobernaban el universo y que bien parecían esmerarse en destrozar sus sueños. Darlén, la bruja buena a la que buscaban en Bosgos, había abandonado la ciudad hacía dos días junto con su familia, según los habitantes de la ciudad, visitando familiares, aunque con las brujas nunca se sabe. Telina rompió en llanto, derrotada, acostumbrada por la dura vida que le había tocado vivir, a desechar toda esperanza, que en el fondo solo servían de base para la burla de los dioses. Rubi la consoló, que aquello no era el fin, que buscarían la manera de ayudarla a parir sus propios hijos hasta por debajo de las piedras si era necesario, y conociendo a Rubi, era muy capaz de hacerlo, pero su madre no lo aceptaba, solo lloraba y se negaba a todo. “Es que es por ti que estamos aquí.” Logró decir entre sollozos. Rubi la miró como si de pronto dudara de la cordura de su madre. “Pero si yo no quiero tener hijos…” Afirmó enojada, casi como si la estuvieran obligando a preñarse, pero su madre, a quien le costaba un montón explicarse porque entre los sollozos, los mocos que se le caían y los incontenibles espasmos del llanto no se lo permitían, alcanzó a decile lo justo sobre su presagio de muerte antes de romper en llanto otra vez. Yurba las miraba con la cara preparada para la risa, como aquel que espera el remate de un chiste, y es que aquella escena, con lo del “presagio de muerte” incluido, era lo más melodramático que hubiese oído en mucho tiempo, pero la cara de Rubi al voltearse le borró la mueca. Ella no estaba enojada, sino preocupada, verdaderamente preocupada. “Mamá nunca se equivoca en estas cosas.” Afirmó. El hombre se quedó pensativo, echó un vistazo en rededor y saltó de la carreta. “Tiene que haber alguien más.” Dijo, antes de empezar a interrogar a todas las personas que había cerca, su personalidad insistente, invasiva y molesta le era de gran ayuda cuando de conseguir información se trataba, y lo logró, consiguió un nombre, el de una anciana llamada Gilda, pero había más de un problema porque la vieja vivía al otro lado de la ciudad y ahora debían regresar por donde habían venido y Tibrón estaba en medio. Mientras que en Confín, el viejo Ontardo estaba realmente enfermo y no había nada que su hija Darlén o su esposo Janzo pudieran hacer por él, porque su mal no era otro que la edad y los efectos de una vida junto a la fragua en sus pulmones, solo acompañarlo hasta que le llegara el momento.


León Faras.



domingo, 21 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLVI.



Rubi, su madre y Yurba, entraron a Bosgos poco antes de que el sol iniciara la jornada. El dichoso farolito se había apagado hacía rato por cuenta propia, lo que había facilitado mucho la tarea del conductor. A pesar de la hora, ya había gente despierta, pues el trabajo de las cabras era una tarea que comenzaba muy temprano. Encontraron una vieja ordeñando su cabra cerca de la calle y se detuvieron para preguntar, pero aparte del cordial saludo, no lograron comunicarse más allá con ella, pues la mujer al parecer estaba tan sorda como un pino y solo les asentía sonriendo sin sentido, hasta que de pronto y sin previo aviso, pareció disgustarse por algo y comenzó a gritar con escándalo, “¡Norba, Norbanaííí!” Yurba y compañía se miraron asustados, pensando que aquello podía ser una lengua extraña, de esas que se usan para echar maldiciones y blasfemar, pero pronto apareció corriendo una mujer más joven, alarmada por los gritos al principio, pero que los atendió con cordialidad luego. Ella era Norba. “Tienen que atravesar la ciudad, luego los campos de pastoreo y llegar hasta la otra parte de la ciudad. Allí pregunten por ella” Les dijo, mientras la vieja, su madre quizá, seguía sin parar de asentir, sonreír y ordeñar. En efecto, desde que Cízarin estaba apropiándose de las tierras de sus vecinos, Bosgos, como ciudad libre y próspera, había crecido mucho y había debido formar otra ciudad más pequeña, como un apéndice, oculta a un par de kilómetros de allí tras una de las muchas colinas que la rodeaban. Una de la que no todos tenían noticias, Yurba, Rubi y Teté, por ejemplo. La razón era sencilla, no podían usar las tierras de las cabras para construir o el negocio que le había dado vida a la ciudad en primer lugar, y que aún lo hacía, moriría, y eso era algo que no se podía admitir. Los tres atravesaron la ciudad y se adentraron en los campos de pastoreo junto con la salida del sol, eran inmensos, pero las cabras también eran muy numerosas, porque no había nadie en Bosgos que no tuviera al menos un par, a menos que no fuera un bosgonés. Al ascender por la suave y ovalada colina que debían sortear, Yurba vio al grupo de rimorianos apostados con descaro en un valle alejado de la ciudad, incluso tenían fuegos encendidos y las columnas de humo los delataban a kilómetros. Yurba comenzó a sonreír con tanto gusto, que logró que Rubi le preguntara la razón, “Tampoco saben que la ciudad está partida en dos…” Le explicó, y luego agregó deteniendo la carreta, “Si van a regresar, este es el momento… porque más tarde no podremos” Les advirtió con un gesto ambiguo entre el chiste y la gravedad. Teté miró con angustia a su hija, el brillo sobre ella era intenso y su muerte más cercana y Rubi al ver la angustia en los ojos de su madre, supo que hallar a la bruja era lo más importante para ella, “Continuemos” Ordenó la muchacha, y Yurba se encogió de hombros con su garbo característico, como si nada le importara, “Como quieran.” “¿Y usted no va a tener problemas por acompañarnos?” Preguntó Telina, quien recién tomaba en cuenta que su conductor era un soldado, pero este era un despreocupado totalmente inmune al estrés, “Tengo un colega con el nombre más ridículo que se puedan imaginar: se llama Motas, y dice que su tío se llamaba igual y que era un bravo guerrero, bla bla blá ¡Pero quién le va a creer algo así con semejante nombre! Como sea. Él es el único que sabe que estoy aquí, y aunque es un sinvergüenza sin escrúpulos, capaz de robarle la limosna a un ciego y quedarse de lo más campante, odia a los soplones por sobre todas las cosas. Él no dirá nada, además, el ejército cizariano ya debe venir hacia acá, yo solo me les adelanté.” Concluyó, ufano.



Apenas comprendió lo que ocurría, Nina llamó a Tombo, un moreno alto y fornido que se encargaba de la seguridad del negocio, entre otras cosas, y lo mandó con un caballo a confirmar la información del viejo Migas, pues este, debido a la urgencia y los apuros, no era capaz de especificar cuántos soldados habían o hacia dónde se dirigían. Tombo quiso protestar, pues había trabajado hasta tarde y según su criterio, si Cízarin los estuviera invadiendo finalmente, de seguro que lo sabrían y él no veía nada extraño. “Tombi, cariño, has lo que te digo, ¿quieres?” Y a pesar de lo amable de las palabras, aquello sonaba más como una amenaza. Nina era buena en eso, en soltar regaños y duras advertencias con dulzura, por lo que el hombre, luego de hacer su mejor mueca de desagrado, totalmente inocua, por cierto, partió resignado, pero no llegó muy lejos, porque la noticia ya circulaba por todas partes gracias a los cabreros y a que el ejército rimoriano no había hecho el más mínimo esfuerzo en ocultarse, “¿Qué es lo que planean?” Preguntó Nina, pero sin dirigirse a nadie en particular. En ese momento, un carro entraba a la ciudad en el que viajaban un par de viejos, un hombre y una mujer, pero eran de esos viejos que han sabido conservar su fuerza y estampa y no lucen agobiados bajo el peso de los años como los demás. Él ocultaba el rostro bajo un amplio sombrero de juncos, comunes en los campos de Velsi, bajo este se asomaba un robusto bigote muy encanecido y una cabeza perfectamente afeitada. Un pañuelo atado al cuello le ocultaba hasta el mentón. Ella usaba idéntico sombrero, pero más pequeño, con el pelo gris y abundante, sujeto en una única y robusta trenza. Evidentemente era una mujer pero vestía como hombre. Usaban uno de esos carros con aspecto de casa pequeña con ruedas que sirven para viajar largas distancias y pernoctar en cualquier parte. Solo la mujer bajó del coche, el hombre permaneció en su sitio y en silencio. Si se era observador, se podía ver que a su lado reposaba una estupenda espada, larga y recta, metida en su funda, algo que en Bosgos nadie tenía ni tampoco sabían usar, a excepción de uno que llegaba acompañado de su mujer y sus dos hijas a averiguar qué estaba ocurriendo, uno que el viejo reconoció de inmediato y del que se alegraba de ver, pero permaneció en silencio sin dar muestras de ello. “…Velsi está en ruinas y sus habitantes dispersos porque fuimos sorprendidos, no hubo tiempo para organizarse y reaccionamos mal, pero ustedes sí tienen tiempo para hacer algo y nosotros estamos aquí para ayudar.” Habló la mujer. Para esa hora, la cantidad de gente reunida en la calle era numerosa, y aumentando, y los más avispados allí sabían que si no controlaban a la multitud rápido, esta comenzaría a hacer estupideces muy pronto y nadie los podría detener, como lo ocurrido en Velsi. Una de las que entendía esto muy bien era Nina, pero algo le preocupaba más en ese momento, “¿Quién diablos son ustedes?” Preguntó con tono chulo, desafiante sin ser agresiva, solo para dar a entender a la mujer quién estaba al mando. “Mi nombre es Nova y este es mi compañero Nagar. Defendimos Velsi y vinimos a defender Bosgos…” “Pues eso tampoco es que les haya salido muy bien.” Comentó una de las putas de Nina que escuchaba apiñada con sus compañeras tras su jefa, y las demás asintieron con esmero, “Además, están como muy viejitos ¿no?” Añadió otra, con un timbre de voz casi infantil, “No necesitamos que nadie nos defienda…” Gritó alguien de entre la multitud y las voces de rechazo comenzaron a multiplicarse, “Ustedes no entienden, las armas que ellos traen…” Intentó explicar Nova, hablarles de los Tronadores y su poder destructivo, pero fue inútil, la multitud ya comenzaba a comportarse de manera estúpida, y la mujer prefirió volver al lado de su compañero, “Podemos arreglárnoslas solos.” Dijo Nina con dulzura, como despedida. El viejo echó a andar el coche en silencio, “Que no se diga que no intentamos ayudarles” Comentó Nova, quien en realidad era Gúnur, regenta del Molino uno y de los asesinos de Velsi.


León Faras.

domingo, 14 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLV.



Sí era una noche negra, con un cacho de luna que no iluminaba nada, y un aliento frío que no daba ganas de salir. Madre e hija viajaban juntas envueltas en la misma manta de pies a cabeza como un solo bulto, mientras Yurba conducía la carreta con expresión sobrada, desafiante ante la hostilidad del medio, iluminado por un triste farolito que lo iluminaba a él pero no al camino, lo que era una molestia, porque ni siquiera le permitían a sus ojos acostumbrarse a la oscuridad, pero Rubi lo había encendido para él y no quería ser descortés quejándose. “¿Y ustedes saben dónde encontrar a esa señora… la curandera?” Dijo, con intenciones de hacer conversación y con exageradas muecas de deslumbramiento, cubriéndose con la mano la luz del farol en los ojos, para poder ver mejor a sus compañeras de viaje que estaban justo a su lado, pues estas no tenían ni un candil sobre sus cabezas que las iluminara, “No, pero no hay nadie que no la conozca. Es cuestión de preguntar” Respondió Rubi. Todas sus conversaciones con él eran más o menos así hasta ahora: una pregunta superficial y una respuesta breve seguida de incómodo silencio. “Si quieres puedo…” Sugirió la chica, con intenciones de mover el farol del lugar donde evidentemente le estaba perturbando la visión, pero Yurba la desestimó con ademanes y gestos de suficiencia, “No, no es necesario, estoy bien.” Y siguió conduciendo con los ojos pequeñitos y el cuello estirado hacia delante para intentar ver algo más que el trasero de sus negros caballos.



Migas había reconstruido su cabaña, era más pequeña, pero más sólida, y además había hecho junto a esta una pequeña pocilga en la que había criado una pareja de cerdos. Al macho ya lo había sacrificado y destazado hace tres meses para venderlo y cubrir algunos favores pero la hembra, una jovencita de diez meses de edad y ciento cincuenta kilos de peso, había entrado en labores de parto esa madrugada, y él le había prometido no dejarla sola con eso. También había conseguido un perro, un perdiguero color hígado y blanco que encontró enrollado en un rincón de la ciudad, muerto de hambre y de frío en una noche en la que él hacía negocios, la conexión entre ambos fue inmediata y lo llevó a su casa sin dudarlo. Al principio el animal, joven aún, se mostró asustado con el viejo Buba, su padre, lloriqueando y ladrando metido bajo la cama, renuente a salir, como queriendo resaltar lo anormal de la existencia de ese ser, pero ahora, casi dos año después, se echaba a su lado con el aire circunspecto de un guardia real, acostumbrado ya a su irregular e inamovible forma de vida. Pero no solo eso, el perro demostró ser un excelente compañero al comprobar que, al igual que a su nuevo amo, le resultaba muy molesta la existencia de las cabras, y también hacía todo lo posible por mantenerlas alejadas de su vista. Eso terminó de encantar a Migas. Esa noche, mientras Migas ayudaba a su cerda a parir en la porqueriza, su perro vigilaba desde la puerta de casa. Parecía dormido, pero dormía con el sueño liviano de los perros guardianes, y a esa hora de la madrugada, en la que las aves nocturnas ya se retiran y las diurnas aún no salen de sus agujeros, el silencio era abrumador. En medio de este, el ladrido del perro sonó estridente, Migas se puso alerta, pero sus pobres sentidos no captaron nada, sin embargo el animal estaba expectante, “¿Qué pasa amigo, qué oyes?” Susurró el viejo, como si fuera pecado romper un silencio tan grande. Al perro lo llamaba de muchas maneras: amigo, compañero, colega, pero nunca tuvo un nombre específico para él. Migas no oía nada, pero su perro ya caminaba con el sigilo propio de las razas cazadoras hacía la negrura característica de la hora previa al alba. El viejo se limpió las manos en su mugriento delantal y lo siguió, lamentando no tener ni un palo a mano con el que defenderse, entonces, luego de caminar algunos metros se detuvo de golpe, había comenzado a oír un sonido ronco, profundo y acompasado, muy característico, y que todos se estaban temiendo escuchar tarde o temprano pero que nadie quería oír en verdad. Era el sonido de un ejército marchando a caballo, rodeando la ciudad a prudente distancia para pasar desapercibido, iluminado ralamente con un puñado de antorchas aquí y allá que dejaban ver sus escudos y armaduras rimorianas. Lacayos de Cízarin. Migas no amaba especialmente a Bosgos ni a su gente, por eso se mantenía a parte, pero era la ciudad donde vivía y hacía sus negocios y deseaba seguir haciéndolos, además ya tenía todo más o menos bajo control allí y tener que empezar todo de nuevo en otra parte sería un desastre, por lo que, luego de comprobar que la cerda y sus lechones estuvieran bien, corrió para informar a su padre de lo que ocurría y luego en busca de su caballo.



La nueva líder natural de Bosgos, aunque no de manera oficial, era Nina, desde que su padre, el tabernero Mozi, murió en extrañas circunstancias luego de rodar por las escaleras de su propio negocio y torcerse el pescuezo igual que un pollo. La chica pasó de ser solo una muchachita inmadura y libidinosa, a convertirse en una mujer con carácter, inteligente, capaz de hacerse cargo de cualquier situación y no esperar a que alguien más lo haga, tomar decisiones y organizar a la gente como si ella estuviera a cargo, y para muchos, ella lo estaba… pero todavía libidinosa. A pesar de lo sucedido en el pasado, mantenía una relación de mutuo respeto con el viejo Migas, aunque solo eso, nada de aprecio, lo que no era poco, considerando que ella había convertido la taberna en un lupanar antes de que los huesos de su padre se enfriaran del todo y Migas despreciaba con asco en los labios las debilidades de la carne, sobre todo la lascivia, la que le parecía indigna y no llegaba a comprender, pero ambos tenían cierto poder y ciertas debilidades y conocían bien las del otro, por lo que el respeto mutuo era más una consecuencia que una opción. Cuando llegó Migas, el día ya había comenzado para la mayoría de la gente, pero no para Nina y sus chicas, por lo que tuvo que golpear hasta hacer enfurecer a la dueña del negocio, “¡Sal, es importante!” Gritó el viejo, “¡Entra de una vez! Y más vale que lo sea.” Le respondió la mujer desde una ventana en el segundo piso, pero Migas no entraba a ese lugar, jamás. Entonces un jovencito semidesnudo, de rasgos y ademanes afeminados le abrió la puerta y lo invitó a pasar con una sonrisa demasiado amable, Migas retrocedió un paso, como quien se ve amenazado, pero como el mancebo no hacía otra cosa más que mirarle y sonreír, se inclinó hacia delante para gritarle en un susurro, “Dile a tu jefa que mueva su trasero hasta aquí. Cízarin ya viene.” El joven dejó de sonreír.


León Faras.

martes, 9 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIV.



Y finalmente llegó el día. Cuando eso sucedía, Telina despedía a su esposo en la puerta de su casa, porque no le gustaba ver a todos esos en el ejército que sin saberlo, o sabiéndolo, marchaban hacia su inevitable muerte. Ella siempre había disfrutado de hacer el papel de madre y por eso quizá la vida la había mantenido rodeada de niños a su cuidado, hasta convertirse en la orgullosa madre de dos mujeres, sin embargo, en todo este tiempo no había podido darle hijos a su esposo, ni uno solo, porque su cuerpo los expulsaba a los pocos meses de embarazo o estos simplemente no se aferraban a ella y se dejaban ir sin más, y ella se culpaba, porque uno a veces en ciertos momentos de la vida, suelta juramentos al cielo que, sin saber cómo ni por qué, se graban a fuego en las murallas del destino y luego no se pueden deshacer: ella había presenciado la dolorosa muerte de la princesa Delia y había jurado entre lágrimas sinceras de angustia, que ella jamás tendría hijos, porque era una experiencia demasiado atroz por la que no quería pasar nunca y sin duda, los dioses habían tomado nota, porque ahora que deseaba darle un hijo a su esposo, no podía y nada de lo que intentaba funcionaba.



Ese día, también partía su hija Falena a la batalla por primera vez, y su madre podía quedarse tranquila, porque el brillo de la muerte no estaba posado sobre ninguno de los dos, por lo que estaba segura de que volverían con vida. Cal Desci, uno de los pocos que conocía y creía firmemente en los augurios de Teté sobre la muerte y que sabía tomárselos muy en serio, se hacía ver por la mujer de Tibrón cada vez, antes de partir a una batalla, era tonto en cierto sentido, le había dicho Teté una vez, porque la muerte podía estar esperándolo a la salida de una taberna, montada en la grupa de su caballo o incluso junto a él en su cama por la noche, pero a él solo le preocupaba morir en una batalla, quizá porque aquello era lo único en su vida que él no estaba eligiendo hacer. Ese día Teté dudó, tal vez por la extraña luz oblicua del ocaso o tal vez por la sinuosa luminosidad de las primeras antorchas encendidas, pero al final le dio la tranquilizadora señal de que volvería con vida de esta y Cal Desci la agradeció. Tibrón, tras la desafortunada muerte de Helsen, iba al mando del grupo de rimorianos como capitán y el comandante de estos era un soldado experimentado que estuvo con él desde el infame ataque a Velsi, de nombre Aregel. Las cosas no habían estado bien entre ellos desde el principio y Tibrón no entendía por qué el otro era áspero y cortante con él, tampoco le preocupaba demasiado, él estaba al mando y sus órdenes debían cumplirse, pero le molestaba que no hubiera una razón, lo cierto era que no lo discutirían hasta no forjar ambos amistad en el combate. Esta vez, iban solos, el propio ejército cizariano junto con el escuadrón de Tronadores se quedarían un día más, mientras los rimorianos se posicionaban al otro lado de la ciudad libre para evitar sorpresas, mantener las cosas bajo control y hacer que la absorción de Bosgos como nuevo estado cizariano fuera, al contrario de la arruinada Velsi, lo menos traumática posible para todos. Al menos ese era el plan.



En tanto la mitad de su familia se alejaba, Teté se quedó junto a la puerta cerrada de su casa pensando en lo mucho que confiaba en su don, lo tenía desde muy joven y nunca le había fallado, sin embargo ahora, su esposo y su hija menor iban a la guerra y ambos iban libres del brillo de la muerte sobre sus cabezas, mientras que su otra hija, la que se quedaba a su lado, en casa y que no parecía ni siquiera enferma, Rubi, estaba desde aquella mañana señalada para morir. Desde hace un buen tiempo que Rubi insistía en mencionar a una poderosa bruja en Bosgos de la que todos hablaban y a la que señalaban como muy afable y ayudadora, sugiriéndole que esa mujer quizá podía ayudarla a tener un hijo antes de que fuera tarde, pero Teté desestimaba la idea por considerar que su problema era muy poca cosa para salir en busca de esa mujer, la que seguramente, dada su reputación, estaría ocupada en asuntos más importantes que algunos partos fallidos, pero ahora Telina se preguntaba si esa bruja sería lo suficientemente buena como para quitarle el brillo de la muerte a su hija. Sabía por su esposo que la toma de Bosgos no sería esta misma noche, sino la siguiente, por lo que tenía un día completo para ir y volver. Rubi, que preparaba la cena sin tener ni idea aún de que el dios de la muerte había posado sus brillantes ojos sobre ella, recibió la noticia como un mal chiste del que uno debe reír por condescendencia, “¿Quieres ir a Bosgos, ahora?” Los ojos de Telina comenzaron a brillar de humedad, “Puede que esta sea la última oportunidad…” Rubi ahora la miraba con los labios apretados, enfadada, ya se lo había advertido decena de veces antes, pero ella siempre plantaba excusas y se negaba a que la bruja tratara su problema para tener hijos, y ahora que estaba a punto de desatarse una batalla y que la noche estaba tan negra como el corazón del Bosque Muerto, ahora su mamá quería ir. “Espera aquí, y prepara lo que vamos a llevar.” Le dijo a su madre con el tono seco y autoritario que usaba cuando estaba fastidiada, antes de salir de la casa con un portazo. Apenas se fue, Teté soltó el llanto angustiada, no quería hacer un viaje como ese y menos a esa hora de la noche, eso era algo que no iba con su forma de ser, ese tipo de cosas le daban un miedo terrible, pero más miedo le daba ver morir a su hija sin poder hacer nada por evitarlo, y si ella no podía ayudarla, tal vez esa poderosa bruja sí.



Rubi tardó una media hora o algo así en regresar, ella, al contrario de su mamá, era insufriblemente determinada y si tomaba una decisión, era capaz de llevarla hasta el final a como diera lugar, haciendo lo que tuviera que hacerse, incluso ir a una cantina por la noche, en busca del hombre más fastidioso que hubiese conocido nunca, el cual la pretendía con descarada y desagradable flagrancia, pero al que ella despreciaba con igual descaro, para que las acompañara en el viaje que debían hacer esa misma noche. Yurba solo puso una condición, saber el porqué, pero cuando Rubi se lo explicó de la forma más abreviada posible, y sin admitir preguntas ni interrupciones de ninguna clase, sonrió y respondió con exagerada galantería que en realidad no le importaba un carajo el motivo y que solo le bastaba con que se lo hubiese pedido ella. Rubi, por supuesto, no le devolvió ni una sonrisa, “Pues vamos entonces.” Le dijo, con las manos en jarra y las cejas bien empinadas, mientras el otro se sobaba las manos rebosante de alegría.


León Faras.