domingo, 14 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLV.



Sí era una noche negra, con un cacho de luna que no iluminaba nada, y un aliento frío que no daba ganas de salir. Madre e hija viajaban juntas envueltas en la misma manta de pies a cabeza como un solo bulto, mientras Yurba conducía la carreta con expresión sobrada, desafiante ante la hostilidad del medio, iluminado por un triste farolito que lo iluminaba a él pero no al camino, lo que era una molestia, porque ni siquiera le permitían a sus ojos acostumbrarse a la oscuridad, pero Rubi lo había encendido para él y no quería ser descortés quejándose. “¿Y ustedes saben dónde encontrar a esa señora… la curandera?” Dijo, con intenciones de hacer conversación y con exageradas muecas de deslumbramiento, cubriéndose con la mano la luz del farol en los ojos, para poder ver mejor a sus compañeras de viaje que estaban justo a su lado, pues estas no tenían ni un candil sobre sus cabezas que las iluminara, “No, pero no hay nadie que no la conozca. Es cuestión de preguntar” Respondió Rubi. Todas sus conversaciones con él eran más o menos así hasta ahora: una pregunta superficial y una respuesta breve seguida de incómodo silencio. “Si quieres puedo…” Sugirió la chica, con intenciones de mover el farol del lugar donde evidentemente le estaba perturbando la visión, pero Yurba la desestimó con ademanes y gestos de suficiencia, “No, no es necesario, estoy bien.” Y siguió conduciendo con los ojos pequeñitos y el cuello estirado hacia delante para intentar ver algo más que el trasero de sus negros caballos.



Migas había reconstruido su cabaña, era más pequeña, pero más sólida, y además había hecho junto a esta una pequeña pocilga en la que había criado una pareja de cerdos. Al macho ya lo había sacrificado y destazado hace tres meses para venderlo y cubrir algunos favores pero la hembra, una jovencita de diez meses de edad y ciento cincuenta kilos de peso, había entrado en labores de parto esa madrugada, y él le había prometido no dejarla sola con eso. También había conseguido un perro, un perdiguero color hígado y blanco que encontró enrollado en un rincón de la ciudad, muerto de hambre y de frío en una noche en la que él hacía negocios, la conexión entre ambos fue inmediata y lo llevó a su casa sin dudarlo. Al principio el animal, joven aún, se mostró asustado con el viejo Buba, su padre, lloriqueando y ladrando metido bajo la cama, renuente a salir, como queriendo resaltar lo anormal de la existencia de ese ser, pero ahora, casi dos año después, se echaba a su lado con el aire circunspecto de un guardia real, acostumbrado ya a su irregular e inamovible forma de vida. Pero no solo eso, el perro demostró ser un excelente compañero al comprobar que, al igual que a su nuevo amo, le resultaba muy molesta la existencia de las cabras, y también hacía todo lo posible por mantenerlas alejadas de su vista. Eso terminó de encantar a Migas. Esa noche, mientras Migas ayudaba a su cerda a parir en la porqueriza, su perro vigilaba desde la puerta de casa. Parecía dormido, pero dormía con el sueño liviano de los perros guardianes, y a esa hora de la madrugada, en la que las aves nocturnas ya se retiran y las diurnas aún no salen de sus agujeros, el silencio era abrumador. En medio de este, el ladrido del perro sonó estridente, Migas se puso alerta, pero sus pobres sentidos no captaron nada, sin embargo el animal estaba expectante, “¿Qué pasa amigo, qué oyes?” Susurró el viejo, como si fuera pecado romper un silencio tan grande. Al perro lo llamaba de muchas maneras: amigo, compañero, colega, pero nunca tuvo un nombre específico para él. Migas no oía nada, pero su perro ya caminaba con el sigilo propio de las razas cazadoras hacía la negrura característica de la hora previa al alba. El viejo se limpió las manos en su mugriento delantal y lo siguió, lamentando no tener ni un palo a mano con el que defenderse, entonces, luego de caminar algunos metros se detuvo de golpe, había comenzado a oír un sonido ronco, profundo y acompasado, muy característico, y que todos se estaban temiendo escuchar tarde o temprano pero que nadie quería oír en verdad. Era el sonido de un ejército marchando a caballo, rodeando la ciudad a prudente distancia para pasar desapercibido, iluminado ralamente con un puñado de antorchas aquí y allá que dejaban ver sus escudos y armaduras rimorianas. Lacayos de Cízarin. Migas no amaba especialmente a Bosgos ni a su gente, por eso se mantenía a parte, pero era la ciudad donde vivía y hacía sus negocios y deseaba seguir haciéndolos, además ya tenía todo más o menos bajo control allí y tener que empezar todo de nuevo en otra parte sería un desastre, por lo que, luego de comprobar que la cerda y sus lechones estuvieran bien, corrió para informar a su padre de lo que ocurría y luego en busca de su caballo.



La nueva líder natural de Bosgos, aunque no de manera oficial, era Nina, desde que su padre, el tabernero Mozi, murió en extrañas circunstancias luego de rodar por las escaleras de su propio negocio y torcerse el pescuezo igual que un pollo. La chica pasó de ser solo una muchachita inmadura y libidinosa, a convertirse en una mujer con carácter, inteligente, capaz de hacerse cargo de cualquier situación y no esperar a que alguien más lo haga, tomar decisiones y organizar a la gente como si ella estuviera a cargo, y para muchos, ella lo estaba… pero todavía libidinosa. A pesar de lo sucedido en el pasado, mantenía una relación de mutuo respeto con el viejo Migas, aunque solo eso, nada de aprecio, lo que no era poco, considerando que ella había convertido la taberna en un lupanar antes de que los huesos de su padre se enfriaran del todo y Migas despreciaba con asco en los labios las debilidades de la carne, sobre todo la lascivia, la que le parecía indigna y no llegaba a comprender, pero ambos tenían cierto poder y ciertas debilidades y conocían bien las del otro, por lo que el respeto mutuo era más una consecuencia que una opción. Cuando llegó Migas, el día ya había comenzado para la mayoría de la gente, pero no para Nina y sus chicas, por lo que tuvo que golpear hasta hacer enfurecer a la dueña del negocio, “¡Sal, es importante!” Gritó el viejo, “¡Entra de una vez! Y más vale que lo sea.” Le respondió la mujer desde una ventana en el segundo piso, pero Migas no entraba a ese lugar, jamás. Entonces un jovencito semidesnudo, de rasgos y ademanes afeminados le abrió la puerta y lo invitó a pasar con una sonrisa demasiado amable, Migas retrocedió un paso, como quien se ve amenazado, pero como el mancebo no hacía otra cosa más que mirarle y sonreír, se inclinó hacia delante para gritarle en un susurro, “Dile a tu jefa que mueva su trasero hasta aquí. Cízarin ya viene.” El joven dejó de sonreír.


León Faras.

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