viernes, 25 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVII.



El primer gran alivio que sintió Migas, fue ver que su cabaña aún estaba intacta y no había sido incendiada por Nimir. Su perro parecía muy interesado en un rastro en ese momento, pero Migas no tenía tiempo para perseguir liebres, además de que opinaba, al igual como lo hacía su padre, que la carne de liebre sabía peor que la carne de perro, y ellos jamás comían perros. Decidido estaba a ignorar por completo a su compañero canino, cuando este comenzó a ladrar con real urgencia, como aquel que sabe que ha encontrado algo realmente interesante. Migas lo despreció y lo regañó, fastidiado y cansado de esa noche infame, pero el perro insistía en su urgencia ya de forma obsesiva, como diciéndole: “¡Oye amigo! Tienes que ver esto, en serio, ¡tienes que verlo!” Migas lo entendió así y se acercó resignado, forzando la vista al máximo, pues no tenía lumbre a mano, pero al menos era una noche despejada y un trozo generoso de la luna los iluminaba, sin embargo, no veía nada ni remotamente interesante hasta que vio en la dirección correcta y en el ángulo correcto. Aquello era una mano. “Mierda. ¡Nimir!” Pensó el viejo, pero al mover el cuerpo hacia la claridad, descubrió que se trataba de otro hombre, uno con el cuello y media cara destrozada… ¿mordida? ¿mascada? Migas no estaba seguro, no tenía suficiente luz, pero eso fue lo primero que se le ocurrió al ver las heridas. El cadáver tenía un cuchillo en el cinturón que el viejo cogió, porque el suyo se había ido con su caballo y el resto de sus cosas. Pensó en su cerda, en lo fácil que sería para ella arrancarle la cara a alguien de una mordida, pero su cerda jamás haría algo así, es decir, jamás atacaría a un hombre sin razón. Migas se dirigió a la puerta de su cabaña, estaba abierta y el farol de la entrada estaba encendido, y bajo este, otro hombre, uno con aspecto de soldado rimoriano, también tenía la garganta desgarrada y varias mordidas más en los hombros y en los brazos, donde le faltaban algunos trozos de carne. El rastro de sangre que había dejado aquel pobre desgraciado venía del interior de su casa. Con terror en los ojos, Migas, vio el interior de su cabaña, todo estaba patas arriba y había manchas de sangre hasta en las paredes. Su perro ladró dos veces y se quedó parado en la puerta, como diciendo: “Hasta aquí llego yo, compañero.” Entonces Migas oyó algo, un murmullo persistente y monótono como el masticar, ese que en ocasiones se ve alterado por el crujir de algo duro que se rompe entre los dientes de quien mastica, algo como huesos. El viejo cogió con todo sigilo una lámpara que de milagro no se había roto e incendiado todo, y al dar otro paso, su pie chocó con algo en el suelo. Migas cerró los ojos, percibiendo lo que había encontrado sin necesidad de mirar: era el pequeño barril de licor de nísperos… vacío. “Maldito, Nimir. ¡Mierda!” Maldijo para sí. Su segundo gran alivio fue cuando pudo distinguir en la penumbra la figura de su padre esparramado sobre su silla, no se veía muy cómodo con la situación pero al menos parecía intacto. Entonces pudo revisar el extraño murmullo que aún persistía tras su mesa volteada en el suelo. Elevó su lámpara, estiró el cuello, apretó el cuchillo en la mano y buscó el ángulo correcto para ver lo que ocurría sin necesidad de acercarse demasiado. Su perro volvió a ladrar desde la puerta, como diciendo: “¡Cuidado!” Y a Migas se le escapó un gritito, su corazón dio un brinco y por poco suelta la lámpara del susto. Pero ese ladrido hizo que el murmullo cesara y que diera paso a otro sonido, uno muy familiar. Su cerda gruñó desde el otro lado, como disculpándose, en el desorden, una cesta de ciruelas que Migas tenía guardada terminó en el suelo y el animal estaba acabando con ellas una a una hasta los huesos. Tercer gran alivio, por un momento pensó que atraparía a su cerda comiéndose a Nimir, o al revés. Dentro de la cabaña, sentado en el suelo bajo una ventana, había un tercer hombre, joven, con aspecto de niño grande, estaba pálido y bañado en su propia sangre debido a que le habían arrancado una oreja completa, salvo por eso, y su mirada vacía, parecía estar bien, al menos su garganta lo estaba. Migas lo tuvo que patear tres veces, subiendo gradualmente la intensidad del golpe, para que el chico reaccionara. “¿Quién mierda eres tú y por qué estás en mi casa?” Lo increpó. El chico lo miró con asco, como a la cosa más fea del mundo, se buscó la oreja que ya no estaba con una mano izquierda, y con la otra empuñó un cuchillo, grande, afilado y con la punta manchada de sangre fresca. “¡Aléjate de mí, bestia, aléjate de mí!” le gritó, horrorizado, para luego ponerse de pie, lanzarse por la ventana y salir corriendo hacia la noche. Su perro le ladró, pero no se atrevió a perseguirlo. “¿Pero qué mierda…?” Murmuró Migas, incapaz de darle sentido a todo lo que estaba viendo, ni siquiera su padre tenía respuestas para él, por primera vez en mucho tiempo, estaba completamente mudo y encima el bobo de Nimir no estaba por ningún lado. Revisó cada pulgada de la casa y los alrededores sin encontrarlo, en todas partes excepto por una: el hoyo. Muchas veces Migas lo dijo, que ese era el lugar más seguro de su cabaña, porque allí era donde sepultaba a su padre cada vez que quería mantenerlo a salvo. No era una simple tumba como la primera que excavó, ahora podía llamarse sepulcro. Migas lo había agrandado para que su padre se sintiera más cómodo, la escondió bajo el suelo de su cabaña, construyó un cajón nuevo y hasta hizo una escalera para facilitarle las cosas a ambos. Ahora esa escalera estaba manchada de sangre. Su perro gimió como compadeciéndose de su amo y el viejo lo miró preocupado, como compartiendo el mismo sentimiento. Migas tragó saliva antes de empezar a bajar con su lámpara por delante, evitando pisar la sangre que aún estaba fresca y podía ser resbaladiza, solo entonces oyó el suave sonido que provenía del vientre negro y frío de su cabaña; su perro olisqueaba el aire que emanaba del sepulcro con ansia, pero no le siguió, tal vez no era tan valiente como él creía, o más listo de lo que pensaba. No es que ese sitio acostumbrara a oler bien, pero ahora su olor era diferente y desagradable, tal como la vista: yacía allí, en el piso, un cuerpo al que le habían arrancado la mitad de la carne de los huesos a mordidas, junto con las vísceras, como si hubiese sido atacado por una manada de perros salvajes y hambrientos, pero no había perros salvajes allí, solo un sonido que persistía vago en el aire, un sonido que no podía ser más que un triste sollozo. Migas elevó su lámpara, Nimir estaba allí, acurrucado en un rincón contra la pared, abrazado a sus rodillas gimoteando como un niño, Migas sintió genuina compasión, el pobre estaba cubierto de sangre, sobre todo en la boca, el pecho y las manos, olía a mierda porque se había cagado encima y la expresión de su rostro era de total y absoluto miedo. “Ay, Nimir. Pero qué mierda has hecho.” Se lamentó Migas.


León Faras.



jueves, 17 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVI.



Éscar luchaba exaltado y sanguinario, la paliza que le dieron no hizo más que avivar su sed de lucha y ahora se desquitaba con su espada en la mano y una sonrisa en la cara. Certero y brutal. Era bueno, Tibrón nunca lo dudó aunque esa era la primera vez que lo veía pelear en serio. Usaba un escudo redondo de tamaño mediano, del que sobresalía una hoja de espada no mayor a la palma de una mano, que usaba para partirles la cara en dos a sus enemigos de un tajo, lo mismo que para cubrir su flanco izquierdo; el de su ojo ciego. A Tibrón le llamó mucho la atención la idea de ese escudo. Apenas contenían a toda esa gente, cuando por encima del griterío de la batalla, otro ruido similar llegó a sus oídos, uno que venía bajando desde la colina a sus espaldas. Una multitud enardecida se lanzaba sobre ellos con sus antorchas encendidas, sus perros furiosos y todo tipo de armas improvisadas, además de sus pestilentes venenos. Tibrón no entendía quiénes eran o de dónde había salido toda esa gente, pero ahora deberían resistir un ataque por ambos lados a la vez; ellos serían ahora los cercados. Alertó a Aregel, que luchaba junto a Cal Desci cerca de ahí, ambos cubiertos de sangre y tierra por igual, agotados pero sin heridas graves, y los tres se voltearon para ver a Éscar que gritaba algo en ese momento, pero el instructor no alcanzó a terminar lo que fuera que quería decir, en cuestión de segundos, un lazo se cerró en su cuello y lo succionó hacia atrás, rápido y violento como la lengua de un sapo, solo desapareció en la multitud agarrando la soga que lo estrangulaba y pataleando sin control, mientras era arrastrado hacia donde nadie podía seguirlo.



Falena dejó a su madre y su hermana en casa de Brelio y se fue, ahí al menos estarían a salvo. El muchacho intentó detenerla, pero Rubi intervino: “Sabe bien como cuidarse sola, además, el Recolector ya no la perseguirá, ¿verdad, madre?” Teté ya no lloraba, pero se veía terriblemente agotada. “No te quites el amuleto por nada, ¿me oyes?” Le rogó. La chica asintió. Ante eso, Brelio no pudo hacer más que aceptar. “Ve entonces, yo cuidaré de ellas. Puedes confiar en mí.” Aseguró el muchacho. Falena no sabía si podía confiar en él o no, pero lo que sí sabía es que ahora no podía luchar, no mientras su familia estuviera allí o quien sabe qué les harían si alguien se enteraba de que ella era una soldado cizariana; lo que sí tenía que hacer, era recuperar sus espadas y usarlas para sacar con vida a su madre y a su hermana de ahí lo antes posible y como fuera. Ya era de noche, y la luna emergía con la mitad de su rostro cubierto, evitando así la oscuridad total sobre el mundo. Las calles de la ciudad aledaña estaban despejadas, y todo el resto también, salvo por los ancianos, los niños pequeños y los lisiados. Todo el mundo estaba en Bosgos luchando, y se podía sentir incluso antes de verlo: los sonidos de los metales, las detonaciones, los gritos de furia y dolor, el llanto de los desvalidos y el incesante ladrar de los perros. Las columnas de humo ascendían casi rectas, manchando un cielo perfectamente estrellado y acusando numerosos incendios; pasada la primera colina ya se podían ver las llamas iluminando las nubes de colores que se arrastraban por el suelo, corrompiendo el aire y enfermando a quienes estuvieran cerca. También podía verse el estallido de los Tronadores, que destellaban como relámpagos en la noche y una batalla ininteligible entre dos masas de gente que parecían haber enloquecido de forma espontánea.



La chica fue, recuperó sus espadas y regresó, dando un gran rodeo de ida y de vuelta para evitar ser vista por alguien de la ciudad. La batalla continuaba, pero el griterío de la gente había disminuido, como si la lucha ya no se tratara de atacar sino de esconderse, de resistir, aun así los Tronadores rompían el silencio de tanto en tanto, la gente gritaba durante un rato y luego todo se silenciaba otra vez, como si la ciudad durmiera, despertara por un mal sueño y luego se volviera a dormir de nuevo. Brelio estaba en la entrada de su casa, con un pequeño fuego encendido y una olla colgada encima hirviendo con algunas hierbas aromáticas dentro. Le había ofrecido un poco de té a sus invitadas, pero para cuando estuvo listo ya ambas dormían y no quiso molestarlas. Falena se sentó a beber un poco de té en silencio, el muchacho tampoco era muy conversador, por lo que estuvieron bastante rato sin interrumpirse los pensamientos hasta que el chico comentó en tono casual y mientras revolvía las ascuas, que sería mejor que se fueran antes de que amaneciera, que así sería más seguro. “Conozco una ruta, la que lleva a Confín, se conecta con un camino que sale de Cízarin, pueden seguirlo hasta allá. Es más larga, pero también más segura. Puedo llevarlas hasta la bifurcación.” Ofreció el muchacho. Falena no tenía ninguna idea mejor, por lo que estaba a punto de aceptar, pero en ese momento una carreta irrumpió en la ciudad, debía estar bastante oscuro porque parecía toda de negro, incluso el cochero, quien viajaba solo, era solo un bulto oscuro con un pequeño farol encendido que le ocultaba el rostro tras su haz de luz. “¿Brelio?” Era la voz de una mujer. “¿Madre?” El chico estaba confundido, ¿por qué su madre viajaría sola? “¡Brelio!” Repitió la mujer, pero esta vez con más convicción. El muchacho la reconoció: “¡Tía Nila! ¿Qué haces aquí?” Nila, junto con sus dos hijas, la vieja Gilda y otras mujeres, sacaron a los más pequeños y a los más débiles de la ciudad para protegerlos y ocultarlos en una de las muchas canteras vacías que había en los alrededores, pero ahora se estaban llenando con los heridos y enfermos que lograban ser sacados de la ciudad y necesitaban de todo para atenderlos, desde medicinas y vendas para las heridas, hasta las mismas manos de quienes estuvieran dispuestos a ayudar. “Estarán seguras. Lo prometo.” Aseguró Brelio a Falena, mientras se ponía de pie para ayudar a su tía. Falena no podía quedarse o tarde o temprano la reconocerían y sabrían por qué ella estaba allí. “No puedes prometer eso.” Susurró para sí, también poniéndose de pie. Era la hora más oscura de la noche, pero ya no esperaría nada ni a nadie, Yurba incluido, se iría aunque tuviera que ella misma iluminarle el camino a los caballos.


León Faras.

viernes, 11 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LV.



Migas, encaramado sobre un tejado, vio con ojos de espanto como la casa que estaba justo a su lado, era golpeada por un estruendoso proyectil que le derribaba media pared de un solo golpe y le hacía colapsar el techo, haciendo huir despavoridos a sus pobres habitantes. Su cobarde caballo huyó con el estallido de vuelta a casa, por lo que ahora tardaría el doble en regresar a su cabaña, y su perro ladraba con urgencia desde unos quince metros de distancia sin atreverse a acercarse, como si en verdad quisiera irse de allí lo antes posible y se lo estuviera exigiendo. Migas caminó de vuelta a casa preocupado por lo que acababa de ver, pero también intrigado por el asombroso invento del viejo Larzo. Ese era un viejo maldito que no se llevaba bien ni con su perro y que siempre le encontró defectos a la carne que él le vendía, se quejaba al pagar lo justo y luego se iba echando pestes en voz alta para que todos lo oyeran. En serio lo odiaba, tanto como el otro lo odiaba a él, seguramente, pero su curiosidad de diletante era más fuerte y debía averiguar qué era eso que causaba tal daño y cómo funcionaba. No era una buena idea acercarse a esos Tronadores por ahora, pero podía aprovechar esta desafortunada noche de violencia para abandonar Bosgos, hacerle una visita al viejo Larzo en su casa en Cízarin y probar a sonsacarle algo de información sobre su invento. Podía llevarle un trozo de carne de su reserva personal y una botella de vino de ciruela negra para suavizar su carácter y facilitar su colaboración, si es que los años no lo habían hecho ya, porque, aunque se sabía bien que los hombres tendían a ser más amables y cordiales en sus últimos años de vida, había algunos infelices que lo seguían siendo hasta su último aliento y Larzo seguro debía de ser uno de esos. Podía ir con su padre, tal vez, después de todo, él y Larzo se conocieron de jóvenes. Recordaba oírlos con frecuencia mencionar algo sobre una gallina tuerta, reprochándose cosas uno al otro, muy enojados, como si hubiesen tenido una disputa sin solución al respecto, Migas era apenas un muchacho y no entendía bien de qué gallina hablaban, si su padre jamás había tenido un gallinero, pero al parecer todo era sobre una mujer a la que habían puesto ese apodo tan poco carismático. Siempre, al final todo se trata sobre una mujer. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de que su padre conociera a su madre y debían tenerlo ya superado, o quizá no. En fin, podía viajar durante la noche y dejar a Nimir en la cabaña cuidando de su cerda y su camada, no era nada difícil ni complicado, solo debía estar ahí. En ese momento, un presentimiento terrible le atenazó las tripas y el pecho, ¡pero qué estaba diciendo! en realidad, no podía dejar a Nimir solo ni por diez minutos, y menos en su casa, porque su mente de inmediato empezaba a inventarle cosas, preocupaciones, urgencias o ideas que le suenan geniales a pesar de ser completas estupideces. Su cabeza era tan inestable como un avispero en un día caluroso, y ese avispero estaba ahora solo en su cabaña, con su cerda y su padre. “Mierda.” Migas aceleró el paso.



Demirel, usaba a Gindri como escudo para contener a la multitud que con palos, piedras y escupitajos intentaban hacerles retroceder, mientras que un buen número de sus hombres se sentían tan mareados como en la peor de sus borracheras; algunos vomitaban poco menos que las tripas y otros jadeaban como perros lebreros, incapaces de llenar sus pulmones de aire. Y encima, todo el maldito lugar apestaba de forma indescriptible, ¡Incluso su espada! porque una maldita puta sucia le había escupido una inmundicia que olía a la cosa más repugnante que jamás hubiese olido antes, que sumado a todo lo demás, de seguro lo convertía en el sitio más hediondo sobre la faz de la tierra en ese momento. Y él estaba justo en el medio. Echó un vistazo atrás por encima de su hombro, Givardo, sentado en el suelo, ya no se movía hace rato y una porquería espesa y oscura como una babosa se le escurría de la boca. Le sangraba la cabeza, por una pedrada seguramente, y sus ojos abiertos tenían la expresión de alguien que está viendo suceder algo muy malo bajo sus pies. Malagonía, a su lado, lucía inmaculada, sin una sola gota de sangre encima. “¡Puta forma de morir!” Murmuró Demirel. En ese momento aparecía Váspoli tras él, abriéndose paso a codazos y empujones en medio de la trifulca que tenían armada. Se había quitado el yelmo y tenía un pañuelo amarrado a la cara, como un bandido en una película de vaqueros: “¡Están abriendo una brecha! ¡Hay que detenerlos o todo se nos irá al carajo!” Para Demirel, ya todo se había ido al carajo hace rato, pero Váspoli tenía razón, si se rompía el cerco sería muy difícil recuperar el control y esto se convertiría durante mucho tiempo en una tierra de nadie. Cogió a seis soldados cizarianos y a cuatro hombres de Furio con sus Tronadores pequeños y se fue tras Váspoli. “¡Este lugar huele peor que las letrinas en la taberna de Zu!” Se quejó Demirel, Váspoli le aconsejó que se cubriera la cara con un pañuelo, como lo hacía él… “Pero antes tienes que mojarlo con tu propia orina, solo así funcionará contra el humo venenoso.” El otro se le quedó mirando como si le quisieran jugar una broma pesada, pero Poli ya no era de ese tipo de personas y además, su mirada era más de resignación que de chiste. “No me preguntes cómo lo sé, amigo, solo hazlo.”



Emmer y Vanter, quien ahora se hacía llamar Nagar, de nuevo luchando juntos, hacían retroceder a los cizarianos, que en su mayoría novatos y embutidos en sus relucientes armaduras nuevas, a las que tomaba un buen tiempo acostumbrarse, caían agotados por el propio peso del metal que cargaban encima y por el aire irrespirable, más pestilente que el del nido de un búho. Tras ellos los cubrían Nova, con un par de afiladas hoces en las manos, y el viejo Qrima, que había abandonado sus constantes siestas, para volver a la vida esa noche, retomando su viejo arco otra vez, el que aún manejaba con pericia pese a los años, y todos ellos apoyados por la multitud, que con horquetas, antorchas o solo con varas y bastones, contenían al ejército ganando su espacio centímetro a centímetro. Emmer luchaba con soltura y destreza, para ahorrar energía y resistir el mayor tiempo posible, pero entonces, del muro de soldados contra el que luchaba, emergió una mole cubierta de metal que se plantó frente a él armado con una espada gigantesca. Tenía el rostro cubierto con un pañuelo mojado, pero ambos se reconocieron de inmediato; no había resentimiento entre ellos, pero sí una especie de cuenta pendiente, un duelo interrumpido, para Demirel, contra uno de esos monstruos rimorianos a los que había que decapitar y luego incinerar para que murieran. Este presentó a Gindri con orgullo, lista para una pelea justa, como siempre, pero entonces una detonación estalló casi encima de su oído tras él y su enemigo cayó lanzado de espaldas al suelo, al igual que la vez anterior, pero ahora con un agujero en el pecho.


León Faras.

martes, 1 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LIV.



Teté se cubrió los ojos agobiada, ya no quería más su don. De toda la gente que veía alborotada en la ciudad aledaña de Bosgos, muchos de ellos estaban señalados por el dedo del Recolector, demasiados. “¡Hay que irnos de aquí! ¿Dónde está ese paparote de Yurba?” Preguntó Rubi, oteando en todas direcciones, y su hermana le respondió que aquel andaba en busca de una bruja para ayudarla a ella. “¡Ya lo sé! ¡Pero por qué aún no vuelve?” Replicó Rubi, enojada. “¡Hay que irnos!” Insistió, con los puños apretados. Las antorchas comenzaban a encenderse y la gente a amontonarse y organizarse para cargar contra el invasor. No podían ver nada desde ahí, pero se oía claramente la refriega que se estaba armando, silenciada de tanto en tanto por el estruendo de un Tronador y luego nuevamente avivada por la ira de la gente. “Mi casa está cerca, vengan conmigo. Tendrán refugio.” Las invitó Brelio, tratándose de tres mujeres forasteras y desamparadas en una noche de lo más inusual.



¡Por los huesos de mi madre!” Soltó Yurba, cuando la vio. Había llegado hasta allí de la forma más rara, como guiado por un instinto que desconocía completamente tener, pero tan claro y fuerte como una soga de esparto… atada a su corazón. “Tú me buscabas, y el que me busca siempre me encuentra.” Señaló la mujer, si es que se le podía llamar mujer, con ese desagradable rostro triangular, con los ojos muy separados, igual al de una cabra. La casa era pequeña, bonita y aislada dentro del monte. De haberla buscado, jamás la hubiese encontrado, pensó Yurba, pero allí estaba. “¿Tú eres la bruja Gilda?” Preguntó. La mujer estaba parada fuera de su casa, como esperando a alguien. El estruendo de la guerra y sus Tronadores se oía lejano, a pesar de que no podía estar tan lejos. “No es a Gilda a quien buscas.” Replicó Circe, abriendo la puerta de su casa, y al ser iluminada por el farol sobre su cabeza, Yurba podía jurarlo, por un segundo vio el rostro de una mujer hermosa, de hecho, podía ser la más hermosa mujer que él hubiese visto nunca. “Por los huesos de mi madre…” Repitió, pero esta vez en un susurro solo para él. Aunque, una vez dentro de la penumbra interior, su rostro caprino volvía a ser tanto o más feo que afuera. Yurba no quería entrar, siendo honesto, pero su naturaleza le impedía que pudiera demostrar duda o temor alguno ante nadie, y negarse a entrar era una forma muy clara de hacerlo, por lo que entró, pedante, pero mirando en todas direcciones como si previera una emboscada. “¿Para qué me buscas?” Pregunto Circe. Yurba seguía tenso, dejando en claro que no se fiaba de nada. El interior de la cabaña olía raro, como a hierbas aromáticas, frutos maduros, flores y mierdas así, no como una cabaña debía oler, aun así, eso no era ni de cerca lo más extraño de ese lugar. Yurba le contó sobre la mujer que veía la señal de la muerte sobre su hija y que quería ayudarla. “Extraño don…” Aceptó la bruja, y añadió: “Pero es un don, no se lo puedo quitar, los dones no se quitan. Todo el mundo sabe eso.” Explicó Circe, con la indescriptible autoridad de quien sabes que sabe, pero Yurba no lo sabía. “¿Pero puedes alejar al Recolector de almas?” Preguntó entornando los ojos, con la cabeza torcida y el mentón en alto, soberbio. Circe negó con la cabeza. “Pero puedo ocultarla de él.” Admitió la bruja. Yurba se cruzó de brazos. “¿Y puedes esconderme a mí?” La bruja asintió. “Puedo, pero no es algo que yo recomiende, ni a ti ni a nadie, no es bueno jugar con ciertas cosas, además, el precio es elevado. Pero si tú quieres…” Yurba se restregó la nariz con rudeza. “Tengo dinero, me fue bien en los dados.” Aseguró. Circe encendió una lámpara junto a ella y su rostro hermoso apareció otra vez. También un curioso puñado de pequeñas mariposas amarillas, quién sabe de dónde. “No hablo de dinero, aunque tendrás que pagarme, por supuesto. Hablo de la muerte de un inocente.” Yurba respiró hondo. “Muchos inocentes morirán hoy.” Afirmó, perturbado por la repentina belleza de la mujer a quien ahora podía ver de cerca e iluminada. “Entonces te diré cómo.” Susurró Circe, muy cerca de él y Yurba notó que el perfume de flores que inundaba el lugar venía de ella. En realidad era muy atractiva, tanto como para embobar a un hombre y obligarlo a cometer una locura. Yurba despertó de pronto, sacudiendo la cabeza y los brazos como si se quitara telarañas de encima. Esa mujer no lo dejaba pensar con claridad. “¡Es para ella! ¡No para mí! Dime cómo salvarla a ella.” Recapacitó Yurba, evitando la mirada de la bruja que parecía robarle la voluntad. Entonces, Circe sonrió complacida, luego le dio un puñal que se veía completamente negro, como si hubiese sido bañado muchas veces en sangre sin ser limpiado nunca. Tenía algo escrito con una letra muerta que Yurba no sabía leer. “Asegurate de que un inocente muera con este puñal y no limpies su sangre.” Yurba asintió. “Muerto, no herido.” Aclaró la bruja, cuyo rostro volvía a ser el de una cabra, y agregó: “Luego tráeme el puñal y a la chica y yo haré el resto.”



¡Hay que abrir una brecha! ¡Estamos atrapadas como ratas en un pozo!” Gritó Nina desde fuera de su negocio protegida tras Tombo y rodeada de sus chicas, cada una de ellas con un objeto contundente en las manos, una de ellas llamada Cípora, de tanto en tanto se echaba pequeñas bolitas como canicas a la boca que masticaba con aparatosidad, como haciendo alarde de su buena habilidad para masticar, y luego las escupía en forma de saliva a la cara de los enemigos que tenía más cerca con delicada puntería, provocándoles en el acto una repulsión tan grande y desagradable que los hacía retroceder asqueados, algunos incluso podían llegar a sentir náuseas. Sin duda se necesitaba de mucha práctica y de un estómago de hierro para masticar frutillas de Bocamuerta sin vomitar cada dos por tres. Estaban conscientes de que debían escapar del cerco cízaro-rimoriano o acabarían todos muertos o aplastados bajo sus propios edificios. Las bombas de gases tóxicos funcionaban bien, pero se disipaban rápido en el exterior y el cerco se volvía a cerrar antes de que pudieran hacer nada, pero entonces un grupo organizado comenzó a abrirse paso: hombres y mujeres con escudos y lanzas improvisadas contenían a los soldados, mientras otros, que parecían soldados experimentados, abrían paso a punta de espada, porque habían entendido lo de la brecha mucho antes. “¡Allá! ¡Todos allá!” Gritó Nina, señalando el lugar, guiando a su gente mientras el Tronador escupía otro de sus proyectiles, golpeando otro edificio, pero ya incapaz de detenerlos.


León Faras.