jueves, 17 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LVI.



Éscar luchaba exaltado y sanguinario, la paliza que le dieron no hizo más que avivar su sed de lucha y ahora se desquitaba con su espada en la mano y una sonrisa en la cara. Certero y brutal. Era bueno, Tibrón nunca lo dudó aunque esa era la primera vez que lo veía pelear en serio. Usaba un escudo redondo de tamaño mediano, del que sobresalía una hoja de espada no mayor a la palma de una mano, que usaba para partirles la cara en dos a sus enemigos de un tajo, lo mismo que para cubrir su flanco izquierdo; el de su ojo ciego. A Tibrón le llamó mucho la atención la idea de ese escudo. Apenas contenían a toda esa gente, cuando por encima del griterío de la batalla, otro ruido similar llegó a sus oídos, uno que venía bajando desde la colina a sus espaldas. Una multitud enardecida se lanzaba sobre ellos con sus antorchas encendidas, sus perros furiosos y todo tipo de armas improvisadas, además de sus pestilentes venenos. Tibrón no entendía quiénes eran o de dónde había salido toda esa gente, pero ahora deberían resistir un ataque por ambos lados a la vez; ellos serían ahora los cercados. Alertó a Aregel, que luchaba junto a Cal Desci cerca de ahí, ambos cubiertos de sangre y tierra por igual, agotados pero sin heridas graves, y los tres se voltearon para ver a Éscar que gritaba algo en ese momento, pero el instructor no alcanzó a terminar lo que fuera que quería decir, en cuestión de segundos, un lazo se cerró en su cuello y lo succionó hacia atrás, rápido y violento como la lengua de un sapo, solo desapareció en la multitud agarrando la soga que lo estrangulaba y pataleando sin control, mientras era arrastrado hacia donde nadie podía seguirlo.



Falena dejó a su madre y su hermana en casa de Brelio y se fue, ahí al menos estarían a salvo. El muchacho intentó detenerla, pero Rubi intervino: “Sabe bien como cuidarse sola, además, el Recolector ya no la perseguirá, ¿verdad, madre?” Teté ya no lloraba, pero se veía terriblemente agotada. “No te quites el amuleto por nada, ¿me oyes?” Le rogó. La chica asintió. Ante eso, Brelio no pudo hacer más que aceptar. “Ve entonces, yo cuidaré de ellas. Puedes confiar en mí.” Aseguró el muchacho. Falena no sabía si podía confiar en él o no, pero lo que sí sabía es que ahora no podía luchar, no mientras su familia estuviera allí o quien sabe qué les harían si alguien se enteraba de que ella era una soldado cizariana; lo que sí tenía que hacer, era recuperar sus espadas y usarlas para sacar con vida a su madre y a su hermana de ahí lo antes posible y como fuera. Ya era de noche, y la luna emergía con la mitad de su rostro cubierto, evitando así la oscuridad total sobre el mundo. Las calles de la ciudad aledaña estaban despejadas, y todo el resto también, salvo por los ancianos, los niños pequeños y los lisiados. Todo el mundo estaba en Bosgos luchando, y se podía sentir incluso antes de verlo: los sonidos de los metales, las detonaciones, los gritos de furia y dolor, el llanto de los desvalidos y el incesante ladrar de los perros. Las columnas de humo ascendían casi rectas, manchando un cielo perfectamente estrellado y acusando numerosos incendios; pasada la primera colina ya se podían ver las llamas iluminando las nubes de colores que se arrastraban por el suelo, corrompiendo el aire y enfermando a quienes estuvieran cerca. También podía verse el estallido de los Tronadores, que destellaban como relámpagos en la noche y una batalla ininteligible entre dos masas de gente que parecían haber enloquecido de forma espontánea.



La chica fue, recuperó sus espadas y regresó, dando un gran rodeo de ida y de vuelta para evitar ser vista por alguien de la ciudad. La batalla continuaba, pero el griterío de la gente había disminuido, como si la lucha ya no se tratara de atacar sino de esconderse, de resistir, aun así los Tronadores rompían el silencio de tanto en tanto, la gente gritaba durante un rato y luego todo se silenciaba otra vez, como si la ciudad durmiera, despertara por un mal sueño y luego se volviera a dormir de nuevo. Brelio estaba en la entrada de su casa, con un pequeño fuego encendido y una olla colgada encima hirviendo con algunas hierbas aromáticas dentro. Le había ofrecido un poco de té a sus invitadas, pero para cuando estuvo listo ya ambas dormían y no quiso molestarlas. Falena se sentó a beber un poco de té en silencio, el muchacho tampoco era muy conversador, por lo que estuvieron bastante rato sin interrumpirse los pensamientos hasta que el chico comentó en tono casual y mientras revolvía las ascuas, que sería mejor que se fueran antes de que amaneciera, que así sería más seguro. “Conozco una ruta, la que lleva a Confín, se conecta con un camino que sale de Cízarin, pueden seguirlo hasta allá. Es más larga, pero también más segura. Puedo llevarlas hasta la bifurcación.” Ofreció el muchacho. Falena no tenía ninguna idea mejor, por lo que estaba a punto de aceptar, pero en ese momento una carreta irrumpió en la ciudad, debía estar bastante oscuro porque parecía toda de negro, incluso el cochero, quien viajaba solo, era solo un bulto oscuro con un pequeño farol encendido que le ocultaba el rostro tras su haz de luz. “¿Brelio?” Era la voz de una mujer. “¿Madre?” El chico estaba confundido, ¿por qué su madre viajaría sola? “¡Brelio!” Repitió la mujer, pero esta vez con más convicción. El muchacho la reconoció: “¡Tía Nila! ¿Qué haces aquí?” Nila, junto con sus dos hijas, la vieja Gilda y otras mujeres, sacaron a los más pequeños y a los más débiles de la ciudad para protegerlos y ocultarlos en una de las muchas canteras vacías que había en los alrededores, pero ahora se estaban llenando con los heridos y enfermos que lograban ser sacados de la ciudad y necesitaban de todo para atenderlos, desde medicinas y vendas para las heridas, hasta las mismas manos de quienes estuvieran dispuestos a ayudar. “Estarán seguras. Lo prometo.” Aseguró Brelio a Falena, mientras se ponía de pie para ayudar a su tía. Falena no podía quedarse o tarde o temprano la reconocerían y sabrían por qué ella estaba allí. “No puedes prometer eso.” Susurró para sí, también poniéndose de pie. Era la hora más oscura de la noche, pero ya no esperaría nada ni a nadie, Yurba incluido, se iría aunque tuviera que ella misma iluminarle el camino a los caballos.


León Faras.

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