viernes, 11 de agosto de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LV.



Migas, encaramado sobre un tejado, vio con ojos de espanto como la casa que estaba justo a su lado, era golpeada por un estruendoso proyectil que le derribaba media pared de un solo golpe y le hacía colapsar el techo, haciendo huir despavoridos a sus pobres habitantes. Su cobarde caballo huyó con el estallido de vuelta a casa, por lo que ahora tardaría el doble en regresar a su cabaña, y su perro ladraba con urgencia desde unos quince metros de distancia sin atreverse a acercarse, como si en verdad quisiera irse de allí lo antes posible y se lo estuviera exigiendo. Migas caminó de vuelta a casa preocupado por lo que acababa de ver, pero también intrigado por el asombroso invento del viejo Larzo. Ese era un viejo maldito que no se llevaba bien ni con su perro y que siempre le encontró defectos a la carne que él le vendía, se quejaba al pagar lo justo y luego se iba echando pestes en voz alta para que todos lo oyeran. En serio lo odiaba, tanto como el otro lo odiaba a él, seguramente, pero su curiosidad de diletante era más fuerte y debía averiguar qué era eso que causaba tal daño y cómo funcionaba. No era una buena idea acercarse a esos Tronadores por ahora, pero podía aprovechar esta desafortunada noche de violencia para abandonar Bosgos, hacerle una visita al viejo Larzo en su casa en Cízarin y probar a sonsacarle algo de información sobre su invento. Podía llevarle un trozo de carne de su reserva personal y una botella de vino de ciruela negra para suavizar su carácter y facilitar su colaboración, si es que los años no lo habían hecho ya, porque, aunque se sabía bien que los hombres tendían a ser más amables y cordiales en sus últimos años de vida, había algunos infelices que lo seguían siendo hasta su último aliento y Larzo seguro debía de ser uno de esos. Podía ir con su padre, tal vez, después de todo, él y Larzo se conocieron de jóvenes. Recordaba oírlos con frecuencia mencionar algo sobre una gallina tuerta, reprochándose cosas uno al otro, muy enojados, como si hubiesen tenido una disputa sin solución al respecto, Migas era apenas un muchacho y no entendía bien de qué gallina hablaban, si su padre jamás había tenido un gallinero, pero al parecer todo era sobre una mujer a la que habían puesto ese apodo tan poco carismático. Siempre, al final todo se trata sobre una mujer. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de que su padre conociera a su madre y debían tenerlo ya superado, o quizá no. En fin, podía viajar durante la noche y dejar a Nimir en la cabaña cuidando de su cerda y su camada, no era nada difícil ni complicado, solo debía estar ahí. En ese momento, un presentimiento terrible le atenazó las tripas y el pecho, ¡pero qué estaba diciendo! en realidad, no podía dejar a Nimir solo ni por diez minutos, y menos en su casa, porque su mente de inmediato empezaba a inventarle cosas, preocupaciones, urgencias o ideas que le suenan geniales a pesar de ser completas estupideces. Su cabeza era tan inestable como un avispero en un día caluroso, y ese avispero estaba ahora solo en su cabaña, con su cerda y su padre. “Mierda.” Migas aceleró el paso.



Demirel, usaba a Gindri como escudo para contener a la multitud que con palos, piedras y escupitajos intentaban hacerles retroceder, mientras que un buen número de sus hombres se sentían tan mareados como en la peor de sus borracheras; algunos vomitaban poco menos que las tripas y otros jadeaban como perros lebreros, incapaces de llenar sus pulmones de aire. Y encima, todo el maldito lugar apestaba de forma indescriptible, ¡Incluso su espada! porque una maldita puta sucia le había escupido una inmundicia que olía a la cosa más repugnante que jamás hubiese olido antes, que sumado a todo lo demás, de seguro lo convertía en el sitio más hediondo sobre la faz de la tierra en ese momento. Y él estaba justo en el medio. Echó un vistazo atrás por encima de su hombro, Givardo, sentado en el suelo, ya no se movía hace rato y una porquería espesa y oscura como una babosa se le escurría de la boca. Le sangraba la cabeza, por una pedrada seguramente, y sus ojos abiertos tenían la expresión de alguien que está viendo suceder algo muy malo bajo sus pies. Malagonía, a su lado, lucía inmaculada, sin una sola gota de sangre encima. “¡Puta forma de morir!” Murmuró Demirel. En ese momento aparecía Váspoli tras él, abriéndose paso a codazos y empujones en medio de la trifulca que tenían armada. Se había quitado el yelmo y tenía un pañuelo amarrado a la cara, como un bandido en una película de vaqueros: “¡Están abriendo una brecha! ¡Hay que detenerlos o todo se nos irá al carajo!” Para Demirel, ya todo se había ido al carajo hace rato, pero Váspoli tenía razón, si se rompía el cerco sería muy difícil recuperar el control y esto se convertiría durante mucho tiempo en una tierra de nadie. Cogió a seis soldados cizarianos y a cuatro hombres de Furio con sus Tronadores pequeños y se fue tras Váspoli. “¡Este lugar huele peor que las letrinas en la taberna de Zu!” Se quejó Demirel, Váspoli le aconsejó que se cubriera la cara con un pañuelo, como lo hacía él… “Pero antes tienes que mojarlo con tu propia orina, solo así funcionará contra el humo venenoso.” El otro se le quedó mirando como si le quisieran jugar una broma pesada, pero Poli ya no era de ese tipo de personas y además, su mirada era más de resignación que de chiste. “No me preguntes cómo lo sé, amigo, solo hazlo.”



Emmer y Vanter, quien ahora se hacía llamar Nagar, de nuevo luchando juntos, hacían retroceder a los cizarianos, que en su mayoría novatos y embutidos en sus relucientes armaduras nuevas, a las que tomaba un buen tiempo acostumbrarse, caían agotados por el propio peso del metal que cargaban encima y por el aire irrespirable, más pestilente que el del nido de un búho. Tras ellos los cubrían Nova, con un par de afiladas hoces en las manos, y el viejo Qrima, que había abandonado sus constantes siestas, para volver a la vida esa noche, retomando su viejo arco otra vez, el que aún manejaba con pericia pese a los años, y todos ellos apoyados por la multitud, que con horquetas, antorchas o solo con varas y bastones, contenían al ejército ganando su espacio centímetro a centímetro. Emmer luchaba con soltura y destreza, para ahorrar energía y resistir el mayor tiempo posible, pero entonces, del muro de soldados contra el que luchaba, emergió una mole cubierta de metal que se plantó frente a él armado con una espada gigantesca. Tenía el rostro cubierto con un pañuelo mojado, pero ambos se reconocieron de inmediato; no había resentimiento entre ellos, pero sí una especie de cuenta pendiente, un duelo interrumpido, para Demirel, contra uno de esos monstruos rimorianos a los que había que decapitar y luego incinerar para que murieran. Este presentó a Gindri con orgullo, lista para una pelea justa, como siempre, pero entonces una detonación estalló casi encima de su oído tras él y su enemigo cayó lanzado de espaldas al suelo, al igual que la vez anterior, pero ahora con un agujero en el pecho.


León Faras.

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