martes, 29 de septiembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XXXII.

 

Damián Corona, que era el más serio y profesional de los dos, de haber podido, hubiera mandado al diablo a todos, incluso a Bolaños y a Perdiguero, y regresar a su estudio y a su tienda a terminar sus días haciendo retratos familiares, pero Vicente que era más de aceptar desafíos y correr riesgos, finalmente lo convenció de que al menos, debían averiguar qué carajos le habían hecho al pobre de Diego Perdiguero y de ser posible, sacarlo de allí, “Vamos a terminar comiendo putas ratas vivas encerrados en una jaula, en un circo de mierda que desaparece como por arte de magia, ya lo verás, ¡Nuestra madre estaría orgullosa!” Alegaba Damián mientras conducía, y luego, soltaba una retahíla de insultos y groserías acompañados de golpes al volante, que evidenciaba lo bien provisto que estaba de una gran variedad de ellos, mientras su hermano ponía toda su atención en el camino y en el rastro de pintura blanca que cada vez aparecía más disperso, “Siempre quise pertenecer a un circo de fenómenos, ¿Sabes? ¡Este era el sueño de mi vida!” Damián seguía con su monólogo, que ya había dejado de lado por un momento los insultos, para seguir con el sarcasmo, “¡Para aquí!” Gritó Vicente, señalando un cruce, “O tal vez, como ya tiene un mono, un pájaro y un pescado, nosotros terminemos convertidos en lagartos, “Los Hermanos Lagarto” ¿Qué te parece?” Continuaba Damián. Vicente escudriñaba el piso en todas direcciones buscando una mísera gota de pintura blanca que les indicara la dirección correcta, cuando de pronto tuvo una inspiración, “Espera, ¿Qué dijiste?” “¿De Qué?” respondió su hermano, que sólo estaba vaciando su mente en modo directo, sin pensarse demasiado lo que decía, “Convertidos en lagartos, ¿Crees que ese tipo transforma a las personas en bichos raros de feria?” Damián se lo pensó uno o dos segundos, “Si me lo hubieses dicho antes, te hubiese dicho que era una imbecilidad, pero acabamos de ver dos camiones desaparecer frente a nuestras propias narices, ¿Fue un truco? ¡Diablos, el mejor que yo haya visto! Y además convenció a Perdiguero de meterse en una jaula y comer ratas vivas, ratas capaces de correr y chillar, ¡Se las comía! ¡Vivas! Ese que ni siquiera le gustan los mariscos ¡Si yo lo vi!” Vicente trataba de recordar algo, “¿Cómo dijo el hombre mono? Que había firmado un contrato…” Damián fingió un amago de llanto, “Si alguien viene ahora y me dice que ese tal Cornelio es el puto Diablo, el Príncipe de las Tinieblas en persona, ¡Te juro que me lo creo!” Luego de eso, y con más dudas de las que tenía antes, Vicente siguió escudriñando los caminos hasta dar con una gota más de pintura que indicara por donde debían ir. Una gotita que cada vez se hacía más escasa y difícil de hallar.

 

“Mamá, ¿Quién era mi papá?” Preguntó de pronto Sofía mientras merendaba unos muy ricos pastelitos con leche, porque había que reconocer que Beatriz tenía una mano exquisita para la bollería y los postres. La niña agregó, acomodando a un lado la bola de masa molida y jugosa que tenía en la boca “…porque sé que Cornelio no es mi papá” Beatriz doblaba ropa de rodillas en el piso, detuvo su labor con esa cara de mala espina, como cuando uno se huele que un comentario es tendencioso, “Cornelio se ocupó de nosotras y siempre se ha preocupado por ti, él es como si fuera tu padre” Beatriz tenía esa molesta costumbre de ponerse a la defensiva a la mínima, lo que la delataba cuando un tema en particular no le resultaba cómodo, su hija lo sabía mejor que nadie, “Lo sé…” le dijo ésta, secando de un trago su vaso de leche, “…pero yo sólo quiero saber quién era mi verdadero papá, qué hacía, ¿Tenía algún nombre?” Beatriz seguía doblando ropa pero ahora lo hacía con cierta rudeza, “¡Por supuesto que tenía un nombre, Sofía! ¿Pero eso qué importa ahora? ¡Fue hace tanto tiempo!” Beatriz no lo notó, pero la niña sí, “¿Hace cuánto? ¿Cuántos años, mamá?” La mujer no supo qué responder, “Bueno, desde que tú naciste, ¿no?” Balbuceó la mujer tratando de conservar algo de su autoridad, pero la niña sabía que su madre en ese momento navegaba en un bote que hacía aguas por todas partes, “¿Cuántos años mamá, catorce, quince?” “No es mi culpa que no hayas crecido…” admitió la mujer al fin, consciente de que la niña había perdido la ilusión y había visto la verdad al viajar con los hermanos Monje, “Nadie te está culpando mamá, yo sólo quería saber algo más sobre mi papá” De pronto la niña se había vuelto muy madura, aunque su rostro y su cuerpo de niña, hace rato que habían vuelto, Beatriz parecía incapaz de recordar nada sobre el padre de Sofía, y tampoco de inventárselo, la niña se le acercó mirándola muy seria, “¿Cuál era su nombre?” “¿No lo recuerdas?” insistió la pequeña, Beatriz necesitaba decir cualquier cosa en ese momento, pero nada salía de sus labios, “Tuviste una hija con un hombre, y ni siquiera recuerdas su nombre” inquirió la niña, que de niña ya sólo tenía el aspecto, “Mamá…” dijo por último, justo antes de irse sin esperar una respuesta “¿Eres tú mi verdadera mamá?”

 

Con el ocaso, los maravillados visitantes del circo comenzaron a ser evacuados, pero cordialmente invitados para regresar con sus familiares y amigos al día siguiente. Aún quedaban algunos rezagados cuando la niña encontró a Von Hagen todavía metido en su jaula, y ésta además, cerrada con un enorme candado, aquello era muy raro, Horacio, luego de su presentación, era libre de vagar por ahí, el hombre le explicó que Cornelio le había pedido algo que él no había sido capaz de hacer y por eso lo habían castigado con algunos días de encierro, pero que no estaba tan mal y que seguro sería por poco tiempo, la pequeña se sentó junto a la jaula, estaba en un sitio apartado de donde se concentraba el movimiento en ese momento, “Horacio, ¿Desde hace cuánto tiempo estás en el circo?” Horacio lo pensó por unos segundos, debía ser por lo menos desde hace una década, aunque ahora que lo pensaba, no había visto un calendario en años, y hace tiempo que no tenía la certeza de qué fecha era. No estaba seguro de nada, pero aventuró unos diez años más o menos. La niña continuó “¿Por qué llegaste aquí?” Bueno, eso sí lo recordaba bien, “…El frío, el frío me trajo aquí, había pasado en la calle una de las noches más heladas que yo haya tenido nunca y se me venía otra igual o peor encima, que sabía que, ese frío, sin un fuego, un techo o una manta que te separe del hielo del piso, no lo iba a poder aguantar. Ese día me levanté dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de no volver a dormir en la calle” Sofía escuchaba y reflexionaba, “Pero… tú ya eras así, ¿no? cubierto de pelos antes de entrar al circo” Horacio lo negó con pasiva convicción, “No, yo era un tipo normal, ¿Viste cómo llegó Eloísa? Una chiquilla normal, hambrienta y necesitada, así llegamos todos, también el pobre de Braulio” Inmediatamente, Horacio escudriñó todo su alrededor, temiendo que alguien más pudiese oír sus palabras y decírselas a su jefe. La niña parecía estar viendo u oyendo cosas muy interesantes en su mente, “¿Y Lidia?” finalmente preguntó, le tenía un cariño especial, mezclado con algo de lástima, a la sirena, a pesar de que nadie le había dicho que aquella era su tía. Horacio se rascó la barba y volvió a comprobar que no hubiera nadie cerca, “Ella ya era la estrella de este circo cuando yo llegué. No sé cuánto tiempo lleve encerrada allí, pero sé que ella también es una persona normal, como todos…” La niña lo miró con cierto dejo de duda, “Dicen que fue capturada en el mar y después comprada por Cornelio” Horacio negó enérgico, “No es cierto… ella llegó caminando aquí, igual que todos” Sofía miró ahora en rededor, “¿Estás seguro?” dijo, acercándose a la jaula. Horacio en ese momento sólo se atrevió, aunque luego se arrepentiría, como siempre le ocurría, “¿Puedes guardar un secreto? Pero de esos que nadie lo puede saber… Nadie” recalcó, la niña asintió, entonces el hombre metió la mano en su bolsillo y sacó la foto de Lidia, donde aparecía con forma humana y encerrada en una jaula precaria como un gallinero, “Unos hombres se colaron en el circo para fotografiarla y esto fue lo que apareció” le explicó Horacio, Sofía no podía creer lo que veía, Von Hagen sacó su peludo brazo por entre los barrotes, “¿Y ves a ese tipo paliducho que observa de manos en los bolsillos? ¿Sabes quién es?” La niña negó con la cabeza pero luego tuvo una inspiración, “¿Tú…?” El hombre mono asintió con cierto orgullo infundado en el rostro, como si en aquella foto apareciera exhibiendo algún triunfo. En ese momento aparecía la pareja más dispareja que uno se podía imaginar, Ángel Pardo le traía una manta, Román Ibáñez, una botella de licor para compartir. Horacio se espantó, pero la niña ya había escondido la foto en su pequeño bolso. Se despidió de Von Hagen y de los que recién llegaban con una sonrisa y una mano en alto y le prometió a Horacio que volvería a verle. Román se le quedó mirando mientras la niña se alejaba, no podía explicarlo, pero su andar era diferente, no era el típico movimiento infantil de los niños que pretenden andar con trotes y saltitos para todas partes, Sofía de pronto caminaba como una señorita, el enano no le dio mayor importancia pero sí que llamó su atención.


León Faras.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 XXXI.

 

Cornelio ordenó que el campamento fuese montado y que fuese preparado todo para comenzar a atender al público por la tarde, él se iría a dormir algunas horas porque las últimas noches que le había tocado pasar, habían sido de las peores en mucho tiempo, dejó a Beatriz a cargo y se retiró. Ésta se tomaba en serio su trabajo, y se paseaba haciendo recomendaciones a trabajadores que conocían de memoria la labor que desarrollaban. Mientras Román dormía, luego de una terrible noche también, Von Hagen ordenaba la tienda que compartía con Ángel Pardo, pues ya era hora de que comenzara a hacer sus labores normales, eso lo asustaba un poco, pues pronto debería responder a la propuesta de Cornelio y no tenía ni idea de que decirle, en ese momento alguien llegó a su tienda, era uno de los mellizos, esta vez no era difícil diferenciarlos, porque éste tenía aún el aspecto cansado propio de quien está convaleciente, “Mi hermano me dijo que tú diste tu sangre al Curandero sin que nadie te lo pidiera, y quería darte las gracias…” Aquello no era algo menor, les había salvado la vida a Eugenio y a Román con ese atrevimiento, pero Horacio lo desestimó diciendo que no había sido más que sólo un poco de sangre, mas Eugenio no pensaba igual, éste se le acercó para que sus palabras no salieran de aquella tienda, “Escucha Horacio, te debo una, si algún día necesitas un favor y te puedo ayudar, sólo tienes que decírmelo… y mi hermano también piensa lo mismo” Horacio no pudo más que asentir muy serio, como quien recibe una gran responsabilidad, luego de eso el mellizo se volvió a su tienda. Ángel Pardo lo miraba desde un rincón donde se había quedado inmóvil como parte de la decoración, parecía preocupado, aunque no sabía bien el porqué, “Tengo que preparar mi jaula…” dijo Von Hagen y se fue. También debía retirar el tarro de pintura para que nadie lo viera y sospechara algo, mientras lo hacía, vio a la pequeña Sofía sentada sobre una roca apartada de todos, se le acercó limpiándose las manos en la ropa y tratando de ser simpático, “¡Ey! Supe que hoy condujiste uno de los camiones, ¡Es increíble que siendo tan pequeña ya puedas hacer cosas así!” Horacio sonreía, pero la niña no, aunque hizo un esfuerzo cuando le miró, “Horacio, ¿cómo se diferencia a la verdad de la mentira?” le preguntó, el hombre se vio sorprendido, no se esperaba algo así, se sentó en el suelo, a su lado, “Pues, yo no sé gran cosa sobre nada, pero un tío mío, que sí sabía mucho porque era marino, decía que la diferencia era que la mentira era un bote y que la verdad, era una balsa” Sofía se le quedó mirando con el ceño apretado y los ojos chiquitos, como cuando uno recibe una respuesta que nada tiene que ver con la pregunta, Horacio rió divertido, “Yo también puse esa cara, verás, él decía que si soltabas un bote en el mar, y te olvidabas de él, más temprano que tarde haría aguas por todas partes y terminaría hundiéndose, mientras que una balsa podías abandonarla en mitad del océano y sin importar el tiempo, las tormentas o las marejadas, la balsa siempre permanecía a flote…” “¿O sea…?” dijo la niña, captando la idea a medias. Von Hagen tuvo que ingeniárselas un poco, “Pues que las mentiras si no las sostienes se caen, mientras que las verdades se sostienen por si solas” La niña se quedó dándole vueltas al asunto hasta que una voz los interrumpió, “¿Ya terminaste tu trabajo?” Era Beatriz, dirigiéndose a Horacio, éste se puso de pie de un salto, nuevamente limpiándose las manos en la ropa, “Ya me voy, yo sólo…” y con la frase a medias se fue. Beatriz se dirigió a la niña, “¿Estás bien?” Le preguntó, “Confundida…” respondió Sofía, “¿Quieres hacerme alguna pregunta?” ofreció la mujer, sabiendo lo que le había sucedido en el camión junto a Eugenio, la niña le dijo que no, que Horacio ya le había dicho lo que quería saber, y ya se iba, cuando Beatriz la detuvo con una mano en el hombro, “¿Qué fue lo que él te dijo?” La niña la miró con un amago de sonrisa, “Que los botes se hunden y las balsas no” le respondió.

 

Por la tarde, Cornelio ya estaba totalmente repuesto, Beatriz supervisaba de brazos cruzados los últimos detalles. Los primeros curiosos ya comenzaban a acercarse con timidez, “¿Algún problema?” preguntó Cornelio acercándose a la mujer, ésta lo miró y coqueta, le arregló el doblez del cuello de la chaqueta, “Ya casi está todo listo para empezar a recibir al público, pero hay algo…” dijo, como queriendo hacerse la interesante, y cuando hacía eso, Cornelio lo sabía, era porque tenía una de sus tonterías en mente, “¿Qué?” Le respondió escuetamente, remarcando su escasa paciencia para ese tipo de cosas, Beatriz tuvo que armarse de valor un poco para terminar lo que había empezado, “Es que sorprendí a Horacio hablando con Sofía. Temo que él le esté metiendo cosas en la cabeza a la niña…” Cuando terminó, el hombre la miraba con una mezcla de incredulidad y diversión, “¿Pero se puede saber a ti qué rayos te pasa con Horacio? Horacio esto, Horacio aquello, Horacio lo de más allá… Es porque está enamorado de tu hermana, ¿verdad? ¿Es eso? ¡Dios! ¡Si hasta a veces parece que estuvieras celosa!” La mujer se sintió ofendida, “¡Nada de eso! Yo sólo me preocupo por la seguridad de todo esto…” “Pues cuando necesite de tu ayuda, te la pediré” Respondió Cornelio con una sonrisa cínica, en ese momento, alguien lo habló por su nombre, Cornelio se volteó, era Román Ibáñez, se veía humilde y cansado como un perro viejo, “¿Podemos hablar?” le dijo, Cornelio le susurró algo al oído a Beatriz y luego se dirigió a su oficina, seguido por el enano y su penoso andar, “El público no tardará en llegar. Sé breve” Advirtió Cornelio mientras Román hacía un mediano esfuerzo por encaramarse en la silla, “Supongo que ya sabes que… Eloísa es mi hija” Cornelio también se sentó, “¿Se lo dijiste?” Su mirada era aviesa, el enano negó, “No, ella me lo dijo a mí…” luego de detectar el desagrado en el rostro de su jefe, agregó, “No te preocupes, ella me odia, dijo que ojala me pudra en el infierno” el rostro de Cornelio se relajó a medida que se echaba atrás en su silla y se cruzaba de brazos, “¿Qué es lo que quieres, Román?” Román tomó aire, “Quiero que arruines a mi familia. Tú puedes hacerlo” Cornelio soltó una risa que de inmediato hizo desaparecer, ese era un muy mal chiste, “¿Qué, por qué?” Román no lo miraba directamente a los ojos, “Ellos debieron acoger a Eloísa, ella era mi hija, y tenía derecho a mi parte de la fortuna de mi familia, ¡Yo era el primogénito! Y ellos le quitaron todo y la dejaron en la calle…” Cornelio se rascaba la frente, como buscando las palabras más adecuadas para mandar a alguien al diablo, “Debiste pedirlo cuando firmabas el contrato. Tú ya lo firmaste, y no puedes firmar otro. No voy a hacer lo que me pides, es una tontería” El enano esta vez sí levantó la vista, “Haré lo que me pidas, sé que me quieres muerto, yo mismo lo haré…” “Ya gastaste tu bala” le recordó su jefe, “Hay cientos de maneras en las que un hombre puede morir” replicó el enano, “Pero no todas te valen…” le recordó Cornelio, y agregó, “Ese es un privilegio de los trabajadores, no de las atracciones” Dicho esto, se puso de pie y abrió la puerta, afuera estaba Horacio, enviado por Beatriz. En cuanto entró se sintió débil y enfermo, sabía que debía darle una respuesta a su jefe, y eso ya lo hacía sentirse mal, pero encontrarse a Román allí, era demasiado para la frágil constitución de su temperamento,  Cornelio lo sabía, y quería forzarlo a actuar por instinto, sin pensárselo demasiado. Extrajo el revólver y lo puso sobre su escritorio, “Tú y yo tenemos un acuerdo, lo aceptas o no” le dijo con fría serenidad, Horacio miraba a Román y a él sin atinar a nada, Cornelio cogió el arma y se la puso en la mano, “Es el momento de que respondas…” Román se veía más incrédulo que asustado, “¿Un acuerdo? ¿Qué le ofreciste…?” Von Hagen parecía tener en las manos un arma de cincuenta kilos, que le costaba mucho levantar. El enano lo miraba con cierta lástima, “No te preocupes, Horacio, yo ya estoy bien jodido, ¿pero te dijo lo que te pasará si me matas?” le dirigió la mirada a Cornelio, “¿Le dijiste lo que tendrá que hacer?” “¡Cállate enano! Te hice un ofrecimiento, ¡Lo quieres o no!” Gruñía Cornelio en el oído de Horacio, éste parecía al borde de su resistencia, haciendo un esfuerzo por apuntar el cañón del revólver al diminuto cuerpo del enano, “Tranquilo Horacio, está bien, sólo espero que sepas lo que haces con tu única bala…” Román lucía tranquilo, después de todo, ese día se había levantado de la cama con intenciones de morir, Horacio temblaba, Cornelio lo forzaba y el enano no se resistía, “Espero que no te haya ofrecido la libertad, porque no te la dará… espera” Román lo reconsideró, pareció iluminarse de inspiración, “¡Lidia!” Alcanzó a exclamar antes de que la potente detonación del Colt 45 dejara todo en silencio. Cornelio le arrebató el arma y lo arrojó al suelo de una bofetada, la bala había dado en el suelo, perforando el piso de su oficina, y Román, aunque un poco asustado, estaba ileso. Unos trabajadores se encargaron de meter a Horacio en su jaula y dejarle encerrado allí por órdenes de un malhumorado Cornelio Morris, éste cogió al enano antes de que se fuera, “Si haces bien tu trabajo y dejas de causarme problemas, tal vez considere lo que me has pedido. Pero sólo tal vez” Román sólo asintió.

 

Minutos después aparecía Beatriz con aires triunfales y andar presumido, “Ya sabía que Horacio no podría hacerlo, si me lo hubieses pedido a mí, el enano ya estaría muerto” Cornelio estaba fastidiado, “Cierra la puta boca, Beatriz” “¿Es que crees que no sería capaz?” replicó ésta, orgullosa, Cornelio se puso de pie, “¿Serías capaz de tomar su lugar y entregarle tu vida a Mustafá hasta el fin de tus días? Ser su esclava ¿Eso te gustaría? ¿No? ¡Pues entonces deja de sugerir estupideces y cierra la boca!” Eso la mujer no lo sabía, y por supuesto que Horacio tampoco: para matar a Román había que tomar su lugar.


León Faras.

martes, 22 de septiembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 XXX.

 

A la mañana siguiente, muy temprano, Cornelio era poco más que un esperpento malhumorado con el aspecto propio de quien ha dormido poco y ha bebido mucho, sólo tenía cabeza para pensar en una sola cosa: el estado de salud de Eugenio. Se lo encontró sentado en su cama terminando de abotonarse la camisa, lo que le dio una inesperada alegría, pero de inmediato Eusebio le cortó el paso con una poca calurosa bienvenida, “Tiene la voluntad, pero apenas puede mantener el peso de una taza de té en las manos, menos podrá con el volante. Necesitará que lo asistan” Cornelio perdió el escaso buen humor que había conseguido, llevar a alguien con los mellizos cuando estos detienen el tiempo, era algo muy riesgoso, porque cuando los hermanos Monje hacían su magia, por el periodo de tiempo que ésta durara, la ilusión desaparecía, las atracciones dejaban de ser atracciones y Cornelio Morris dejaba de ser el hombre poderoso que era. Él no lo haría, ni ninguna de sus atracciones tampoco, debía ser alguien en quien se pudiera confiar y Cornelio no confiaba en nadie, “Deberás permitir que lo haga Sofía, mejor ella, que ha sido criada aquí, que cualquiera de los otros…” Sentenció Eusebio, brindando una solución al problema, su jefe no estaba del todo convencido, pero más fuerte era la urgencia por irse de allí, “Sabes bien lo que le sucederá, ¿verdad?” “Habrá que explicárselo, tarde o temprano tendrás que hacerlo” replicó el mellizo, entonces apareció Eugenio, se veía frágil como un cigarrillo maltratado, “Estoy listo…” dijo, y Cornelio, con la cabeza demasiado abombada como para seguir dándole vueltas al asunto, finalmente accedió, “¡Carguen todo! Nos largamos de aquí… por fin” Exclamó, con un vozarrón potente que se oyó en todo el campamento, y luego en tono mucho más bajo y resignado, a los mellizos, “Preparen los camiones, iré por la niña”

 

Damián vigilaba el circo mientras su hermano dormitaba a su lado luego de pasar media noche despierto, un puño en el hombro lo despertó, se lo sobó con fuerza y con dolor en el rostro pero lo olvidó rápido cuando su hermano le dijo que, tal como Von Hagen se los había advertido, estaban levantando campamento para irse, “Esta vez no les pienso quitar el ojo de encima” Advirtió Damián, indolente ante el adolorido brazo de su hermano, éste se acomodó para ver lo que sucedía. Las tiendas caían una a una y los bultos eran cargados a los camiones de forma rápida y organizada, eran eficientes como hormigas, “¿Crees que el peludo haya puesto el tarro de pintura?” preguntó Vicente mirando por encima del hombro de su hermano, éste ni se volteó para responder, “Supongo que sí, pero no importa, esta vez no van a irse sin que los vea a donde” Poco más de media hora se tardaron en hacer desaparecer todo hasta sólo quedar los camiones y sus acoplados, repletos de objetos y personas, entonces rugió el motor del primero y segundos después el del segundo vehículo, Damián hizo lo mismo con su furgoneta, pero sin perder de vista su objetivo, estaban listos para seguirlos a donde fuera, sin embargo, no tanto como creían. Es difícil de describir cuando un rostro humano pasa del entusiasmo a la desilusión de forma lenta y dramática, cómo los músculos del rostro se aflojan gradualmente en una caída inevitable, como si el cerebro se apagara por unos segundos, eso fue lo que les sucedió a los hermanos Corona cuando vieron como los camiones se ponían en marcha y al avanzar un par de metros, se desvanecían como espejismos, como barcos en la niebla desapareciendo ante sus ojos. Largos segundos estuvieron incapaces de articular cualquier sonido con la boca, con la mandíbula sin vida y el motor de su furgoneta puesto en marcha en vano, “¿Viste eso…?” preguntó Vicente con cara de idiota y el cerebro aún medio desconectado, Damián estaba en blanco, en ese momento se le había olvidado cualquier tipo de lenguaje. Se bajó del vehículo con torpeza, estaba atontado, se atrevió incluso a mirar hacia el cielo por si veía al circo viajando entre las nubes, pero por suerte no fue así, “Pero que mierda…” Tal vez iba a decir algo más, pero como a un borracho, cuyo cuerpo ya no soporta ni una gota más de alcohol en la sangre, simplemente se le olvidó el resto, y siguió mirando a su alrededor y negando testarudo con la cabeza. Vicente prendió un cigarro sin poder dejar de rascarse la nuca, como si de esa manera pretendiera hacer reaccionar a su cerebro, tal vez funcionara, porque en ese momento tuvo una inspiración. Se bajó del auto y caminó mirando el suelo con angustia, como si hubiese perdido algo valioso, hasta que lo encontró, llamó a su hermano, allí estaban las primeras manchas de pintura en el piso. Tenían un rastro, pero ya no estaban tan seguros de querer seguirlo.

 

Sofía sentada a los mandos del camión era la chica más emocionada del mundo, con esa sonrisa persistente que sale hasta por los poros y que es imposible de disimular, “Lo haremos despacio, ¿sí? sólo tienes que seguir al camión de Eusebio que irá delante” Le recomendaba Eugenio a la niña, sentado a su lado, por la ventanilla del conductor apareció Cornelio, “Lo harás bien, pequeña, sólo escucha con atención todo lo que Eugenio te diga, ¿Lo harás?” “Sí” respondió Sofía, sin poder parar de sonreír, luego, Cornelio le dirigió una mirada al mellizo como tratando de decirle que la idea no le acababa de convencer, pero no dijo nada, sólo le esbozó una última sonrisa a la niña y murmuró “Buena suerte” y se fue antes de arrepentirse y seguir varados allí por otro día más. Los motores se pusieron en marcha y al poco rato los camiones comenzaron a moverse, tal como la pequeña había aprendido antes, procuró salir despacio y rugiendo fuerte, Eugenio posó su mano en el hombro de la niña y al sentir la aprobación de su hermano, el universo perceptible para ellos se detuvo, se congeló en un segundo por el que podían moverse por el tiempo que quisieran. Se podían ver los pájaros estacionados en el cielo, las vacas detenidas en pleno trote, alguna que otra carreta con caballo y conductor congelados en actitud movimiento. La pequeña Sofía iba encantada con la experiencia, “Vas muy bien, sigue así. Recuerda abrirte en la curva…” Recomendaba Eugenio, mirando a la niña con una expresión lastimosa que se contradecía con la felicidad de la niña, hasta que ésta, pasada la emoción del primer momento, comenzó a notar lo que sucedía, lo que a ella le había sucedido. Hace rato que su postura era más cómoda, que sus pies alcanzaban mejor los pedales, que su visión del camino era más completa y holgada. Se miró las manos, los brazos y las piernas, “Pon la vista en el camino…” Le recordó con suavidad Eugenio, pero la expresión de la niña ya no era de felicidad, sino de confusión y tal vez de un poco de miedo. Buscó el espejo sobre su cabeza, el cual estaba convenientemente desviado de su visión, cuando quiso enderezarlo, Eugenio le pidió que no lo hiciera, “Estás conduciendo, no debes distraerte. Cuando lleguemos, podrás verte. Te lo prometo. Ahora sólo disfruta de la experiencia” Sofía obedeció.

 

Una hora después, de tiempo inexistente, se detuvieron en las afueras de un pueblo, los motores se apagaron, Eusebio se bajó de su camión, pensó en volver el transcurso del tiempo a la normalidad, pero su hermano no estaba de acuerdo. Fue hasta donde él, “¿Qué ocurre?” preguntó, pero la respuesta estaba allí mismo ante sus ojos: Sofía era una señorita que tenía la edad y la altura de Eloísa, no una niña de ocho años como parecía. Se miraba la cara en el espejo una y otra vez sin comprenderlo, honestamente sin saber si reír o llorar, “Todo volverá a la normalidad ahora…” Le dijo Eugenio, con intención de alentarla, pero no consiguió gran cosa, la niña estaba perturbada, “¿Cuál es la normalidad?” Dijo, luego se bajó del camión, los mellizos se miraron, no dijeron nada, pero ambos pensaban lo mismo, la niña, al verse mayor, se veía tal como cuando conocieron por primera vez a Lidia, mucho más parecida a ella que a Beatriz.


León Faras.

domingo, 20 de septiembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 XXIX.

 

Fue una noche larga, la más larga en mucho tiempo, se podían oír los gritos de Cornelio, borracho y solo en su oficina, peleándose y maldiciendo a los espíritus cuyos lamentos no podía acallar ni con todo el licor del mundo. Von Hagen los oía despierto desde su cama, con los ojos pequeños y una mueca de dolor en el rostro, como quien empatiza con el sufrimiento ajeno, “Sus mascotas lo están mordiendo esta noche…” la voz, débil y cansina era de Román, sólo estaban los dos en la tienda a esa hora. Horacio no pudo contener un leve gesto de espanto de verlo despierto, el enano lo notó en el momento, “¿Qué, creías que ya estaba muerto? Debería, pero todavía no, hermano…” Luego, mirándole la muñeca vendada, agregó, “¿Qué te pasó ahí?” Horacio se lo explicó, “Ah…” replicó Román, “…sacaron a Narciso Flores de su caja” “¿Quién?” Horacio no había oído nunca ese nombre. Por lo que contaban los más antiguos del circo, el Curandero era originalmente un médico que, por lo que se hablaba, había estafado a Cornelio con un negocio de no se sabía muy bien qué, y había acabado metido en esa caja, ni completamente vivo, ni completamente muerto, haciendo trabajos de sanación a cambio de la sangre que le habían extraído, “…Y Cornelio te mando a que te rajaras una vena para alimentarlo, ¿no?” Concluyó el enano con esa mueca de suficiencia del que sabe que no puede fallar, pero fallaba, la cara de Horacio era elocuente en ese aspecto, “En realidad…” dijo éste, como si las palabras le dolieran al salir, “…él quería usar tu sangre. Yo me opuse” Ibáñez lo miró, como se le miraría a una roca que de pronto comienza a andar, “Ten cuidado, hermano, te estás volviendo un hombre valiente, deberás asumir las consecuencias” dijo el enano, admirado, pero muy en serio, luego agregó mirando el cielo de su tienta, “Ese maldito me quiere muerto a toda costa, pero no puede hacerlo él mismo, eso debe de joderlo” concluyó con una sonrisa de satisfacción que Horacio no podía compartir, porque esa responsabilidad había recaído sobre él, y por el bien de Lidia, debía morderse la lengua. Los gritos de Cornelio continuaban, esa noche, de seguro nadie dormía en el campamento, “Tal vez yo mismo acabe dándole en el gusto…” murmuró Román como para sí, “Que bueno que estás despierto” La voz era dulce, aunque el tono no lo era tanto, el enano levantó la cabeza, “¿Horacio, la ves?” éste asintió, “Sí, ella es Eloísa, la nueva atracción del circo” Román no estaba seguro de que si eso era mejor o peor que se tratara de la alucinación que él creía. La chica apenas se adentró en la tienda, “El otro día me llamabas Amelia, ¿Por qué?” Román lo recordaba, recordaba haber visto el ángel de Amelia viniendo por él, pero creía que lo había soñado, ahora que veía a Eloísa lo comprendía bien, las alas eran muy reales y el rostro de la niña se parecía mucho a su querida Amelia, “Perdona, estaba muy mal, te confundí con alguien más…” “Ya lo sé, pero por qué con ella, ¿Quién es esa Amelia?” Insistió la muchacha, sin moverse de donde estaba ni perder de vista su objetivo, Román tuvo una idea tan absurda, que la desechó al instante, “Es sólo que, te pareces a alguien que conocí hace años…” Habló con tono cansado, como restándole importancia al tema, la muchacha en cambio parecía muy interesada, “¿Hace unos quince años?” El enano apretó el ceño echándole un vistazo a Horacio que sólo podía mirarles, a uno y al otro, con cara de idiota. La idea de antes ya no le parecía tan absurda, “¿Quién carajos eres tú?” “¿Te recuerdo a Amelia Cruces?” Preguntó la chica, ya sin más rodeos. Su tono era insolente y su mirada hiriente, el enano quedó tan consternado, que si no hubiese estado tendido en su cama, de seguro se hubiese ido de culo al suelo, “Santa Madre de Dios… no puede ser” balbuceó, la chiquilla ahora lucía satisfecha, pero no era un gesto precisamente alentador para el enano, “Tú eres un Ibáñez…” lo afirmó sin dejo de duda, y agregó “…te pareces a ellos. Mi abuela Prudencia me habló de ti, me dijo que seguro estabas muerto, que por eso me habías dejado. Cuando ella murió, tu familia nos quitó todo, las tierras que eran de mi abuelo, la casa, me quedé en la calle… yo era una bastarda sin apellidos” Román estaba mudo, tenía el llanto atragantado en la garganta y se le escapaba por los ojos, Eloísa no había acabado aún, “…deseaba de corazón que estuvieras muerto, al menos así no podía odiarte… papá” El enano intentó decir algo, pero no pudo más que soltar un llanto tan amargo que erizaba el vello, Horacio, desde su cama, se sentía más inútil que nunca. Eloísa, en cambio, había sacado toda la frialdad que tenía guardada para ese momento, aun así, no pudo evitar que se le escapara una lágrima “No se le abandona a los hijos. Espero que te pudras en el infierno” Sentenció la muchacha antes de darse la vuelta e irse. El enano ya había estado ahí muchas veces, aunque no le valían de nada en ese momento, se tapó hasta las orejas, se enrolló en las cobijas y lloró más de lo que había llorado en toda su vida.

 

Entre los gritos de Cornelio y el llanto sobrecogedor de Román, era imposible dormir esa noche para Horacio, por lo que cogió un cigarrillo y salió afuera, no era un buen fumador, a veces se reprochaba que ni eso sabía hacerlo bien, ese era su gran problema, siempre se estaba reprochando cosas. Unas luces fugaces llamaron su atención, pero no detectó nada, la siguiente vez se dio cuenta de que se trataba de la furgoneta negra de los hombres que le dieron la fotografía, se acercó a ellos con timidez, la brasa del cigarro de Vicente Corona era perfectamente visible en la oscuridad, “Llegan tarde…” Damián le echó un vistazo a su hermano como culpándole de eso, éste se justificó, “Fue imposible que llegáramos antes, además, el maldito circo se evaporó en el aire…” “Les dije que no podían seguir a este circo…” Sentenció Horacio, y luego agregó con la autoridad de quien señala los problemas, pero no tiene el deber de solucionarlos, “Ahora, el circo se irá por la mañana, seguro, y no sé qué harán esta vez…” Los hermanos Corona eran astutos, y tenían un buen truco que ya habían usado antes, pero les preocupaba su amigo, Diego Perdiguero, en parte, era culpa suya que aquel estuviera allí. Horacio los miró desolado, “¿Conocen a ese tipo? Pues ahí no hay forma de que les pueda ayudar. Si está ahí, es porque firmó un contrato por su propia voluntad y no hay nada que hacer…” Damián no estaba de acuerdo, si era necesario, lo metía en un saco y se lo echaba al hombro para sacarlo de allí, pero no discutiría eso con el hombre-mono, “Bien ya veremos eso, ahora necesitamos que hagas algo por nosotros…”

 

El truco era tan sencillo como efectivo: un tarro de pintura blanca con un pequeño taponcito de madera en la parte de abajo, el cual estaba atado a una estaca como un clavo grande, Von Hagen debía atar el tarro debajo de uno de los acoplados y enterrar la estaca en la tierra, de esa manera, cuando el vehículo se ponía en marcha, el tapón se quedaba allí y el tarro comenzaba a dejar una marca que se podía seguir durante varios kilómetros. Sólo esperaban que fueran los suficientes.


León Faras.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.

 

IX.

 

“Si vuelves a hacer algo así de nuevo, te juro que me da un síncope” Úrsula estaba parada junto a la cama en el momento en que Elena abría los ojos, le refrescaba la frente con paños húmedos, ésta lucía confundida, como tratando de recordar, “No recuerdo mucho, pero ¿Están todos bien?” preguntó preocupada, Úrsula asintió con esa sonrisa triste como premio de consuelo. El padre Benigno se acercó en cuanto sintió la voz de Elena, ésta lo miró casi con miedo, “Tengo la sensación de haberle hecho algo…” El cura la tranquilizó, en verdad se veía y se sentía bien, sólo tenía las manos vendadas, pero se podía decir que las quemaduras en sus manos sanaban extraordinariamente rápido, “Sólo descansa y recupérate, todos te queremos de vuelta lo antes posible” Por supuesto que también estaban Clarita y Guillermina y Mateo, quien se había puesto tapones de algodón en los oídos para ir de a poco acostumbrándose al constante ruido del mundo, a los estridentes silbidos de los pájaros o al curioso sonido de su propio andar. David jugaba junto a su padre, ajeno e ignorante a la sanación que había realizado en el muchacho sordo, para él, nada extraordinario había sucedido. En una remembranza súbita y pasajera, Elena recordó la medalla que Clarita le había devuelto y se la buscó en su pecho, le daba una extraña seguridad que antes no había sentido, solía quitársela a menudo, cuando se bañaba, o cuando quería lucir otra joya más elegante y luego olvidaba volver a ponérsela, incluso, se sentía obligada a quitársela cuando hablaba con Isabel Vásquez todas esas cosas que a ella le parecían tan impúdicas o hasta heréticas, pero que le encantaban, pues creía de corazón que con la medalla puesta, San Benito la estaba viendo y oyendo y luego la castigaría por ese placer culpable, tal vez, como le dijo Clarita, no debió quitársela nunca. Aquella estampita era famosa por llevar en su reverso la mítica frase “Vade retro Satana”

 

Un mes después, Benigno llegó a casa de Cifuentes solicitado por éste, cuando llegó, encontró a Rupano tirando bultos encima de su coche, el doctor y su esposa tenían todo listo para marcharse, “Pensé que tardaría más tiempo” mencionó el cura con ternura senil, a pesar de que aún no podía considerarse un anciano, “Pues, recibimos un telegrama diciendo que el reemplazo estaba listo y ansioso por venirse, así es que, no había para qué alargar más el trámite. Tengo entendido que llegará mañana” El cura asintió sin mucho más que agregar y recibió las llaves. Minutos después llegaría Elena, ya recuperada, aunque aún no se acostumbraba a esa extraña cicatriz, sucedánea de ombligo, que le había quedado en el vientre, “Pese a lo que pasó, quiero que sepas que estoy feliz de que seamos amigas y de que tú seas la madrina de David. Espero nos veamos pronto…” Le dijo Úrsula, cogiéndole las manos, “Así será, aún pienso en ese negocio del que hablamos. ¡Muchas gracias por todo!”Las mujeres se abrazaron. Cuando el doctor y su esposa se marcharon, Elena se dirigió al cura con humildad, “Padre, he tomado una decisión, y quiero que usted la apruebe sin objeciones…” El cura ni siquiera tuvo tiempo de meditarlo, Elena continuó, “…usaré el dinero que Clodomiro Almeida dejó en mi poder para reconstruir su iglesia, no quiero que me diga nada, sólo que lo acepte” De todos modos, Benigno estaba sin palabras.

 

El cura no se lo esperaba, nadie se lo esperaba en realidad, pero al día siguiente cuando acudió a la estación a recibir al nuevo doctor, a quien se encontró fue a Ignacio Ballesteros, quien venía acompañado de Hortensia, su futura esposa, aunque para eso debería esperar un tiempo, pues la iglesia no era más que un montón de escombros que cada día se reducía un poco con ayuda de los pobladores. El único que no demostró ningún tipo de asombro fue Rupano, quien cargó los bultos como siempre, sin una palabra en la boca, ni gesto interpretable en el rostro. Mientras lo hacía, una mujer madura se acercó al cura, “Benigno Hopfen, ¿no?” Pocos conocían su apellido y menos aún eran los capaces de pronunciarlo correctamente, el cura la miró buscando rastrear en su memoria, algo que se le hacía muy familiar en el rostro de esa mujer, cuando lo halló, se llevó un puño a la boca y sus ojos se humedecieron espontáneamente “¿Elisa…?” Era la muchacha que sus padres le habían arrebatado en su juventud, convertida en una viuda con todos sus hijos grandes y multitud de nietos, “No sabes lo difícil que es hallar la ubicación de este pueblo” dijo la mujer luego de que ambos se abrazaran largamente. Sabía que Benigno se había vuelto sacerdote, pero siempre tuvo la necesidad de volver a verlo, aunque fuera, en los últimos años de su vida. Y allí estaba.

 

Clarita y Mateo, pasaban cada vez más tiempo juntos, compartiendo ese tiempo entre el viejo Tata, que cada día tenía menos ganas de hacer cosas y Guillermina, que los adoraba como hijos. Elena habló con ellos para decirles que se iría, que ese pueblo y todos sus recuerdos, ya no le hacían bien, pero que seguirían en contacto, y que se verían tan seguido, como les fuera posible. No pasaron muchos días, hasta cuando Elena se presentó con una maleta frente a la tía Elba, ésta la miró con soberbia, como quien ha sido ofendido de tal manera que no hay posibilidad de indulgencia, pero Elena no venía a discutir, dejó caer su maleta y soltó el llanto arrojándose a las faldas de su tía pidiéndole perdón. Elba Ballesteros podía ser severamente inflexible, pero era incapaz de resistirse ante tal muestra de humildad y arrepentimiento por parte de un miembro de su familia, principalmente, porque cada vez se estaba sintiendo más sola. La acogió angustiada, movilizando a todas sus empleadas para que atendieran a su sobrina, ésta luego de tranquilizarse, le contó todo lo que el espíritu de su madre le había obligado a hacer, sin importarle si le creía o no, pero la honestidad con la que hablaba era indiscutible, incluyendo que ella misma había seducido a su padre, lo que contribuyó a que con el tiempo, los restos de Horacio Ballesteros acabaran en el mausoleo familiar, junto a los de su esposa y el resto de su familia. Cuando ésta le habló, tiempo después, de su deseo de montar una pequeña tienda de vestidos y costura, la tía reaccionó interesada, pero le advirtió que ella no invertía su dinero en pequeñeces, que si lo iban a hacer, harían algo grande, a la altura de una Ballesteros. Hubo algo que Elena no le contó jamás a su tía: el paradero de su hermano.

 

Varios años después, Benigno, ya en los últimos años de su sacerdocio, recibió una visita en el confesionario de su nueva iglesia, era un hombre joven, con un curioso aspecto que recordaba las imágenes idealizadas de Jesucristo, según por lo que se podía advertir a través de la celosía. El cura lo invitó a hablar, “Cuando era un niño pequeño, envenené a un hombre, padre…” “¿Sabías lo que hacías, hijo?” preguntó Benigno, “Sí, padre, sabía que debía hacerlo para salvar a ese hombre” “¿Tomaste la vida de un hombre con la intención de salvarlo? ¿Por qué un niño pensaría eso?” Benigno sentía que había algo muy raro en esa confesión, el hombre respondió, “No, padre, el veneno no era para matarlo, sino que para que ese hombre no pudiera morir” “Tal cosa no existe, hijo…” replicó el cura, con una muy leve sonrisa de suficiencia, “Existe…” dijo el hombre, “…y usted lo sabe. Yo soy David Cifuentes, padre, y ese día que le di el vaso de agua, no era agua, era el veneno que impidió que usted muriera en la iglesia. El hombre al que envenené, es usted, padre” Benigno recordó sus heridas cicatrizadas al instante, las cuales aún conservaba y para las que no tenía explicación. De pronto le temblaban las manos y la voz, “David, por Dios, estás bajo confesión, te encomiendo que digas la verdad” David parecía el hombre más tranquilo del mundo, “Es la verdad, padre, estoy aquí para decirle que ya sé cuál es el antídoto, pero aún no lo he conseguido” “¿Y cuál es?” preguntó el cura con miedo de oír la respuesta, David dudó, pero al final respondió, “Otra dosis del mismo veneno, padre, cuando la consiga, le prometo que se la traeré” Luego de eso, la puerta del confesionario se abrió y Benigno, sin atreverse a asomarse ni a moverse de su asiento, oyó los pasos tranquilos del hombre que se alejaba.

 

FIN.

 

León Faras.

 

(Este texto es un borrador sujeto a correcciones)

martes, 15 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.

 VIII.

 

“¡Elena! ¡Déjalo ir, por favor, te lo ruego!” Úrsula entró corriendo hasta llegar frente al altar, no le importaba que el fuego cubriera gran parte de las paredes de la iglesia, un edificio más alto que ancho y más largo que alto. Mateo había llegado dos segundos antes, pero el fuego lo había paralizado de miedo y sólo miraba en todas direcciones, viendo peligro por todas partes. Cifuentes llegó detrás de su mujer para sujetarla de los hombros. Las primeras lenguas de fuego ya lamían los pies del Cristo. “El fuego lo consumió estando en el vientre y ahora del fuego ha de renacer…” Diana mantenía una mano cubriendo los ojos del niño que parecía dormido, sin tener intenciones de moverse, con la otra sujetaba el punzón de hierro. El padre Benigno llegó en ese momento, en la puerta se quedó parada Guillermina aún abrazada a Clarita. Úrsula insistía, “Elena, por Dios, eres su madrina, y él te ama, por favor, deja que me lo lleve” El fuego comenzaba a avanzar por el piso, cerrando un gran círculo. Diana negó con la cabeza, divertida, “Deja de llamar a Elena, ella ni siquiera está aquí y tú, no eres la madre de David” “Lo sé…” se apresuró a responder Úrsula, ante la mirada de incredulidad de su esposo, y agregó, “…pero lo amo como si lo fuera, y daría mi vida por él” Oriana pareció sonreír complacida, “Te elegimos bien, pero tu tarea ya terminó, él ya no te necesitará nunca más” Luego, dirigió una mirada mucho más dura al padre Benigno, quien permanecía arrodillado, rezando el rosario con devoción, aferrado a una de sus biblias, “Usted no tiene ni idea de cuánto oré yo por mi vida y la de mi hijo y nadie respondió…” Benigno se puso de pie con la biblia en alto, “Señor Jesucristo, te imploramos que liberes a tu sierva, Elena Ballesteros, de las garras del mal que la apresa…” El fuego ya escalaba casi hasta el techo por las paredes, mientras el Cristo y su cruz eran abrasados igualmente por las llamas, “Ella sólo nació para servirlo a él en este día, su vida no tiene más propósito” Gritó Diana, “Con el demonio no se dialoga” Fue lo primero que le enseñaron cuando se convirtió en sacerdote, y aunque Oriana ni Diana, no eran el Diablo ni mucho menos, era la primera vez en todo su ministerio que podía utilizar ese consejo, “Padre, te ruego que expulses esta presencia maligna, tu sierva Elena Ballesteros, te necesita, te lo ruego en el nombre de Jesucristo” Oró, caminando hacia ella e ignorándole por completo, “¿Está dispuesto a arder por ella, padre?” “¡Retrocede, te lo ordeno en el nombre de Jesucristo!” Benigno ya casi llegaba a su lado, tanto Úrsula, como su esposo y Mateo, apenas se habían movido de donde estaban, contenían el aliento, temiendo que Diana usara su punzón en David, “¡…En el nombre del Padre y del Hijo…!” Insistía el cura, Diana le apuntó con su punzón a la garganta, lo que provocó el silencio instantáneo del sacerdote, luego la mujer señaló con su arma al Cristo en llamas sobre ella, “Él nunca me ha recibido, me ha arrojado de vuelta una y otra vez…” Nuevamente el punzón apuntaba al cuello del cura, “…Nosotros lo matamos, padre ¿Por qué cree que ahora querría salvarnos?” Benigno se había olvidado por completo del consejo que le dieron, ahora la miraba directo a los ojos. Mateo se atrevió a acercarse agazapado tras él. “No culpes al Señor por la maldad de los hombres” dijo el cura, con el rostro bañado en sudor. Su tono volvía a ser amenazante, como lo era antaño, Diana no parecía impresionada “Dios se regocija cada vez que se revela la verdadera naturaleza del hombre, padre, cuando éste pierde el temor, se vuelve cruel y despiadado, a su imagen y semejanza…” La ira, que parecía aplacada hace tiempo, volvía a arrobarle “¡Calla!” Gritó el cura, descargando una bofetada de revés en el rostro de la mujer, aunque se arrepintió de inmediato, pues golpear el rostro de Elena por segunda vez, lo hacía sentirse horrible por dentro. Oriana volvió la cara sin una mueca de dolor, “¿Quiere que ponga la otra mejilla, padre?” Le dijo, fingiendo una inocencia casi infantil, “Déjalos ir, son buenas personas…” Suplicó el cura en un tono mucho más amable, casi como un último recurso, “Sólo mientras estén asustados, padre. Quíteles el miedo y los corderos se volverán lobos, que no dudarán en devorarlo si se los permite” Fue en ese momento, en que Benigno se sintió tan desvalido como nunca en su vida lo había estado, tan indefenso e inútil, que si hubiese podido, hubiese salido corriendo de allí. Desesperado, cogió a la mujer por los hombros y la arrastró hasta la pared que ardía en llamas a su espalda, “¡En el nombre de Dios, no permitiré que hagas más daño!” Mateo, quien no entendía la dimensión de lo que realmente estaba pasando, cogió a David en brazos y salió corriendo con él, pero apenas Úrsula recibió a su hijo, el muchacho cayó al suelo aterrado, llevándose las manos a los oídos. En ese momento, Benigno retrocedía, luchando por extinguir el fuego que le quemaba ambas manos, mientras Diana se acercaba a él sin siquiera uno de sus cabellos chamuscados, “¿Aún cree que Dios está de su lado, padre?” Úrsula ya huía de la iglesia con David en brazos, cuando el cura era atravesado en el estómago por el punzón de Diana, Guillermina gritó horrorizada, Clarita había corrido en busca de Mateo y salía con él profundamente perturbado. Cifuentes quiso regresar a auxiliar al cura, pero se detuvo cuando vio que éste recibía dos estocadas más estando en el suelo, “Elena, Dios está contigo, confía en Él y vuelve con nosotros” Rogó el cura apretándose las heridas que, curiosamente, y aunque él no lo había notado, no sangraban, “Ya se lo dije, padre, Elena ni siquiera está aquí” Le dijo la mujer, pero entonces su rostro se volvió incredulidad, la imagen del cura apuñalado volvía a su mente, pero no a su memoria, sino a la de Elena, la que ahora se manifestaba, entonces ésta reparó en la presencia de Clarita, de pie junto al sacerdote, que sostenía algo en su mano frente a ella, una cadenita, “¿Recuerdas lo que me dijiste cuando me la diste? Que este santo podía hacer retroceder al mismísimo Diablo. Nunca debiste quitártela” Clarita se acercó a ella, quien lucía ahora confundida y asustada, y con toda su ternura y la pureza de alma de la que era capaz, se la colgó del cuello. Elena entonces retrocedió dos pasos, “Perdóneme padre…” murmuró, y se clavó el punzón en el vientre. Para entonces, las llamas devoraban el edificio por completo, al punto de que ya nada se podía hacer por salvarlo y el Cristo se hacía pedazos en el suelo.

 

Cifuentes auxilió al cura, pero éste le dijo que cogiera a Elena, que aún podían salvarla, Clarita y Rupano, quien también había llegado alertado por el incendio, como casi todo el pueblo, ayudaron a salir al cura, quien se veía bastante bien a pesar de sus heridas, tanto, que insistió en que el doctor atendiera a Elena primero, cuya única herida sangraba más que las del sacerdote, cuando llegó su turno, tanto Cifuentes como él mismo, no comprendían qué le había sucedido, sus heridas estaban selladas por una pasta negra que se había enraizado en su piel, sin provocar sangrado, algo que jamás ninguno había visto, Guillermina se persignó sin estar muy segura de por qué. Mateo estaba bien, Clarita y Guillermina, comprendieron rápidamente lo que le había sucedido: el chico podía oír, aunque no comprendía nada, oía por primera vez en su vida.


León Faras.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.

 VII.

 

“Espero que tengas buenas noticias para mí” Dijo Ignacio Ballesteros al entrar al despacho del doctor Ernesto Villalobos, éste lo invitó a sentarse y le preguntó cómo estaba, “No muy bien en verdad…” dijo Ignacio, con resignación y una bocanada de aire, y agregó, “…no me esperaba que los tentáculos de mi tía fueran tan largos y tan poderosos. Casi no me quedan amigos a quien recurrir” “Pero aún te queda familia…” dijo Ernesto, abriendo un cajón de su escritorio y poniendo sobre la mesa un paquete que obviamente contenía una buena cantidad de dinero, Ignacio lo miró sin atreverse a tocarlo, “¿Elena?” preguntó, Villalobos negó en silencio, “Técnicamente, es un adelanto de tu herencia. Oficialmente, es un dinero destinado a la reparación de los techos de las fábricas. No te preocupes, esos techos estarán bien por algunos años más” Ignacio lo miró incrédulo, “Estás robando por mí…” Villalobos volvió a negar con la cabeza, “Yo jamás haría eso. Regina me pidió que lo hiciera. De más está decirte que tu tía Elba no debe enterarse de nada, Regina me pidió que te lo rogara en su nombre, encarecidamente” “¿Regina…?” Eso era más difícil de creer, “Jamás imaginé que Regina fuera capaz de hacer algo a espaldas de su madre…” luego mirando al abogado, recapacitó, “Bueno, además de llevar en secreto una relación sentimental con el abogado de la familia, ¿Cuántos años llevan, quince?” Villalobos sonreía contenidamente, “Ya casi son veinte. Se lo dijo Ignacio, y a la señora no le quedó más remedio que aceptarlo. La hubieses visto, no paraba de hablar y yo sin poder entender ni media palabra. Nunca verás a una persona más orgullosa de sí misma” “No sabes cuanta alegría me da…” le dijo Ignacio, estrechándole la mano, “Ya casi somos primos” respondió Villalobos, agradeciendo el gesto. Ignacio cogió el dinero, y cuando ya se iba, el abogado lo detuvo, “Espera, tengo algo más para ti, pero no te va a gustar” Ya se temía que todo estuviera saliendo demasiado bien ese día, “¿Todavía piensas en irte de la ciudad?” preguntó Villalobos, Ignacio asintió, el abogado le estiró un papel, “Es un trabajo fuera de la ciudad, para dentro de unos pocos meses” Ignacio lo cogió encantado, “¿Bromeas? ¡Pero si esto es justo lo que estaba buscando!” Ernesto no compartía su entusiasmo, “Hablé con unos amigos para que esta solicitud no le llegue a nadie más hasta que tomes una decisión” Ignacio ojeaba el papel con una sonrisa que poco a poco se fue desvaneciendo, “No puede ser…” dijo, mirando a Villalobos como si éste se estuviera burlando de él, pero el abogado no era hombre de jugarretas, “Así es…” le dijo, “…Es el trabajo que dejó tu padre, en el mismo pueblo” Ignacio se sintió un poco imbécil por todas las veces que pensó en su padre como un perdedor conformista por dejar la ciudad y sus privilegios para irse a trabajar en un pueblucho miserable y anónimo. No sabía qué responder, Villalobos adivinó eso, “Tómate unos días, piénsatelo y después me avisas” Luego se le quedó mirando como si le dolieran los ojos de verlo. No habían acabado las noticias, “Ahmm… Tu tía me pidió… me ordenó, que detuviera todos los trabajos en el caso de la muerte de Almeida” Ignacio de pronto se sintió miope, “Pero si ya han pasado cinco años de eso. Creí que ese asunto ya estaba zanjado” A Ernesto eso le pasaba a menudo, la gente siempre creía cosas, “Yo no puedo hacer desaparecer un asesinato, Ignacio, lo que hago es estirar los procesos y enrevesarlos de todas las maneras posibles hasta encontrar el resquicio que los anule o su caducidad. No permitas que mi sobrino vaya a la cárcel. Fueron las palabras de tu tía, y es lo que he hecho, pero ahora sin su apoyo, ni consentimiento, es una tarea imposible, y Regina no tiene ninguna facultad en esto para ayudarte” Ignacio se sintió como si de pronto, todos los pájaros del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para cagársele encima, “¿Y qué es lo que me recomiendas?” preguntó con la humildad del ignorante, “Que tomes el trabajo y te vayas. Debes reconocer que ese es el último lugar en el que alguien pensaría buscarte, y ese alguien es tu tía” respondió el abogado sin dudarlo, y luego agregó “Piénsatelo bien, he alargado este proceso por cinco años, puedo hacerlo por un par de meses más”

 

Qué posibilidades hay de que una persona regrese a esta vida recordando pasajes de una vida ya vivida tiempo ha, sin duda, muy pocas, pero, y que además regrese al mismo lugar, al mismo pueblo, ahí ya había voluntad de por medio. Diana recordaba el viejo pimiento donde se colgaba a los condenados por la justicia de Niceto Aspe, y del que él mismo terminó pendiendo. Un árbol con muchas muertes encima de sus ramas, algunas, las más pesadas, muertes enteramente injustas. Un árbol que ya hace mucho tiempo que no existía, porque fue retirado el día en que alguien pensó que ese era el lugar idóneo para construir una cárcel, lo cierto es que era un sitio tan bueno como cualquier otro, pero no hay que subestimar el poder silencioso de las energías residuales. Las mismas que hicieron construir una iglesia en el sitio exacto donde se armó la pira que acabó con la vida de Oriana y que Diana recordaba tan vívidamente, allí, donde ahora se erguía la cruz con un Cristo de rostro doliente clavado a ella, “Está oscuro” dijo el niño mientras era cogido en brazos por Oriana, “Pronto dejará de estarlo…” contestó ella mientras caminaba lento por el pasillo central. A pesar de la oscuridad, se podía adivinar la silueta del Cristo colgado de la pared sobre el altar, clavado a una cruz en lenta y dolorosa agonía, tal como ella fue atada a un poste con una hoguera bajo sus pies, e igual que ella, condenado a muerte por su propio pueblo sin siquiera tener una justa razón. Diana jamás hubiese tenido la osadía de compararse con el Señor Jesucristo, pero ahora que lo pensaba, se sentía con más derechos ante él, que el resto de los mortales que no tenían ni idea de lo que significaba ser condenado a una dolorosa muerte por fanáticos ignorantes, amantes del sacrificio y el espectáculo. La cruz hecha por el Escultor, del poste en el que fue sacrificada, también estaba allí, quien por cierto, había acabado viviendo mucho más de lo que jamás hubiese imaginado o deseado, vagando por el mundo, desnudo y hambriento, vendiendo cruces de madera a cambio de limosnas. Aunque no se podía ver, pronto el piso y la pared bajo el Cristo comenzó a ennegrecerse en un círculo humeante que no tardó en encenderse en bonitas llamas blancas y rojas que iluminaron de forma espectral el rostro sufriente esculpido en madera de Jesús, acentuando sus ya marcadas expresiones, como si el fuego pudiera causarle más dolor. “No te preocupes, hijo, este fuego ya no puede dañarnos” dijo Oriana, cuando sintió que el niño se aferraba a su cuello al ver las llamas como crecían y se esparcían con avidez. La mujer acarició las lenguas de fuego mientras caminaba, como si se tratara de hierba alta de un prado, sintiendo apenas el calor de un aliento tibio. Ese fuego, ese mismo fuego, ya la había consumido una vez, y ya no podía consumirla de nuevo, pero sí podía arrasar con todo y todos los demás. La mujer recostó al niño sobre el altar, de entre sus ropas extrajo un simple trozo de hierro aguzado en la punta, uno de los muchos utensilios que Tata mantenía en su taller, “Cierra los ojos…” le dijo al niño con ternura, “…te aseguro que no sentirás nada, y cuando los abras, todo será distinto”


León Faras.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.


VI.

“Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor…” el padre Juan Tadeo comenzaba a rezar el rosario por tercera vez en esa mañana, una mano firme que se posó en su hombro le interrumpió, era el doctor Werner que le anunciaba que debía salir unos minutos, el sacerdote, luego de asentir con sosiego, reanudó sus oraciones con la misma devoción con la que lo había estado haciendo hasta ese momento, pero no llegó muy lejos, una nueva voz le interrumpió otra vez, “Sus esfuerzos son en vano, padre…” Diana Ballesteros, tendida sobre su cama, había abierto los ojos y lo miraba con lástima, como al que se esfuerza por realizar una tarea que a todas luces es imposible, “La oración siempre ayuda, hija, o al menos, no te hará ningún daño escucharla” Respondió el cura con dulzura, “El doctor también pierde su tiempo…” agregó la mujer. El padre Tadeo hizo una pausa en su labor, al final, dos interrupciones le obligaban a empezar de nuevo desde el principio, “Él es un buen doctor, y estoy seguro de que está haciendo todo lo que puede por ayudarte” dijo el anciano sacerdote acariciando la frente de la enferma, “Yo no estoy loca…” le dijo ella, pero antes de que el cura replicara lo que tenía pensado decir, la mujer agregó mirándolo a los ojos, “…y tampoco estoy poseída por demonios como usted cree, padre” El cura le tomó la mano, su piel arrugada y con manchas contrastaba con la piel blanca y tersa de la mujer, “Yo no oro porque piense eso, lo hago para que el buen Dios misericordioso interceda y te libre del mal que afecta tu mente” El cura mentía, en su interior, sí creía que algo demoniaco podía estar afectando la salud mental de la mujer. Diana se veía bien, era ella, aunque su voz sonaba agotada, o muy sedada “No hay ningún mal que sanar, padre, lo que sucede es que yo recuerdo cosas que no debería recordar…” El padre desvió la vista un segundo y luego la volvió del todo a los ojos de la mujer, tenía un importante derrame en uno de sus ojos, “No puedes recordar cosas que no has vivido…” le explicó el cura, como se le explica lo obvio a un niño, Diana negó con la cabeza levemente, “Recuerdo estar obligada a usar una venda sobre los ojos, recuerdo el miedo de mi padre cuando le pedí que me llevara a otro pueblo, recuerdo el calor del fuego abrasándome por completo, el inimaginable dolor de ser quemada en vida, pero más que nada, recuerdo el rostro de mi ejecutor… a veces lo veo, padre, está asustado, dice que tiene miedo de irse…” El cura hizo un gesto a medias entre una sonrisa lastimera y una mueca de asco, “¿Cómo es que lo ves?” La mujer miró hacia un rincón de la habitación, “Siempre aparece ahí cuando no hay nadie, lloriqueando como un niño asustado, diciendo que no sabía lo que hacía… y pidiéndome perdón. Apenas entiendo lo que dice, lleva una mordaza que nunca se saca” El sacerdote echó un vistazo hacia el rincón, pero nada había ahí, “El perdón, es la mayor muestra de amor, hija, nunca dudes en darlo…” recitó el cura, como si se tratara de una frase aprendida hace años y repetida innumerables veces, Diana adustó el rostro, “¿De qué sirve perdonar, cuando uno no lo siente, padre?” El cura retrocedió derrotado, “De nada, hija” Admitió con tristeza, luego de unos segundos de incómodo silencio, agregó, “Seguiré orando” “Padre…” lo detuvo ella, “…A veces creo que no existe ningún paraíso, ¿es ese un pecado?” El padre hizo una mueca como si esas palabras le hubiesen dolido en el hígado, “No digas esas cosas, hija, son herejía, Dios de seguro tiene un reino preparado para recibir todas las almas de sus hijos…” “¿Por qué me envió de vuelta entonces, padre? ¿Por qué Dios no me quiso en su reino?” La mujer lloraba con auténtica congoja, el cura se arrodilló a su lado, “Dios te ama, hija, no tengas duda de eso, aunque a veces sus propósitos se nos escapen” “¿Por qué lo permitió?” Diana lloraba con más intensidad, “…Era mi hijo, era inocente… ¿Por qué quemaron a mi hijo? No era su culpa, ¡No es su culpa! ¡Y yo tampoco hice nada malo! ¡Nada, No, no!” Sus gritos alertaron al doctor Werner y a Horacio que irrumpieron en la habitación, “Está teniendo otra crisis…” Anunció el psiquiatra empapando un pañuelo con éter etílico con el que sedó a la mujer, quien ya no lloraba, más bien daba alaridos de dolor y angustia, mientras Horacio la sujetaba con fuerza por los hombros y el padre Tadeo hacía lo posible por contener las piernas de Diana que se sacudían con desesperación debido a un fuego imaginario, pero tan vívido como cualquiera, que la devoraba en ese momento, “Esto es algo con lo que jamás me había tocado tratar, su locura va y viene, como si se tratara de una condición atmosférica, y cada vez que parece mostrar alguna mejoría, que parece que algo está funcionando, viene una nueva crisis y todo se nos va de nuevo por tierra…” Protestó el doctor Werner con frustración apretando el puño frente a su propio rostro, el padre Juan decidió que era ese un buen momento para retirarse por unos minutos, Horacio se acercó al psiquiatra espiando con un ojo que su esposa durmiera, “He oído de algunos tratamientos que están siendo probados en pacientes con afecciones similares de la mente. Al parecer han dado ciertos resultados positivos” El doctor Werner lo miró como si lo acabase de insultar a él y a toda su familia, “Esos tratamientos son infames, hechos por palurdos incompetentes que pretenden ganarse un puesto en la historia, probando sus absurdas teorías directamente en sus pacientes, sin apenas estudio o análisis previo” Horacio sólo pretendía sugerir alguna alternativa, el doctor Werner lo comprendió así, “Escuche, Horacio, he visto pacientes en mucho mejor estado que su esposa, quedar reducidos a imbéciles en estado vegetal luego de una trepanación de prueba, fallida, he visto a otros al borde de la hipotermia luego de pasar días enteros metidos en agua fría. Otros que pensaron que colgarles cabeza abajo con capuchas en la cabeza por un buen periodo de tiempo era la mejor forma de curar una enfermedad mental y por último, esto lo vi hace muchos años, pero no dudo que sea una práctica que todavía se lleva a cabo en algunos sitios, he visto pacientes abandonados por sus familiares, exhibidos como atracciones de un circo por los propios encargados que prometían cuidarles. Me consta, Horacio, que esta misma gente ha enjaulado y vendido a sus pacientes más populares. Algunos son colegas míos, otros, aunque no peores, meros charlatanes que venden una sabiduría adquirida en sitios imaginarios. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero si usted decide probar los tratamientos de esa gente, no tendrá mi apoyo, me haré a un lado, lamentándolo mucho por su esposa…”

Esa misma noche, durante la madrugada, Diana se quitó la vida cortándose las muñecas con unos trozos de vidrio, el doctor Werner tuvo graves sospechas de que alguien la había asistido, pues sedada como estaba a esa hora, era difícil de creer que ella sola hubiese cogido el retrato, haberlo roto contra el velador, en un ángulo en el que se debía estar de pie para hacerlo, y luego acostada y correctamente arropada, sin arrugas en su colcha, apareciera desangrada por la mañana. No encontró a nadie a quien pudiera culpársele con justa razón, pero dejó muy en claro sus sospechas al doctor Ballesteros, quien le dejó muy en claro también, que haría todo lo posible por descubrir a cualquiera que pudiera ser responsable del suicidio de su mujer. Lo cierto es que fue él mismo, quien, agotado por la enfermedad de su mujer y frustrado por la inutilidad de todos sus intentos, y luego de varios vasos de coñac, consideró como factible la posibilidad de asfixiar con un cojín a su esposa, pero al hallarla despierta a las tres y media de la mañana, tuvo una idea mejor, cogió el retrato de ambos y luego de romperlo contra el borde del velador le ofreció uno de los trozos de vidrio mejor formados para el propósito que ambos sobrentendían, “Lo he intentado todo…” le dijo, “…ya no hay nada más que pueda hacer por ti”



León Faras.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.


V.

Lo habían intentado, muchas otras veces, pero no había funcionado de ninguna manera: Úrsula no volvía a quedarse embarazada, lo que era frustrante para Cifuentes que en el fondo de su corazón, en ese sitio que casi nunca ve la luz, él deseaba tener un hijo propio, uno con el que no tuviera que mentir cada vez para justificar la total disparidad de faz. No le decía nada a Úrsula, pero ésta también sentía ese peso, el peso de que su hijo tuviera ya cinco años y que todavía fuera el único, para el resto de la gente, con seguridad algo no estaba funcionando bien en esa pareja, y en secreto le auguraban un pronto final. El niño se entretenía pelando arvejas, encaramado sobre la mesa de la cocina, mientras su madre revolvía la olla con la cena, de pronto David se cansó de su labor, “Mamá, cierra los ojos y yo me escondo…” Úrsula le respondió que estaba muy ocupada para jugar, pero el niño insistió y la mujer accedió cerrando los ojos por unos segundos con una sonrisa de suficiencia, sólo para darle en el gusto a su hijo. El niño se dirigió a la puerta de la calle, la abrió, tomó la mano de Oriana, que estaba parada allí usando el cuerpo de Elena, y se fue con ella. Varios minutos después apareció Úrsula, llamando a su hijo y echando vistazos bajo los muebles, para que éste saliera de su escondite para cenar, el ver la puerta abierta le dio una mala espina muy desagradable, pero antes de buscarle afuera o de cerrarla, siguió llamando a su hijo hasta el despacho donde trabajaba su marido. Úrsula lo buscó y lo llamó allí, ante la mirada de incredulidad de su esposo, “Te digo que no lo he visto…” respondió éste con inocencia, “¡Ay Dios mío!” dijo la mujer con angustia, y lo volvió a gritar, pero esta vez, ya no como un juego.

Alguien golpeaba la puerta con insolencia, Guillermina salió a abrir envuelta en un chal y quejándose de las personas que venían a horas inadecuadas y encima con apuros, como si trajeran mucho dinero. Clarita estaba allí, angustiada, asustada y sin aliento, Guillermina tuvo que pedirle que tomara aire para poder entender lo que decía, “Es Elena, el padre… el padre tiene que ir por ella” Benigno venía secándose las manos, dispuesto para cenar, cuando oyó los ruegos desesperados de la chiquilla en la puerta, “¿Qué le ocurre a Elena?” preguntó éste, Guillermina mantenía abrazada a Clarita, como queriendo calmarla, o protegerla “Venía para acá, pero no era ella, padre, no era ella… era otra persona” Guillermina no entendía nada, Mateo estaba también allí, pero se enteraba menos de lo que sucedía, quien sí comprendió, fue el padre Benigno, “David…” dijo, casi para sí, y partió dando zancadas rumbo a la casa del doctor Cifuentes, Mateo, como buen sacristán, partió detrás del cura, tanto Clarita como Guillermina, todavía abrazadas, le gritaron para detenerlo, pero éste no escuchó, si al fin era sordo.

Úrsula y Cifuentes ya habían dado la vuelta a la casa de arriba abajo, sin hallar ni rastro del muchacho, la puerta de calle estaba abierta, pero no podían creer que el niño se hubiese ido de la casa, David no hacía ese tipo de cosas. Estaban listos para salir a buscarlo a donde fuera, cuando Benigno llegó agitado y alterado preguntando por Elena; ni Úrsula ni Cifuentes sabían nada de Elena, y tampoco entendían por qué debían saber algo de ella, “¿Y David…?” preguntó el cura, como si supiera algo que los otros no. La mujer le dijo que no lo podían encontrar por ningún lado, el cura se masajeó la frente, consternado, “Me temo que Elena se lo ha llevado…” dijo, aunque para Úrsula eso no tenía sentido, de haberlo hecho, le habría avisado, “Puede que no sepa lo que está haciendo…” sugirió el cura con cautela, el doctor Cifuentes lo miró leyendo perfectamente la cautela del cura, como un detective descifra cuando un acusado miente o dice la verdad, se dirigió a su esposa que no comprendía nada de lo que estaban hablando, “Cuando el doctor Werner le hizo las sesiones de sueño a Elena, ésta acusó episodios de su vida en los que actuó dominada por otra personalidad y de los que luego no podía recordar nada” Úrsula lo miró como si le estuviera tomando el pelo con el más absurdo de los cuentos, pero la expresión del padre Benigno le daba credibilidad, “¿Otra personalidad?” repitió la mujer, “Como una especie de enfermedad de la mente” aclaró Cifuentes sin profundizar demasiado, su mujer, lejos de tranquilizarse, estaba empezando a hiperventilarse, “¿Me están diciendo que Elena está loca?” Cifuentes respondió con su silencio, el sacerdote no supo qué responder, Úrsula se cogió las mejillas, angustiada, “Oh, por Dios, tengo que encontrar a mi hijo…” Entonces se escucharon los gritos de Mateo desde la calle, unos gritos salidos de la garganta por instinto, señalaba un punto con urgencia: “Humo” dijo Cifuentes, “La iglesia” apuntó Benigno, “David…” pronunció Úrsula con horror, y partió corriendo, antes de que nadie pudiera detenerla.

“¿Por qué estás en el cuerpo de mamá?” preguntó David, caminando tomado de la mano de Oriana, a la cual había visto muchas veces antes, de hecho, ella le pidió que envenenara al cura con el líquido regalado por Raquel, la gitana, pero nunca antes la había visto usando el cuerpo de otro, “Ella nació para esto, yo no estaría aquí de no ser por ella… y tú tampoco” “¿Y dónde está ella entonces…?” preguntó el niño apretando las cejas, Oriana sonrió suavemente, “Duerme…” le dijo, “…no te preocupes, ella sólo duerme” Caminaron sin prisa hasta la iglesia, se pararon en la puerta, Oriana cerró los ojos y respiró hondo, “¿La sientes latiendo bajo tierra? ¿Sientes cómo nos llama?” El niño la sentía, “Mamá dice que no debo entrar aquí” “Mamá no te ha dicho por qué” respondió ella, abriendo la puerta de la iglesia con una suave presión de sus dedos. Apenas entraron, toda la estructura pareció sufrir un pequeño escalofrío que se acentuó con el sonido de los cristales. La iglesia de noche, era un sitio frío y oscuro que aparentaba ser más grande de lo que realmente era.



León Faras.

martes, 1 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.


IV.

Isabel Vásquez era apenas un año mayor que Elena, su tía Romina era la madrina de ésta, lo que las convertía en medio parientas sin tener consanguinidad. Isabel era ya toda una señorita que ya hasta tenía un novio formal, joven, apuesto y de buen apellido, lo que la convertía en el foco de admiración de Elena, como un ejemplo de lo que ella debía ser al cabo de un año. La visitaba, con el permiso de su padre, cada tanto tiempo a la finca de los Vásquez, y se quedaba algunos días con ella. Dormían juntas, lo que era lo mejor, pues las historias de Isabel eran muy interesantes, sobre todo cuando se trataban de chicos, de besos, coqueteos y de sexo, pues Isabel aseguraba haberlo practicado ya en secreto y no con su actual novio, con el cual pensaba casarse, sino que con otros chicos de la ciudad amigos de sus primas, “…donde todo es muy diferente que aquí en el campo…” aseguraba Isabel con sobrada seguridad. Elena se sonrojaba, pero le encantaba oírla y admiraba su osadía y desplante, además, Isabel tenía el valor de mentirle al cura cuando acudía a confesarse, en eso se parecía a su hermano, Ignacio, mucho más liberal que ella. Se dormían tarde, entre cuchicheos y risitas contenidas. Aquella noche, ambas dormían profundamente, Isabel despertó de golpe, como si su espíritu errante hubiese debido entrar a su cuerpo de improviso y con violencia, Elena estaba de pie frente a la ventana con los visillos cerradas como una sonámbula, al girarse, su rostro era una máscara incapaz de pestañear, jamás la había visto así, “¿Qué haces ahí, pasa algo?” le preguntó restregándose los ojos, “Ven…” respondió Elena con dulzura, una dulzura muy rara. Isabel dudó, pero tal vez había algo interesante que ver afuera, se bajó de la cama, sólo la luz que entraba por la ventana iluminaba la habitación, había algo muy extraño con Elena, parecía un títere, sus movimientos no eran naturales y su cara se veía carente de vida, sin embargo había algo mucho más raro, quizás era el ángulo en el que entraba la luz de la luna, el tono del visillo o algún tipo de reflejo, pero sus ojos se veían de diferente color, “¿Estás bien?” Preguntó Isabel echando un vistazo afuera, luego le dio una pequeña sacudida por el hombro con una sonrisilla chueca y traviesa, “¿Estás despierta?” Elena la miró a los ojos, de alguna manera no era ella, Isabel retrocedió un paso, “Me estás asustando…” Elena hizo un gesto parecido al fastidio, pero dirigido a alguien detrás de Isabel, “¿A qué estás esperando…?” Isabel se volteó, un hombre bastante más alto que ella, vestido con harapos y con dos horribles agujeros negros, lagrimosos de sangre seca, donde debían estar sus ojos, había aparecido de la nada, tenía la mandíbula abierta, presionada hasta deformarla por una mordaza tan vieja y sucia como el resto de su ropa, Isabel quiso gritar, pero el hombre la atenazó del hombro, sintiendo cómo se rompía algo bajo la presión de su pulgar, al tiempo que le daba un puñetazo feroz en el estómago metiendo su brazo dentro del cuerpo de Isabel hasta casi el codo, luego lo extrajo lentamente, pero aquel ya no era el brazo de un hombre sino el de un cadáver que chorreaba sangre negra y restos de alguna masa de igual color, que caía al suelo como moco sin siquiera salpicar, mientras la muchacha convulsionaba entre tosidos con sangre y dolor. Los mismos tosidos despertaron a Elena, Isabel en su cama se ahogaba con su propia sangre tratando de escupirla, mientras además, intentaba aliviar el dolor de una clavícula rota, Elena, horrorizada, saltó de su cama, primero para intentar auxiliar a su amiga, pero al verse sobrepasada, salió corriendo en busca de ayuda despertando a toda la casa con sus gritos de terror. Esa fue la última vez que vio a su amiga con vida, hubiese querido asistirla, pero estaba demasiado alterada como para ser de utilidad y el deceso de Isabel fue muy rápido, eso sí, esta última le contó su pesadilla a su hermana Inés y a su madre antes de morir, pero sólo quedó como eso, un horrible sueño.

Ya casi anochecía cuando Mateo se despedía de Clarita y partía corriendo de vuelta a su casa donde Guillermina lo esperaba todas las noches para cenar. Siempre caminaban juntos un buen trecho antes de despedirse. Era uno de esos días raros, donde las nubes y el sol poniente proyectan una rara sombra sobre la tierra y parece que oscurece más temprano o más rápido. Clarita caminaba de vuelta a casa, cuando vio que Elena venía, era una extraña hora para salir, tal vez venía por ella, pero no lo parecía, “¿A dónde vas?” preguntó la muchacha con una sonrisa vivaz, Elena apenas la miró y siguió caminando, Clarita se le paró enfrente frenándola con suavidad por los hombros, la mujer la miró de arriba abajo y luego a los ojos, eran de diferente color, “Tú no eres Elena…” dijo la niña quitándole las manos de encima, como si de pronto hubiese sentido asco de tocarla, “¿A dónde vas?” se atrevió a preguntar con más valor del que creía tener, “Es hora…” respondió Oriana, que no era Elena en ese momento. Clarita tomó una bocanada de aire, y luego de retroceder dos o tres pasos, echó a correr lo más rápido que pudo rumbo al pueblo, y confiando en su instinto de niña, se internó en el olivar, a pesar de que la noche se esparcía más rápido allí, para acortar camino y alertar al cura, que era el único plan que tenía.

Salió de la silueta de un árbol y se le plantó enfrente, era Niceto, el hombre enorme con los ojos destrozados y la mandíbula desfigurada por una mordaza que parecía cada vez más apretada. Clarita se asustó, pero tuvo el valor de coger un palo para defenderse, no era una gran cosa, pero lo empuñó como si se tratara de una lanza, tan amenazante como puede ser una chiquilla menuda y asustada, se atrevió a atacarlo con valor forzado pero el palo chocó contra una pared rígida sin causar daño, entonces Niceto la cogió del cuello, un cuello menudo para una mano enorme, podía matarla sin esfuerzo, pero entonces un destello de luz iluminó todo el olivar como un rayo mudo, sólo fue un segundo, pero suficiente para hacer visible la silueta oscura de un ser más alto que él, inmóvil, parado tras la niña, de alguna manera Niceto lo vio y lo reconoció con horror. Mientras aflojaba la presión en el cuello de Clarita, la punta de un cuchillo luminoso brotaba de su pecho, Niceto gritó, con una boca desproporcionada que rasgó su cara, pero sin apenas emitir sonido, mientras su cuerpo perdía consistencia y el cuchillo lo rasgaba sin esfuerzo a la mitad. Su cuerpo se desmenuzó en fragmentos como papel quemado arrastrado por la más débil de las brisas. Gracia estaba tras él, seguía igual, pero ahora brillaba como un reflejo pálido de la luna, “¡Vete!” le dijo como una orden, que Clarita obedeció incapaz de pronunciar palabra.



León Faras.