martes, 1 de septiembre de 2020

Autopsia. Última parte.


IV.

Isabel Vásquez era apenas un año mayor que Elena, su tía Romina era la madrina de ésta, lo que las convertía en medio parientas sin tener consanguinidad. Isabel era ya toda una señorita que ya hasta tenía un novio formal, joven, apuesto y de buen apellido, lo que la convertía en el foco de admiración de Elena, como un ejemplo de lo que ella debía ser al cabo de un año. La visitaba, con el permiso de su padre, cada tanto tiempo a la finca de los Vásquez, y se quedaba algunos días con ella. Dormían juntas, lo que era lo mejor, pues las historias de Isabel eran muy interesantes, sobre todo cuando se trataban de chicos, de besos, coqueteos y de sexo, pues Isabel aseguraba haberlo practicado ya en secreto y no con su actual novio, con el cual pensaba casarse, sino que con otros chicos de la ciudad amigos de sus primas, “…donde todo es muy diferente que aquí en el campo…” aseguraba Isabel con sobrada seguridad. Elena se sonrojaba, pero le encantaba oírla y admiraba su osadía y desplante, además, Isabel tenía el valor de mentirle al cura cuando acudía a confesarse, en eso se parecía a su hermano, Ignacio, mucho más liberal que ella. Se dormían tarde, entre cuchicheos y risitas contenidas. Aquella noche, ambas dormían profundamente, Isabel despertó de golpe, como si su espíritu errante hubiese debido entrar a su cuerpo de improviso y con violencia, Elena estaba de pie frente a la ventana con los visillos cerradas como una sonámbula, al girarse, su rostro era una máscara incapaz de pestañear, jamás la había visto así, “¿Qué haces ahí, pasa algo?” le preguntó restregándose los ojos, “Ven…” respondió Elena con dulzura, una dulzura muy rara. Isabel dudó, pero tal vez había algo interesante que ver afuera, se bajó de la cama, sólo la luz que entraba por la ventana iluminaba la habitación, había algo muy extraño con Elena, parecía un títere, sus movimientos no eran naturales y su cara se veía carente de vida, sin embargo había algo mucho más raro, quizás era el ángulo en el que entraba la luz de la luna, el tono del visillo o algún tipo de reflejo, pero sus ojos se veían de diferente color, “¿Estás bien?” Preguntó Isabel echando un vistazo afuera, luego le dio una pequeña sacudida por el hombro con una sonrisilla chueca y traviesa, “¿Estás despierta?” Elena la miró a los ojos, de alguna manera no era ella, Isabel retrocedió un paso, “Me estás asustando…” Elena hizo un gesto parecido al fastidio, pero dirigido a alguien detrás de Isabel, “¿A qué estás esperando…?” Isabel se volteó, un hombre bastante más alto que ella, vestido con harapos y con dos horribles agujeros negros, lagrimosos de sangre seca, donde debían estar sus ojos, había aparecido de la nada, tenía la mandíbula abierta, presionada hasta deformarla por una mordaza tan vieja y sucia como el resto de su ropa, Isabel quiso gritar, pero el hombre la atenazó del hombro, sintiendo cómo se rompía algo bajo la presión de su pulgar, al tiempo que le daba un puñetazo feroz en el estómago metiendo su brazo dentro del cuerpo de Isabel hasta casi el codo, luego lo extrajo lentamente, pero aquel ya no era el brazo de un hombre sino el de un cadáver que chorreaba sangre negra y restos de alguna masa de igual color, que caía al suelo como moco sin siquiera salpicar, mientras la muchacha convulsionaba entre tosidos con sangre y dolor. Los mismos tosidos despertaron a Elena, Isabel en su cama se ahogaba con su propia sangre tratando de escupirla, mientras además, intentaba aliviar el dolor de una clavícula rota, Elena, horrorizada, saltó de su cama, primero para intentar auxiliar a su amiga, pero al verse sobrepasada, salió corriendo en busca de ayuda despertando a toda la casa con sus gritos de terror. Esa fue la última vez que vio a su amiga con vida, hubiese querido asistirla, pero estaba demasiado alterada como para ser de utilidad y el deceso de Isabel fue muy rápido, eso sí, esta última le contó su pesadilla a su hermana Inés y a su madre antes de morir, pero sólo quedó como eso, un horrible sueño.

Ya casi anochecía cuando Mateo se despedía de Clarita y partía corriendo de vuelta a su casa donde Guillermina lo esperaba todas las noches para cenar. Siempre caminaban juntos un buen trecho antes de despedirse. Era uno de esos días raros, donde las nubes y el sol poniente proyectan una rara sombra sobre la tierra y parece que oscurece más temprano o más rápido. Clarita caminaba de vuelta a casa, cuando vio que Elena venía, era una extraña hora para salir, tal vez venía por ella, pero no lo parecía, “¿A dónde vas?” preguntó la muchacha con una sonrisa vivaz, Elena apenas la miró y siguió caminando, Clarita se le paró enfrente frenándola con suavidad por los hombros, la mujer la miró de arriba abajo y luego a los ojos, eran de diferente color, “Tú no eres Elena…” dijo la niña quitándole las manos de encima, como si de pronto hubiese sentido asco de tocarla, “¿A dónde vas?” se atrevió a preguntar con más valor del que creía tener, “Es hora…” respondió Oriana, que no era Elena en ese momento. Clarita tomó una bocanada de aire, y luego de retroceder dos o tres pasos, echó a correr lo más rápido que pudo rumbo al pueblo, y confiando en su instinto de niña, se internó en el olivar, a pesar de que la noche se esparcía más rápido allí, para acortar camino y alertar al cura, que era el único plan que tenía.

Salió de la silueta de un árbol y se le plantó enfrente, era Niceto, el hombre enorme con los ojos destrozados y la mandíbula desfigurada por una mordaza que parecía cada vez más apretada. Clarita se asustó, pero tuvo el valor de coger un palo para defenderse, no era una gran cosa, pero lo empuñó como si se tratara de una lanza, tan amenazante como puede ser una chiquilla menuda y asustada, se atrevió a atacarlo con valor forzado pero el palo chocó contra una pared rígida sin causar daño, entonces Niceto la cogió del cuello, un cuello menudo para una mano enorme, podía matarla sin esfuerzo, pero entonces un destello de luz iluminó todo el olivar como un rayo mudo, sólo fue un segundo, pero suficiente para hacer visible la silueta oscura de un ser más alto que él, inmóvil, parado tras la niña, de alguna manera Niceto lo vio y lo reconoció con horror. Mientras aflojaba la presión en el cuello de Clarita, la punta de un cuchillo luminoso brotaba de su pecho, Niceto gritó, con una boca desproporcionada que rasgó su cara, pero sin apenas emitir sonido, mientras su cuerpo perdía consistencia y el cuchillo lo rasgaba sin esfuerzo a la mitad. Su cuerpo se desmenuzó en fragmentos como papel quemado arrastrado por la más débil de las brisas. Gracia estaba tras él, seguía igual, pero ahora brillaba como un reflejo pálido de la luna, “¡Vete!” le dijo como una orden, que Clarita obedeció incapaz de pronunciar palabra.



León Faras.

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