XXX.
A
la mañana siguiente, muy temprano, Cornelio era poco más que un esperpento
malhumorado con el aspecto propio de quien ha dormido poco y ha bebido mucho,
sólo tenía cabeza para pensar en una sola cosa: el estado de salud de Eugenio.
Se lo encontró sentado en su cama terminando de abotonarse la camisa, lo que le
dio una inesperada alegría, pero de inmediato Eusebio le cortó el paso con una
poca calurosa bienvenida, “Tiene la voluntad, pero apenas puede mantener el
peso de una taza de té en las manos, menos podrá con el volante. Necesitará que
lo asistan” Cornelio perdió el escaso buen humor que había conseguido, llevar a
alguien con los mellizos cuando estos detienen el tiempo, era algo muy
riesgoso, porque cuando los hermanos Monje hacían su magia, por el periodo de
tiempo que ésta durara, la ilusión desaparecía, las atracciones dejaban de ser
atracciones y Cornelio Morris dejaba de ser el hombre poderoso que era. Él no
lo haría, ni ninguna de sus atracciones tampoco, debía ser alguien en quien se
pudiera confiar y Cornelio no confiaba en nadie, “Deberás permitir que lo haga
Sofía, mejor ella, que ha sido criada aquí, que cualquiera de los otros…”
Sentenció Eusebio, brindando una solución al problema, su jefe no estaba del
todo convencido, pero más fuerte era la urgencia por irse de allí, “Sabes bien
lo que le sucederá, ¿verdad?” “Habrá que explicárselo, tarde o temprano tendrás
que hacerlo” replicó el mellizo, entonces apareció Eugenio, se veía frágil como
un cigarrillo maltratado, “Estoy listo…” dijo, y Cornelio, con la cabeza
demasiado abombada como para seguir dándole vueltas al asunto, finalmente
accedió, “¡Carguen todo! Nos largamos de aquí… por fin” Exclamó, con un
vozarrón potente que se oyó en todo el campamento, y luego en tono mucho más
bajo y resignado, a los mellizos, “Preparen los camiones, iré por la niña”
Damián
vigilaba el circo mientras su hermano dormitaba a su lado luego de pasar media
noche despierto, un puño en el hombro lo despertó, se lo sobó con fuerza y con
dolor en el rostro pero lo olvidó rápido cuando su hermano le dijo que, tal
como Von Hagen se los había advertido, estaban levantando campamento para irse,
“Esta vez no les pienso quitar el ojo de encima” Advirtió Damián, indolente
ante el adolorido brazo de su hermano, éste se acomodó para ver lo que sucedía.
Las tiendas caían una a una y los bultos eran cargados a los camiones de forma
rápida y organizada, eran eficientes como hormigas, “¿Crees que el peludo haya
puesto el tarro de pintura?” preguntó Vicente mirando por encima del hombro de
su hermano, éste ni se volteó para responder, “Supongo que sí, pero no importa,
esta vez no van a irse sin que los vea a donde” Poco más de media hora se
tardaron en hacer desaparecer todo hasta sólo quedar los camiones y sus
acoplados, repletos de objetos y personas, entonces rugió el motor del primero
y segundos después el del segundo vehículo, Damián hizo lo mismo con su
furgoneta, pero sin perder de vista su objetivo, estaban listos para seguirlos
a donde fuera, sin embargo, no tanto como creían. Es difícil de describir
cuando un rostro humano pasa del entusiasmo a la desilusión de forma lenta y
dramática, cómo los músculos del rostro se aflojan gradualmente en una caída
inevitable, como si el cerebro se apagara por unos segundos, eso fue lo que les
sucedió a los hermanos Corona cuando vieron como los camiones se ponían en
marcha y al avanzar un par de metros, se desvanecían como espejismos, como
barcos en la niebla desapareciendo ante sus ojos. Largos segundos estuvieron
incapaces de articular cualquier sonido con la boca, con la mandíbula sin vida
y el motor de su furgoneta puesto en marcha en vano, “¿Viste eso…?” preguntó
Vicente con cara de idiota y el cerebro aún medio desconectado, Damián estaba
en blanco, en ese momento se le había olvidado cualquier tipo de lenguaje. Se
bajó del vehículo con torpeza, estaba atontado, se atrevió incluso a mirar
hacia el cielo por si veía al circo viajando entre las nubes, pero por suerte
no fue así, “Pero que mierda…” Tal vez iba a decir algo más, pero como a un
borracho, cuyo cuerpo ya no soporta ni una gota más de alcohol en la sangre,
simplemente se le olvidó el resto, y siguió mirando a su alrededor y negando
testarudo con la cabeza. Vicente prendió un cigarro sin poder dejar de rascarse
la nuca, como si de esa manera pretendiera hacer reaccionar a su cerebro, tal
vez funcionara, porque en ese momento tuvo una inspiración. Se bajó del auto y
caminó mirando el suelo con angustia, como si hubiese perdido algo valioso,
hasta que lo encontró, llamó a su hermano, allí estaban las primeras manchas de
pintura en el piso. Tenían un rastro, pero ya no estaban tan seguros de querer
seguirlo.
Sofía
sentada a los mandos del camión era la chica más emocionada del mundo, con esa
sonrisa persistente que sale hasta por los poros y que es imposible de
disimular, “Lo haremos despacio, ¿sí? sólo tienes que seguir al camión de
Eusebio que irá delante” Le recomendaba Eugenio a la niña, sentado a su lado,
por la ventanilla del conductor apareció Cornelio, “Lo harás bien, pequeña,
sólo escucha con atención todo lo que Eugenio te diga, ¿Lo harás?” “Sí”
respondió Sofía, sin poder parar de sonreír, luego, Cornelio le dirigió una
mirada al mellizo como tratando de decirle que la idea no le acababa de
convencer, pero no dijo nada, sólo le esbozó una última sonrisa a la niña y murmuró
“Buena suerte” y se fue antes de arrepentirse y seguir varados allí por otro
día más. Los motores se pusieron en marcha y al poco rato los camiones
comenzaron a moverse, tal como la pequeña había aprendido antes, procuró salir
despacio y rugiendo fuerte, Eugenio posó su mano en el hombro de la niña y al
sentir la aprobación de su hermano, el universo perceptible para ellos se detuvo,
se congeló en un segundo por el que podían moverse por el tiempo que quisieran.
Se podían ver los pájaros estacionados en el cielo, las vacas detenidas en
pleno trote, alguna que otra carreta con caballo y conductor congelados en
actitud movimiento. La pequeña Sofía iba encantada con la experiencia, “Vas muy
bien, sigue así. Recuerda abrirte en la curva…” Recomendaba Eugenio, mirando a
la niña con una expresión lastimosa que se contradecía con la felicidad de la
niña, hasta que ésta, pasada la emoción del primer momento, comenzó a notar lo
que sucedía, lo que a ella le había sucedido. Hace rato que su postura era más
cómoda, que sus pies alcanzaban mejor los pedales, que su visión del camino era
más completa y holgada. Se miró las manos, los brazos y las piernas, “Pon la
vista en el camino…” Le recordó con suavidad Eugenio, pero la expresión de la
niña ya no era de felicidad, sino de confusión y tal vez de un poco de miedo.
Buscó el espejo sobre su cabeza, el cual estaba convenientemente desviado de su
visión, cuando quiso enderezarlo, Eugenio le pidió que no lo hiciera, “Estás
conduciendo, no debes distraerte. Cuando lleguemos, podrás verte. Te lo
prometo. Ahora sólo disfruta de la experiencia” Sofía obedeció.
Una
hora después, de tiempo inexistente, se detuvieron en las afueras de un pueblo,
los motores se apagaron, Eusebio se bajó de su camión, pensó en volver el
transcurso del tiempo a la normalidad, pero su hermano no estaba de acuerdo.
Fue hasta donde él, “¿Qué ocurre?” preguntó, pero la respuesta estaba allí
mismo ante sus ojos: Sofía era una señorita que tenía la edad y la altura de
Eloísa, no una niña de ocho años como parecía. Se miraba la cara en el espejo
una y otra vez sin comprenderlo, honestamente sin saber si reír o llorar, “Todo
volverá a la normalidad ahora…” Le dijo Eugenio, con intención de alentarla,
pero no consiguió gran cosa, la niña estaba perturbada, “¿Cuál es la
normalidad?” Dijo, luego se bajó del camión, los mellizos se miraron, no
dijeron nada, pero ambos pensaban lo mismo, la niña, al verse mayor, se veía
tal como cuando conocieron por primera vez a Lidia, mucho más parecida a ella que
a Beatriz.
León Faras.
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