domingo, 23 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


VI.

Dos días después del incidente, fue retirado el Cristo roto, y pasarían muchos días más antes de contar con uno nuevo para la iglesia, no era sencillo ni era barato conseguir uno nuevo. La cruz de madera, al menos quedó en su sitio, lucía desnuda con una mancha pálida en el centro, como el ánima lívida de su antiguo morador, el cual había sido retirado porque representaba un gran peligro para cualquiera que tuviera que estar parado bajo él. Por supuesto, no hubo nadie con las agallas suficientes como para destruirlo y desecharlo, así que la figura de yeso fue relegada a la oscura y polvorienta bodega de la iglesia a hibernar por tiempo indefinido junto con otros muebles y artículos de iglesia abandonados allí. El padre Benigno se preparaba para cumplir su promesa a Aurelio, pero no pensaba hacerlo gratis si podía reclutar fieles en ese lugar. De todos los guardias de prisión, al único que había visto en su iglesia, al menos un par de veces, era a Pedro Canelo, un hombre que, se sabía, leía la biblia y era temeroso de Dios. Del resto, a ninguno, nunca y ni hablar del sacramento de la confesión. Su jefe debía dar el ejemplo. Cuando le dijo esto a Aurelio, éste reaccionó como si le estuviera cobrando un “ojo de la cara” por algo que claramente no lo valía, “Pero padre, si aquí nadie tiene tiempo libre, los muchachos ni ven a sus familias, los que la tienen, si estamos tan presos como los mismos presos. Los muchachos sólo ansían algunas horas libres a la semana para emborracharse y buscar el calor y los favores de alguna mujer dispuesta a soportarlos…” El sacerdote respondió accionado por un resorte, “¡Lo ve! ese tipo de vida que llevan, de pecado y tinieblas, permanentemente alejada de la guía de Dios, es la responsable de que en este lugar, ni los muertos puedan descansar…” Aurelio rió cínico, “Pero padre, no puede ser tan duro y condenar a esos pobres muchachos así, no ve que son hombres que aún son jóvenes y que necesitan desahogar sus pasiones, o de lo contrario pueden quedar tarados, además, lo del sagrado vínculo del matrimonio, padre, es imposible para cualquiera en este trabajo, ¿Qué mujer va a aguantar a un hombre que no duerme nunca en su casa? ¡Ninguna! ¡No lo voy a saber yo! Que estaba casado y tenía dos hijas pequeñas que ahora ya deben de ser mujeres y desde que llegué aquí, no supe más de ellas… simplemente se desvanecieron con el paso del tiempo… hasta desaparecer” Aurelio se había ensombrecido y había bajado el tono de la voz, había removido algo dentro que no solía remover, “Dios… Ya son más de diez años de eso…” agregó. Las ansias de defender su punto de vista del padre Benigno también se habían disipado, “¿Cómo se llamaban, Aurelio… sus hijas?” preguntó el cura, el guardia lo miró derrotado, como un viejo samurái que ha perdido su combate y ahora sólo espera ser ejecutado, “No se moleste padre, hace mucho que ya no viven aquí… una era Beatriz, la mayor… y la otra, mi pequeña Lidia…”Con esta última, Aurelio, rebosaba de ternura en la mirada, cargada de recuerdos. El cura ni siquiera las conocía, veinte años era mucho tiempo. De pronto Aurelio pareció recomponerse y recuperar la postura para volver a la carga, y terminar con la negociación “Está bien, padre, arreglaré que los muchachos asistan a misa al menos una vez al mes, pero ni hablar de obligarlos a confesarse o usted y yo vamos a necesitar toda una vida para eso, ¡Se lo aseguro!” Benigno asintió pensativo, luego pareció recibir un nuevo aire, “El pecado no es más que una gran bolsa llena de rocas con las que debemos cargar a donde quiera que vamos, incómoda y pesada. La confesión nos hace libre de ese lastre. Es un alivio para el alma” Para el cura, Aurelio era un hombre inteligente, aunque siempre insistía en estar cubierto de una capa de grosería y vulgaridad, como una caparazón, tal vez una técnica de supervivencia para el medio hostil en el que debía subsistir, “Le reconozco sus buenas intenciones, padre, pero ya debe saber que aquí hay suficientes piedras como para construir otra prisión igual a esta, y para serle honesto, yo prefiero guardarme las mías bien adentro, aunque después tenga que mearlas. Dios sabe lo que he hecho y por qué lo he hecho, no creo que contárselo ahora sirva de algo…” “Tiene usted razón, Aurelio…” convino el cura, para la sorpresa del guardia, “…no hay nada nuevo que podamos contarle a nuestro Señor que Él ya no sepa, pero no olvide que hay sentimientos como la culpa o la tirria, que se enraízan en el cuerpo y envenenan la sangre de un hombre hasta destruirlo y condenarlo, y sólo porque sienten que no hay nadie en el mundo dispuesto a escucharlos y perdonarlos. Ése es mi trabajo, Aurelio, oír a los arrepentidos y recordarles que también son hijos de Dios y que el amor del Padre eterno es incondicional y para todos… aunque a veces, sólo con oírlos es suficiente” Aurelio asintió riendo por la nariz, “Está bien, padre, tal vez un día de estos, antes de que me muera, le contaré un par de buenas historias sobre un Aurelio muy diferente del que ya conoce” El cura también esbozó algo parecido a una sonrisa, “No dude en avisarme cuando llegue ese día, Aurelio” Entonces, el sacerdote se colgó su estola al cuello, luego de besarla, cogió la botella de agua bendita y su biblia y se dispuso a hacer su trabajo. En los pasillos los hombres le esperaban con los fusiles en la espalda y las gorras en la mano, en actitud humilde, algunos sostenían una biblia con la que no sabían bien cómo interactuar, los presos cercanos hincaron la rodilla junto a los barrotes de sus celdas al ver llegar al padre para alcanzar su bendición, “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto no temeremos, aunque la tierra sea removida…” Y comenzó a salpicar agua bendita en todas direcciones.

Realmente le habían afectado las palabras de Guillermina al doctor Cifuentes, llenándole la cabeza de fantasmas que no lo dejaban concentrarse en el día ni dormir por la noche, sin poder descifrar exactamente lo que la mujer sabía y le había querido decir. Pero más le afectaba la aparente naturalidad de Úrsula, que ya comenzaba a verla como actuada y que en todo momento le parecía estar a punto de decirle algo, o tal vez esperando a que él le dijese algo, y es que de tanto pensar, ya no sabía qué pensar, estaba acorralado por ese sentimiento terrible de que si habla, estará errado en sus sospechas y terminará asumiendo su propia culpabilidad gratuitamente. Cuando Úrsula fue a su estudio de trabajo a anunciarle que la comida estaba lista, él decidió actuar como un hombre, pero como un hombre cauto, con toda la prudencia del mundo, aunque le tomara todo el día, “Quiero hablar con usted, Úrsula, pero me gustaría mucho que nuestra conversación quedara entre los dos, ¿Comprende?” Úrsula se sentó con las manos y los pies juntos, muy recta. Asintió. “Me gustaría preguntarle, cómo se ha sentido… es decir, físicamente” Úrsula lo miró con una mezcla de duda y decepción. El doctor comenzó siendo tan ambiguo que incluso a él le molestaba, “¿Se refiere a las náuseas del otro día? Pues no he vuelto a sentir náuseas…” Respondió la muchacha con inocencia infinita, sin entender realmente por qué una pregunta como esa debía quedar entre los dos, mientras Cifuentes se preguntaba si ella sospecharía en algún momento a dónde quería llegar. Lo cierto es que en poco tiempo lo absurdo de la charla llegó al punto en el que Úrsula comenzó a sentirse tratada como una tonta o a sentir que estaba siendo interrogada por uno y debió pedirle al doctor que por favor dejara de dar rodeos, entonces el doctor se puso de pie, se masajeó el rostro, se refregó la frente, dio dos pasos de ida y dos pasos de vuelta para finalmente armarse del valor suficiente para soltar la gran duda que lo atormentaba, “¿Está embarazada usted, Úrsula?” La muchacha abrió los ojos tanto como pudo, “Doctor, eso usted debería saberlo, ¿no?” y luego ocultó la mirada en el suelo. Cifuentes no lo sabía, ¿Cómo lo podía saber? Como doctor, no le había hecho ningún examen, y como hombre, no estaba seguro de con quien había estado durante la noche de San Lorenzo, y ella no parecía otorgarle ni una sola pista, podía percibir la mano de Guillermina en las palabras de la muchacha, ella la había adiestrado bien en lo que debía responder. Ya había comenzado a ser directo y seguiría siéndolo. Se puso de rodillas y tomó la mano de la muchacha, “Perdóneme Úrsula, pero no lo sé, y no sé por qué dice usted que debería saberlo” Admitió. Fue tan honesto en sus palabras que casi se sintió desnudo, la chica lo miró con compasión y ternura, como si el hombre más feo del mundo le estuviera pidiendo a la mujer más buena, que lo ame. Ella también decidió ser honesta, “Porque sólo con usted he estado… aunque usted no lo recuerde” Cifuentes se quedó de piedra, sin saber si asustarse o saltar de alegría, “En la noche de San Lorenzo, ¿verdad?” preguntó ilusionado, el rostro de la chica se iluminó, “¡Lo recuerda! para mí fue como un sueño” Literalmente. El doctor se puso de pie sólo para derrumbarse sobre la silla, para él también había sido como un sueño, tanto, que todo ese tiempo había estado pensando que nada había sido real. Úrsula no cabía en sí de alegría, el doctor se sentía por fin liberado de un peso enorme. Deberían confirmarlo, pero el embarazo era casi un hecho, luego de eso, y ambos ya lo sabían, deberían casarse.



León Faras.

sábado, 15 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


V.

Los domingos, luego de la misa, era el día en que Úrsula se iba junto a su familia a pasar el resto del día en casa, y el doctor Cifuentes iba a comer junto con el padre Benigno, “Hola Guillermina, ¿Cómo está?” Saludó cordial el médico cuando le abrieron la puerta, la mujer no mostraba ningún entusiasmo con la visita, es más, tenía el rostro avinagrado, como cuando uno sabe que no le queda más remedio que soportar la presencia de un indeseable, “¿Yo? bien…” respondió sin ganas, el doctor mordió el anzuelo, preocupado “¿Guillermina, le pasa a usted algo?” La vieja miró a su alrededor para cerciorarse de que el cura siguiera encerrado en su despacho, “Yo estoy bien, de la que debería preocuparse más, es de la Úrsula” El doctor no acababa de comprender la forma de comportarse de la mujer, “¿Es que a Úrsula le ha sucedido algo malo?” La vieja lo agarró de la chaqueta para acercársele, amenazante, el doctor atinó a retroceder, “Usted mejor que nadie sabe lo que le pasa a esa chiquilla, doctor, y conoce muy bien la responsabilidad que le toca…” le cuchicheó al oído. El doctor Cifuentes era incapaz de cerrar la boca, “¿Ella le ha dicho algo?” preguntó ansioso, la vieja retrocedió triunfante, ya lo había doblado y se lo había metido en el bolsillo del delantal al pobre doctor, “Nada que usted no sepa ya, doctor…” luego se acercó a la puerta del despacho del cura para darle dos golpecitos suaves, “Padre, todo listo para que venga a comer…” y luego dirigiéndose al doctor con un rostro totalmente renovado y cínicamente amable, agregó “…siéntese doctor, de inmediato le traigo la comida”

“Habrase visto algo así antes” protestaba Tata, al mando de su carreta, luego de su visita a la iglesia con su familia, “¿Quién habrá sido capaz de semejante barbarie?” se lamentaba a su lado Lina, “Tal vez sólo fue un accidente, ¿quién querría romper el crucifijo de la iglesia para nada?” suavizó el tema Elena que viajaba sentada atrás, buscando la alternativa menos hostil, Clarita a su lado, en cambio, que siempre tenía las palabras atragantadas y la risa a flor de piel, esta vez iba muda, cabizbaja y con la vista pegada en el camino que se alejaba bajo sus pies, lo cual era suficiente para preocupar a cualquiera que la conociera, “¿Te pasa algo, estás enferma?” preguntó Elena, acercándose a ella y abrazándola por los hombros, la niña la miró y negó con la cabeza, “Es Gracia…” respondió con un murmullo, Elena quiso saber qué le pasaba a Gracia pero Clarita la silenció con un dedo en los labios, dándole a entender que no quería ser oída por los abuelos, la niña buscó la oreja de la muchacha, “…nunca la había visto así, estaba tan asustada” Elena no entendía nada, “¿Gracia, asustada? ¿Pero por qué?” la niña miró atrás, los viejos llevaban su propia conversación en el asiento de adelante, “Creo que había alguien allí, alguien feo y malo… ¿Por qué habría alguien así en la iglesia?” Elena intentaba armar un rompecabezas en su mente con tan solo dos o tres piezas, “Es que… yo no vi a nadie así, eran sólo las personas del pueblo, no entiendo de qué…” Clarita la interrumpió agitando las manos y la cabeza, “No, no era una persona, Gracia no le teme a las personas…” Elena quiso saber qué era entonces o qué aspecto tenía, pero la niña le dijo que su hermana no había dicho nada antes de salir huyendo. Gracia había corrido de la iglesia asustada en cuanto llegaron y ahora no sabía dónde estaba. “Si no era una persona, entonces qué cosa era…” se preguntaba Elena. La niña había logrado contagiarle la preocupación. Al llegar a casa y apenas liberadas de su ropa de domingo, Elena partía a buscar agua fresca para la comida, mientras Clarita recogía algunas hierbas; Tata cortaba trozos de leña y la vieja Lina pulverizaba los cristales de sal más grandes con su mortero de piedra paras sazonar su comida. Desde los riachuelos que descolgaban el agua desde la montaña, Elena podía ver el columpio de Clarita en el viejo árbol sobre la loma que se mecía suavemente, lo más seguro es que fuera por la brisa, pero la muchacha no podía evitar pensar en Gracia cada vez que lo veía moverse solo, de haber visto algo feo, ese era un buen lugar para limpiar los ojos y la mente, pensaba. Cuando se dio la vuelta con su cubeta llena de agua, Clarita estaba allí, parada en silencio con la vista en la cima de la colina, muy seria y con unas ramitas de menta y romero en la mano, “Es Gracia sobre el columpio, ¿verdad?” afirmó Elena con cierta seguridad en su cara, la niña negó, su hermana estaba sentada en el suelo, bajo el árbol, Elena agregó sin voltearse a mirar algo que sabía que no podría ver “…ve a hablar con ella, luego me cuentas…” y se fue con las ramitas de menta y romero y el balde de agua. Lina, a pesar de su avanzada miopía, no era ciega para notar los cambios de ánimo de la niña, se lo comentó a Elena cuando ésta llegó con las hierbas, la muchacha la tranquilizó con la verdad, que la niña estaba bien, sólo preocupada por su hermana imaginaria. Sabía que la vieja Lina se lo tomaría como algo sin real importancia, una niñería propia de una pequeña como Clarita. Elena fingió pensar lo mismo.

Gracia estaba sentada bajo el árbol abrazada a sus rodillas y con la vista a la inmensidad del valle, estaba tranquila, muy seria, hasta parecer enojada, como siempre, pero tranquila, Clarita llegó mirándola con preocupación y con las manos en la cintura, “¿Ya estás bien?”Su hermana asintió con un leve movimiento de la cabeza, taimada, como si hubiese sido severamente regañada por sus padres, Clarita se sentó a su lado, eran como dos gotas de agua, “No es bueno que te guardes esas cosas, cuéntame, ¿Qué fue lo que te pasó en la iglesia?” “Un sueño real… una pesadilla” respondió la niña invisible, tratando de escoger sus palabras, su hermana arrugó la nariz sin entender,  “¿Cómo? No te entiendo, Gracia” Gracia suspiró, frustrada “Era como, un gran fuego en el altar, una hoguera en la que estaban quemando algo que arrojaba mucho humo negro, pero el humo no se iba, ¿entiendes? como que se iba hacia dentro…” Clarita asentía con el ceño enormemente apretado, lo que no le daba demasiada confianza de estar comprendiendo algo a su hermana, pero aun así ésta continuó, “…bueno, llegó un momento en el que el humo, apretado como un puño, estalló…” y la niña apretó su mano y luego la abrió de golpe para ilustrar su visión, “…estalló en una gran nube de polvo negro y ceniza que comenzó a caer, se veía muy bonito, parecían pétalos de ciruelo llevados por el viento e iluminados por rayos de sol, pero dentro había una mujer…” Gracia en esta parte, parecía estar contando una historia de terror, de esas que se cuentan en las noches de campamento, pero no era ninguna historia, ni tampoco había ningún campamento, su hermana ahora la oía a través de los ojos y la boca, “…al principio pensé que era un ángel, porque tenía un hermoso par de alas doradas, pero luego me di cuenta de que no eran alas, sino que era fuego sobre su espalda, era ella quien se quemaba” Y Clarita alejaba el rostro como si pudiera sentir el calor y el dolor, “…era joven y hermosa, ¡Y estaba esperando un hijo! Comenzó a moverse hacia mí sin pisar el suelo, desprendía trozos de su vestido como hojas secas, sus pies estaban negros y se podían ver sus huesos…” Clarita ya no podía ni pestañear, Gracia estaba inspirada, “…sus manos estaban bien, como su cara, pero a medida que se acercaba, todo se le iba rostizando hasta los huesos. Me miró, y su rostro era como el de una mujer, tan real como cualquiera, ¡Ella me veía! y creo que me hubiese podido tocar también si hubiese querido…” Clarita no parecía estar disfrutando de la historia, pero no podía dejar de oírla, Gracia usaba todos sus recursos plásticos para narrar. Se apuntó a la cara con ambos dedos índice “Sus ojos eran de distinto color, cuando llegó a mi lado ya no me miraba a mí, sonreía mientras su rostro comenzaba a quemarse sin fuego, sus ojos desaparecieron y su boca se abrió tanto que parecía que iba a salir algo de adentro. Entonces corrí” Clarita estaba muda, Gracia volvió la vista al horizonte de nuevo, “Ahora que lo pienso, no era a mí a quien buscaba. A quien veía y sonreía era a Úrsula…” Concluyó.



León Faras.

lunes, 10 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


IV.

Jacinto Ulmo era un hombre de veintinueve años con la madurez e inteligencia de un niño de doce, se dedicaba junto a su madre, Rosa Ulmo, a la cría de cerdos y, con profundo orgullo de ésta, las oficiaba de sacristán en cada misa del padre Benigno. Corría descalzo por los campos dos kilómetros cada vez que le tocaba misa, en realidad, casi siempre andaba descalzo y corriendo, excepto dentro de la iglesia. El padre Benigno le había regalado un par de zapatos que Jacinto se sentía obligado a usar como un sacrificio para agradar a Dios, un sacrificio molesto y a veces doloroso que lo domesticaba y lo contenía en cierta forma. Luego de cada ceremonia los limpiaba cuidadosamente, los guardaba y volvía a casa con sus pies liberados, feliz sólo de poder correr como sólo los niños pueden serlo. Por lo general siempre llegaba antes que el cura, o como mucho un par de minutos después. Ese domingo llegó dos segundos antes, vio al sacerdote desde lejos y aceleró la carrera para pasarlo en el último momento con una risa idiota inundada de baba, el cura se preguntaba cómo un par de zapatos podía cambiar tanto a una persona. No alcanzó a decirle nada, tampoco es que hubiera servido de mucho, entró resignado a su oficina a alistarse para dar la misa mientras su sacristán preparaba todo para abrir las puertas de la iglesia y tocar las campanas, pero ese día no hubo campanadas, lo único que se oyó fue el grito agudo de Jacinto alargado por la bóveda del templo, el sacerdote dudó unos segundos pero luego decidió investigar, el muchacho a veces soltaba gritos así, sin mucho sentido, pero nunca dentro de la iglesia, y esta vez le pareció que no era un juego, al llegar allá, encontró al muchacho aterrado, santiguándose compulsivamente con los ojos húmedos y los mocos hasta la boca. Sus pisadas habían dejado huellas en el piso. Todo se cubría poco a poco de ceniza que caía como nieve, incluso Jacinto, todo, menos el medio círculo donde se encontraba el altar, y la figura de yeso de Cristo crucificado, el cura levantó la vista y también se persignó apretando el ceño y despegando los labios. El Cristo tenía los brazos descuajados por los hombros, sostenidos sólo por su esqueleto de alambre retorcido de su interior, mientras que sus pies estaban quebrados y pendían separados de la cruz de madera, como si un gran peso se hubiese posado sobre sus hombros hasta hacer colapsar la estructura, “Jacinto, ¿Quién hizo esto? ¿Tú lo viste?” Jacinto negó con la cabeza mientras se sobaba la cara como si lo acabaran de abofetear. No había más huellas que las de él en el piso y éstas también comenzaban a desaparecer. Un gritito contenido por un suspiro de impresión llamó su atención y el cura se volteó a la entrada de la iglesia, allí estaban paradas Guillermina y Úrsula, las primeras en llegar como siempre, esta última se cubría la boca en forma de “o” con la mano al ver el Cristo roto. Los feligreses comenzaban a llegar, con o sin campanadas. “Esto es como lo que sucedió en tu casa, ¿No es cierto, niña?” preguntó muy confidencialmente la vieja a la muchacha, ésta sólo la miró con los ojos muy abiertos, como si acabase de leerle la mente. El doctor Cifuentes también llegaba en ese momento. “Muy bien, todos adentro, pasen. Jacinto, trae algunas escobas… ¡Jacinto!” aulló el cura mientras invitaba a la gente a entrar con suaves palmadas en la espalda, “Hijo, ve a tocar las campanas. Que nadie se quede en casa” le dijo a un muchacho parado en la puerta, “¿Qué ha pasado?” preguntó Cifuentes, el cura lo animó a sentarse, “…ya hablaremos”

Entre todos los que estaban, barrieron la ceniza y la limpiaron de los asientos. Poco a poco, y como era de costumbre, la iglesia se llenó de gente que, unos antes, otros después, se horrorizaban al ver al Cristo fracturado y no paraban de cuchichear sobre el tema con los vecinos, hasta que el cura aclaró la garganta para hablar circunspecto. Habían sido víctimas de un atentado en la propia casa de Dios, un ataque sin nombre, una ofensa deleznable para todo buen cristiano, cuyo autor merecía como mínimo, la excomulgación, “…pero el amor de Dios es inmenso, y Él siempre ofrece una salida hacia el perdón, luego de la contrición y el arrepentimiento, por lo que le daré una semana al culpable para que se acerque al confesionario y confiese su pecado al Dios Padre y juntos buscaremos una solución” Nadie se acercaría al confesionario en los próximos días temeroso de ser tachado por la comunidad de sospechoso de aquel acto de herejía. “¿Y toda esa ceniza, padre, de dónde salió?” preguntó Ismael, sentado en la primera fila junto a su mujer y sus hijos, él era portavoz de lo que toda su familia sospechaba, que aquello no había sido hecho por la mano de un cristiano, sino que estaba más cerca de lo que habían vivido en su casa, en la habitación de Úrsula, el padre Benigno entendía aquello perfectamente, “No lo sé Ismael, pero seremos prudentes y esperaremos unos días antes de aventurar conclusiones” No hubo ceremonia ese día, sólo repartió bendiciones para todos luego de su discurso y despidió a sus feligreses llegada la hora. Fuera del templo un hombre le esperaba, uno que nunca había asistido a ninguna de las misas del padre Benigno, Aurelio. Éste, una vez se alejaban todos, vio pasar por su lado a Jacinto caminando descalzo con la vista en el suelo, el guardia lo siguió con la mirada apretada hasta donde pudo su cuello, como a un bicho demasiado raro al que es muy difícil clasificar, pero el muchacho, taciturno y amargado, no le prestó ninguna atención y jamás echó a correr. El cura tampoco salió a despedir a sus fieles a la puerta, lo que le pareció aún más extraño, al asomarse dentro, la iglesia estaba vacía, de inmediato llamó su atención la imagen del Cristo roto. Cuando el padre volvió al templo para cerrar todo, pues había despachado antes a Jacinto preocupado por él, encontró a Aurelio parado en el altar estudiando desde abajo la figura de yeso, “Sus manos son mucho más frágiles, ¿Cómo es que se quebró por los hombros, mucho más macizos?” “Salga de ahí, hombre, no vaya a desprenderse un trozo de yeso sobre su cabeza” Recomendó el cura, sin saber realmente cómo responder a la pregunta, Aurelio miró con desconfianza el rostro angustiado de Jesucristo que parecía estar viendo algo terrible en algún punto indeterminado del cielo de la iglesia, y se alejó un par de pasos, “¿Qué diantres le pasó al caballero, padre?” dijo el guardia, sin quitarle los ojos de encima al crucifijo, el sacerdote lo reprendía con la mirada, “Modere su lenguaje, Aurelio por favor, está en la casa de Dios, no en su prisión…” Aurelio hace mucho que no estaba dispuesto a tener que modificar en nada su forma de ser o de expresarse, estuviese donde estuviese, pero aceptaba que allí era quizás, la única excepción, por eso es que no asistía nunca a la iglesia, “Perdone, padre…” respondió con ese disgusto mal disimulado de los hampones, el cura continuó, “…amaneció así hoy, supongo que algún maleante sin respeto por nada irrumpió en nuestra iglesia durante la noche para…” “¿Encontró alguna puerta abierta, alguna ventana rota?” lo interrumpió el guardia, Benigno se vio obligado a negar de mala gana, pues incluso para él la teoría del maleante no se sostenía, pero eso era lo que quería pensar, “…o tal vez se rompió solo, por la calidad del material o la temperatura… esas cosas pasan” concluyó el sacerdote, incómodo. Aurelio lo observaba asintiendo en silencio, con esa expresión en el rostro reservada para los locos y los idiotas, “Claro que sí, padre. Bueno, yo venía porque quería pedirle un favor… bueno, en realidad, los muchachos me pidieron que viniera. Ya sabe como son…” Y pasó a explicarle lo que todo el mundo ya sabía o al menos sospechaba, que en lugares como la prisión suelen suceder cosas extrañas, se ven y se oyen a veces cosas que no tienen explicación y a las cuales uno termina acostumbrándose, “…pero últimamente, desde la muerte del doctorcito, los chicos andan un poco más saltones que de normal, ¿me entiende? y nadie duerme tranquilo cerca de ese cuarto donde él murió, dicen que hace frío y que se escuchan cosas… ¡Si cosas se han oído siempre! pero los muchachos andan nerviosos y quería pedirle si usted pudiera darse una vueltita por allá, con sus rezos y sus inciensos para dejar tranquilos a los chicos y volver a la normalidad” Debía de ser muy malo, pensó el sacerdote, aquella era la primera vez que le pedían eso desde la prisión, y para hacerlo, Aurelio había ido a su iglesia en persona, aunque lo hiciera con los mismos modos de estar pidiéndole plata prestada a un compadre. El cura asintió, “No se preocupe Aurelio, dígale a sus muchachos que iré a la brevedad” Aurelio se fue conforme, “Gracias padre ¡Ah! y si averiguo algo sobre su maleante, se lo haré saber…”



León Faras.

martes, 4 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


III.

Desde hacía ya un tiempo, todos miraban a Elena con una mezcla de miedo y compasión, sobre todo, desde la muerte de su padre y desde que ella había comenzado a dejarse ver en el pueblo con más frecuencia. Lo notaba especialmente cuando iba a misa, donde la miraban como al perrito apestado y hambriento al que todos quisieran ver mejor, pero al que nadie quiere acercarse por miedo a contagiarse algo. Era la hija del doctor caído en desgracia, física, económica y moralmente, cuya familia se había desbaratado por un lado y repudiado por el otro, sus dos padres habían enloquecido hasta el punto de quitarse la vida y ella, de ser la señorita del pueblo, admirada por todos, ahora no se veía diferente de cualquier campesina, esto último a Elena no le importaba, pero para la gente común, era un cambio demasiado grande, y para peor. Y encima, se hacía acompañar a todas partes por esa niña que evidentemente estaba mal de la cabeza, Clarita. No sería nada raro que ella también estuviera enloqueciendo, como una especie de herencia familiar. La locura y el suicidio, eran como el resultado de una enfermedad infecciosa que había aparecido de pronto llevándose varias víctimas, todas relacionadas de alguna manera con su familia, la última había sido su padre, el doctor Ballesteros, pero la primera, que todo el pueblo recordaba por el impacto que había causado en su momento, había sido Diana Ballesteros, su madre.

Diana Ascalante era el nombre de soltera de la mujer del doctor Ballesteros, una joven  que brillaba en todas partes por sus hermosos e inusuales ojos celestes y su piel blanca, la hermosa hija única de un próspero y conocido inmigrante que comerciaba con telas y zapatos. Se casó muy joven con un hombre que casi le doblaba en edad, pero se casó enamorada, pues el joven doctor Ballesteros era un soltero codiciado, de buena familia y con una profesión respetada, aunque, y pronto lo sabría, se trataba de esos enamoramientos superficiales, sin enjundia, de esos que entran por la vista como un rayo de luz y desaparecen en cuanto los ojos se acostumbran. Al cabo de un año tuvieron su primer hijo, una bendición a la que llamaron Ignacio, el primogénito destinado a seguir la profesión de su padre, la felicidad y el orgullo personificado, sin embargo, la vida pronto demostró lo ondulante de su naturaleza, y todo lo que parecía ascender hacia la gloria, dos años después, cuando Diana apenas cumplía los veinte, y hace cuatro meses que llevaba en su vientre a su segundo hijo, en este caso una niña a la que llamarían Elena, de pronto comenzó a ir en picada. 

Diana a los doce años conoció a un chico de su edad llamado Efraín Varas, hijo de un buen amigo de su padre dueño de un restaurante, con el que empezaría a asistir al mismo colegio, un chico aficionado a la lectura y a lo oculto, estaba convencido de que había fuerzas en el universo con las que se podía manipular casi cualquier cosa en la vida, sólo había que saber cómo acceder a ellas y como accionarlas a nuestro favor, había recibido tal certeza como una revelación el día en que dedicó toda una tarde a dibujar en una hoja de papel a sus seis amigos con los que organizaban juegos todas las tardes, no era un artista en potencia, pero puso todo su empeño y concentración en dotar de manera particular a cada uno de ellos de las cualidades únicas que lo identificaban como individuo, y le quedaron bastante bien, tanto que, orgulloso, decidió emancipar a cada uno de ellos con unas tijeras. Dos días después, en medio de sus juegos en casa, se enojó con Marta, una niña con el pelo largo hasta más abajo de la línea de la cintura y una muñeca siempre apretujada bajo el brazo, obsesionada con jugar a “papás y mamás” y decidió que no la quería en su grupo de papel y que la reemplazaría por el Mancha, el perro del vecino que sí estaba dispuesto a jugar a cualquier otra cosa, cogió el papel, lo hizo bolita y lo arrojó lejos a la calle, cuál sería su sorpresa al enterarse al día siguiente de que la verdadera Marta, la de carne y hueso, se iba porque sus padres se mudaban. Sólo una coincidencia, una jugarreta del destino, pero que Efraín se lo tomó como algo personal, como el uso inconsciente de un poder que no sabía que tenía, el resto de sus amigos de papel los escondió en una caja y los guardó, temeroso, había capturado algo en ellos y debía averiguar cómo y qué antes de seguir jugando. A los quince años, Efraín ya tenía práctica en conjuros y rituales, había experimentado mucho, y aunque aún no era completamente eficiente y preciso con los resultados, sentía que la magia era como cocinar, un pequeño desajuste en los ingredientes y se podían obtener resultados muy diferentes, eso lo había aprendido de su padre, trabajaba mucho en ajustar sus recetas y a ratos, parecía que lo lograba. También a esa edad ya se había instalado en él un fuerte interés amoroso por Diana, aunque para ella, Efraín era muy poco atractivo por razones que nada tenían que ver con su aspecto, le parecía un chico autoritario, hermético y muy poco sensible y se lo había hecho saber de la forma más clara y suave posible, pero a Efraín eso parecía no importarle, confiaba en que se podía encontrar la forma de manipular los sentimientos de cualquiera y ya había obtenido de ella su sangre, mediante un pañuelo y una herida en la rodilla y varios retratos hechos de memoria, aquellos eran los más poderosos, según había aprendido, y con eso trabajaba en la forma de manipular los sentimientos de la muchacha. Un año después, supo que la chica era cortejada por un hombre mayor, un médico joven de buena familia contra el que él no tenía nada qué hacer, o casi nada. Eso lo obligaba a consultar a un experto para acelerar los resultados: don Anselmo. Don Anselmo era un desempleado con fama de brujo al que todos temían pero al que no dudaban en recurrir para enderezar cualquier torcimiento en el amor, para alejar la mala suerte de un negocio, sanar enfermedades raras, atraer espíritus para comunicarse con ellos o alejarlos definitivamente, cuando éstos no se querían ir. Tenía pinta de vagabundo pero uno preocupado por su aspecto, dentro de lo que cabía, siempre bien peinado y con la ropa remendada y sin arrugas. Lo encontró parchando los parches de la casucha en la que vivía, se suponía que ese hombre era capaz de alejar la miseria de la gente con un puñado de rezos y un par de amuletos, “…le quita la pobreza a otros y no es capaz de quitársela usted mismo, don Anselmo” Le comentó Efraín, repitiendo un comentario que, lo sabía, estaba en boca de la mitad escéptica del pueblo, y en la mente de la otra mitad, Anselmo lo miró como si fuera una mosca que se acaba de parar en su comida, “No cites las escrituras así o algún día terminarás cagando tu propia lengua, muchacho” Efraín aceptó el consejo con una sonrisilla con los labios apretados, se conocían desde hace un tiempo a fuerza de compartir la misma afición, pero en el fondo del corazón se menospreciaban mutuamente, “Tengo un amigo al que, la chica que le gusta, la van a casar con otro, ¿Qué cree usted que se pueda hacer, don Anselmo?” dijo el muchacho siguiendo al viejo que entraba a su chabola, “Nadie puede ser tan tonto como para atender en serio los caprichos amorosos de un muchacho de quince años…” “Ya, pero algo se podrá hacer, ¿no?” respondió el joven estirándole un billete por la consulta, “Sí…” respondió el viejo, mirando largamente el dinero y luego a los ojos del muchacho “…hacerse el tonto” Cogió el billete. El viejo se sentó en su sillón frente a su mesa de consulta, donde había todo tipo de artilugios sobre un mantel negro, desde un vaso de agua que no era para bebérsela, hasta una calavera humana en cuya cuenca habitaba una araña con más años de los que debía, pasando por velas, crucifijos, rocas, un plato con ceniza, un trozo de madera apolillada y varias cosas más. Efraín se sentó enfrente, en un sofá que recientemente había sido tapizado por un cliente satisfecho, intuyendo lo que el viejo iba a hacer para darle, “No pues, don Anselmo, yo no quiero un amuleto santiguado nomás, yo vine acá para ver a La Dama…” le dijo con esa molesta expresión ladina de sabelotodo en la cara que solía usar, el viejo lo miró como si acabara de faltarle el respeto a una hija o algo así, “¿No dijiste que era para un amigo?” Efraín sonrió amanerado, el viejo continuó, “…dime muchacho, ¿Tú estás tonto? ¿Crees que la Dama es cosa de juego, una atracción de circo?” El muchacho cogió de su bolso un puñado de billetes arrugados, tal y como los tomó del restaurante de su padre, “No don Anselmo, no creo que sea cosa de juego, creo que ella es la única capaz de torcer el destino… de volver el agua en vino” Anselmo ojeó los billetes arrugados sobre su mantel negro, era el equivalente de tres consultas, “Otra vez citando las escrituras, chico tú no tienes respeto, no llegarás lejos en este oficio, dime, ¿Qué es lo que quieres con esa pobre muchacha tuya?” Efraín volvió a soltar su risita comprimida al oír que Diana era suya, “Es que la van a casar obligada con un viejo que tiene mucha plata. Está desesperada la pobre, por eso estoy aquí, porque la Dama es la única capaz de ayudarla…” Su actuación fue descaradamente manipuladora, pero convincente, Anselmo eligió apostar a que el muchacho tenía algo de criterio y sentido común en las venas, “Sabes que la Dama lee el corazón de las personas y que a ella no se le engaña, ¿verdad?” “Sí don Anselmo…” respondió Efraín, obediente. “Y sabes que ella actúa en base a lo que llevas dentro de ti, no a lo que sale de tu boca” “Sí don Anselmo” repitió Efraín. El viejo respiró hondo. Diez segundos de duda y finalmente cogió los billetes, eso daba por cerrado el trato, “Bien” Se puso de pie cogiendo sus llaves del bolsillo.

La Dama, era el cadáver resecado de una menuda mujer quemada en la hoguera estando embarazada. Aún conservaba gran parte de su piel chamuscada, y bajo ésta, el corazón intacto y los restos del niño en su vientre. Según se sabía, había sido acusada de llevar al hijo del Diablo en sus entrañas, y cierto o no, las autoridades de la época decidieron no arriesgarse. Estaba ataviada con un bonito vestido azul, impecable, un par de anillos de oro, una corona de flores, multitud de collares ofrendados y una peluca de cabellera negra que brillaba, aceitada y cepillada con esmero. Su pose acuclillada abrazándose las rodillas y la rigidez de sus miembros, hacía preguntarse a más de uno cómo era que se le vestía, además, aquellos que la habían visto, siempre a solas, nunca llegaban a ponerse de acuerdo en el color del vestido o en la exacta posición de su cuerpo, lo que hacía crecer el misterio. Estaba dentro de una habitación pequeña como un cuarto de baño sin ventanas con las paredes pintadas de negro y rojo, todo iluminado con velas, muchas velas, las velas y las flores eran la ofrenda más común. El olor al entrar, era fuerte, concentrado por el encierro, había un perfume que se solapaba con el olor de las velas, la peste de las flores muertas y sus aguas podridas, algo descomponiéndose escondido en algún rincón y la humedad salida quien sabe de dónde. En las cuencas, la Dama tenía dos piedras pulidas que brillaban y titilaban al compás de las candelas, una de color esmeralda y la otra de color miel. Frente a ella había una bandeja con cráneos de recién nacidos de otra época, dispuestos como si fuesen manzanas en una frutera. Efraín entró embobado, como un niño ante la viva imagen de su superhéroe favorito, toda aquella decoración le parecía fantástica, poderosa, Anselmo sólo le miró la cara maravillada de crío ante un enorme regalo de navidad y ya se arrepentía del trato que había hecho, aun así decidió darle cinco minutos a solas con la Dama por el dinero que había pagado, craso error, no pasaron ni tres minutos cuando la casa entera pareció dar un pequeño brinco, como un sismo breve, Anselmo se acercó a la puerta de dos zancadas, sintió una oleada de calor como la furiosa caldera de una locomotora, o más probablemente como una pira encendida, supo que el cerrojo de la puerta estaba ardiendo. Nunca le había sucedido algo así y temió que ese chico hubiese prendido fuego a su casa. Tomó una cacerola con agua de la cocina a su lado y se la vertió encima al cerrojo para poder abrirlo, buena parte del líquido se volvió vapor al tacto con un siseo efervescente, el humo negro comenzó a emerger por el borde de la puerta que permanecía cerrada, “¡Maldito muchacho, sal de ahí ahora mismo! ¿Qué haces!” el viejo golpeó la puerta con los puños pero un golpe más fuerte desde dentro lo hizo retroceder un paso. Segundos después la puerta se abrió y la mitad de Efraín cayó afuera como si hubiese estado apoyado en ella, Anselmo lo arrastró afuera, el muchacho estaba desmayado y se había meado encima, el humo se convertía en hollín y cubría todo de negro excepto por la Dama que permanecía incólume, desviando la mirada inocente como el perro que acaba de romper algo en medio de sus juegos, frente a su amo. El viejo jadeaba, miraba con cara de estúpido al muchacho y a la Dama, sin entender qué había sucedido y sin que ninguno pudiera responder nada. Una hora después, mientras limpiaba el desastre en el cuarto de la Dama, se dio cuenta de que ésta tenía una navaja enterrada en el pecho con un pañuelo manchado de sangre en el que se había hecho un retrato de una muchacha y varios símbolos de magia negra. De la herida en la Dama brotaba una gota de sangre fresca. Intentó remover el cortaplumas pero éste estaba atascado en el hueso, en ese momento oyó la puerta de su casa, Efraín había despertado y había salido huyendo en el acto. Nunca más volvió a verlo.

Ese evento cambió la vida del muchacho quien abandonó las ciencias ocultas para siempre, también dejó de lado sus aspiraciones amorosas con Diana, aunque jamás la olvidó. Con el tiempo convirtió su habilidad y pasión por la investigación en una profesión, estudió periodismo, cuando empezó a irle bien, Efraín Varas consideró que su nombre carecía de la personalidad carismática que deseaba proyectar y lo cambió por uno que a él le sonaba más potente: Clodomiro Almeida.



León Faras.