lunes, 10 de febrero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


IV.

Jacinto Ulmo era un hombre de veintinueve años con la madurez e inteligencia de un niño de doce, se dedicaba junto a su madre, Rosa Ulmo, a la cría de cerdos y, con profundo orgullo de ésta, las oficiaba de sacristán en cada misa del padre Benigno. Corría descalzo por los campos dos kilómetros cada vez que le tocaba misa, en realidad, casi siempre andaba descalzo y corriendo, excepto dentro de la iglesia. El padre Benigno le había regalado un par de zapatos que Jacinto se sentía obligado a usar como un sacrificio para agradar a Dios, un sacrificio molesto y a veces doloroso que lo domesticaba y lo contenía en cierta forma. Luego de cada ceremonia los limpiaba cuidadosamente, los guardaba y volvía a casa con sus pies liberados, feliz sólo de poder correr como sólo los niños pueden serlo. Por lo general siempre llegaba antes que el cura, o como mucho un par de minutos después. Ese domingo llegó dos segundos antes, vio al sacerdote desde lejos y aceleró la carrera para pasarlo en el último momento con una risa idiota inundada de baba, el cura se preguntaba cómo un par de zapatos podía cambiar tanto a una persona. No alcanzó a decirle nada, tampoco es que hubiera servido de mucho, entró resignado a su oficina a alistarse para dar la misa mientras su sacristán preparaba todo para abrir las puertas de la iglesia y tocar las campanas, pero ese día no hubo campanadas, lo único que se oyó fue el grito agudo de Jacinto alargado por la bóveda del templo, el sacerdote dudó unos segundos pero luego decidió investigar, el muchacho a veces soltaba gritos así, sin mucho sentido, pero nunca dentro de la iglesia, y esta vez le pareció que no era un juego, al llegar allá, encontró al muchacho aterrado, santiguándose compulsivamente con los ojos húmedos y los mocos hasta la boca. Sus pisadas habían dejado huellas en el piso. Todo se cubría poco a poco de ceniza que caía como nieve, incluso Jacinto, todo, menos el medio círculo donde se encontraba el altar, y la figura de yeso de Cristo crucificado, el cura levantó la vista y también se persignó apretando el ceño y despegando los labios. El Cristo tenía los brazos descuajados por los hombros, sostenidos sólo por su esqueleto de alambre retorcido de su interior, mientras que sus pies estaban quebrados y pendían separados de la cruz de madera, como si un gran peso se hubiese posado sobre sus hombros hasta hacer colapsar la estructura, “Jacinto, ¿Quién hizo esto? ¿Tú lo viste?” Jacinto negó con la cabeza mientras se sobaba la cara como si lo acabaran de abofetear. No había más huellas que las de él en el piso y éstas también comenzaban a desaparecer. Un gritito contenido por un suspiro de impresión llamó su atención y el cura se volteó a la entrada de la iglesia, allí estaban paradas Guillermina y Úrsula, las primeras en llegar como siempre, esta última se cubría la boca en forma de “o” con la mano al ver el Cristo roto. Los feligreses comenzaban a llegar, con o sin campanadas. “Esto es como lo que sucedió en tu casa, ¿No es cierto, niña?” preguntó muy confidencialmente la vieja a la muchacha, ésta sólo la miró con los ojos muy abiertos, como si acabase de leerle la mente. El doctor Cifuentes también llegaba en ese momento. “Muy bien, todos adentro, pasen. Jacinto, trae algunas escobas… ¡Jacinto!” aulló el cura mientras invitaba a la gente a entrar con suaves palmadas en la espalda, “Hijo, ve a tocar las campanas. Que nadie se quede en casa” le dijo a un muchacho parado en la puerta, “¿Qué ha pasado?” preguntó Cifuentes, el cura lo animó a sentarse, “…ya hablaremos”

Entre todos los que estaban, barrieron la ceniza y la limpiaron de los asientos. Poco a poco, y como era de costumbre, la iglesia se llenó de gente que, unos antes, otros después, se horrorizaban al ver al Cristo fracturado y no paraban de cuchichear sobre el tema con los vecinos, hasta que el cura aclaró la garganta para hablar circunspecto. Habían sido víctimas de un atentado en la propia casa de Dios, un ataque sin nombre, una ofensa deleznable para todo buen cristiano, cuyo autor merecía como mínimo, la excomulgación, “…pero el amor de Dios es inmenso, y Él siempre ofrece una salida hacia el perdón, luego de la contrición y el arrepentimiento, por lo que le daré una semana al culpable para que se acerque al confesionario y confiese su pecado al Dios Padre y juntos buscaremos una solución” Nadie se acercaría al confesionario en los próximos días temeroso de ser tachado por la comunidad de sospechoso de aquel acto de herejía. “¿Y toda esa ceniza, padre, de dónde salió?” preguntó Ismael, sentado en la primera fila junto a su mujer y sus hijos, él era portavoz de lo que toda su familia sospechaba, que aquello no había sido hecho por la mano de un cristiano, sino que estaba más cerca de lo que habían vivido en su casa, en la habitación de Úrsula, el padre Benigno entendía aquello perfectamente, “No lo sé Ismael, pero seremos prudentes y esperaremos unos días antes de aventurar conclusiones” No hubo ceremonia ese día, sólo repartió bendiciones para todos luego de su discurso y despidió a sus feligreses llegada la hora. Fuera del templo un hombre le esperaba, uno que nunca había asistido a ninguna de las misas del padre Benigno, Aurelio. Éste, una vez se alejaban todos, vio pasar por su lado a Jacinto caminando descalzo con la vista en el suelo, el guardia lo siguió con la mirada apretada hasta donde pudo su cuello, como a un bicho demasiado raro al que es muy difícil clasificar, pero el muchacho, taciturno y amargado, no le prestó ninguna atención y jamás echó a correr. El cura tampoco salió a despedir a sus fieles a la puerta, lo que le pareció aún más extraño, al asomarse dentro, la iglesia estaba vacía, de inmediato llamó su atención la imagen del Cristo roto. Cuando el padre volvió al templo para cerrar todo, pues había despachado antes a Jacinto preocupado por él, encontró a Aurelio parado en el altar estudiando desde abajo la figura de yeso, “Sus manos son mucho más frágiles, ¿Cómo es que se quebró por los hombros, mucho más macizos?” “Salga de ahí, hombre, no vaya a desprenderse un trozo de yeso sobre su cabeza” Recomendó el cura, sin saber realmente cómo responder a la pregunta, Aurelio miró con desconfianza el rostro angustiado de Jesucristo que parecía estar viendo algo terrible en algún punto indeterminado del cielo de la iglesia, y se alejó un par de pasos, “¿Qué diantres le pasó al caballero, padre?” dijo el guardia, sin quitarle los ojos de encima al crucifijo, el sacerdote lo reprendía con la mirada, “Modere su lenguaje, Aurelio por favor, está en la casa de Dios, no en su prisión…” Aurelio hace mucho que no estaba dispuesto a tener que modificar en nada su forma de ser o de expresarse, estuviese donde estuviese, pero aceptaba que allí era quizás, la única excepción, por eso es que no asistía nunca a la iglesia, “Perdone, padre…” respondió con ese disgusto mal disimulado de los hampones, el cura continuó, “…amaneció así hoy, supongo que algún maleante sin respeto por nada irrumpió en nuestra iglesia durante la noche para…” “¿Encontró alguna puerta abierta, alguna ventana rota?” lo interrumpió el guardia, Benigno se vio obligado a negar de mala gana, pues incluso para él la teoría del maleante no se sostenía, pero eso era lo que quería pensar, “…o tal vez se rompió solo, por la calidad del material o la temperatura… esas cosas pasan” concluyó el sacerdote, incómodo. Aurelio lo observaba asintiendo en silencio, con esa expresión en el rostro reservada para los locos y los idiotas, “Claro que sí, padre. Bueno, yo venía porque quería pedirle un favor… bueno, en realidad, los muchachos me pidieron que viniera. Ya sabe como son…” Y pasó a explicarle lo que todo el mundo ya sabía o al menos sospechaba, que en lugares como la prisión suelen suceder cosas extrañas, se ven y se oyen a veces cosas que no tienen explicación y a las cuales uno termina acostumbrándose, “…pero últimamente, desde la muerte del doctorcito, los chicos andan un poco más saltones que de normal, ¿me entiende? y nadie duerme tranquilo cerca de ese cuarto donde él murió, dicen que hace frío y que se escuchan cosas… ¡Si cosas se han oído siempre! pero los muchachos andan nerviosos y quería pedirle si usted pudiera darse una vueltita por allá, con sus rezos y sus inciensos para dejar tranquilos a los chicos y volver a la normalidad” Debía de ser muy malo, pensó el sacerdote, aquella era la primera vez que le pedían eso desde la prisión, y para hacerlo, Aurelio había ido a su iglesia en persona, aunque lo hiciera con los mismos modos de estar pidiéndole plata prestada a un compadre. El cura asintió, “No se preocupe Aurelio, dígale a sus muchachos que iré a la brevedad” Aurelio se fue conforme, “Gracias padre ¡Ah! y si averiguo algo sobre su maleante, se lo haré saber…”



León Faras.

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