IV.
Jacinto
Ulmo era un hombre de veintinueve años con la madurez e inteligencia de un niño
de doce, se dedicaba junto a su madre, Rosa Ulmo, a la cría de cerdos y, con
profundo orgullo de ésta, las oficiaba de sacristán en cada misa del padre
Benigno. Corría descalzo por los campos dos kilómetros cada vez que le tocaba
misa, en realidad, casi siempre andaba descalzo y corriendo, excepto dentro de
la iglesia. El padre Benigno le había regalado un par de zapatos que Jacinto se
sentía obligado a usar como un sacrificio para agradar a Dios, un sacrificio
molesto y a veces doloroso que lo domesticaba y lo contenía en cierta forma. Luego
de cada ceremonia los limpiaba cuidadosamente, los guardaba y volvía a casa con
sus pies liberados, feliz sólo de poder correr como sólo los niños pueden serlo.
Por lo general siempre llegaba antes que el cura, o como mucho un par de
minutos después. Ese domingo llegó dos segundos antes, vio al sacerdote desde
lejos y aceleró la carrera para pasarlo en el último momento con una risa
idiota inundada de baba, el cura se preguntaba cómo un par de zapatos podía
cambiar tanto a una persona. No alcanzó a decirle nada, tampoco es que hubiera
servido de mucho, entró resignado a su oficina a alistarse para dar la misa
mientras su sacristán preparaba todo para abrir las puertas de la iglesia y
tocar las campanas, pero ese día no hubo campanadas, lo único que se oyó fue el
grito agudo de Jacinto alargado por la bóveda del templo, el sacerdote dudó
unos segundos pero luego decidió investigar, el muchacho a veces soltaba gritos
así, sin mucho sentido, pero nunca dentro de la iglesia, y esta vez le pareció que
no era un juego, al llegar allá, encontró al muchacho aterrado, santiguándose
compulsivamente con los ojos húmedos y los mocos hasta la boca. Sus pisadas habían
dejado huellas en el piso. Todo se cubría poco a poco de ceniza que caía como
nieve, incluso Jacinto, todo, menos el medio círculo donde se encontraba el
altar, y la figura de yeso de Cristo crucificado, el cura levantó la vista y
también se persignó apretando el ceño y despegando los labios. El Cristo tenía
los brazos descuajados por los hombros, sostenidos sólo por su esqueleto de
alambre retorcido de su interior, mientras que sus pies estaban quebrados y
pendían separados de la cruz de madera, como si un gran peso se hubiese posado
sobre sus hombros hasta hacer colapsar la estructura, “Jacinto, ¿Quién hizo
esto? ¿Tú lo viste?” Jacinto negó con la cabeza mientras se sobaba la cara como
si lo acabaran de abofetear. No había más huellas que las de él en el piso y éstas
también comenzaban a desaparecer. Un gritito contenido por un suspiro de
impresión llamó su atención y el cura se volteó a la entrada de la iglesia,
allí estaban paradas Guillermina y Úrsula, las primeras en llegar como siempre,
esta última se cubría la boca en forma de “o” con la mano al ver el Cristo roto.
Los feligreses comenzaban a llegar, con o sin campanadas. “Esto es como lo que
sucedió en tu casa, ¿No es cierto, niña?” preguntó muy confidencialmente la vieja
a la muchacha, ésta sólo la miró con los ojos muy abiertos, como si acabase de leerle
la mente. El doctor Cifuentes también llegaba en ese momento. “Muy bien, todos
adentro, pasen. Jacinto, trae algunas escobas… ¡Jacinto!” aulló el cura
mientras invitaba a la gente a entrar con suaves palmadas en la espalda, “Hijo,
ve a tocar las campanas. Que nadie se quede en casa” le dijo a un muchacho
parado en la puerta, “¿Qué ha pasado?” preguntó Cifuentes, el cura lo animó a
sentarse, “…ya hablaremos”
Entre
todos los que estaban, barrieron la ceniza y la limpiaron de los asientos. Poco
a poco, y como era de costumbre, la iglesia se llenó de gente que, unos antes,
otros después, se horrorizaban al ver al Cristo fracturado y no paraban de
cuchichear sobre el tema con los vecinos, hasta que el cura aclaró la garganta
para hablar circunspecto. Habían sido víctimas de un atentado en la propia casa
de Dios, un ataque sin nombre, una ofensa deleznable para todo buen cristiano,
cuyo autor merecía como mínimo, la excomulgación, “…pero el amor de Dios es
inmenso, y Él siempre ofrece una salida hacia el perdón, luego de la contrición
y el arrepentimiento, por lo que le daré una semana al culpable para que se
acerque al confesionario y confiese su pecado al Dios Padre y juntos buscaremos
una solución” Nadie se acercaría al confesionario en los próximos días temeroso
de ser tachado por la comunidad de sospechoso de aquel acto de herejía. “¿Y
toda esa ceniza, padre, de dónde salió?” preguntó Ismael, sentado en la primera
fila junto a su mujer y sus hijos, él era portavoz de lo que toda su familia
sospechaba, que aquello no había sido hecho por la mano de un cristiano, sino
que estaba más cerca de lo que habían vivido en su casa, en la habitación de
Úrsula, el padre Benigno entendía aquello perfectamente, “No lo sé Ismael, pero
seremos prudentes y esperaremos unos días antes de aventurar conclusiones” No
hubo ceremonia ese día, sólo repartió bendiciones para todos luego de su
discurso y despidió a sus feligreses llegada la hora. Fuera del templo un
hombre le esperaba, uno que nunca había asistido a ninguna de las misas del
padre Benigno, Aurelio. Éste, una vez se alejaban todos, vio pasar por su lado
a Jacinto caminando descalzo con la vista en el suelo, el guardia lo siguió con
la mirada apretada hasta donde pudo su cuello, como a un bicho demasiado raro
al que es muy difícil clasificar, pero el muchacho, taciturno y amargado, no le
prestó ninguna atención y jamás echó a correr. El cura tampoco salió a despedir
a sus fieles a la puerta, lo que le pareció aún más extraño, al asomarse dentro,
la iglesia estaba vacía, de inmediato llamó su atención la imagen del Cristo
roto. Cuando el padre volvió al templo para cerrar todo, pues había despachado
antes a Jacinto preocupado por él, encontró a Aurelio parado en el altar
estudiando desde abajo la figura de yeso, “Sus manos son mucho más frágiles,
¿Cómo es que se quebró por los hombros, mucho más macizos?” “Salga de ahí,
hombre, no vaya a desprenderse un trozo de yeso sobre su cabeza” Recomendó el cura,
sin saber realmente cómo responder a la pregunta, Aurelio miró con desconfianza
el rostro angustiado de Jesucristo que parecía estar viendo algo terrible en
algún punto indeterminado del cielo de la iglesia, y se alejó un par de pasos,
“¿Qué diantres le pasó al caballero, padre?” dijo el guardia, sin quitarle los
ojos de encima al crucifijo, el sacerdote lo reprendía con la mirada, “Modere
su lenguaje, Aurelio por favor, está en la casa de Dios, no en su prisión…” Aurelio
hace mucho que no estaba dispuesto a tener que modificar en nada su forma de
ser o de expresarse, estuviese donde estuviese, pero aceptaba que allí era
quizás, la única excepción, por eso es que no asistía nunca a la iglesia, “Perdone,
padre…” respondió con ese disgusto mal disimulado de los hampones, el cura
continuó, “…amaneció así hoy, supongo que algún maleante sin respeto por nada
irrumpió en nuestra iglesia durante la noche para…” “¿Encontró alguna puerta
abierta, alguna ventana rota?” lo interrumpió el guardia, Benigno se vio obligado
a negar de mala gana, pues incluso para él la teoría del maleante no se
sostenía, pero eso era lo que quería pensar, “…o tal vez se rompió solo, por la
calidad del material o la temperatura… esas cosas pasan” concluyó el sacerdote,
incómodo. Aurelio lo observaba asintiendo en silencio, con esa expresión en el
rostro reservada para los locos y los idiotas, “Claro que sí, padre. Bueno, yo
venía porque quería pedirle un favor… bueno, en realidad, los muchachos me
pidieron que viniera. Ya sabe como son…” Y pasó a explicarle lo que todo el
mundo ya sabía o al menos sospechaba, que en lugares como la prisión suelen
suceder cosas extrañas, se ven y se oyen a veces cosas que no tienen
explicación y a las cuales uno termina acostumbrándose, “…pero últimamente,
desde la muerte del doctorcito, los chicos andan un poco más saltones que de
normal, ¿me entiende? y nadie duerme tranquilo cerca de ese cuarto donde él
murió, dicen que hace frío y que se escuchan cosas… ¡Si cosas se han oído
siempre! pero los muchachos andan nerviosos y quería pedirle si usted pudiera
darse una vueltita por allá, con sus rezos y sus inciensos para dejar tranquilos
a los chicos y volver a la normalidad” Debía de ser muy malo, pensó el sacerdote,
aquella era la primera vez que le pedían eso desde la prisión, y para hacerlo, Aurelio
había ido a su iglesia en persona, aunque lo hiciera con los mismos modos de estar
pidiéndole plata prestada a un compadre. El cura asintió, “No se preocupe Aurelio,
dígale a sus muchachos que iré a la brevedad” Aurelio se fue conforme, “Gracias
padre ¡Ah! y si averiguo algo sobre su maleante, se lo haré saber…”
León Faras.
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