XVII.
“¡Ha
estado maravilloso! Muchachos, enciendan los fuegos, ¡vamos a celebrar!”
Cornelio
Morris estaba eufórico como hace mucho que no se le veía, el debut de Eloísa
había resultado mucho mejor de lo esperado, la gente simplemente había
enloquecido al verla, al día siguiente, con seguridad, llegaría el doble de
público. Los hombres de inmediato se animaron y comenzaron a prepararlo todo,
Von Hagen recogía desperdicios sin entusiasmarse demasiado con la idea del
festín, permanecía nervioso y preocupado, el acercamiento cada vez más fuerte
de Eloísa con Cornelio lo asustaba terriblemente, temía que esta, tarde o
temprano, lo delatara y la idea de verse enfrentado a Cornelio lo angustiaba
todo el tiempo. Pero también tenía otra preocupación que no podía quitarse de
la cabeza, el pequeño Román Ibáñez, ya llevaba mucho tiempo atado a Mustafá, y
mientras seguía ahí, su cuerpo no comía, no dormía, no podía ni siquiera calmar
la sed, nunca había estado tanto tiempo y si seguía en esas condiciones, pronto
lo tendrían que sacar muerto. Ángel Pardo también compartía esa preocupación,
pero sabía en los huesos que no podían hacer nada.
Nadie
estaba completamente seguro de cómo o de dónde, y nadie estaba realmente
interesado en averiguarlo, pero de pronto habían dos cerdos enteros listos para
ser asados y una buena partida de garrafas de vino para todos, todos, a
excepción de Lidia y de Román, claro. Cornelio se paseaba con una copa en la
mano, feliz, ensalzando a la nueva estrella de su circo, y animando a todos a
comer y beber en honor de Eloísa, la que no cabía de felicidad y orgullo. Los
hombres sacaron sus instrumentos y sonó la música, Eloísa bailó feliz en cuanto
se lo ofrecieron, a diferencia de Beatriz, que rechazaba a todo el mundo. En el
fondo de su corazón tenían la vaga esperanza de que Cornelio se lo pidiera. La
pequeña Sofía, en cambio, se divertía montada en los hombros del gigante Ángel
Pardo, quien danzaba suavemente al ritmo de la música. Von Hagen estaba sentado
en una orilla, solo y con su vaso intacto en la mano, miraba de reojo el camión
dónde estaba Lidia y pensaba si tal vez dentro del agua, le llegaba el sonido
de la música y el ruido de la fiesta. Frente a él se paró Eloísa radiante y le
tomó la mano para que bailara con ella, Horacio se disculpó diciendo que no
bailaba muy bien, pero la muchacha insistió, “Si no bailas conmigo, les diré a
todos lo que hicimos con el muñeco ese” Von Hagen se espantó, pero de inmediato
la niña rió divertida “¡Es broma! qué caras pones…” y luego tirando de él con
ambas manos, agregó “…Vamos, tienes que bailar conmigo” “Tranquila linda, lo
hará en un momento…” Era la voz de Cornelio Morris, se veía de excelente humor,
aunque eso no lo hacía sentirse más tranquilo a Horacio. Cornelio apartó el
interés de la muchacha con su hipnótico encanto y tomó al hombre simio por el
hombro para hablar con él, “Escucha Horacio, sé exactamente lo que pasa
contigo…” su tono era conciliador, casi paternalista, tanto, que Von Hagen se
sintió caminando sobre hielo quebradizo, “…y aunque no me gusta nada, créeme
que lo entiendo” Horacio tragó saliva, se sentía completamente desvalido, como
un pollo que no sabe si lo van a liberar o le van a torcer el cogote, “¿Lo
entiende?” dijo, porque en realidad no sabía qué más decir. “Claro. Es por
Lidia, mira muchacho…” Von Hagen tomó el primer trago de su vaso. Nunca lo
había llamado muchacho. Cornelio continuó “…tus sentimientos no son un secreto
para nadie, y me preocupa, porque esos sentimientos no van a ninguna parte, lo
sabes, pero bueno, quién puede luchar contra el corazón, sin embargo, no le
puedes hacer un desaire a la estrella de nuestro circo. Sí ella quiere bailar
contigo, tú bailarás con ella… ¿entendido?” Horacio estaba desconcertado,
asintió con la cabeza como un niño intimidado por un severo tutor. Cornelio
concluyó dándole una palmada en la espalda, “Bien. Ya luego puedes ir a visitar
a tu sirena, si eso es lo que quieres.” Cuando Cornelio ya se iba, Horacio
vació su vaso de un trago y se atrevió a hablarlo, “¿Señor?...” Morris casi se
vio sorprendido de su atrevimiento. Von Hagen continuó, “…hay otra cosa que me
preocupa, es sobre Román…” El semblante de Cornelio Morris cambió
dramáticamente, “¿Qué pasa con él…?” dijo con una marcada falta de paciencia.
Horacio titubeó, pero supo que no podía echar marcha atrás “…es que, ya ha
pasado mucho tiempo… y si sigue así, me temo que no lo va a aguantar…” “Eso es
algo que no te incumbe…” el tono conciliador y paternalista de Cornelio ya se
había extinguido por completo, Von Hagen desvió la mirada para continuar, “…no
le pido que lo deje participar de la celebración… sólo que me permita sacarlo
para que pueda comer algo y… dormir…” Cornelio se le acercó, al tiempo que
Horacio se disminuía hasta volverse insignificante, “Ese enano miserable no
tiene más que lo que se merece y saldrá cuando yo lo diga o no saldrá nunca.
¿Alguna otra impertinencia?” “No señor…” Von Hagen respondió lo más rápido que
pudo, mirando el interior de su vaso vacío. “Bien” concluyó Cornelio, al tiempo
que en un instante, recuperaba su buen humor y volvía a animar a todo el mundo
a que celebrara y brindara en honor de su nueva y gran estrella.
Damián
y Vicente Corona, en cuanto estuvieron listos, tomaron todas sus cosas y se
fueron a su pequeño estudio donde tenían todos los instrumentos y los químicos
necesarios para el revelado de las fotos, que desde luego, hacían ellos mismos.
Iban entusiasmados como niños en navidad, rememorando las cosas increíbles que
habían visto y su extraordinaria habilidad para tomar las fotografías sin que
nadie siquiera notara su presencia, “Hermano…” Gritaba emocionado Damián
mientras apretaba con ambas manos el volante de la furgoneta, “…te juro por
nuestra santa madre que jamás había visto algo igual. Vamos a hacer una fortuna
con estas fotos” “¡Y hasta te conseguiste una admiradora nueva, eh!” bromeó su
hermano en referencia a la atractiva viuda que les había arrendado el balcón. Condujeron
varias horas, al llegar a su estudio fotográfico, ya había comenzado la noche y
el lugar estaba cerrado. Durante el día, el estudio era atendido por el viejo
Hugo Hidalgo, el cual llevaba más años que ellos trabajando en la tienda cómo si fuera
de él, retratando gente. El viejo les había enseñado todo cuanto pudo. En la
trastienda tenían una pequeña oficina y el cuarto de revelado, allí brindaron
con un vaso de coñac y se pusieron a trabajar. En el cuarto oscuro entraban
juntos, cada uno sabía lo que tenía que hacer y eran bastante coordinados, como
una experimentada pareja de baile. Comenzaron con las fotos captadas por Damián
desde el balcón. Sus rostros de emoción se desvanecieron a medida que las
imágenes, en blanco y negro, aparecían flotando en el líquido revelador: Eran
hermosas panorámicas del horizonte, edificios lejanos, algunos árboles y un
gran trozo de cielo vacío. Nada que valiera la fortuna que esperaban. “Pero qué
demonios…” Damián las cambiaba de palangana y de líquido sin poder entender qué
había sucedido, mientras su hermano lo miraba irritado, “Está claro que le
pusiste más atención a la viuda esa, que a lo que estaba sucediendo afuera…” “Esto
no tiene ningún sentido…” todas las fotos mostraban lo mismo, no había rastros
de ninguna chica alada por ninguna parte “¡Estaba ahí, yo la vi! No puede haber
desaparecido, por Dios” “Bueno, al menos tenemos las fotos de la sirena…” dijo
Vicente resignado, aunque poco convencido de la inocencia de su hermano, sin
embargo, la mirada de este lo hizo dudar, “¿Las tienes?” Nuevamente las
imágenes aparecieron al sumergirlas en la primera palangana, esta vez, eran las
fotos de Vicente. Grupos de personas, los vehículos, el entorno, nada que
llamara la atención, todas personas normales. Al ver las fotos tomadas a Lidia,
se horrorizaron “¿Qué diablos es eso?...” dijo Damián, con la imagen en las
manos y el rostro consternado, Vicente a su lado, no lucía mejor, “Es la
sirena… creo” dijo.
La
imagen mostraba a una mujer muy delgada, semidesnuda, encerrada en una jaula
que más parecía un gallinero, que suplicante, los miraba directo a los ojos.
León Faras.