miércoles, 26 de julio de 2017

El circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XVII.

“¡Ha estado maravilloso! Muchachos, enciendan los fuegos, ¡vamos a celebrar!”

Cornelio Morris estaba eufórico como hace mucho que no se le veía, el debut de Eloísa había resultado mucho mejor de lo esperado, la gente simplemente había enloquecido al verla, al día siguiente, con seguridad, llegaría el doble de público. Los hombres de inmediato se animaron y comenzaron a prepararlo todo, Von Hagen recogía desperdicios sin entusiasmarse demasiado con la idea del festín, permanecía nervioso y preocupado, el acercamiento cada vez más fuerte de Eloísa con Cornelio lo asustaba terriblemente, temía que esta, tarde o temprano, lo delatara y la idea de verse enfrentado a Cornelio lo angustiaba todo el tiempo. Pero también tenía otra preocupación que no podía quitarse de la cabeza, el pequeño Román Ibáñez, ya llevaba mucho tiempo atado a Mustafá, y mientras seguía ahí, su cuerpo no comía, no dormía, no podía ni siquiera calmar la sed, nunca había estado tanto tiempo y si seguía en esas condiciones, pronto lo tendrían que sacar muerto. Ángel Pardo también compartía esa preocupación, pero sabía en los huesos que no podían hacer nada.

Nadie estaba completamente seguro de cómo o de dónde, y nadie estaba realmente interesado en averiguarlo, pero de pronto habían dos cerdos enteros listos para ser asados y una buena partida de garrafas de vino para todos, todos, a excepción de Lidia y de Román, claro. Cornelio se paseaba con una copa en la mano, feliz, ensalzando a la nueva estrella de su circo, y animando a todos a comer y beber en honor de Eloísa, la que no cabía de felicidad y orgullo. Los hombres sacaron sus instrumentos y sonó la música, Eloísa bailó feliz en cuanto se lo ofrecieron, a diferencia de Beatriz, que rechazaba a todo el mundo. En el fondo de su corazón tenían la vaga esperanza de que Cornelio se lo pidiera. La pequeña Sofía, en cambio, se divertía montada en los hombros del gigante Ángel Pardo, quien danzaba suavemente al ritmo de la música. Von Hagen estaba sentado en una orilla, solo y con su vaso intacto en la mano, miraba de reojo el camión dónde estaba Lidia y pensaba si tal vez dentro del agua, le llegaba el sonido de la música y el ruido de la fiesta. Frente a él se paró Eloísa radiante y le tomó la mano para que bailara con ella, Horacio se disculpó diciendo que no bailaba muy bien, pero la muchacha insistió, “Si no bailas conmigo, les diré a todos lo que hicimos con el muñeco ese” Von Hagen se espantó, pero de inmediato la niña rió divertida “¡Es broma! qué caras pones…” y luego tirando de él con ambas manos, agregó “…Vamos, tienes que bailar conmigo” “Tranquila linda, lo hará en un momento…” Era la voz de Cornelio Morris, se veía de excelente humor, aunque eso no lo hacía sentirse más tranquilo a Horacio. Cornelio apartó el interés de la muchacha con su hipnótico encanto y tomó al hombre simio por el hombro para hablar con él, “Escucha Horacio, sé exactamente lo que pasa contigo…” su tono era conciliador, casi paternalista, tanto, que Von Hagen se sintió caminando sobre hielo quebradizo, “…y aunque no me gusta nada, créeme que lo entiendo” Horacio tragó saliva, se sentía completamente desvalido, como un pollo que no sabe si lo van a liberar o le van a torcer el cogote, “¿Lo entiende?” dijo, porque en realidad no sabía qué más decir. “Claro. Es por Lidia, mira muchacho…” Von Hagen tomó el primer trago de su vaso. Nunca lo había llamado muchacho. Cornelio continuó “…tus sentimientos no son un secreto para nadie, y me preocupa, porque esos sentimientos no van a ninguna parte, lo sabes, pero bueno, quién puede luchar contra el corazón, sin embargo, no le puedes hacer un desaire a la estrella de nuestro circo. Sí ella quiere bailar contigo, tú bailarás con ella… ¿entendido?” Horacio estaba desconcertado, asintió con la cabeza como un niño intimidado por un severo tutor. Cornelio concluyó dándole una palmada en la espalda, “Bien. Ya luego puedes ir a visitar a tu sirena, si eso es lo que quieres.” Cuando Cornelio ya se iba, Horacio vació su vaso de un trago y se atrevió a hablarlo, “¿Señor?...” Morris casi se vio sorprendido de su atrevimiento. Von Hagen continuó, “…hay otra cosa que me preocupa, es sobre Román…” El semblante de Cornelio Morris cambió dramáticamente, “¿Qué pasa con él…?” dijo con una marcada falta de paciencia. Horacio titubeó, pero supo que no podía echar marcha atrás “…es que, ya ha pasado mucho tiempo… y si sigue así, me temo que no lo va a aguantar…” “Eso es algo que no te incumbe…” el tono conciliador y paternalista de Cornelio ya se había extinguido por completo, Von Hagen desvió la mirada para continuar, “…no le pido que lo deje participar de la celebración… sólo que me permita sacarlo para que pueda comer algo y… dormir…” Cornelio se le acercó, al tiempo que Horacio se disminuía hasta volverse insignificante, “Ese enano miserable no tiene más que lo que se merece y saldrá cuando yo lo diga o no saldrá nunca. ¿Alguna otra impertinencia?” “No señor…” Von Hagen respondió lo más rápido que pudo, mirando el interior de su vaso vacío. “Bien” concluyó Cornelio, al tiempo que en un instante, recuperaba su buen humor y volvía a animar a todo el mundo a que celebrara y brindara en honor de su nueva y gran estrella.

Damián y Vicente Corona, en cuanto estuvieron listos, tomaron todas sus cosas y se fueron a su pequeño estudio donde tenían todos los instrumentos y los químicos necesarios para el revelado de las fotos, que desde luego, hacían ellos mismos. Iban entusiasmados como niños en navidad, rememorando las cosas increíbles que habían visto y su extraordinaria habilidad para tomar las fotografías sin que nadie siquiera notara su presencia, “Hermano…” Gritaba emocionado Damián mientras apretaba con ambas manos el volante de la furgoneta, “…te juro por nuestra santa madre que jamás había visto algo igual. Vamos a hacer una fortuna con estas fotos” “¡Y hasta te conseguiste una admiradora nueva, eh!” bromeó su hermano en referencia a la atractiva viuda que les había arrendado el balcón. Condujeron varias horas, al llegar a su estudio fotográfico, ya había comenzado la noche y el lugar estaba cerrado. Durante el día, el estudio era atendido por el viejo Hugo Hidalgo, el cual llevaba más años que ellos trabajando en la tienda cómo si fuera de él, retratando gente. El viejo les había enseñado todo cuanto pudo. En la trastienda tenían una pequeña oficina y el cuarto de revelado, allí brindaron con un vaso de coñac y se pusieron a trabajar. En el cuarto oscuro entraban juntos, cada uno sabía lo que tenía que hacer y eran bastante coordinados, como una experimentada pareja de baile. Comenzaron con las fotos captadas por Damián desde el balcón. Sus rostros de emoción se desvanecieron a medida que las imágenes, en blanco y negro, aparecían flotando en el líquido revelador: Eran hermosas panorámicas del horizonte, edificios lejanos, algunos árboles y un gran trozo de cielo vacío. Nada que valiera la fortuna que esperaban. “Pero qué demonios…” Damián las cambiaba de palangana y de líquido sin poder entender qué había sucedido, mientras su hermano lo miraba irritado, “Está claro que le pusiste más atención a la viuda esa, que a lo que estaba sucediendo afuera…” “Esto no tiene ningún sentido…” todas las fotos mostraban lo mismo, no había rastros de ninguna chica alada por ninguna parte “¡Estaba ahí, yo la vi! No puede haber desaparecido, por Dios” “Bueno, al menos tenemos las fotos de la sirena…” dijo Vicente resignado, aunque poco convencido de la inocencia de su hermano, sin embargo, la mirada de este lo hizo dudar, “¿Las tienes?” Nuevamente las imágenes aparecieron al sumergirlas en la primera palangana, esta vez, eran las fotos de Vicente. Grupos de personas, los vehículos, el entorno, nada que llamara la atención, todas personas normales. Al ver las fotos tomadas a Lidia, se horrorizaron “¿Qué diablos es eso?...” dijo Damián, con la imagen en las manos y el rostro consternado, Vicente a su lado, no lucía mejor, “Es la sirena… creo” dijo.


La imagen mostraba a una mujer muy delgada, semidesnuda, encerrada en una jaula que más parecía un gallinero, que suplicante, los miraba directo a los ojos.


León Faras.

jueves, 20 de julio de 2017

Zaida.

VIII.

El día comenzó como cualquier otro en Missa Pandur, dejando rápidamente atrás el episodio de la noche anterior. Missa Nemir entró en la habitación de los monjes más jóvenes para despertarlos haciendo sonar una campanilla colgada en medio de los dormitorios, era un sonido agudo y persistente que con la práctica, el cerebro de los muchachos esperaba para activarse, salvo por el de Gunta, que por lo general necesitaba de estímulos extras para despertarse y seguía soñoliento incluso una vez fuera de la cama, rascándose despreocupado las cavidades de su cuerpo y orientándose como si fuera primera vez que despertaba en esa habitación. Ribo se había dormido tarde esa noche, pero más disciplinado, se incorporaba de inmediato y se sentaba en la cama, dio un bostezo tan largo y profundo que fue bruscamente interrumpido por una distraída polilla que de pronto se vio absorbida por un abismo oscuro y húmedo. El repentino ataque de tos del muchacho provocó una explosión de risa a Paqui quien tuvo que llevarse una mano a la boca para contenerla, ante la expresión de cabreado que tenía Ribo, con el sentido del humor propio de quien recién se está despertando. La pequeña Zaida era tratada con deferencia por el severo Missa Nemir, debido a que acababa de pasar su primera noche en el monasterio y no conocía la rutina, pero bajo las mismas condiciones que los demás. Un pequeño traje de monje le esperaba doblado junto a su litera. El delgado colchón y las cobijas eran sacudidos y colgados para que todo se ventilara y luego se iban a los baños, donde cada uno disponía de una cubeta, de una porción de agua caliente y de un trapo para asearse antes de desayunar. El desayuno era un ritual en sí mismo que la pequeña Zaida también debía aprender, Missa Yendé, encargado de la cocina, llenaba el cuenco de cada monje con una porción de cebada con miel de abejas silvestres que era recibida en silencio con una reverencia de gratitud. Los más jóvenes siempre estaban al final de la fila, simplemente porque se tardaban más en estar listos, y de estos, por lo general Paqui era el último, pero hoy tenía un ligero aire de orgullo por tener a la pequeña Zaida parada tras él, vestida con un atuendo idéntico al de los demás, adaptado a su menuda figura, pero ese orgullo se evaporó cuando vio a Missa Nemir llenar una escudilla y dársela a la pequeña que aun no tenía una donde comer “Esta será para ti, mañana esperarás tu turno como todos, ¿comprendes?” la pequeña Zaida, imitando a los demás, hizo la correspondiente reverencia y se fue a sentar, Nemir no pudo contener una sonrisa “Aprendes rápido, pequeña Zadí…” Mientras Ribo seguía la regla de comer despacio y masticar bien, Gunta se atiborraba la boca con grandes cucharadas de cebada y sólo hacía la pantomima de que masticaba concienzudamente cuando alguien lo miraba, esa era la razón por la que siempre tenía hambre, a pesar de ser un glotón.

En el monasterio, había dos labores que eran elementales: El cuidado del huerto de cebada y la recolección de leña, ambas eran cosas que no debían descuidarse nunca, así como el aseo y la oración, una oración que se hacía en lugares abiertos, como el gran patio de rocas y que era enfocada hacia la gran obra, la creación, el conjunto sincronizado y coherente que formaban todas las cosas del universo, incluido el tiempo y de cómo el humano dentro de su conciencia, debía conectarse con él como parte elemental de un todo. En su habitación, la princesa Viserina se recuperaba rápidamente y hasta ya comenzaba a caminar con la ayuda de una vara de madera a modo de cayado. Con el pasar de los días se hacía más evidente que los dos hombres enviados por Bardo para dar aviso de su situación, no habían conseguido su objetivo y era posible que incluso fuera considerada muerta por su propia gente, “Por el momento, es lo más conveniente. Cuando ya esté recuperada, encontraremos la forma de que se reúna con su pueblo” Missa Budara hablaba con ella con frecuencia, siempre en un tono conciliador y amable, como se trata a una visita a quien uno está satisfecho de recibir y atender, por su parte, la princesa respondía a todo con humildad, recibiendo con gratitud la monótona comida que se le ofrecía y la modesta ropa para reemplazar sus finos atuendos. Era una muchacha sencilla que se ganaba de manera natural el afecto de quienes la rodearan, su condición de princesa sólo era un accidente del destino que no condicionaba para nada su forma de actuar. Como una manera de agradecer y retribuir, la princesa cogía una escoba y barría el suelo de su habitación y de los pasillos sin que nadie se lo pidiera ni se lo impidiera, pues esa era una labor que todos hacían, desde el más antiguo al más joven de los monjes, lo que la hacía una gran forma de integrarse a la comunidad. En eso estaba, cuando una persistente mirada la hizo detenerse, una mirada de recelo de un muchacho que parecía no estar seguro de que si lo que veía era real o no. La princesa sonrió amable, “¿Cómo te llamas?” el muchacho respondió en tono de pregunta, “¿Gunta?” la princesa dejó de barrer para hacer una suave referencia, “Estoy honrada de conocerte, Gunta. Yo soy Viserina” “¿Es cierto que eres una princesa?” Gunta tenía serias dudas, pues de pronto había desaparecido de la figura de esa muchacha todo el aspecto principesco y ahora, vestida de monje, con el cabello tomado en una simple cola de caballo, una escoba en las manos y ese andar corto y lento por la herida en su muslo, se veía tan lejos de la realeza como él mismo “Sí… aunque se trata de algo que en realidad no tiene méritos, es de esas cosas que sólo naces y ya son como son” Se justificó la princesa encogiéndose de hombros, Gunta pareció luchar contra negros nubarrones en su mente durante algunos segundos, hasta que al fin tuvo un rayo de luz que iluminó todo su rostro “Ah, es como nacer pobre. Nadie se esfuerza demasiado por serlo, solo naces y ya está… ¿no?” la muchacha lo pensó brevemente, como si algo no encajara del todo, pero luego asintió sonriendo, lo que lo hizo sentir orgulloso de sí mismo a Gunta.

La princesa Viserina dirigía la mirada de uno a otro de los monjes con ansiedad, como una adolescente que busca que sus padres se pongan de acuerdo para que la dejen ir a una fiesta. Budara miró al monje curandero, inmune a la angustia de la muchacha por recibir una respuesta “¿Passel?” “En lo que a mí respecta, creo que un buen vendaje sería suficiente si tiene cuidado y se toma las cosas con tranquilidad…” “¡Lo haré!” interrumpió la muchacha emocionada por ese punto a su favor. Budara dirigió la mirada al otro lado, todo lo hacía con desesperante lentitud “¿Badú?” este meditaba mirando al piso, “Es una princesa y nos hemos comprometido a cuidar de ella, toda precaución será poca. Sin embargo, estoy seguro de que este viaje, sería de enorme beneficio tanto para la muchacha como para la princesa. Creo que debe ir.” Budara asintió pensativo “¿Nemir?” “Estoy de acuerdo con Missa Badú…” dijo este, parado junto a la princesa Viserina “…toda precaución es poca, pero siempre es así con todos nuestros novicios, sugeriría que se le cortara el pelo para que se asemejara al resto de los muchachos, eso la ayudaría a no llamar innecesariamente la atención” Entonces Budara se dirigió a la princesa para saber si esta estaba de acuerdo con todo lo que había oído. La princesa asintió con rapidez, ni siquiera cortarse el cabello le molestaba en absoluto. Se trataba de un viaje a un sitio sagrado del que sólo había oído hablar, pero al que poca gente podía llegar, apenas supo de que los monjes hacían tal viaje con los más jóvenes, solicitó que le permitieran ir, era probable que nunca más tuviera otra oportunidad. Budara finalmente aceptó, la princesa tuvo que contener su entusiasmo ante la sobriedad de los monjes. Iría al Valle de los Gigantes.

Era un día entero de viaje por la montaña, y no era que el lugar estuviera excesivamente lejos, sino que se hacía necesario dar amplios rodeos por angostos senderos que debían tomarse con mucha calma. Al frente iba Missa Nemir seguido de cerca y a buen paso por el pequeño y orgulloso Pimbo, tras él, su fiel amigo Picca, el carnero, cargaba sobre su lomo a la pequeña Zaida. La princesa Viserina venía después, demostraba ser una gran caminadora, su cojera era leve pero la compensaba con el entusiasmo que le provocaba el viaje, disfrutaba de la compañía de Gunta, Ribo y Paqui que no paraban de presumir de sus innumerables capacidades. Un poco más atrás venía Driba seguido de Girú, un chico de su edad. Cerraba la marcha Missa Badú. Los parajes eran sobrecogedores, de un preciosismo tal que podían admirarse durante horas sin que la vista o la mente se cansaran de lo contemplado. La roca, la vegetación, el agua, las nubes, todo se mezclaba en cantidades que variaban cada pocos pasos y ofrecían una nueva definición a la belleza natural y lo mejor es que eran la única vida humana que podía verse hasta donde la vista llegaba, y en esas alturas, la vista llegaba muy lejos. Caminaron todo el día, sin apenas detenerse para comer hasta el atardecer, cuando se detuvieron para descansar, encender un fuego, cenar y dormir, el valle ya estaba cerca, pero también la noche. Los muchachos tenían gran curiosidad de hacia dónde iban, al igual que la princesa, sólo habían oído historias sobre el Valle de los Gigantes, historias fantásticas que seguramente distaban mucho de lo que en realidad encontrarían. “Cuando lleguemos, comprenderán todo lo que se ha hablado acerca de ese lugar…” dijo Nemir compartiendo un pan de cebada y un trozo de queso y luego agregó “Cómelo despacio Gunta, no sólo debes llenar tu estómago con él, también tu mente…”

Al alba reanudaron la marcha, la abundante neblina de la mañana era como un telón que sólo está para generar expectación, el valle estaba allí, amplio, cubierto de hierba amarilla, alta hasta la rodilla de un hombre y encajonado por las cumbres de las montañas cercanas. Los monjes mayores, dejaron que los jóvenes descubrieran por sí solos la grandeza del lugar. Profundo en la neblina apareció la silueta del primer gigante, medía por lo menos diez metros de altura, erguido, parecía estar torcido hacia atrás por la cintura con un brazo estirado frente a él, como un marinero que divisa tierra, señalando un punto perdido en el tiempo. La princesa se quedó inmóvil, ligeramente intimidada, la pequeña Zaida a su lado le apretó la mano. “¿Se va a mover?” preguntó Paqui en verdad preocupado, volteando un poco la cabeza, pero sin despegar los ojos. Ninguno de los muchachos se atrevió a responderle. Avanzaron con toda precaución, incluso Ribo, que era el más osado de todos, mantenía una actitud de sobrecogimiento. Antes de que el primer gigante se revelara con claridad entre la niebla, dos más aparecieron varios metros tras él, tenían el mismo impresionante tamaño pero sus posturas eran diferentes, uno estaba doblado a la mitad, con ambas manos hacia el suelo, como un campesino que cosecha en su huerto, el otro estaba en una posición guerrera, dando una zancada enorme, con los brazos colgando a los lados levemente despegados del cuerpo, amenazantes. Aquel lugar definitivamente tenía algo muy raro en el aire, algo que atraía lo mismo que intimidaba. Cuando se acercaron al primero de los gigantes, ya podían verse al menos otros diez, desperdigados por el valle, todos en posiciones y actitudes diferentes, sin embargo, ver a uno de ellos de cerca, era una experiencia distinta. Estaban construidos de madera, de tablas perfectamente encajadas unas con otras y contenidas por sogas, huecos por dentro como barriles. No tenían articulaciones, sino que los movimientos de sus cuerpos, parecían construidos con complicados quiebres de la madera, donde podían verse algunas tablas torcidas y dobladas de manera imposible, para que encajaran de forma única y perfecta en el cuerpo del gigante y en su postura, incluso algunas tablas se podían ver separadas unas de otras por pequeños trechos en sus extremos, como si hubiesen sido forzadas por un estiramiento colosal, esos mismos espacios, habían sido aprovechados por innumerables generaciones de aves para hacer sus nidos. Tocarlos por primera vez, era casi como entrar en contacto con algún dios remoto y desconocido, con el vestigio de una fuerza misteriosa. Gunta dio un grito en ese momento, porque había descubierto algo increíble, incluso la princesa se acercó, siempre tomada de la mano de la pequeña Zaida, llegaron junto al gigante que parecía congelado en medio de una enorme zancada, como si quisiera aplastar a alguien de un pisotón, había algo imposible en él, el pie de delante, apenas sí rozaba la hierba, manteniendo el descomunal peso de su cuerpo sostenido en el aire, apoyado en un solo pie, pero con todo el peso de su cuerpo ya lanzado sobre el otro. Mientras los muchachos se entretenían poniéndose debajo y experimentando por breves segundos la ansiedad de estar a punto de ser aplastado por un coloso, la pequeña Zaida se vio interesada en otro gigante que yacía cerca: El arrodillado, este se encontraba muy dañado, su pie estaba destrozado, por eso apoyaba una rodilla en el suelo, mantenía uno de sus brazos estirado al frente, como un derrotado que no desea luchar más, sin embargo, lo más llamativo era un gran agujero en su cabeza y en pleno rostro que daba la impresión de que era una boca enorme abierta en un grito mudo que parecía inquietantemente de miedo. Por otro agujero en su muslo, la pequeña Zaida parada en la punta de los pies, y la princesa Viserina de pie a su lado, echaron un vistazo al interior del gigante esperando encontrar algo fascinante, pero sólo la vista era espectacular, porque el interior era hueco, oscuro, cruzado por haces de luz y habitado por numerosos pájaros que tenían sus hogares ahí.


Cuando pasó la impresión del primer momento, se reunieron todos en el interior del cuerpo de un gigante caído, con su enorme torso destrozado, su interior, donde el sol se colaba por las rendijas y la hierba colonizaba el suelo, era como una gran bóveda inundada de una energía misteriosa y desconocida, allí se encontraba Pimbo, sentado sobre una roca con los ojos cerrados. Eran en total 16 gigantes, nadie sabía quién los había construido, cómo o para qué, solo se podía deducir que llevaban cientos de años allí, tal vez mil, inmóviles, congelados en la misma posición y en el mismo lugar, como si alguna vez hubiesen tenido vida y esta los hubiese abandonado súbitamente. 


León Faras. 

jueves, 13 de julio de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXVI.

La llegada de Ovardo a Rimos fue de una luctuosidad sin precedentes, parecían un macabro cortejo fúnebre en el que el muerto, aun no está muerto. Cal Desci nunca olvidaría, como el cielo se rajó de un trueno en el preciso instante en que el príncipe entró en la ciudad, los perros aullaron asustados, “Cantinero” se negó a avanzar y la lluvia se desató violenta, como si los dioses quisieran hacer de su tránsito algo más pesado y lastimoso. Todo se empapó en segundos, y la poca gente que aun transitaba, desapareció buscando refugio, solo algunos soldados permanecieron erguidos bajo la lluvia, por obligación más que porque el espectáculo fuera digno o grato de ver. Nadie hizo nada cuando el príncipe se desmoronó de su caballo y cayó al barro, inerte, bajo el peso del aguacero incontenible, como si aquello no fuera más que una consecuencia natural que todos sabían que sucedería. Como si su caída solo fuese un merecido descanso. La orden que los volvió a movilizar a todos, vino desde varios metros dentro de la ciudad, “¿Qué están esperando? Recójanlo y tráiganlo aquí” la silueta de Serna se podía ver parada allí, reconocido por su alta figura de carne flácida, cubierta de la lluvia con una ridícula sombrilla de fibras vegetales y su voz pobremente autoritaria. Dagar se arrodilló en el suelo para ayudar al príncipe a ponerse de pie, pero este no tenía ninguna intención, “Ya estamos en casa Señor. Solo un poco más” Ovardo le pasó la mano por el rostro, como queriendo saber quién le hablaba y murmuró algo relacionado con la princesa Delia, su mujer. Su intención de hablar se redujo a un estéril movimiento de labios que pronto se apagó, como cualquier rastro de fuerza en su cuerpo, que comenzaba a temblar de frío y miedo. Los soldados lo tomaron por debajo de los brazos y lo arrastraron como a un borracho incapaz de sostenerse en pie, Serna lo esperó parado en el mismo lugar donde estaba, “¿Está herido?” preguntó incrédulo de verlo arrastrado como un bulto, “Nada que podamos ver, salvo por la venda en sus ojos” respondió Dagar, aplastado por la congoja y por el chaparrón que le caía encima.

La lluvia se podría decir que equiparaba las cosas para ambos bandos, por un lado disminuía el fuego y por otro lado, el barro se multiplicaba por todas partes. También y pronto lo sabrían los Rimorianos, aumentaría el caudal del río Jazza y con él, los canales que recorrían Cízarin, lo que los convertía en nuevos obstáculos que protegían la ciudad, casi tan eficientes como muros. Del otro lado del gran puente principal, la vieja Zaida soportaba la lluvia inmutable, erguida sobre su caballo, lo que mostraba un temple acostumbrado a las durezas del clima. Había ordenado verificar con hachas que todos los puentes menores que el fuego no había destruido ya, quedaran inutilizados, sabía, como todo Cizariano, que el agua en los canales crecería pronto y se convertiría en un valioso aliado. El fuego sucumbía con rapidez y la oscuridad se hacía cada vez más cerrada, los informes tardaban en llegar y sólo hablaban de enemigos que se ponían de pie y seguían luchando a pesar de haber sufrido heridas ciertamente mortales. Siandro apareció en ese momento, montado en su caballo caminando con toda calma, como si supervisara los avances de la batalla, su guardia personal lo seguía de cerca, uno de estos traía un saco en la mano, cuyo contenido fue vaciado a los pies del general Rodas, era la cabeza de Darco, “Pensé que les interesaría ver esto” dijo el rey mirando con indiferencia hacia el oscuro horizonte, cerrado por la noche y la lluvia “¿Es acaso la cabeza del prisionero?” dijo Rodas con un rápido vistazo, “Una cabeza bastante peculiar. Obsérvela con más cuidado, general” No era fácil, el general tuvo que agacharse y tomarla, pero la soltó de inmediato y retrocedió casi de un salto, Zaida lo miró como si su reacción hubiese sido de lo más inadecuada, “Está viva…” murmuró Rodas con asco, mirándose las manos como si se le hubiese pegado algo contagioso, Siandro sonrió al ver que alguien más caía en su pequeña trampa, “Y también el resto de su cuerpo despedazado, como lombrices cortadas en trozos. Son criaturas asquerosas en verdad estos Rimorianos” la expresión de su rostro ilustraba bien el sentido de sus palabras, Zaida bajó entonces de su caballo, cogió una espada de un soldado y la ensartó con violencia en la sien de la cabeza cercenada, la monstruosa cicatrización aun operaba, incluso en los miembros separados del cuerpo, la cabeza de Darco perdió su inquietante expresión, se relajaron sus músculos, su macabro rostro se apagó como una fogata bajo la lluvia, sin embargo, sus párpados y mandíbula seguían acusando un leve e involuntario rastro de vida “General Rodas, informe a todo el mundo. No importa los medios que utilicen, quiero que destrocen las cabezas de todos los enemigos. Sólo así dejarán de luchar” Siandro en tanto se cruzó de brazos y se acomodó en su montura, estaba disfrutando de la batalla más de lo que esperaba.

Cuando por fin las reses en llamas se dispersaron y Rianzo pudo organizar a su grupo para controlar la difícil situación en la que se habían metido, se dio cuenta de que los cadáveres que permanecían tirados en el suelo eran todos de sus hombres, mientras que los del enemigo, se ponían de pie y se recuperaban para seguir luchando, a pesar de que estaba seguro de haber atravesado con su espada a más de uno, sin embargo, su superioridad seguía siendo por mucho, más amplia. Sinaro, Vanter y los demás se agruparon en medio del camino. El fuego era cada vez más débil debido al persistente aguacero, y la noche se cerraba, encerrando al mundo entero dentro de una enorme cueva. “¿Cuál es el plan?” preguntó el joven Trego restregándose los ojos empapados para ver un poco mejor, “Matarlos a todos, uno por uno…” respondió Jacán tras él, luego escupió sonoramente una bola negra de asquerosa cicatrización mezclada con saliva, de una herida en su boca, y se la limpió con la mano “Es el plan más malo que he escuchado nunca… pero es lo mismo que yo estaba pensando” replicó Vanter, con una sonrisa que apenas se veía en la oscuridad, “Tengo un mal presentimiento de todo esto” continuó Trego, profundamente serio y concentrado, aferrando su espada con ambas manos, “Hoy ya he muerto…” dijo Sinaro, erguido y altanero como una fortaleza frente al mar, refiriéndose a la herida en su vientre y que le había atravesado el cuerpo “…y un muerto, no puede volver a morir, no importa lo que hagan, no importa cuántos sean… yo ya he muerto, ahora les toca a ellos” “Esto es una locura…” murmuró a su lado Boras, un tipo pequeño, calvo y con una prominente barriga que le daba más apariencia de tabernero que de soldado. Inexplicablemente, era el único del grupo que no había recibido ninguna herida en su cuerpo aun. Frente a ellos, Rianzo dio un grito y todo su grupo de caballería se lanzó en una violenta envestida que, como era de esperarse, arrasó con los Rimorianos que fueron golpeados y arrojados en diferentes direcciones y luego pisoteados por los cascos de los caballos. Los jinetes aminoraron la carrera hasta detenerse y luego se giraron, tan solo un par de ellos habían caído de su caballo y alguno tenía alguna herida menor. Con la escasa visibilidad de una noche encapotada, no podía verse ni un enemigo de pie, aunque en los bordes del camino, junto a los muros de las viviendas, las sombras podían tragarse a un hombre por completo. Los Cizarianos volvieron sobre sus pasos con precaución, con una mano apretando las riendas y en la otra la espada y con los ojos tan abiertos como la lluvia les permitía, ya que sus yelmos estaban pensados para proteger sus cabezas de algo diferente del clima. Se podían distinguir algunos cadáveres tirados en el lodo al pasar junto a ellos, pero luego de lo que habían visto, ninguno estaba dispuesto a confiarse. Y tenían mucha razón. Sinaro se levantó en ese momento, de improviso y dando un grito horrendo debido a que su mandíbula estaba rota y desencajada, cogió a un jinete por el brazo y antes de que este cayera al suelo su espada lo atravesó por el cuello, en otro punto, Trego, con un brazo roto, usaba el otro para derribar un caballo con su espada y atacar a su jinete, Boras, en cambio, se arrastraba por el barro con la cabeza rota como un melón por el pisotón de un caballo. La batalla fue breve pero espeluznante, muchos jinetes cayeron, pero al final el grupo de inmortales fue doblegado y sus cuerpos destrozados salvajemente, pues su horrible cicatrización era incontenible, y sus miembros no dejaban de moverse. Un nuevo grupo de hombres apareció en ese momento por uno de los callejones, Rianzo y sus soldados se pusieron rápidamente en guardia ante un nuevo ataque para el que no estaban preparados, pero para su fortuna, los hombres que llegaban eran Cizarianos. No venían a ayudar, sino a terminar con el trabajo. La mayoría eran apenas unos chiquillos, se habían llamado a sí mismos “Los Machacadores” y venían armados con lanzas y mazas, les habían encargado un trabajo que era tan desagradable para unos como divertido para otros: destrozar la cabeza de todos los enemigos que encontraran tirados en el suelo.


Emmer, Nila y el bebé abandonaron la ciudad sin contratiempos y se internaron en los campos. Encontraron una casucha lo suficientemente alejada de la ciudad que los campesinos utilizaban como refugio, y allí se detuvieron para tomar un respiro. Las llamas diseminadas en distintos puntos de la ciudad tenían esa innegable belleza de los incendios en la noche, pero los gritos de la batalla, que llegaban hasta sus oídos con toda claridad, le quitaban rápidamente el encanto y hacían sentirse culpable a cualquiera que disfrutara del espectáculo. Nila canturreaba suavemente para tranquilizar al bebé hasta lograr que se durmiera, pero pronto tendría hambre, y entonces ya no sería tan fácil calmarlo, “Hay que conseguir algo de leche” le dijo a su prometido, sin preguntar siquiera de donde había salido esa criatura, si la conocía o si simplemente se había detenido a recogerla en medio de la batalla, y es que en una situación así, por todos lados habían inocentes que sufrían sin tener culpa alguna de la locura de los hombres. Hablaron un rato sobre la familia de Nila, la muerte del rey y de cómo Vanter y los demás habían cuidado de ella hasta encontrarse y Emmer le contó el porqué Ovardo no estaba con ellos y el horrible castigo que le había caído encima y ambos se consolaron pensando en que la princesa Delia y el hijo que venía en camino, seguro le darían la fuerza y la felicidad necesaria para recuperarse. Entonces el primer trueno rompió la calma y segundos después la lluvia se desató. Emmer pensó en dejarla allí, a salvo, mientras él buscaba algo de comer para ellos y el bebé, pero Nila se negó, ella sabía cómo el río pronto inundaría los campos haciendo crecer los canales de improviso, arrastrando todo a su paso y aislando las terrazas de cultivos. Debían irse de allí mientras pudieran. Ella conocía un sitio, aunque no había ido desde que era una niña, se trataba de un tío, hermano de su padre, un borracho que vivía solo fuera de la ciudad, y que se dedicaba a producir su propio alcohol y a cazar animales con trampas y según recordaba Nila, en aquellos años, ya era bastante bueno en ambas cosas. Con algo de suerte, aun estaría vivo y en el mismo sitio.


León Faras. 

sábado, 8 de julio de 2017

Simbiosis. Una visita al Psiquiátrico.

IX.

El mundo entero guardaba silencio a esa última hora de la tarde, de modo que sus pisadas sonaban estruendosas en toda la cuadra, como una molesta gotera de media noche, a pesar de ello, no se daba prisa, habían pasado muchos años desde el día en que se había ido de Bostejo y de esa calle en particular, cuando esperaba que aquella joven dejara más de lo que podía dejar y se fuera con él, hacia una vida llena de incomodidades y estrecheces, pero también, él estaba seguro, de amor sincero, de protección y de la más cálida compañía. Pero cuando el momento llegó, la joven no estaba lista para irse con él, no porque no quisiera o porque le asustaran las precariedades de una vida más modesta, sino que porque sabía que aquello significaba contradecir tan duramente a su padre, que este, con seguridad, sería capaz de negarla como hija para siempre. Aquel era un hombre severo que desde que enviudó, se había vuelto cada vez más hosco, con una desagradable tendencia a quejarse de todo, de lo que era y de lo que no era y a acumular frustraciones que, de las maneras más inverosímiles, podía responsabilizar a cualquiera, hombre, animal o cosa, menos a sí mismo, pero que sin duda, se había empeñado toda su vida en que su única hija recibiera lo mejor, aunque con la intención, mucho más personal, de encontrarle un buen marido en alguna familia importante, de buen apellido y dentro de lo posible, adinerada. Aceptar que se casara simplemente por amor con un hombre pobre sin siquiera un oficio respetable, era ver fracasar el último proyecto importante de su vida, era ver todo su trabajo y esfuerzo por formar a su hija como una señorita bien educada, en manos de un muerto de hambre que seguramente la forzaría a partirse la espalda para mantener el hogar en pie. Sin embargo, también falló en su último propósito, la enfermedad le quitó la fuerza y la obstinación y lo obligó a aceptar a regañadientes que su hija, además de pasarse el tiempo cuidando de él, terminara arrendando a comunes y ordinarios desconocidos, las habitaciones de la casona para conseguir dinero. Allí estaba parado Jonás, el titiritero, frente a la casona. La muerte de su esposa había despertado en él la intención de regresar a Bostejo, de darse la oportunidad de encontrarse con aquella mujer a la que nunca había olvidado, porque es difícil terminar con algo que no se ha terminado, que ha sido interrumpido, que se queda suspendido en el tiempo, inmutable a pesar de los años, irremplazable a pesar de los intentos, persistente como una duda. Así lo había percibido él todos estos años, pero al encontrarse frente a la casa de la señora Alicia, se convencía de que ella lo vería como un demente, que de manera incomprensible, regresaba a su casa después de una pila de años, con ilusiones de una juventud remota y con seguridad olvidada. Jonás se acomodó sus diminutos lentes y se subió el cuello de la chaqueta para comenzar a andar, pero se detuvo al encontrarse de frente con Ulises que regresaba a casa, ambos se conocían aunque no eran amigos, como quien conoce de alguien su nombre y qué hace y poco más. Ulises, al verlo parado ahí varios segundos, le preguntó amable si buscaba a alguien y si lo podía ayudar, “No. Hace muchos años viví aquí cerca… de joven, y sólo ando recordando viejos tiempos” respondió Jonás como excusándose, el viejo Ulises sólo asintió, tampoco es que tuviera algo que agregar. El titiritero se despidió y sin apuro siguió su camino.

La ida a la iglesia el domingo por la mañana, salvo para Ulises, que siempre tenía algo mejor que hacer, era ineludible para todos en casa de la señora Alicia, y por supuesto, la ocasión demandaba usar los mejores atuendos. Para Miguelito, el estrecho y urticante traje formal que lo obligaban a usar, era tan incómodo, como los zapatos para un perro; la corbata lo confinaba como una jaula, no importa cuántas veces se la acomodara Bernarda y el peinado impecable que esta le hacía, era de lo más improductivo, pues era imposible que su pelo se acostumbrara a él y su madre se lo debía repasar constantemente. Al pequeño Alonso por su parte, flemático de principio a fin, todo le daba igual y nada podía perturbarlo, ni siquiera la chaqueta y los zapatos que aún le quedaban grandes, ni las enormes cantidades de perfume que Edelmira le echaba encima. De la casa, todas salían con las cabezas decorosamente cubiertas con velos, menos Estela que aún no tenía edad suficiente y debía esperar a que le sujetaran el cabello con cintas, lo que resaltaba en ella una encantadora e inocente belleza. En el templo, algunos de los numerosos feligreses usaban ese momento y lugar para averiguar las últimas novedades de sus parientes lejanos y amigos, otros para dejar en claro y bien establecidas sus rígidas posturas morales frente a aquella parte de la comunidad que consideraban menos virtuosa y por lo mismo más alejada de Dios y juzgar a quienes se les pasara por enfrente. Luego de la ceremonia, hacían un pequeño y tradicional paseo, pero muy pequeño, porque Miguelito, al borde de sus capacidades de resistencia, empezaba con mucha antelación y con sutiles movimientos a liberarse de su aprehensión para, apenas dar por terminada la misa, buscar las formas más ingeniosas e inesperadas de arruinar su única ropa de domingo, lo que ya se había transformado en un temor anticipado que obligaba al grupo a contener al muchacho lo más posible, para retrasar su urgencia  por volver a su estado natural de rapaz travieso.

El viaje al hospital psiquiátrico, lo harían al día siguiente, ya estaba decidido. Diana se había unido al grupo a la salida de la iglesia y le aseguraba a la señora Alicia que no habría ningún problema, pues tanto Estela como Alberto, eran chicos que sabían muy bien cómo comportarse. Junto a ellos, Edelmira, traviesa como una adolecente a la salida del colegio, tomaba del brazo de Bernarda para que le contara todos los detalles de la cena que había tenido con Octavio, detalles en los que Aurora también estaba interesada y que su madre, sólo soltaba con cuentagotas y de manera muy superficial. En su negocio, Octavio ya recibía a sus habituales clientes, que eran especialmente abundantes los fines de semana. Diógenes era el primero en llegar, no importa el día o las condiciones climáticas, desde los años en que el negocio era llevado aun por el padre de Octavio, el viejo ya gastaba parte de su tiempo y dinero allí, todos los días como una tradición indefectible y hasta se podía decir que casi en el mismo taburete junto a la barra. Allí estaba, a punto de darle el primer sorbo a su café, cuando vio a Bernarda entrar al negocio arrastrada del brazo por Edelmira, quien sonreía con su soltura y confianza de siempre, tras ellas, la señora Alicia y Aurora hacían lo mismo pero con cierta duda, como quien de pronto se ve participe de una situación para la que no se está preparado. Sólo Estela había dejado el grupo junto con Diana para afinar los últimos detalles de su viaje con Alberto. Diógenes comenzó con nerviosismo mal disimulado, a dar de palmazos sobre el mesón para llamar la atención del camarero, quien estaba de espaldas ocupado en sus fritangas, pero este siguió su trabajo sin inmutarse hasta que sintió una voz femenina que lo saludaba. Cuando se dio la vuelta, Edelmira ya había dejado a Bernarda parada ahí sola con la cara del niño que, luego de hacer una travesura con sus amigos, es el único que no alcanza a huir, pero Bernarda resolvió con toda naturalidad, “¿Cómo está Octavio? ¿Necesita ayuda?” y sin esperar a que Octavio saliera de su asombro, comenzó a repartir las ordenes como si siempre lo hubiese hecho. El gordo camarero estaba encantado, mientras a su lado, Diógenes encendía un cigarro y hablaba solo sobre el insondable poder del encanto femenino, y como se habían desatado guerras y perdido reinos completos, por una bonita sonrisa y un par de caderas. Sonreía y meneaba la cabeza recordando como él mismo, de joven, había recorrido veinte kilómetros de monte solo, de noche y bajo la lluvia, para hacerle una visita a una chiquilla buenamoza cuyos encantos se le habían metido en la cabeza rápido y profundo como un balazo. Alamiro lo sorprendió en ese momento y le dio una palmada en la espalda “Presenta al amigo…” le dijo con sarcasmo y se sentó a su lado para tomar un café. Diógenes no respondió palabra, más bien empezó a hacer discretas indicaciones con la boca hecha trompa, para que el recién llegado notara la presencia de Bernarda que en ese momento limpiaba una mesa que acababa de desocuparse, Alamiro abrió tremendos ojos y luego adoptó una actitud forzadamente formal, como si nada pudiera llamarle la atención, acomodándose su eterna chaqueta de cuero y restregándose la cara para comprobar su impecable afeitado. Cuando las mujeres se retiraron, Octavio se negó a cobrarles, por supuesto, respondiendo con galantería torpe y fuera de práctica, que estaba encantado de la visita y que la sola presencia de Bernarda en su negocio y su ayuda, eran pago más que suficiente para él, lo que incomodó un poco a la señora Alicia pero fascinó a Edelmira, quien aceptó el regalo por todas, en el acto y sin dudarlo y encima prometió futuras visitas, para ella, aceptar los halagos de un hombre, era un derecho y privilegio natural de la mujer que no se debía reprimir, pues esta nunca debía sentirse obligada a retribuirlos, si no quería, pero sí a aceptarlos, pues todo ello era parte de un proceso natural creado por Dios, que hasta los pájaros imitaban.


Una vez en casa, Bernarda se llevó a su hijo para desembarazarlo por fin de sus incómodos atuendos y Aurora a alimentar a su hija. La señora Alicia encontró sobre la mesa de la cocina un Cristo de madera con un brazo nuevo atado al cuerpo con huinchas elásticas, Ulises estaba a punto de llevárselo de vuelta al cura luego de haberlo reparado. Antes de irse, comentó que la noche anterior había encontrado a Jonás, el titiritero, parado fuera de la casa, lo que provocó un repentino ahogo de la señora Alicia con el agua que acababa de llevarse a la boca, Edelmira esbozó una sonrisa, pero no dijo nada, solo se quedó expectante, mordiéndose una uña, el viejo continuó sin relacionar la reacción de la señora Alicia con su comentario, “…dijo que de joven, había vivido por acá cerca. Usted debe recordarlo seguramente” La señora Alicia devolvió su agua al lavabo sin beberla, “Sí, es posible… ¿Qué más le dijo?” Edelmira sólo movía los ojos de uno al otro, como si estuviera viento un lento pero interesante partido de tenis, Ulises cogió su escultura, “Nada. Que andaba recordando viejos tiempos… o algo así. Me pareció extraño, pero pensé que tal vez fuera un viejo amigo suyo…” Luego de eso, el viejo se fue. La señora Alicia tomó asiento y Edelmira se sentó en frente. Sus enormes ojos eran tan astutos como inquisidores. “¿Es quien creo que es, verdad?” La señora Alicia sintió un leve arrepentimiento por haberle hablado alguna vez sobre los problemas que tuvo con su padre por haberse hecho amiga de un artista callejero, “¿…verdad?” insistió Edelmira. La señora Alicia asintió resignada y Edelmira soltó un grito, emocionada, que incluso hizo dar un respingo al inmutable Alonsito, que concentrado e indiferente, analizaba el comportamiento de una colonia de hormigas que transitaba por un rincón de la habitación. Edelmira se puso de pie dando saltitos para preparar café, “Me lo vas a contar todo, hasta el último detalle” mientras la señora Alicia se peinaba una ceja, atrapada como un ratón arrinconado por un gato, y sabía que Edelmira era una excelente cazadora que no la dejaría escapar.

León Faras.