miércoles, 26 de julio de 2017

El circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XVII.

“¡Ha estado maravilloso! Muchachos, enciendan los fuegos, ¡vamos a celebrar!”

Cornelio Morris estaba eufórico como hace mucho que no se le veía, el debut de Eloísa había resultado mucho mejor de lo esperado, la gente simplemente había enloquecido al verla, al día siguiente, con seguridad, llegaría el doble de público. Los hombres de inmediato se animaron y comenzaron a prepararlo todo, Von Hagen recogía desperdicios sin entusiasmarse demasiado con la idea del festín, permanecía nervioso y preocupado, el acercamiento cada vez más fuerte de Eloísa con Cornelio lo asustaba terriblemente, temía que esta, tarde o temprano, lo delatara y la idea de verse enfrentado a Cornelio lo angustiaba todo el tiempo. Pero también tenía otra preocupación que no podía quitarse de la cabeza, el pequeño Román Ibáñez, ya llevaba mucho tiempo atado a Mustafá, y mientras seguía ahí, su cuerpo no comía, no dormía, no podía ni siquiera calmar la sed, nunca había estado tanto tiempo y si seguía en esas condiciones, pronto lo tendrían que sacar muerto. Ángel Pardo también compartía esa preocupación, pero sabía en los huesos que no podían hacer nada.

Nadie estaba completamente seguro de cómo o de dónde, y nadie estaba realmente interesado en averiguarlo, pero de pronto habían dos cerdos enteros listos para ser asados y una buena partida de garrafas de vino para todos, todos, a excepción de Lidia y de Román, claro. Cornelio se paseaba con una copa en la mano, feliz, ensalzando a la nueva estrella de su circo, y animando a todos a comer y beber en honor de Eloísa, la que no cabía de felicidad y orgullo. Los hombres sacaron sus instrumentos y sonó la música, Eloísa bailó feliz en cuanto se lo ofrecieron, a diferencia de Beatriz, que rechazaba a todo el mundo. En el fondo de su corazón tenían la vaga esperanza de que Cornelio se lo pidiera. La pequeña Sofía, en cambio, se divertía montada en los hombros del gigante Ángel Pardo, quien danzaba suavemente al ritmo de la música. Von Hagen estaba sentado en una orilla, solo y con su vaso intacto en la mano, miraba de reojo el camión dónde estaba Lidia y pensaba si tal vez dentro del agua, le llegaba el sonido de la música y el ruido de la fiesta. Frente a él se paró Eloísa radiante y le tomó la mano para que bailara con ella, Horacio se disculpó diciendo que no bailaba muy bien, pero la muchacha insistió, “Si no bailas conmigo, les diré a todos lo que hicimos con el muñeco ese” Von Hagen se espantó, pero de inmediato la niña rió divertida “¡Es broma! qué caras pones…” y luego tirando de él con ambas manos, agregó “…Vamos, tienes que bailar conmigo” “Tranquila linda, lo hará en un momento…” Era la voz de Cornelio Morris, se veía de excelente humor, aunque eso no lo hacía sentirse más tranquilo a Horacio. Cornelio apartó el interés de la muchacha con su hipnótico encanto y tomó al hombre simio por el hombro para hablar con él, “Escucha Horacio, sé exactamente lo que pasa contigo…” su tono era conciliador, casi paternalista, tanto, que Von Hagen se sintió caminando sobre hielo quebradizo, “…y aunque no me gusta nada, créeme que lo entiendo” Horacio tragó saliva, se sentía completamente desvalido, como un pollo que no sabe si lo van a liberar o le van a torcer el cogote, “¿Lo entiende?” dijo, porque en realidad no sabía qué más decir. “Claro. Es por Lidia, mira muchacho…” Von Hagen tomó el primer trago de su vaso. Nunca lo había llamado muchacho. Cornelio continuó “…tus sentimientos no son un secreto para nadie, y me preocupa, porque esos sentimientos no van a ninguna parte, lo sabes, pero bueno, quién puede luchar contra el corazón, sin embargo, no le puedes hacer un desaire a la estrella de nuestro circo. Sí ella quiere bailar contigo, tú bailarás con ella… ¿entendido?” Horacio estaba desconcertado, asintió con la cabeza como un niño intimidado por un severo tutor. Cornelio concluyó dándole una palmada en la espalda, “Bien. Ya luego puedes ir a visitar a tu sirena, si eso es lo que quieres.” Cuando Cornelio ya se iba, Horacio vació su vaso de un trago y se atrevió a hablarlo, “¿Señor?...” Morris casi se vio sorprendido de su atrevimiento. Von Hagen continuó, “…hay otra cosa que me preocupa, es sobre Román…” El semblante de Cornelio Morris cambió dramáticamente, “¿Qué pasa con él…?” dijo con una marcada falta de paciencia. Horacio titubeó, pero supo que no podía echar marcha atrás “…es que, ya ha pasado mucho tiempo… y si sigue así, me temo que no lo va a aguantar…” “Eso es algo que no te incumbe…” el tono conciliador y paternalista de Cornelio ya se había extinguido por completo, Von Hagen desvió la mirada para continuar, “…no le pido que lo deje participar de la celebración… sólo que me permita sacarlo para que pueda comer algo y… dormir…” Cornelio se le acercó, al tiempo que Horacio se disminuía hasta volverse insignificante, “Ese enano miserable no tiene más que lo que se merece y saldrá cuando yo lo diga o no saldrá nunca. ¿Alguna otra impertinencia?” “No señor…” Von Hagen respondió lo más rápido que pudo, mirando el interior de su vaso vacío. “Bien” concluyó Cornelio, al tiempo que en un instante, recuperaba su buen humor y volvía a animar a todo el mundo a que celebrara y brindara en honor de su nueva y gran estrella.

Damián y Vicente Corona, en cuanto estuvieron listos, tomaron todas sus cosas y se fueron a su pequeño estudio donde tenían todos los instrumentos y los químicos necesarios para el revelado de las fotos, que desde luego, hacían ellos mismos. Iban entusiasmados como niños en navidad, rememorando las cosas increíbles que habían visto y su extraordinaria habilidad para tomar las fotografías sin que nadie siquiera notara su presencia, “Hermano…” Gritaba emocionado Damián mientras apretaba con ambas manos el volante de la furgoneta, “…te juro por nuestra santa madre que jamás había visto algo igual. Vamos a hacer una fortuna con estas fotos” “¡Y hasta te conseguiste una admiradora nueva, eh!” bromeó su hermano en referencia a la atractiva viuda que les había arrendado el balcón. Condujeron varias horas, al llegar a su estudio fotográfico, ya había comenzado la noche y el lugar estaba cerrado. Durante el día, el estudio era atendido por el viejo Hugo Hidalgo, el cual llevaba más años que ellos trabajando en la tienda cómo si fuera de él, retratando gente. El viejo les había enseñado todo cuanto pudo. En la trastienda tenían una pequeña oficina y el cuarto de revelado, allí brindaron con un vaso de coñac y se pusieron a trabajar. En el cuarto oscuro entraban juntos, cada uno sabía lo que tenía que hacer y eran bastante coordinados, como una experimentada pareja de baile. Comenzaron con las fotos captadas por Damián desde el balcón. Sus rostros de emoción se desvanecieron a medida que las imágenes, en blanco y negro, aparecían flotando en el líquido revelador: Eran hermosas panorámicas del horizonte, edificios lejanos, algunos árboles y un gran trozo de cielo vacío. Nada que valiera la fortuna que esperaban. “Pero qué demonios…” Damián las cambiaba de palangana y de líquido sin poder entender qué había sucedido, mientras su hermano lo miraba irritado, “Está claro que le pusiste más atención a la viuda esa, que a lo que estaba sucediendo afuera…” “Esto no tiene ningún sentido…” todas las fotos mostraban lo mismo, no había rastros de ninguna chica alada por ninguna parte “¡Estaba ahí, yo la vi! No puede haber desaparecido, por Dios” “Bueno, al menos tenemos las fotos de la sirena…” dijo Vicente resignado, aunque poco convencido de la inocencia de su hermano, sin embargo, la mirada de este lo hizo dudar, “¿Las tienes?” Nuevamente las imágenes aparecieron al sumergirlas en la primera palangana, esta vez, eran las fotos de Vicente. Grupos de personas, los vehículos, el entorno, nada que llamara la atención, todas personas normales. Al ver las fotos tomadas a Lidia, se horrorizaron “¿Qué diablos es eso?...” dijo Damián, con la imagen en las manos y el rostro consternado, Vicente a su lado, no lucía mejor, “Es la sirena… creo” dijo.


La imagen mostraba a una mujer muy delgada, semidesnuda, encerrada en una jaula que más parecía un gallinero, que suplicante, los miraba directo a los ojos.


León Faras.

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