jueves, 20 de julio de 2017

Zaida.

VIII.

El día comenzó como cualquier otro en Missa Pandur, dejando rápidamente atrás el episodio de la noche anterior. Missa Nemir entró en la habitación de los monjes más jóvenes para despertarlos haciendo sonar una campanilla colgada en medio de los dormitorios, era un sonido agudo y persistente que con la práctica, el cerebro de los muchachos esperaba para activarse, salvo por el de Gunta, que por lo general necesitaba de estímulos extras para despertarse y seguía soñoliento incluso una vez fuera de la cama, rascándose despreocupado las cavidades de su cuerpo y orientándose como si fuera primera vez que despertaba en esa habitación. Ribo se había dormido tarde esa noche, pero más disciplinado, se incorporaba de inmediato y se sentaba en la cama, dio un bostezo tan largo y profundo que fue bruscamente interrumpido por una distraída polilla que de pronto se vio absorbida por un abismo oscuro y húmedo. El repentino ataque de tos del muchacho provocó una explosión de risa a Paqui quien tuvo que llevarse una mano a la boca para contenerla, ante la expresión de cabreado que tenía Ribo, con el sentido del humor propio de quien recién se está despertando. La pequeña Zaida era tratada con deferencia por el severo Missa Nemir, debido a que acababa de pasar su primera noche en el monasterio y no conocía la rutina, pero bajo las mismas condiciones que los demás. Un pequeño traje de monje le esperaba doblado junto a su litera. El delgado colchón y las cobijas eran sacudidos y colgados para que todo se ventilara y luego se iban a los baños, donde cada uno disponía de una cubeta, de una porción de agua caliente y de un trapo para asearse antes de desayunar. El desayuno era un ritual en sí mismo que la pequeña Zaida también debía aprender, Missa Yendé, encargado de la cocina, llenaba el cuenco de cada monje con una porción de cebada con miel de abejas silvestres que era recibida en silencio con una reverencia de gratitud. Los más jóvenes siempre estaban al final de la fila, simplemente porque se tardaban más en estar listos, y de estos, por lo general Paqui era el último, pero hoy tenía un ligero aire de orgullo por tener a la pequeña Zaida parada tras él, vestida con un atuendo idéntico al de los demás, adaptado a su menuda figura, pero ese orgullo se evaporó cuando vio a Missa Nemir llenar una escudilla y dársela a la pequeña que aun no tenía una donde comer “Esta será para ti, mañana esperarás tu turno como todos, ¿comprendes?” la pequeña Zaida, imitando a los demás, hizo la correspondiente reverencia y se fue a sentar, Nemir no pudo contener una sonrisa “Aprendes rápido, pequeña Zadí…” Mientras Ribo seguía la regla de comer despacio y masticar bien, Gunta se atiborraba la boca con grandes cucharadas de cebada y sólo hacía la pantomima de que masticaba concienzudamente cuando alguien lo miraba, esa era la razón por la que siempre tenía hambre, a pesar de ser un glotón.

En el monasterio, había dos labores que eran elementales: El cuidado del huerto de cebada y la recolección de leña, ambas eran cosas que no debían descuidarse nunca, así como el aseo y la oración, una oración que se hacía en lugares abiertos, como el gran patio de rocas y que era enfocada hacia la gran obra, la creación, el conjunto sincronizado y coherente que formaban todas las cosas del universo, incluido el tiempo y de cómo el humano dentro de su conciencia, debía conectarse con él como parte elemental de un todo. En su habitación, la princesa Viserina se recuperaba rápidamente y hasta ya comenzaba a caminar con la ayuda de una vara de madera a modo de cayado. Con el pasar de los días se hacía más evidente que los dos hombres enviados por Bardo para dar aviso de su situación, no habían conseguido su objetivo y era posible que incluso fuera considerada muerta por su propia gente, “Por el momento, es lo más conveniente. Cuando ya esté recuperada, encontraremos la forma de que se reúna con su pueblo” Missa Budara hablaba con ella con frecuencia, siempre en un tono conciliador y amable, como se trata a una visita a quien uno está satisfecho de recibir y atender, por su parte, la princesa respondía a todo con humildad, recibiendo con gratitud la monótona comida que se le ofrecía y la modesta ropa para reemplazar sus finos atuendos. Era una muchacha sencilla que se ganaba de manera natural el afecto de quienes la rodearan, su condición de princesa sólo era un accidente del destino que no condicionaba para nada su forma de actuar. Como una manera de agradecer y retribuir, la princesa cogía una escoba y barría el suelo de su habitación y de los pasillos sin que nadie se lo pidiera ni se lo impidiera, pues esa era una labor que todos hacían, desde el más antiguo al más joven de los monjes, lo que la hacía una gran forma de integrarse a la comunidad. En eso estaba, cuando una persistente mirada la hizo detenerse, una mirada de recelo de un muchacho que parecía no estar seguro de que si lo que veía era real o no. La princesa sonrió amable, “¿Cómo te llamas?” el muchacho respondió en tono de pregunta, “¿Gunta?” la princesa dejó de barrer para hacer una suave referencia, “Estoy honrada de conocerte, Gunta. Yo soy Viserina” “¿Es cierto que eres una princesa?” Gunta tenía serias dudas, pues de pronto había desaparecido de la figura de esa muchacha todo el aspecto principesco y ahora, vestida de monje, con el cabello tomado en una simple cola de caballo, una escoba en las manos y ese andar corto y lento por la herida en su muslo, se veía tan lejos de la realeza como él mismo “Sí… aunque se trata de algo que en realidad no tiene méritos, es de esas cosas que sólo naces y ya son como son” Se justificó la princesa encogiéndose de hombros, Gunta pareció luchar contra negros nubarrones en su mente durante algunos segundos, hasta que al fin tuvo un rayo de luz que iluminó todo su rostro “Ah, es como nacer pobre. Nadie se esfuerza demasiado por serlo, solo naces y ya está… ¿no?” la muchacha lo pensó brevemente, como si algo no encajara del todo, pero luego asintió sonriendo, lo que lo hizo sentir orgulloso de sí mismo a Gunta.

La princesa Viserina dirigía la mirada de uno a otro de los monjes con ansiedad, como una adolescente que busca que sus padres se pongan de acuerdo para que la dejen ir a una fiesta. Budara miró al monje curandero, inmune a la angustia de la muchacha por recibir una respuesta “¿Passel?” “En lo que a mí respecta, creo que un buen vendaje sería suficiente si tiene cuidado y se toma las cosas con tranquilidad…” “¡Lo haré!” interrumpió la muchacha emocionada por ese punto a su favor. Budara dirigió la mirada al otro lado, todo lo hacía con desesperante lentitud “¿Badú?” este meditaba mirando al piso, “Es una princesa y nos hemos comprometido a cuidar de ella, toda precaución será poca. Sin embargo, estoy seguro de que este viaje, sería de enorme beneficio tanto para la muchacha como para la princesa. Creo que debe ir.” Budara asintió pensativo “¿Nemir?” “Estoy de acuerdo con Missa Badú…” dijo este, parado junto a la princesa Viserina “…toda precaución es poca, pero siempre es así con todos nuestros novicios, sugeriría que se le cortara el pelo para que se asemejara al resto de los muchachos, eso la ayudaría a no llamar innecesariamente la atención” Entonces Budara se dirigió a la princesa para saber si esta estaba de acuerdo con todo lo que había oído. La princesa asintió con rapidez, ni siquiera cortarse el cabello le molestaba en absoluto. Se trataba de un viaje a un sitio sagrado del que sólo había oído hablar, pero al que poca gente podía llegar, apenas supo de que los monjes hacían tal viaje con los más jóvenes, solicitó que le permitieran ir, era probable que nunca más tuviera otra oportunidad. Budara finalmente aceptó, la princesa tuvo que contener su entusiasmo ante la sobriedad de los monjes. Iría al Valle de los Gigantes.

Era un día entero de viaje por la montaña, y no era que el lugar estuviera excesivamente lejos, sino que se hacía necesario dar amplios rodeos por angostos senderos que debían tomarse con mucha calma. Al frente iba Missa Nemir seguido de cerca y a buen paso por el pequeño y orgulloso Pimbo, tras él, su fiel amigo Picca, el carnero, cargaba sobre su lomo a la pequeña Zaida. La princesa Viserina venía después, demostraba ser una gran caminadora, su cojera era leve pero la compensaba con el entusiasmo que le provocaba el viaje, disfrutaba de la compañía de Gunta, Ribo y Paqui que no paraban de presumir de sus innumerables capacidades. Un poco más atrás venía Driba seguido de Girú, un chico de su edad. Cerraba la marcha Missa Badú. Los parajes eran sobrecogedores, de un preciosismo tal que podían admirarse durante horas sin que la vista o la mente se cansaran de lo contemplado. La roca, la vegetación, el agua, las nubes, todo se mezclaba en cantidades que variaban cada pocos pasos y ofrecían una nueva definición a la belleza natural y lo mejor es que eran la única vida humana que podía verse hasta donde la vista llegaba, y en esas alturas, la vista llegaba muy lejos. Caminaron todo el día, sin apenas detenerse para comer hasta el atardecer, cuando se detuvieron para descansar, encender un fuego, cenar y dormir, el valle ya estaba cerca, pero también la noche. Los muchachos tenían gran curiosidad de hacia dónde iban, al igual que la princesa, sólo habían oído historias sobre el Valle de los Gigantes, historias fantásticas que seguramente distaban mucho de lo que en realidad encontrarían. “Cuando lleguemos, comprenderán todo lo que se ha hablado acerca de ese lugar…” dijo Nemir compartiendo un pan de cebada y un trozo de queso y luego agregó “Cómelo despacio Gunta, no sólo debes llenar tu estómago con él, también tu mente…”

Al alba reanudaron la marcha, la abundante neblina de la mañana era como un telón que sólo está para generar expectación, el valle estaba allí, amplio, cubierto de hierba amarilla, alta hasta la rodilla de un hombre y encajonado por las cumbres de las montañas cercanas. Los monjes mayores, dejaron que los jóvenes descubrieran por sí solos la grandeza del lugar. Profundo en la neblina apareció la silueta del primer gigante, medía por lo menos diez metros de altura, erguido, parecía estar torcido hacia atrás por la cintura con un brazo estirado frente a él, como un marinero que divisa tierra, señalando un punto perdido en el tiempo. La princesa se quedó inmóvil, ligeramente intimidada, la pequeña Zaida a su lado le apretó la mano. “¿Se va a mover?” preguntó Paqui en verdad preocupado, volteando un poco la cabeza, pero sin despegar los ojos. Ninguno de los muchachos se atrevió a responderle. Avanzaron con toda precaución, incluso Ribo, que era el más osado de todos, mantenía una actitud de sobrecogimiento. Antes de que el primer gigante se revelara con claridad entre la niebla, dos más aparecieron varios metros tras él, tenían el mismo impresionante tamaño pero sus posturas eran diferentes, uno estaba doblado a la mitad, con ambas manos hacia el suelo, como un campesino que cosecha en su huerto, el otro estaba en una posición guerrera, dando una zancada enorme, con los brazos colgando a los lados levemente despegados del cuerpo, amenazantes. Aquel lugar definitivamente tenía algo muy raro en el aire, algo que atraía lo mismo que intimidaba. Cuando se acercaron al primero de los gigantes, ya podían verse al menos otros diez, desperdigados por el valle, todos en posiciones y actitudes diferentes, sin embargo, ver a uno de ellos de cerca, era una experiencia distinta. Estaban construidos de madera, de tablas perfectamente encajadas unas con otras y contenidas por sogas, huecos por dentro como barriles. No tenían articulaciones, sino que los movimientos de sus cuerpos, parecían construidos con complicados quiebres de la madera, donde podían verse algunas tablas torcidas y dobladas de manera imposible, para que encajaran de forma única y perfecta en el cuerpo del gigante y en su postura, incluso algunas tablas se podían ver separadas unas de otras por pequeños trechos en sus extremos, como si hubiesen sido forzadas por un estiramiento colosal, esos mismos espacios, habían sido aprovechados por innumerables generaciones de aves para hacer sus nidos. Tocarlos por primera vez, era casi como entrar en contacto con algún dios remoto y desconocido, con el vestigio de una fuerza misteriosa. Gunta dio un grito en ese momento, porque había descubierto algo increíble, incluso la princesa se acercó, siempre tomada de la mano de la pequeña Zaida, llegaron junto al gigante que parecía congelado en medio de una enorme zancada, como si quisiera aplastar a alguien de un pisotón, había algo imposible en él, el pie de delante, apenas sí rozaba la hierba, manteniendo el descomunal peso de su cuerpo sostenido en el aire, apoyado en un solo pie, pero con todo el peso de su cuerpo ya lanzado sobre el otro. Mientras los muchachos se entretenían poniéndose debajo y experimentando por breves segundos la ansiedad de estar a punto de ser aplastado por un coloso, la pequeña Zaida se vio interesada en otro gigante que yacía cerca: El arrodillado, este se encontraba muy dañado, su pie estaba destrozado, por eso apoyaba una rodilla en el suelo, mantenía uno de sus brazos estirado al frente, como un derrotado que no desea luchar más, sin embargo, lo más llamativo era un gran agujero en su cabeza y en pleno rostro que daba la impresión de que era una boca enorme abierta en un grito mudo que parecía inquietantemente de miedo. Por otro agujero en su muslo, la pequeña Zaida parada en la punta de los pies, y la princesa Viserina de pie a su lado, echaron un vistazo al interior del gigante esperando encontrar algo fascinante, pero sólo la vista era espectacular, porque el interior era hueco, oscuro, cruzado por haces de luz y habitado por numerosos pájaros que tenían sus hogares ahí.


Cuando pasó la impresión del primer momento, se reunieron todos en el interior del cuerpo de un gigante caído, con su enorme torso destrozado, su interior, donde el sol se colaba por las rendijas y la hierba colonizaba el suelo, era como una gran bóveda inundada de una energía misteriosa y desconocida, allí se encontraba Pimbo, sentado sobre una roca con los ojos cerrados. Eran en total 16 gigantes, nadie sabía quién los había construido, cómo o para qué, solo se podía deducir que llevaban cientos de años allí, tal vez mil, inmóviles, congelados en la misma posición y en el mismo lugar, como si alguna vez hubiesen tenido vida y esta los hubiese abandonado súbitamente. 


León Faras. 

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