jueves, 28 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXV.



Ahí estaba Cípora, sentada sobre una roca, con una de sus particularmente grandes manos sujetándose la frente y con la otra apretándose la cintura, con cara de fatiga y con Lorina a su lado, obligada a mantener una corriente de aire continua dirigida a su cara con un abanico improvisado para que no desmayara. Era insólito que ella, cuyo aliento en ese momento podía hacer sentir enfermo a un lagarto, se sintiera tan afectada por el olor de la sangre desparramada y el de las vísceras expuestas, ¡increíble! Si hasta parecía que ponía excusas para no trabajar, o eso le pareció a Nina, porque se quitó el pañuelo del pelo y se lo lanzó a la cara sin ocultar su enfado. “¡Ponte esto y párate de ahí! ¡Hay cosas que hacer!” Le ordenó. Pronto se darían cuenta de que no había cadáveres enemigos tirados allí, ni uno solo, solo un rastro infinito marcado en el suelo que podía ser el de un cuerpo siendo arrastrado, o cualquier otro bulto similar. Cipo, con el pañuelo amarrado en la cara para engañar su delicado olfato, y el brazo mutilado de alguien sujeto en su mano con la punta de los dedos, con la prestancia de quien sostiene una rata muerta atascada en algún recoveco de su cocina, se quedó mirando aquel rastro hasta que Nina la espabiló de una palmada en la nuca. “Creo que vi algo…” Rezongó la otra, sobándose ofendida. Lorina, luego de hacer su mueca favorita para detectar objetos a larga distancia con la vista, lo corroboró, diciendo que había algo tirado por allí, y que ese algo podía ser otro cuerpo. Tanto su gesto como su tono fueron convincentes, porque Nina, que era curiosa por naturaleza, la envió a ver. “Yo no puedo, me duele la cadera por tanto caminar. ¡Qué vaya Cipo!” Pero Cípora estaba absorta, y sin oír las órdenes de nadie, echó a caminar, olvidándose incluso de que llevaba un miembro amputado en la mano, momentos después volvía corriendo con las manos vacías y gritando como si el alma corrupta de Garragar el Sanguinario en persona la persiguiera: Aquello era un monstruo, una criatura horrible con sangre en las manos, en las uñas, en los dientes y con los ojos de un muerto que aún respira. “Lori, te lo juro por tu madre, ¡esa cosa se los comió a todos!” Aseguró Cípora como si lo hubiese visto, y Lorina, que era propensa a creer, la miró con los ojos grandes y plenos de angustia. “¡Es un monstruo rimoriano!” Exclamó. A Lorina le encantaban de niña los cuentos de miedo, lo mismo que le asustaban, pero aun así no podía resistirse. Le encantaban las historias sobre las almas de los pobres desgraciados que se perdían en las noches eternas del Bosque Muerto, sobre las criaturas que moraban en la oscuridad y que confundían los sentidos de los incautos para llevarlos a agujeros de los que no saldrían nunca, sobre los espíritus corruptos capaces de poseer los cuerpos de los recién difuntos para cometer innombrables atrocidades en ellos, pero por encima de todo, le gustaban las historias sobre los monstruos rimorianos que atacaron Cízarin, porque esas sí eran reales como la luz del día. Había oído sobre cómo a esos hombres les cortaban un brazo y les crecían dos más en su lugar, cómo eran capaces de pelear encendidos en llamas como una antorcha o cómo devoraban a sus víctimas como bestias salvajes para hacerse más fuertes y violentos, y ahora, uno de esos monstruos estaba allí, y Lorina sentía lo mismo que sentía de niña con las historias, que el miedo y el deseo se mezclaban en un cóctel poderoso que la volvía absolutamente incompetente para tomar decisiones racionales. “¡Quiero ir a verlo!” Escupió sin pensarlo siquiera, con una sonrisa infantil y nerviosa, y ese suave bamboleo en el cuerpo de quien se ve invadido por la ansiedad. Mientras Cípora le gritaba que aquello era una completa locura, y Nina le recordaba con enfado que hace apenas unos minutos se quejaba de que le dolía el trasero por tanto caminar, Lorina solo podía imaginar a esa criatura despedazando a todas esas personas incapaces de defenderse, transformado, quizá, en alguna bestia perruna de ojos brillantes, grandes colmillos y garras, como solía oír de niña sobre seres que no eran completamente humanos ni animales y que eran marginados y perseguidos por los hombres, seres a los que el hambre enloquecía lo mismo que les daba una fuerza y una fiereza inusual. Lorina recogió un afilado machete del suelo y echó a andar sin escuchar razones y las otras tuvieron que acompañarla, un poco por la innata costumbre de cuidarse entre todas y otro poco por la inevitable curiosidad humana, porque si toda esa carnicería había sido esparramada por un solo hombre, ese hombre era algo digno de ser visto. “¡Hay que quemarlo vivo!” Anunció Cípora con firmeza y un dedo en alto, como la voz de la razón, pero Lorina le replicó con voz serena y sin voltear a mirarla, como la voz de la experiencia, que aquello era una tontería, porque seres así no podían ser quemados, se decapitaban y se sepultaban en lodo negro separados el cuerpo de la cabeza por siete zancadas y dos lunas, solo así sus espíritus atormentados no volverían en busca de venganza. Nina le miraba entre intrigada e incrédula, ella no tenía idea de nada de eso, a ella siempre le gustaron desde niña las historias reales sobre personas reales, los chismes de barrio, el cotilleo picante, las habladurías indiscretas entre vecinos, todo lo demás la ponía a bostezar en segundos, pero las cosas que estaban sucediendo en ese momento eran bastante serias y seguramente debía escuchar a los expertos. “¿Dices que vamos a decapitar a alguien?” Preguntó Nina, alzando levemente la voz porque estaba un poco rezagada, pero no recibió respuesta. Cuando ya estaban lo suficientemente cerca como para ver al hombre, Lorina empezó a sentir un poco de decepción, aquello no era lo que ella esperaba ver, se veía más como cualquier borracho que se ha dormido tirado en el suelo, que como un monstruo de los que le habían descrito en sus historias, solo que este, en vez de estar cubierto con sus propias porquerías, estaba cubierto de sangre que seguramente pertenecía a alguien más, aun así, no se veía demasiado impresionante. Lorina, suspiró. Cípora había exagerado, como siempre. Pero superando su desencanto inicial y con aire resignado, Lorina levantó su machete en el aire con la intención de dejarlo caer sobre el cuello del sujeto, pero entonces este abrió un poco los ojos, despegó los labios y con una voz ronca, como si se la hubiese dañado por tanto gritar, rogó por un poco de agua para aplacar la terrible sed que sentía. Ninguna tenía agua, pero Cípora había cargado un pellejo lleno hasta la mitad de delicioso vino de nísperos que partió a buscar al trote. “¿Qué le pasó a mis ojos? ¿Por qué no puedo ver?” Se quejó el hombre, pero nadie estaba allí para darle respuesta, sino para pedirlas. “¿Qué demonios fue lo que le sucedió, amigo?” Preguntó Nina con las manos en jarra, asomándose desde las alturas como si estuviera parada sobre un balcón. El hombre se mostró confundido. “¿Por qué está cubierto de sangre, señor?” Preguntó Lorina, alzando la voz, como si el tipo estuviera sordo además de ciego. “¿Lo estoy?” Respondió aquel, sorprendido. “Es un rimoriano, tal vez deberíamos dejarlo aquí.” Dijo Cípora, abrazada al pellejo de vino como si se hubiese arrepentido de compartirlo, sin embargo, se lo dio, y apenas el hombre lo probó, debió escupirlo de inmediato y alejarlo de él, porque ese olor y ese sabor le trajeron terribles visiones a la cabeza. “¡Un monstruo, una bestia devoró a mis amigos! ¡Los mató a todos!” Exclamó Costia, horrorizado.


León Faras.

martes, 12 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIV.



Todos dieron un respingo tras entrar en la cabaña y encontrarse con la silueta del viejo Buba en un rincón, era arduo no impresionarse con su rígido y reseco aspecto, tan poco saludable, pero Barís los alentó a no prestarle demasiada atención. Es un gran tipo, pero, no es muy conversador que digamos…” Les dijo. Tenía una sonrisa natural y seductora, de esas que dan gusto de ver; como buen asesino, debía ser seductor también, porque él no era de los que corren tras sus víctimas, sino de los que las atraen. Los hombres comenzaron de inmediato a pelearse el vino de nísperos, no pudo evitarlo, el barril estaba sobre la mesa y aunque la luz no era buena, él no notó ninguna marca. Migas le había enseñado hace años que cuando envenenaba los licores les dejaba una marca en el envase, generalmente una mella; una era aturdimiento, que era el que más solían usar, dos significaba daño temporal, como sentirse muy enfermo por un par de días, y tres marcas era la muerte, rápida o lenta, pero inevitable como el amanecer. Al principio, le pareció que todo sugería que el licor estaba limpio, que solo embriagaba como cualquier otro, pero poniendo más atención bajo la luz y la perspectiva correcta, vio una pequeña marca disimulada en la parte baja del barril que parecía más el rasguño de un gato salvaje, pero esas eran cuatro mellas y Barís no tenía idea de qué podía ser peor que la muerte. Tuvo un mal presentimiento, pero entonces el tonto de Costia, siempre queriendo estar un paso por delante de los demás, se llenó un vaso y lo apuró hasta el fondo de un trago, con la indigerible excusa de querer probarlo para saber su estado. Barís se apresuró a apropiarse del barril para que no se lo acabaran antes de comer, aunque la verdad era que necesitaba saber los efectos del brebaje antes de que todos cayeran muertos ante sus impotentes ojos. Él era un asesino serial, sí, pero el envenenamiento era tan insípido como los camarones hervidos con avena de su tía Gazú, no había ningún gozo en ver caer a alguien muerto sin haberle puesto ni siquiera un dedo encima, eso era como estar hambriento y solo poder mirar la comida. A los otros hombres no les pareció justo que no les permitieran beber un trago también, si estaban igual de sedientos, y protestaron, pero estuvieron de acuerdo cuando Costia, que se veía divertido con la situación, se le acabó la risa como si se le hubiese agotado de repente, el color de la cara se le fue a las nubes, la fuerza de sus músculos se esfumó como un pedo en el aire y Costia se desplomó igual que un caballo reventado. Los hombres, asustados por el veneno después de lo que habían visto en la ciudad, acusaron al pobre Barís de asesinato, ¡a él! que había sido un prolífico pero discreto asesino desde que mató a su tía Dora mientras dormía a los trece años de edad y nunca había sido inculpado ni señalado con el dedo, ahora estaba siendo acusado por una panda de tontos, por culpa de ese estúpido vino de nísperos que ni siquiera era suyo, y que tampoco había forzado a nadie a beber. Se defendió, pero las cosas se estaban poniendo feas, sobre todo con ese muchachote cara de niño, que se sentía muy valiente profiriendo insultos y amenazas sosteniendo la empuñadura de su inmaculada espada como si pretendiera usarla, eso hasta que un gruñido, que no era el de un cerdo, los paralizó a todos, y a sus lenguas. “Tal vez, solo fue un gas…” Sugirió el gordo, estirándose para ver el cuerpo de Costia sin perder su puesto, el viejo del pelo largo y apelotonado, en cambio, sí se acercó a examinarlo de cerca, y ante la duda, decidió descargarle un puntapié en el muslo. Se veía tan muerto como cualquiera, pero cuando iba a golpearlo por segunda vez, solo para asegurarse, Costía empezó a sacudirse suavemente con espasmos que subían por su cuerpo hasta desembocar en un largo y sonoro eructo. El viejo no pudo evitar dar un respingo, pero tuvo que reírse luego de su propia reacción junto con los demás, entonces, el supuesto muerto abrió los ojos y ya no eran los de Costia, algo más estaba allí dentro. El viejo del pelo rasta ya no reía, ya nadie reía. Mientras Costia se ponía de pie, Barís vio en su cara, en sus ojos, aquello que se preguntaba hace un rato sobre qué podía ser peor que la muerte, pues eso era convertirse en un muerto no muerto, la pregunta ahora era: qué diablos es eso. Al principio, no parecía peligroso, solo estúpido, incapaz de entender o de hacerse entender, pero entonces abrió su boca a toda su capacidad, como si se tratara de un formidable bostezo que en realidad era el grito mudo de alguien a quien las cuerdas vocales se le han agarrotado por completo, y en ese mismo momento atacó al viejo del pelo rasta, directo al cuello, arrancándole un trozo chorreante y jugoso como un emparedado de criadillas, el muchachote quiso intervenir para ayudar al viejo, pero recibió un manotazo de Costia que por poco le desencaja la mandíbula, arrebatándole de un plumazo todas sus buenas intenciones. Mientras Barís, abrazado al barril de vino, se mantenía a distancia tras la mesa, el gordo planeaba la mejor estrategia de escape, mirando con horror cómo el viejo Costia arrancaba bocados de carne como un buitre devorando los restos de un perro muerto, a un hombre que ya no luchaba porque había perdido casi la mitad de su sangre. El muchachote, creyéndose el más propicio para ser el héroe, volvió al ataque golpeando a Costia con un banquillo en la cabeza. En condiciones normales, un golpe como ese hubiese sido de mucha ayuda, pero en tales condiciones, solo empeoró las cosas, de hecho, Barís intentó evitarlo. “Si la bestia está comiendo, y no eres tú la comida, entonces aléjate y no la molestes…” Le decía su tío Bedo, con ese acento ondulante y ese aire de sabiduría ficticia que hacía sentir como imbécil a los demás, pero en ese momento, era justo lo que estaba pensando, y el gordo también, pero no, el estúpido muchacho tenía que llamar la atención del monstruo y ahora debían salvarle el pellejo sujetando entre ambos al corpulento Costia por los hombros, pero sin poder evitar que este le arrancara una oreja al cara de niño de una mordida. El pobre viejo de los rastas se arrastraba hacia afuera con la fuerza de su último aliento en un vano intento por salir de ese lugar, cuando el gordo le pasó por encima mientras huía del monstruo que había decidido perseguirlo a él, gritando por auxilio a Barís, cuyos planes no estaban saliendo como él esperaba. Barís se armó con un garrote y los persiguió, pero al llegar, guiado por los gritos del pobre gordo, no pudo hacer nada más que mirar, no sin algo de embeleso en los ojos, al pobre tipo le faltaba la mitad de la cara e intentar salvarle la vida así era inútil, en cambio, recordó las sabias palabras de su tío Bedo y volvió a la cabaña. Pensó en ocultarse en el sótano junto con Nimir hasta que todo pasara, pero entonces vio al muchachote sentado en el suelo bajo una ventana, tan ausente como un muerto pero respirando, porque no reaccionó a ninguno de los gestos, ademanes ni susurros desesperados que Barís hizo para llamar su atención, tampoco hizo nada cuando Costia apareció tras él, tras Barís, jadeando, con un tufo a sangre y a vino imposible de olvidar o de describir. Se defendió, pero Costia era mucho más corpulento que él, ambos cayeron rodando escaleras abajo hasta donde Nimir se ocultaba, tal vez si este lo hubiese ayudado se hubiese salvado, pero el chico estaba congelado de miedo y Barís fue devorado frente a sus ojos sin que él intentara siquiera gritar, o huir. Así fue como Nimir se salvó y el muchachote, y cómo el viejo Buba resultó ileso, porque el monstruo no le prestaba interés a los muertos, ni a los que parecían muertos, no atacaba a los que se quedaban quietos e inertes frente a él, aunque tal vez, también sea que lo ayudó un poco el olor a caca que lo envolvía.


León Faras.