lunes, 29 de octubre de 2018

Del otro lado.


XXXI. 


Es curioso como los nombres tienen la facultad de injerir en las propias cualidades humanas de las personas, en su personalidad, en la forma de ser y de comportarse. Los nombres, y a veces también los apodos, condicionan y aunque nunca se había detenido a pensarlo, Pedro Roca, era como su nombre lo decía, un tipo duro de cuero, carácter y de corazón. Por supuesto que lo que lo había hecho así, era la vida que había llevado desde su infancia, no su nombre propiamente tal, pero no dejaba de ser curioso para quienes lo llegaban a conocer. El menor de seis hermanos de una familia desbaratada, tenía que constantemente competir con sus hermanos por lo poco que tenían, incluso por un lugar donde dormir, y casi siempre perdía. Pronto, y al igual que la mayoría de sus hermanos, más temprano que tarde, comenzó a pasar más tiempo en la calle y menos tiempo en su casa, vio muchas cosas que no debería ver un niño y aprendió muchas cosas que no se le deberían enseñar a un niño, pero para él, no sólo todo eso estaba bien y era justo, sino que además, era mucho mejor que lo que vivía antes, porque ahora, él no estaba en el fondo de la cadena alimenticia, ya no era el más pequeño, había otros más abajo que él y tenía posibilidades de seguir subiendo, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para subir. Ya nunca más sería el más débil. Mató a su primer hombre a los once años y lo hizo de una puñalada en el cuello sin titubear y tuvo su primera experiencia sexual tan sólo unos meses después, con una jovencita apenas mayor que él, con iguales ansias de sobrevivir pero mucho menos apta y más temerosa, en ese momento, aquello fue como una especie de prueba que debía cumplir, un reto que lo haría ser considerado de otra forma, pero con el tiempo, se convertiría en su afición y en su negocio, a lo que se dedicaría toda su vida: al negocio de las jovencitas temerosas. Con los años, los sentimientos se fueron volviendo sinónimo de debilidad y poco a poco fueron siendo reprimidos y aplastados hasta quedar atrofiados irremediablemente. Comenzó transportando en condiciones muy precarias, seres humanos de contrabando, a jovencitas compradas a sus familias o familiares o de plano raptadas de sitios muy pobres, para ser llevadas a lugares donde se les encerraba y se les obligaba a ejercer la prostitución. Él se daba el derecho de probarlas también, le gustaban preferentemente las chicas muy jóvenes y sobre todo las que le temían, las fáciles de someter, las que no mostraban mayor resistencia que repetidos ruegos y sollozos. Era listo, a pesar de no tener educación y ambicioso, aunque su origen era de pobreza y abandono, pronto consiguió tener su propio local, y rápidamente consiguió algunos matones de baja calaña y varias jovencitas para comenzar a atraer clientes y también para su propia satisfacción personal. Las chicas vivían encerradas, hacinadas, mal alimentadas, permanentemente intimidadas, siempre expuestas a enfermedades y maltratos, no recibían más que un mínimo de dinero del que generaban. Y cuando se volvían demasiado mayores para el gusto de los clientes, Pedro Roca las vendía a otro tipo de locales nocturnos para obtener algún beneficio o simplemente las hacía desaparecer, eran muchachas que nadie buscaba, por lo que no era conveniente que quedaran libres para contar su historia a alguien. Un cliente en especial se volvió muy buen amigo de él y luego su socio, lo llamaban David Romano, un hombre de pelo largo, liso y rubio, muchísimo más culto y educado que él, y con un curioso parecido a Jesucristo. Se trataba de un hombre extraño, con capacidades poco comunes que nadie comprendía muy bien, hasta que Pedro Roca tuvo, como los llama él mismo, “un accidente programado” tenía varios enemigos y muchas tachas en su expediente de vida: su automóvil, en el que viajaba junto con uno de sus hombres, se quedó sin frenos en la carretera, chocaron y se volcaron algunos metros por una pendiente. Ambos fueron encontrados muertos, pero Pedro Roca despertó un minuto y veintiocho segundos después tomando una bocanada de aire como si estuviera emergiendo desde el fondo del océano, un océano especialmente profundo y oscuro, estaba muy alterado, asustado, era comprensible para todos después del accidente, pero para David Romano, aquello no era sólo la experiencia de haber estado a punto de morir, sino de haber estado muerto y haber visto al Escolta que lo aguardaba del otro lado. Pedro se lo confirmó y David le explicó qué era aquello y por qué lo estaba esperando y lo seguiría esperando a él y sólo a él. Entonces le ofreció el servicio de alguien que él conocía, alguien con muchas generaciones a su espalda, que podía engañar a ese Escolta, ya que era imposible destruirlo, y endosárselo a alguien más mediante un ritual, uno que parecía digno de un curandero africano o un médico brujo, uno que incluía cánticos, oraciones, sangre del interesado y hierbas quemadas en brasas ardientes junto con mechones de pelo y escupitajos, todo muy en contraste con el entorno moderno, los aparatos electrónicos y el ruido incesante del tráfico en la calle. El curandero, una vez que terminó, preparó dos botellitas de líquido, uno claro, transparente y otro turbio y oscuro, este último se lo dieron de beber a Pedro Roca mientras que el primero se lo llevó David Romano. Pedro Roca nunca se enteró, pero lo que acababa de beber y que sabía tan mal, era un poderoso veneno. Para acabar bien con el ritual, debía morir en ese mismo momento si quería evadir al Escolta, David Romano lo sabía, pero no se lo dijo, al fin y al cabo, todo aquello era con el propósito de salvar su espíritu y no su cuerpo, luego salió del cuarto donde un chico de nombre Joel lo aguardaba. David le dio la botellita de líquido transparente e instrucciones de que debía matar a alguien y en el acto meterle el líquido por la boca, no importaba cómo ni a quién, sólo que lo hiciera lo más rápido posible, “Fácil y rápido…” concluyó Romano con una leve sonrisa. Joel cogió el líquido y se marchó, conocía a David Romano, le debía un favor muy grande y sabía que aquel era de los hombres a los que convenía pagarle las deudas.



León Faras.

miércoles, 24 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


III.

Poner a dormir a Bolo no era tan sencillo como parecía, pero era necesario, pues debían descender de la barcaza sin que ésta tocara tierra, y Gálbatar quería a su esclavo Nobora cuidándoles las espaldas cuando cruzaran la Entrada del Ladrón. No era fácil, porque Bolo tenía una notable resistencia a las sustancias que pretendían influir en su metabolismo de fierro y porque, literalmente, podía oler a distancia los soporíferos que el alquimista sabía preparar, y negarse a probarlos, sólo el alcohol funcionaba y se lo bebía de buena gana, pero no tenían tanto tiempo como para emborrachar a un hombre-perro y esperar a que se recuperara. Entonces Licandro sacó una botella de líquido y se la enseñó a Gálbatar, era una cocción de flores maceradas en un licor destilado de bayas silvestres al que se le había agregado un polvo extraído de hongos con poderes mágicos, o eso le había señalado el vendedor, lo había encontrado hace unos días en un extraño mercado y de inmediato pensó en su amigo Bolo y su problema con la altura. El mercader le aseguró que el brebaje podía infundir valor a quien lo necesitara al punto de ser capaz de enfrentar su peor pesadilla con arrojo y valentía, y perder completamente la prudencia y el miedo a la muerte, si aquello era necesario; había batallas que se habían decidido gracias a esta bebida, sin embargo, se debía tener mucho cuidado con la cantidad, pues una dosis muy elevada, podía conectar al individuo con otro tipo de realidades, haciéndolo entrar en contacto con mundos gobernados por espíritus, a veces buenos y a veces malos, advirtió el comerciante, y luego vació los bolsillos de Licandro con una amable sonrisa. Mientras preparaban el descenso, Licandro le dio un vaso pequeño a su amigo Bolo, con toda ceremonia y discurso para que éste pensase que se trataba de algo especial y no de una botella de licor ordinaria que debía ser aniquilada lo más rápido posible, sin embargo, el vaso pequeño no pareció surtir efectos en el Nobora, y a éste pareció agradarle, por lo que le dio otro y de paso, se bebió uno él también, después de todo, nunca estaba de sobra un poco de valor. Cuando Licandro salió a la cubierta, Gálbatar miró preocupado la botella con el menjunje, le faltaba más de la mitad, lo que significaba que: o el organismo de Bolo era demasiado resistente o el brebaje era un completo timo. Licandro respondió que tal vez un poco de ambos, pero que finalmente había dado resultado y señaló hacía el cielo con una amplia y forzada sonrisa. En ese momento el Nobora trepaba eufórico por una de las redes de cuerda hasta el globo, donde cualquiera que se atreviera, podía experimentar lo que se sentía viajar sobre una nube. Gíbrida miraba con la boca abierta, realmente se trataba de un brebaje milagroso, se lo arrebató de las manos a Licandro y se echó un trago largo, luego se lo devolvió con la misma rudeza con que se lo quitó. No estaba tan mal.

La entrada de “El Gigante dormido” se refería a un árbol caído de un tamaño descomunal, como un tubo gigante con la altura de cuatro hombres de diámetro, que tenía sus ramas en la jungla, pero luego de cruzar el río en todo su ancho, enterraba las raíces en la ciudad. Parecía sacado de otro planeta, de uno particularmente enorme. El Místico llegó hasta allí para cruzar al otro lado, a la verdadera Antigua, y para eso, debía hacerlo por el interior del Gigante dormido y no por encima. Sus ramas ofrecían angostas entradas por las que un hombre delgado podía arrastrarse como por dentro de una tubería, pero sólo una de esas entradas llevaba sano y salvo al visitante hasta el otro extremo, pues una vez dentro, lo que se encontraba allí, era la entrada a un laberinto que cubría totalmente la circunferencia del interior del túnel, iluminado tenuemente por algunos haces de luz filtrados desde el exterior y por una bandada de insectos luminosos, similares a los que habían en el foso, que se desplazaba por el centro, todos juntos como una nube luminosa. Para los Místicos, sólo había una forma de cruzar el laberinto y era repitiendo una letanía infinita, muy larga, aprendida de memoria y que señalaba el camino que se debía tomar: cinco pasos, izquierda, diez pasos, izquierda, dos pasos, derecha… y así, hasta llegar al final. Es interesante destacar que hay puntos en los que, con sorpresa, se puede ver la luz entrar desde un agujero en el suelo bajo tus pies, como si se estuviera de pie sobre el sol y no bajo él, entonces, y sólo entonces, el visitante nota que está cabeza abajo, pero aquello no afecta en lo más mínimo dentro del Gigante dormido. De esa manera, el visitante cruza el paso hacia la ciudad Antigua, pero el intruso, o tal vez quedaría mejor decir, el insensato, es atrapado en un laberinto infinito y consumido por el Gigante lentamente.

Para cuando lograron que Bolo bajara del globo que sostenía la barcaza aerostática, ya habían preparado las cuerdas para el descenso, el sistema era muy simple, se utilizaban contrapesos que colgaban de la barcaza, pero éstos, sólo frenaban los últimos metros de la caída, por lo que bajar de la barcaza era un verdadero salto al vacío. Gálbatar y los demás, se ataron un pie a la cuerda y luego la sujetaron firme con ambas manos para dejarse caer, Bolo, dentro de su estado de exaltación narcotizada, apenas cogió la cuerda y se lanzó al vacío como un clavadista, dando un brinco espectacular desde la barandilla con un alarido de euforia digno de un Nobora desquiciado y sólo sujeto con sus poderosos puños que, y gracias a algún pequeño resquicio de sensatez dentro de su locura temporal, no soltaron la cuerda hasta posar los pies suavemente sobre el piso firme de la ciudad destruida. La Entrada del Ladrón estaba claramente señalada en el mapa, pero cruzarla, era algo completamente diferente, ninguno de los que estaban ahí lo había hecho antes, y todo lo que se sabía al respecto, eran cuentos y leyendas que tenían las mismas posibilidades de ser falsas o verdaderas. En primer lugar, se decía que debía ser cruzada de día, jamás al ocaso ni mucho menos por la noche. En segundo lugar, había quienes aseguraban que dentro del paso, la oscuridad era total y que era imposible diferenciar el arriba del abajo, también se decía que los Mancos podían ver en la oscuridad y que esa era su principal ventaja, eso, además de ser considerados indolentes y muy buenos guerreros.

Una auténtica ranura para hombres, estrecha, que apenas cabía un hombre corpulento como Licandro, pero incomprensiblemente alta, abierta en una pared que no ofrecía nada más, en medio de lo que, con seguridad, eran las ruinas de una ciudad hermosa. Luego, una escalera aprisionada entre dos paredes, que parecían ansiosas por juntarse una con la otra en cualquier momento. La luz del exterior los acompañaba, sólo hasta donde le era posible llegar, de ahí en adelante, la oscuridad se dejaba caer con toda su indiscutible rotundidad. Gálbatar encendió su foco portátil, Licandro y Gíbrida portaban lámparas. El sitio, una vez acabada la escalera, era un túnel cilíndrico, perfectamente redondo de unos tres metros de diámetro, tal vez un poco más, en cuya base corría agua como por un drenaje subterráneo, aquellas eran, de hecho, las cloacas de Antigua. Licandro levantó su lámpara a todo lo que le dio el brazo, un sonido en el techo señalaba que algo se movía sobre sus cabezas, cogió su pistola por precaución, pero sólo consiguió quedarse mirando incrédulo y con la boca abierta como la misma agua que corría bajo sus pies, también lo hacía por el cielo de roca, como si se tratara de un espejo, pero en el que ellos no se podían reflejar, el hombre se preguntó si aquel líquido que había bebido, no lo estaba haciendo ver cosas que en realidad no existían. Entonces, algo pasó reptando por la pared junto a él, algo enorme que lo hizo dar un salto, Gíbrida alzó su escopeta, Licandro lo apuntó con su pistola y medio segundo antes de apretar el gatillo, pudo ver que se trataba de Bolo, el Nobora, caminaba por la pared y subía hasta quedar cabeza abajo guiado por su olfato y por su instinto. Licandro soltó una retahíla de groserías, palabrotas e insultos dirigidos a Bolo, a sus parientes cercanos y hasta a los mismísimos constructores de aquel agujero maldito y siniestro, mientras se apretaba el pecho con la mano que sostenía el arma, conteniendo su corazón para que no se escapara de su sitio. Bolo no le hizo ni caso, seguramente tampoco le entendió demasiado, pero se mantenía inquietantemente expectante, como el perro que detecta a su presa, aunque no la vea, aunque esté oculta, su olfato y su instinto le aseguraban que estaba ahí, lista para huir o para atacar.



León Faras.

viernes, 12 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


II

Las caravanas, han sido una buena forma de ganarse la vida desde siempre, porque desde siempre ha habido productos que necesitan ser llevados de un sitio a otro; telas, especias, arcillas y si eres nuevo en el negocio, siempre es bienvenido un novato para trasladar metal desde los yacimientos de chatarra de Arenas Blancas a los hornos sepultados de Damn, pero incluso para ser novato, era necesario contar con un capital para comprar un carro y los búfalos escamados que tiraran de él a través del desierto. Baros tenía ese capital: el oro que consiguió al huir del bosque, y lo utilizó en iniciar su pequeño negocio. El oro, un metal poco visto en el comercio popular. Cuando le preguntaron en el asentamiento de Arenas Blancas, de dónde lo había sacado, respondió que se lo había arrebatado a los Grelos, los cuales, a su vez, habían matado y se lo habían quitado a un grupo de soldados. Nadie le creyó, ¿Y cómo le iban a creer? si era una locura enfrentarse solo a una oleada de Grelos o más aún, entrar a su campamento a robarles oro, ¡Oro! ¡Si era más fácil robarles una de sus hembras, que el oro! aunque, no más atractivo. Baros se quedó tratando de justificarse, haciéndose escuchar por encima de las risotadas de los hombres que le oían, especialmente uno pequeño, de nariz ganchuda que mientras más fuerte reía, más grande abría los ojos, sentado convenientemente junto a su socio, un hombre enorme de piel de oliva, cuyos brazos parecían capaces de estrangular a un búfalo y su risa, era como la que haría el mismo búfalo, si pudiera reír a carcajadas. Entonces, un hombre llamado Bomas le habló, era un viejo de orejas perforadas muy alargadas, como si hubiese cargado rocas con ellas, y una sola aglomeración de pelo pringoso y aglutinado que le salía del cráneo como un tentáculo gordo y gris colgando en su espalda; le dijo que le importaba un carajo de dónde había obtenido el oro, que él lo aceptaba si lo que quería era un buen carro con toldo de oruga para las tormentas y ruedas areneras y, si quería, le podía ofrecer dos búfalos escamados de mediana edad, a mitad de precio, pero que aún podían trabajar un par de años con total facilidad, antes de vendérselos a los destazadores. Baros no sólo aceptó, luego de ver el carro y los búfalos, por supuesto, sino que también se unió a la caravana del viejo, era lógico, un caravanero solo, no era un caravanero. También eran parte de la caravana, el pequeño de la nariz ganchuda, Gago, y su gigante compañero oliváceo, Nilson.

Las arenas de los desiertos, forman olas, como las del mar, aunque se les llamen dunas. Estas olas también tienen movimiento y se desplazan como las del océano, aunque, por supuesto, de manera mucho más lenta y pesada. Este movimiento de las dunas, fue el que hizo emerger un día, desde sus entrañas, un pequeño trozo de metal, el ápice de un tubo de hierro de doscientos metros que llamó la atención de los hombres, quienes, en ese momento, fueron incapaces de cavar lo suficiente para descubrirlo por completo, pero, gracias a eso, un año después descubrirían el descomunal yacimiento de chatarra de Arenas Blancas, un sitio atractivo a su modo, que ofrecía la prosperidad y la muerte a partes iguales. Se trataba de un cráter de proporciones apocalípticas, cavado por incontables hombres que habían pasado por allí durante muchos años, en cuyo interior, bullía la actividad propia de una ciudad siempre sobre poblada, hecha casi en su totalidad de postes, toldos y lonas y donde se podía encontrar casi de todo, desde carne de pescado, traída quién sabe desde donde, hasta una más que aceptable cantidad y variedad de prostitutas. El yacimiento pertenecía a tres hombres que se lo habían dividido como una torta y cualquier hombre podía trabajar allí, pagando un porcentaje de sus ganancias. Nadie parecía interesarse por saber quién había depositado toda esa chatarra allí o en qué era utilizado todo ese metal antes de que fuera acumulado como basura, simplemente estaba allí, como un regalo de los dioses, y todos podían sacar provecho de él. Bomas, comenzó trabajando allí, como excavador, cuando aún era muy joven, un chiquillo. Había estado a punto de morir dos veces en ese sitio, dos veces, en serio. La primera: en una trampa de arena. Las excavaciones avanzaban en cualquier dirección y sin ningún control, por lo que había zonas donde el desierto estaba socavado y la arena se escurría lentamente, pero sin que nadie lo pudiera notar, perdiendo su densidad y convirtiéndose en una trampa traga-hombres. Bomas fue tragado por la arena hasta la cintura de una sola engullida, y luego lentamente, como una serpiente se traga una presa demasiado grande. Sobrevivió gracias a que alguien lo escuchó pedir ayuda y lograron llevarle una viga para que se sostuviera. Sólo andaba buscando un lugar apartado donde evacuar. La segunda vez fue en el gran derrumbe, algo cedió y toneladas de chatarra se vinieron abajo rodando o volando por los aires, una gigantesca pared que parecía inamovible como los muros de Jericó, perdió su estabilidad y comenzó a derrumbarse como un castillo de naipes, pero de naipes de hierro que pesaban toneladas. Fue una tragedia y fue la única vez que se recuerda que los trabajos se detuvieron por varias semanas para sacar los cuerpos de los muertos y de los heridos. Bomas sólo corrió lo más rápido que pudo y sin mirar atrás, cuando vio que todos los demás gritaban y corrían. No supo qué tan cerca estuvo de morir ese día, pero sospecha que se salvó por muy poco. Sin embargo, siguió trabajando en el yacimiento de Arenas Blancas por varios años más, hasta que tuvo su oportunidad y se convirtió en caravanero, desde entonces, no ha parado un solo día de su vida.

Las ciénagas, eran un lugar al que los soldados no lograban acostumbrarse. Todo lo que comían o bebían sabía horrible, el olor a putrefacción era constante y en algunos días, insoportable. Fico era un soldado de guardia en el muro exterior, se distraía aquel día observando cómo, algunos hombres subidos en improvisadas torres de madera, ataban al lomo de la bestia, no sin el máximo de precaución y un miedo palpable, una estructura de madera de aspecto simple, a la cual poder adherir un pomposo asiento con sombrilla en el que Rávaro pudiera viajar cómodamente montado sobre una criatura de cinco metros de altura. Éste observaba la maniobra con una expresión de satisfacción perversa, pues obviamente tenía en la mano el mando del amenazante Quebranta-espíritus, al que la bestia había aprendido a respetar y temer rápida e inteligentemente. Fico observaba esto totalmente relajado, con un codo apoyado en la baranda y un pie cruzado, mordisqueando de mala gana una fruta que sabía a lodo, cuando alguien gritó: un hombre llegaba, un soldado que se veía agotado y hambriento, dijo que había sido enviado junto con Baros rumbo a la ciudad del abismo, pero que éste los había atacado y huido hacía los bosques, donde fueron asaltados por Grelos, quienes, al descubrir que llevaban oro, les habían perseguido y cazado uno por uno. Él, de milagro había logrado escapar, gracias a la velocidad de su caballo y a que había desperdigado el oro que llevaba de manera que eso le diera tiempo para escapar, aquella última parte no le agradó para nada a Rávaro. Fico se dio vuelta hacia la Ciénaga para no ver como aquel pobre tipo era incinerado de dentro hacia fuera, se limpió la nariz con el dorso de la mano donde tenía la fruta, y asqueado, lanzó ésta lejos fuera. Entonces, lo notó, algo raro había, algo que le estaba llamando la atención desde hace rato, pero que no lograba identificar: Siempre que él y los otros soldados terminaban de comer algo sobre el muro, lanzaban los restos hacía afuera intentando darles en la cabeza, a uno de los guardias espectrales de Dágaro que permanecían rodeando el castillo, formados e inmóviles como estatuas o como armaduras vacías de decoración, pero esta vez, al lanzar la fruta, se dio cuenta de que no había ningún soldado espectral, los buscó con la vista, a todo lo que ésta le alcanzaba desde donde estaba, pero no pudo divisar ni uno solo. Pensó en que debía dar aviso, pero en ese momento vio como retiraban los restos del soldado que hace poco había llegado con malas noticias para su jefe y como éstos se desarmaban con sólo intentar moverlos. Fico se rascó el cuello y volvió a restregarse la nariz con el dorso de la mano, le quedaba una hora de guardia, con algo de suerte los soldaos espectrales regresaban a su lugar o a alguien más le tocaba informar de su desaparición.



León Faras.

lunes, 1 de octubre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVII.

Elena, luego de lavarse la cara y las manos, estaba sentada a la mesa frente al viejo Tata y al lado de Lina para aclarar un poco lo que había sucedido: ese señor que había aparecido en su casa, hace un rato, no era ningún agente de la justicia, era un hombre claramente acaudalado, de buena familia y situación, que actuaba por sus propios medios “…y que andaba buscando a su hermana, una señorita de nombre Elena, ¿Es usted, verdad?” preguntó Tata, Elena asintió, el viejo continuó, rascándose detrás de la oreja, “Mire, no es que queramos que usted se vaya, ¿Verdad Lina?...” Lina asintió con la cabeza y le tomó las manos a la muchacha, el viejo continuó, “…más bien, todo lo contrario, estamos muy contentos de que usted y Clarita nos acompañen, pero, si usted es la hermana de ese señor, entonces usted también tiene una buena situación económica, ¿No estaría mejor, más cómoda y segura, junto a su familia?” Elena, explicó que cuando llegó a vivir junto a su padre, lo hizo con la idea de alejarse de su círculo familiar y de la vida que llevaban, una vida de lujos ridículos y vacíos, de costumbres monótonas e innecesarias y dónde ella, como mujer, era una completa inútil que apenas, y si se esforzaba mucho, podría encontrar algún día, un marido rico que le diera “la vida que se merecía”, y si tenía mucha suerte, joven y apuesto también, para que ella pudiera seguir manteniendo su nivel de vida y sus amistades, “…pues todo eso, no digo que esté mal…” continuó Elena, aún tomada de la mano con Lina, “…sólo digo que para mí no estaba bien. Sí, vengo de una familia con buena situación económica, pero yo no tengo dinero, ni tampoco me prepararon de ninguna manera para obtener algo de dinero, la vida que llevaba era como estar dentro de una jaula, y salirse de esa jaula estaba prohibido. Yo quería una vida junto a la gente de pueblo, donde las costumbres son sencillas y donde es casi imposible sentirse un inútil. Yo quería ayudar, servir, incluso alguna vez pensé en ser monja, pero mi padre se escandalizó y se negó rotundamente, no quería nada que tuviera que ver con la iglesia…” Lina se atrevió a preguntar, algo que hace rato le daba vueltas sin decidirse, “¿Su padre es el que era doctor, verdad? lo digo porque no hay muchos Ballesteros por aquí” Elena miró a la vieja que preguntaba con toda ternura y asintió sin decir palabra. La noticia de que el médico se había ido preso, no había pasado inadvertida para nadie en el pueblo y en todos sus alrededores, tanto el médico, como el cura, eran personas importantes y reconocidos, sin embargo, la razón por la que se lo llevó la justicia, se multiplicó en media docena de versiones distintas, pero a los viejos, aquello no les interesaba, “¿Y su mamá, no estará preocupada por usted?” preguntó Lina con toda la humildad del mundo, Elena negó con la cabeza, “Ella murió hace muchos años…” No era necesario dar más detalles, pero lo cierto, era que su madre había enloquecido, le habían diagnosticado personalidades múltiples, a veces, recuerda Elena, era como si otras personas completamente distintas y opuestas, se apropiaran de su mente. Al final había terminado suicidándose. “Bien…” dijo Tata, poniéndose de pie, “…no se habla más del asunto, usted puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Se nota de lejos que usted es una buena persona y las buenas personas son bienvenidas en todos lados” En ese mismo momento comenzaron a caer los primeros goterones de lo que sería una generosa lluvia. 

En casa de Ismael, éste preparaba un lecho para él en el cuarto de su hijo, la cama de Úrsula estaba destrozada y su dormitorio aún con vestigios desagradables en los muros y en los recuerdos de la muchacha, por lo que ésta dormiría junto a su madre. Comenzó la lluvia a anunciarse y la ropa de Úrsula que se había lavado durante el día con agua hirviendo, terminó colgando en su cuarto vacío en improvisados tendederos. Una hora después y poco antes de que el día se terminara, se desató el aguacero, el doctor Cifuentes leía los papeles que le había dado el cura sentado en el mismo escritorio donde Ballesteros los había escrito tiempo atrás, la misma lámpara lo iluminaba, y también a los fetos, que a ratos parecían moverse dentro de sus frascos y cobrar vida, con el efecto de sombras que provocaba la trémula llama que los iluminaba. El caso de Isabel Vásquez le pareció particularmente interesante, los sucesos que describía eran increíbles, sobre todo los inexplicables síntomas padecidos por el paciente que, el doctor Ballesteros describió como pertenecientes a una enfermedad rara y sin precedentes. La narración de la autopsia realizada al cadáver, carecía de toda credibilidad, un bebé engendrado bajo tierra, era una locura, pero había algo que, estaba ahí, y que no podía ignorar: el feto sin rastros de su cordón umbilical; era real, tangible, pero al mismo tiempo imposible de que existiera. El doctor Cifuentes se restregó los ojos por debajo de las gafas, estaba cansado, tenía hambre y afuera la lluvia caía como si se hubiese roto el cielo.

Fin de la Segunda parte.



León Faras.