viernes, 12 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


II

Las caravanas, han sido una buena forma de ganarse la vida desde siempre, porque desde siempre ha habido productos que necesitan ser llevados de un sitio a otro; telas, especias, arcillas y si eres nuevo en el negocio, siempre es bienvenido un novato para trasladar metal desde los yacimientos de chatarra de Arenas Blancas a los hornos sepultados de Damn, pero incluso para ser novato, era necesario contar con un capital para comprar un carro y los búfalos escamados que tiraran de él a través del desierto. Baros tenía ese capital: el oro que consiguió al huir del bosque, y lo utilizó en iniciar su pequeño negocio. El oro, un metal poco visto en el comercio popular. Cuando le preguntaron en el asentamiento de Arenas Blancas, de dónde lo había sacado, respondió que se lo había arrebatado a los Grelos, los cuales, a su vez, habían matado y se lo habían quitado a un grupo de soldados. Nadie le creyó, ¿Y cómo le iban a creer? si era una locura enfrentarse solo a una oleada de Grelos o más aún, entrar a su campamento a robarles oro, ¡Oro! ¡Si era más fácil robarles una de sus hembras, que el oro! aunque, no más atractivo. Baros se quedó tratando de justificarse, haciéndose escuchar por encima de las risotadas de los hombres que le oían, especialmente uno pequeño, de nariz ganchuda que mientras más fuerte reía, más grande abría los ojos, sentado convenientemente junto a su socio, un hombre enorme de piel de oliva, cuyos brazos parecían capaces de estrangular a un búfalo y su risa, era como la que haría el mismo búfalo, si pudiera reír a carcajadas. Entonces, un hombre llamado Bomas le habló, era un viejo de orejas perforadas muy alargadas, como si hubiese cargado rocas con ellas, y una sola aglomeración de pelo pringoso y aglutinado que le salía del cráneo como un tentáculo gordo y gris colgando en su espalda; le dijo que le importaba un carajo de dónde había obtenido el oro, que él lo aceptaba si lo que quería era un buen carro con toldo de oruga para las tormentas y ruedas areneras y, si quería, le podía ofrecer dos búfalos escamados de mediana edad, a mitad de precio, pero que aún podían trabajar un par de años con total facilidad, antes de vendérselos a los destazadores. Baros no sólo aceptó, luego de ver el carro y los búfalos, por supuesto, sino que también se unió a la caravana del viejo, era lógico, un caravanero solo, no era un caravanero. También eran parte de la caravana, el pequeño de la nariz ganchuda, Gago, y su gigante compañero oliváceo, Nilson.

Las arenas de los desiertos, forman olas, como las del mar, aunque se les llamen dunas. Estas olas también tienen movimiento y se desplazan como las del océano, aunque, por supuesto, de manera mucho más lenta y pesada. Este movimiento de las dunas, fue el que hizo emerger un día, desde sus entrañas, un pequeño trozo de metal, el ápice de un tubo de hierro de doscientos metros que llamó la atención de los hombres, quienes, en ese momento, fueron incapaces de cavar lo suficiente para descubrirlo por completo, pero, gracias a eso, un año después descubrirían el descomunal yacimiento de chatarra de Arenas Blancas, un sitio atractivo a su modo, que ofrecía la prosperidad y la muerte a partes iguales. Se trataba de un cráter de proporciones apocalípticas, cavado por incontables hombres que habían pasado por allí durante muchos años, en cuyo interior, bullía la actividad propia de una ciudad siempre sobre poblada, hecha casi en su totalidad de postes, toldos y lonas y donde se podía encontrar casi de todo, desde carne de pescado, traída quién sabe desde donde, hasta una más que aceptable cantidad y variedad de prostitutas. El yacimiento pertenecía a tres hombres que se lo habían dividido como una torta y cualquier hombre podía trabajar allí, pagando un porcentaje de sus ganancias. Nadie parecía interesarse por saber quién había depositado toda esa chatarra allí o en qué era utilizado todo ese metal antes de que fuera acumulado como basura, simplemente estaba allí, como un regalo de los dioses, y todos podían sacar provecho de él. Bomas, comenzó trabajando allí, como excavador, cuando aún era muy joven, un chiquillo. Había estado a punto de morir dos veces en ese sitio, dos veces, en serio. La primera: en una trampa de arena. Las excavaciones avanzaban en cualquier dirección y sin ningún control, por lo que había zonas donde el desierto estaba socavado y la arena se escurría lentamente, pero sin que nadie lo pudiera notar, perdiendo su densidad y convirtiéndose en una trampa traga-hombres. Bomas fue tragado por la arena hasta la cintura de una sola engullida, y luego lentamente, como una serpiente se traga una presa demasiado grande. Sobrevivió gracias a que alguien lo escuchó pedir ayuda y lograron llevarle una viga para que se sostuviera. Sólo andaba buscando un lugar apartado donde evacuar. La segunda vez fue en el gran derrumbe, algo cedió y toneladas de chatarra se vinieron abajo rodando o volando por los aires, una gigantesca pared que parecía inamovible como los muros de Jericó, perdió su estabilidad y comenzó a derrumbarse como un castillo de naipes, pero de naipes de hierro que pesaban toneladas. Fue una tragedia y fue la única vez que se recuerda que los trabajos se detuvieron por varias semanas para sacar los cuerpos de los muertos y de los heridos. Bomas sólo corrió lo más rápido que pudo y sin mirar atrás, cuando vio que todos los demás gritaban y corrían. No supo qué tan cerca estuvo de morir ese día, pero sospecha que se salvó por muy poco. Sin embargo, siguió trabajando en el yacimiento de Arenas Blancas por varios años más, hasta que tuvo su oportunidad y se convirtió en caravanero, desde entonces, no ha parado un solo día de su vida.

Las ciénagas, eran un lugar al que los soldados no lograban acostumbrarse. Todo lo que comían o bebían sabía horrible, el olor a putrefacción era constante y en algunos días, insoportable. Fico era un soldado de guardia en el muro exterior, se distraía aquel día observando cómo, algunos hombres subidos en improvisadas torres de madera, ataban al lomo de la bestia, no sin el máximo de precaución y un miedo palpable, una estructura de madera de aspecto simple, a la cual poder adherir un pomposo asiento con sombrilla en el que Rávaro pudiera viajar cómodamente montado sobre una criatura de cinco metros de altura. Éste observaba la maniobra con una expresión de satisfacción perversa, pues obviamente tenía en la mano el mando del amenazante Quebranta-espíritus, al que la bestia había aprendido a respetar y temer rápida e inteligentemente. Fico observaba esto totalmente relajado, con un codo apoyado en la baranda y un pie cruzado, mordisqueando de mala gana una fruta que sabía a lodo, cuando alguien gritó: un hombre llegaba, un soldado que se veía agotado y hambriento, dijo que había sido enviado junto con Baros rumbo a la ciudad del abismo, pero que éste los había atacado y huido hacía los bosques, donde fueron asaltados por Grelos, quienes, al descubrir que llevaban oro, les habían perseguido y cazado uno por uno. Él, de milagro había logrado escapar, gracias a la velocidad de su caballo y a que había desperdigado el oro que llevaba de manera que eso le diera tiempo para escapar, aquella última parte no le agradó para nada a Rávaro. Fico se dio vuelta hacia la Ciénaga para no ver como aquel pobre tipo era incinerado de dentro hacia fuera, se limpió la nariz con el dorso de la mano donde tenía la fruta, y asqueado, lanzó ésta lejos fuera. Entonces, lo notó, algo raro había, algo que le estaba llamando la atención desde hace rato, pero que no lograba identificar: Siempre que él y los otros soldados terminaban de comer algo sobre el muro, lanzaban los restos hacía afuera intentando darles en la cabeza, a uno de los guardias espectrales de Dágaro que permanecían rodeando el castillo, formados e inmóviles como estatuas o como armaduras vacías de decoración, pero esta vez, al lanzar la fruta, se dio cuenta de que no había ningún soldado espectral, los buscó con la vista, a todo lo que ésta le alcanzaba desde donde estaba, pero no pudo divisar ni uno solo. Pensó en que debía dar aviso, pero en ese momento vio como retiraban los restos del soldado que hace poco había llegado con malas noticias para su jefe y como éstos se desarmaban con sólo intentar moverlos. Fico se rascó el cuello y volvió a restregarse la nariz con el dorso de la mano, le quedaba una hora de guardia, con algo de suerte los soldaos espectrales regresaban a su lugar o a alguien más le tocaba informar de su desaparición.



León Faras.

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