XLV.
Indefectiblemente,
desde el día de su muerte, volvía a abrir los ojos en su cuarto con la salida
del sol. Cada día, el espejo en la habitación de Laura se cubría de una línea
cada vez más gruesa en medio, dejando menos espacio libre para ella, lo que en
cierto modo también hacía el gran rayo oscuro con su mundo. Lo marcaba en el
espejo y lo marcaba en el lugar, dejando una línea de rocas allí donde el gran
rayo oscuro avanzaba cada día, como una desalentadora rutina diaria más
parecida a una cuenta regresiva, como quien tacha los días en un calendario
esperando el día inevitable, y cada vez estaba más convencida de que no quería
huir hasta quedar atrapada en un rincón de su cuarto, como una rata a la que
está a punto de caerle un escobazo encima, muerta de miedo, siendo engullida
poco a poco por una incontenible pared de oscuridad con la que no se podía
razonar, solo de imaginarlo le dejaba una sensación muy desagradable. Aquella
mañana decidió dejar de lado los rayos oscuros que caen del cielo, las grabadoras
anticuadas y los incendios forestales e irse a algún lugar lejos de todo esto
que le estaba pasando. Aun estando muerta, toda esta situación era estresante,
porque por alguna razón que no entendía, Dios o quien fuera, estaba tratando de
eliminarla, primero con esa sombra aterradora que no paraba de acosarla a
través de los espejos, y ahora con esta oscuridad incontenible que parecía tan
insondable y fría como el mismísimo cosmos y no sabía por qué, solo podía
insistir en cuestionarse qué era aquello tan malo que había hecho, o
simplemente le quedaba aceptar que la muerte era así para todos, que todo lo
que le habían dicho antes eran puros cuentos inventados, porque después de
todo, nadie nunca había regresado del más allá, ni regresaría. Debía de ser
algo muy malo, porque esa sombra no parecía tener buenas intenciones.
Llegó
más o menos al mediodía, no lo podía saber con exactitud porque no usaba reloj
y porque aquel día estaba particularmente nublado. De niña disfrutaba del mar, le
quedaba más o menos cerca y era un paseo recurrente con su familia, pero nunca
aprendió a nadar correctamente, y siempre fue de las que solo se sentían
seguras y podían disfrutar, si sus pies estaban bien apoyados en el fondo y su
cabeza fuera del agua. Al crecer, siguió yendo a la playa con regularidad y
gusto, pero se pasaba casi todo el tiempo tendida en la arena y cada vez menos
en el mar. Aquella en la que estaba ahora, no era una playa apta para el baño,
por la gran cantidad de rocas que albergaba, todas hostiles, acorazadas y afiladas
por el oleaje, como si estuvieran resistiéndose a un desembarco ancestral, y
estaba alejada del núcleo urbano, por lo que muy pocas casas podían verse
alrededor. Laura llegó hasta la orilla, donde las olas morían y el agua cubrió
sus pies, pero no la sintió y como se lo esperaba, ni siquiera fue capaz de
mojarse. Era un oleaje pausado que la chica comenzó a atravesar sin que este
ofreciera resistencia, tampoco sentía ninguna diferencia entre la parte de su
cuerpo sumergida en el agua y la que permanecía fuera, sin más ideas a las que
recurrir, infló sus mejillas de aire y se dejó caer sentada sobre el fondo. Era
un paisaje totalmente diferente al de afuera y a lo que ella siempre había
visto, y para su total asombro, no estaba ausente de vida; la vida allí no
había desaparecido, podía ver algas y moluscos adheridos a las rocas,
incontables bichos rastreros en los que nunca había reparado moviéndose en el
fondo y una infinidad de detalles, como la bruma que difuminaba el horizonte
infinito, creando siluetas indeterminadas que luego se convertían en cosas, la
riqueza en brillos y colores del lecho marino o solo los rayos de luz de un sol
que comenzaba a asomarse en ese instante, se preguntó por un momento si podría
ver personas, aunque ese no era el mejor momento ni lugar, pero eso no le
preocupaba demasiado tampoco, porque su cuerpo no sentía frío y sus pulmones no
reclamaban el aire, y en frente tenía un mundo vasto y maravilloso para
explorar, y lo mejor, lleno de vida. Se inclinó hacia delante y se lanzó
suavemente en perfecto horizontal, la sensación fue alucinante, porque no era
como nadar, era como volar, y moviendo los pies suavemente era suficiente para
desplazarse, para cuando se dio cuenta, el fondo estaba a varios metros de
ella, lo mismo que la superficie, el sol iluminaba con fuerza y los numerosos
peces reflejaban su brillo con sus cuerpos metálicos. Sabía que había muchos
peces en el océano, pero nunca habría imaginado tal cantidad y tal variedad, se
movían en solitario o en grupos organizados y no le temían en lo más mínimo,
uno especialmente grande y feo, se paseó frente a su cara con altanería, como si fuera uno de los mandamás del lugar, tenía
una mandíbula prominente, llena de diminutos dientes, y unos ojos enormes que
miraban con aire desconcertante, como quien no está completamente en sus
cabales y refleja su estado mental en la mirada, Laura tuvo que mover el rostro
hacia atrás para no recibir un colazo en la cara. La flora marina tampoco
dejaba de impresionarla con su abundancia y variedad, cubriéndolo todo mientras
recibieran la luz del sol, en ese momento sintió la incomodidad de la
imponencia del océano, un lugar tan grande, en el que se podía vagar por una
eternidad, y en el que era muy fácil perderse, en el momento en el que perdiera
de vista la costa de la que venía. Laura sacó la cabeza fuera del agua, estaba
lejos, pero allí estaba la costa, podía verla, pensó en que jamás se había
alejado tanto de tierra firme y sentía la extraña sensación del miedo y el
deseo al mismo tiempo, por adentrarse aun más en el mar. Dudaba, hasta que de
pronto una idea borró toda duda de su mente, y por poco la obliga a darse una
palmada en la frente: no importaba cuánto se alejara, siempre la salida del
nuevo sol la llevaría irremediablemente de vuelta a su cuarto, por lo que se
liberó y se lanzó a disfrutar sin restricciones de la impresionante sensación
de volar como si de súper poderes se tratase, haciendo piruetas, giros sobre sí
misma y lanzándose en picada hasta el azul fondo marino, para ver de cerca una extraña
roca que se movía, no era una roca, sino que era una concha que debía llevar
una eternidad allí, porque estaba deformada por una multitud de micro-moluscos
adheridos a su superficie, como si de una diminuta y escarpada cordillera se
tratase, como un veterano asteroide, incluso podía verse una pequeña estrella
de mar anaranjada que había encontrado un hueco libre para instalarse, dando la
sensación de que llevaba mucho tiempo allí, en ese momento se dio cuenta de que
no tenía ni idea de cómo nacían las estrellas, no se imaginaba una poniendo
huevos o expulsando, por Dios sabe dónde, un puñado de pequeñas estrellitas. Aquel,
sin duda, debía de ser el rey de los caracoles marinos.
Fue
un día genial, que terminó tumbada bocarriba, flotando en la nada, a pocos
metros de la superficie, mirando cómo el día se hacía noche y la luna iniciaba
su ronda nocturna, así se durmió. Lo que vio cuando despertó, le pareció un extraño
sueño, aunque desde el día de su muerte que no soñaba, una gigantesca mancha negra
cubría el cielo, como una gran nave alienígena, lenta y majestuosa sobre su cabeza,
cuando logró reaccionar, se dio cuenta de que aquello era un enorme e intimidante
barco de hierro, como un edificio de alto, desplazándose a pocos metros de ella,
el sol apenas había salido, estaba en medio del océano y aunque buscó con insistencia,
fue incapaz de determinar hacia dónde estaba su hogar.
León Faras.