miércoles, 27 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXX.



Recogiendo los cadáveres y limpiando los escombros, habían acumulado una importante cantidad de espadas amontonadas en un cúmulo en medio de la ciudad, casi todas eran de las llamadas Pétalo de Laira de Cízarin, pero había algunas muy particulares, y una en especial era totalmente fuera de serie. Su mango era muy largo para una espada que de normal podría manejarse con una sola mano, su pomo, era un sencillo pero elegante huevo de gallina blanco, sin embargo, lo curioso era que su hoja estaba cubierta de pinchos, como si una enredadera espinosa de hierro lo cubriera. Rara y hermosa como una Laira amarilla, la flor, ya que todas son blancas, pero a veces podía aparecer alguna que transgrede esa norma con su pigmentación, y encontrarse con una, sin duda era sinónimo de tener muy buena suerte. Eso mismo fue lo que Emma sintió al recoger del suelo esa espada, la que se mantenía impoluta, sin una sola gota de sangre encima, como si hubiese viajado hasta allí, no para pelear una batalla, sino para buscarla a ella. Era sencillamente la cosa más hermosa que había visto en toda su vida y la chica estaba embobada, sin embargo, lo que estaba cerca no era algo bello a la vista. La espada estaba junto al cuerpo de el que fuera su último dueño, un muchacho apenas mayor, aunque era difícil precisarlo, pues el chico estaba desfigurado por el veneno, tenía los ojos amarillos, las venas muy marcadas, sobre todo en el cuello y la frente, la boca abierta, la mandíbula ligeramente desencajada y manchada de baba negra y una expresión muy inquietante en el rostro con la que parecía estar mirando a su espada, como reprochándole su culpa por su terrible final. Morir de esa manera en una batalla infame sin siquiera haber podido pelear.



Emma no había soñado nunca con ser una guerrera y menos después de ver todos esos cadáveres de soldados muertos sin gloria, no, sus fantasías iban más por el lado de ser una vengadora, una justiciera, alguien valiente y de temer, que se planta entre los abusadores y los que no pueden defenderse y enfrenta a los primeros, protegiendo a los segundos con su arma sin igual, una espada, pensaba Emma, que de seguro debía de tener un nombre espectacular, como “Rayo de Justicia” o “Castigadora del Mal…” o “Implacable Venganza.” Todos muy apropiados en el mundo de sus fantasías, porque solo eran eso para ella, fantasías, y esa espada era muy real. Aun así, cogió el arma, la envolvió en la tela de un saco y se la llevó para esconderla como un tesoro, aunque todavía no estaba segura de dónde. Mientras la llevaba, una pareja de viejos con pinta de soldados veteranos con los que era mejor no meterse, se le quedaron mirando con cara de mucha curiosidad y poca paciencia, con lo que la chica solo sonrió estirando los labios, como cuando le preguntaban de algo sobre lo que prefería no hablar y aceleró el paso dando saltitos entre los escombros como un gazapo. Aquella pareja eran Gúnur y Vanter, y lo que les había llamado la atención no era esa muchacha de sonrisa sospechosa, sino lo que se asomaba del bulto que llevaba en brazos, una empuñadura acabada en un sencillo pero elegante huevo de gallina. A Vanter eso se le hizo muy familiar pero fue incapaz de recordar el porqué en ese momento. Después de todo, cómo podría llegar a imaginar, con todos los años que habían pasado, que Malagonía estaba allí, y que acababa de pasar justo frente a sus narices.



Emma recordó cuando, de niña, escondía los juguetes de Brelio atándolos con un cordel y lanzándolos dentro de un pozo, podían pasar semanas sin que nadie los encontrara, era el escondite perfecto, pero demasiado húmedo para una espada… o algo así le había enseñado su padre una vez sobre la humedad en los metales, que podía hacerlos sangrar o algo parecido… no estaba muy segura, no siempre le ponía toda la atención necesaria a su padre, o a su madre… o a la gente que le rodeaba en general y no porque no quisiera, sino porque se distraía fácilmente por culpa de su tonta concentración espontánea, sonaba a una contradicción pero no lo era, el asunto era que se perdía en su mente con cualquier cosa que llamara su atención, una nube peculiar, un insecto raro o una carreta que cojea, y se olvidaba del resto del mundo y de sus aburridos habitantes, hasta que uno de ellos la traía de vuelta y ella solo ensanchaba los labios con su sonrisa exculpadora, la que usaba para salir del paso en casi cualquier situación, y luego solo asentía convincente. Pensó en llevarla a su casa, pero de seguro que ésta estaría llena de sobrevivientes sin refugio, sobre todo niños, y su hallazgo llamaría la atención de más de alguno de ellos y luego todos querrían verla y tocarla y jugar con ella, y mamá acabaría quitándosela escandalizada, porque las espadas eran peligrosas y que no eran juguetes para niños, porque uno podía hacerse daño o sacarle un ojo a alguien más y blablablá, hasta que pensó en el cobertizo donde papá apilaba la leña cortada, era un lugar oscuro y seco, la leña jamás se agotaba y su hermana Lina, nunca iba a husmear ahí, porque, según ella, se había encontrado con la araña más grande del mundo viviendo entre los leños y a ella no le gustaban nada esos bichos, sin embargo, cuando Emma llegó, precisamente su hermana estaba allí, separando leños con sumo cuidado, como si se tratara de objetos extremadamente peligrosos y delicados. Y es que todo el mundo estaba demasiado ocupado ese día y a ella le había tocado la tarea de mantener el fuego encendido. “Deja eso, yo me encargo.” Le ordenó Emma con su autoridad de hermana mayor. Lina la miró seria, y luego al bulto que dejaba en el suelo. “¿Dónde estabas?” Le preguntó, sin soltar el leño que acababa de seleccionar, entonces, Emma puso cara de espanto, como si una bestia aterradora surgiera de las profundidades del trozo de leña que sostenía en sus manos, tanto que su dedo señalador temblaba, también su mandíbula, al tiempo que su voz se quebraba por intentar salir, pero pronto la máscara se le caía y Emma se echaba a reír de lo fácil que era asustar a su hermanita. “¿Es una espada?” Preguntó Lina, retomando su postura luego de lanzar el leño al suelo. Emma podía ser independiente y audaz, pero siempre compartía todo con su hermana, no solo su ingenio burlesco y su irritante sentido del humor, también sus secretos, aunque aquella no se lo pidiera. “No solo es una espada…” Le dijo, descubriéndola. “Mírala, es el arma de un héroe, de un paladín defensor de los afligidos, de un…” Una voz rasposa le respondió desde el exterior. “De un traidor.” Vanter la había seguido tras recordar de pronto lo que el huevo de gallina significaba. Emma lo miró disgustada de ser espiada, pero su padre también estaba allí, incrédulo. “No puede ser… es Malagonía.” Dijo, sin entender bien qué era eso de llamarlo traidor.


León Faras.

martes, 5 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIX.



Una numerosa cantidad de aldeas y caseríos aledaños, sobrevivían gracias a la voracidad con la que Rimos consumía el carbón que producían, devorando a su vez toda la vegetación a su alrededor que sirviera, pero a nadie en su sano juicio se le hubiese pasado por la mente jamás utilizar ni una sola vara de leña del Bosque Muerto, hogar de los Invisibles, porque eso era jugar con fuego, y no cualquier fuego, pero para Gan era distinto, porque él desde pequeño había sentido una conexión con el mundo espiritual, y podía decir cuándo era mejor retroceder, porque han ofendido a alguien, y cuándo todo está bien; y para sus amigos pieleros, aquello no era más que un graaan bosque, seco desde hace muuucho tiempo, al que, sacarle un poco de su leña, no dañaría a nadie, incluido los llamados Invisibles.



Si los pieleros, debido a su aspecto incivilizado y a su constante mal olor, casi como Cromañones, eran las personas más despreciadas e ignoradas del mundo, más aun que los que vivían hurgando en los desperdicios, los carboneros, en Rimos, estaban apenas medio peldaño más arriba, Gan lo supo en su primera entrega de carbón, donde los forjadores lo trataban como a un niño idiota de su pertenencia, cuyo trabajo no tenía arte ni ciencia, ni ningún punto de comparación con el suyo y al que podían vilipendiar a su antojo y pagarle lo que quisieran, pues su negocio entero y hasta sus vidas y las vidas de sus familias dependían del sudor de los herreros, sin embargo, ya poco quedaba del astuto e inescrupuloso Gánula, guerrero del ejército de inmortales de Rimos, ahora, a Gan se le había contagiado la humildad y sensatez del viejo Barros y su hijo, con los que había compartido los últimos años y se comportaba como uno de ellos, regateando con reverencias como si pidiera limosnas, pero ese día un niño lo estaba esperando, el hijo menor de una mujer llamada Yelena, una de las no muchas, aunque en franco aumento, mujeres herreras de Rimos, trabajaba en la forja junto con su hija Yara desde que su esposo muriera horriblemente asfixiado bajo el peso de una carreta cargada de hierro cuyo eje no resistió y desde que su hijo mayor fuera enviado al ejército de Cízarin para nunca volver. Ella le compró un par de bolsas a Gan de su carbón, y con ello hizo un interesante descubrimiento que al parecer, nadie más había notado. Lo primero que quiso saber en cuanto Gan llegó ante ella, fue de dónde sacaba ese carbón, pero de inmediato se arrepintió de la pregunta. “No, ¿sabes qué? Prefiero no saberlo...” y solo le dijo que lo quería todo y al precio justo, sin regateos ni rebajas. Gan aceptó encantado pero ella quería asegurarse de que le entendiera correctamente: “No solo el que traes ahora, te voy a comprar todo el que produzcas…” Gan asintió con la mandíbula suelta y su único ojo bien abierto, y Yelena añadió estirándole la mano como para cerrar un trato: “Me lo venderás solo a mí. ¿Hecho?” Gan estaba de acuerdo, pero esa mujer no tenía ni idea de cuánto carbón podían producir ellos y prometía comprarlo todo. Ellos tenían más carbón listo y Petro estaba trabajando en ese mismo momento en hacer más, por lo que pronto verían qué tan en serio hablaba esa mujer.



Con el aspecto que tenía el viejo Migas, era normal que la gente le cerrara la puerta en las narices nomás verlo aparecer, pero con el aspecto que traía en ese momento, era prácticamente imposible fiarse de él ni un poco, pero para eso era que le precedía una botella de vino de ciruela negra hecho por él mismo. “Soy un viejo amigo de Larzo. Pasaba por aquí y me preguntaba si podría verlo y conversar un rato…” Preguntó el viejo, con esa sonrisa fruncida que usaba para hacer negocios, a una señora mayor cuyo mayor atributo era el tamaño de sus cachetes que parecían haber sido exagerados a propósito para molestarla. “Por verlo, puede verlo, señor, pero lo de conversar va a estar medio difícil.” Respondió la mujer con una parsimonia digna de elogios. A pesar de lo lindo que estaba el día, el interior de la casa era una cueva oscura y sin ventilación, con olor a encierro, a sebo y a algún orinal olvidado. Un grupito de señoras de distintas edades apiñadas en un rincón, cada una con su respectiva taza en la mano con quién sabe qué bebida, lo miraron con desconfianza y lo saludaron de mala gana, a pesar de ello, Migas mantuvo estoico su sonrisa estreñida hasta pararse frente al dueño de casa. Había planeado iniciar la conversación diciendo que el tiempo pasaba muy rápido y que los roces del pasado debían olvidarse, pero… “Ah, a eso se refería con eso de que la conversación sería difícil.” Murmuró rascándose la mollera. El viejo Larzo yacía tirado en su lecho bien peinado, aseado y pálido como una lombriz, pero lo que más llamaba la atención era lo enjuto que se veía, como si le hubiesen chupado las mejillas desde adentro, todo lo contrario de la buena señora que le abrió la puerta, que parecía que le acababan de inflar la cara. El difunto, sostenía con firmeza un tronador con la mano derecha y apoyado sobre su hombro, como si pensara llevárselo a algún lado con él. “En sus últimas horas no quiso deshacerse de él, y aun ni muerto se atreve a soltarlo.” Comentó la mujer, mientras le arrebataba la botella de las manos a Migas, este, con el viejo muerto y tieso frente a él, ya no estaba tan convencido de querer cederla, pero debió resignarse gracias a la habilidad y delicadeza de la vieja para quitársela, en el acto las señoras que la acompañaban, entre susurros y risitas, vaciaron al suelo el contenido de sus tazas para recibir un poco de ese vino, y Migas pensó que tal vez su visita, no fuese una pérdida total de tiempo y buen licor.



Afuera, donde Migas estacionó su carreta, el único que se veía normal era el perro, y eso llamaba demasiado la atención de la gente que pasaba por ahí. Nimir se veía ausente y asustadizo, abrazado a sí mismo repitiendo en voz baja la misma perorata una y otra vez como un idiota, en el sentido literal de la palabra idiota. Luego estaba la cerda, que echada descaradamente patas arriba, liberaba pedos cada uno más intenso que el anterior, y ni hablar del viejo Buba, cuyo aspecto era cada vez menos el de un ser humano y más el de un espantapájaros hecho de cuero. Cuando Migas salió, los debió espantar a los curiosos como a moscas de su comida, y de paso regañar a Nimir por no hacerse cargo de la situación, él aún debía hacer una cosa, había convencido a las señoras, entre halagos y sorbos de vino, de llevarlo al granero donde el viejo Larzo había fabricado su invento, necesitaba saber cómo funcionaba y sobre todo, qué más se podía hacer con él.


León Faras.