viernes, 27 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XVIII.

Ya se había enterado Cifuentes, aunque someramente, por parte del padre Benigno, del último fallido y extraño intento de suicidio del doctor Ballesteros, cuando llegó a la prisión para chequear el estado de salud de este último. Una Hermana de la Resignación salía en ese momento. Aurelio, como siempre, lo recibió a esa hora de la mañana. Ese hombre parecía vivir en prisión, tal como cualquiera de los presos, aunque con los privilegios que le correspondían como jefe de guardias. Habían cambiado las cadenas por amarras de telas rasgadas, que si bien no dañaban la carne como los grilletes de hierro, inmovilizaban el cuerpo de Horacio cruzándosele por todos lados como una maraña que a Cifuentes le pareció exagerada, Aurelio y sus muchachos no pensaban igual, el guardia antes de retirarse y dejarlo a solas, le recordó que él era el doctor y que podía soltarle las amarras si quería, pero siempre bajo su total responsabilidad. Hugo soltó las que le cruzaban el cuerpo, pero dejó las que sujetaban sus miembros. Horacio se veía bien, aunque lucía agotado, como el que está cansado de luchar, pero mejor que la última vez y consciente, sus heridas sanaban correctamente y comía, una monja se encargaba de alimentarlo desde que permanecía atado. El doctor Cifuentes le revisó las heridas en la frente y le cambió los vendajes, mientras hacía esto, le comentó sobre la tumba de la Sin Nombre y de su exhumación, tal vez no le serviría como fuente seria de sus estudios, pero era el único hombre en el mundo con el que podía hablar de ello, y tenía muchas ganas de hacerlo. Para su sorpresa, Ballesteros estaba al tanto, ese era el tipo de cosas que se conversaban en el día a día, comentar los sucesos que salían de lo cotidiano acortaban los días en prisión a los guardias y a los reclusos. Le pareció extraño que el doctor le hablara de eso, “¿Encontró algo interesante?” preguntó, tratando de quitarse un mechón de pelo de los ojos sin poder usar las manos, “Algo mucho más que interesante…” respondió Cifuentes en el acto, delatando su ya evidente interés por tratar el tema. Le contó los paralelismos que encontró entre el cadáver exhumado y la autopsia realizada por Ballesteros al cuerpo de Isabel Vásquez, los huesos rotos, la desaparición de los órganos y lo del útero expandido pero sin un bebé en su interior, eso fue especialmente interesante para Horacio, pero no dijo nada antes de que el doctor le soltara la sospecha, sin confirmar, de que el cuerpo podría pertenecer a María Cruces. Aquello no se lo esperaba Ballesteros, “¿Por qué podría ser María?” el doctor le contó que la mujer había sido dada por desaparecida por su hermana y que el cuerpo sin nombre coincidía con el de una mujer de unos cincuenta años, lamentablemente, no había forma de confirmarlo, “Sí, hay una forma…” replicó Ballesteros. En cuanto regresó a su casa, el doctor Cifuentes se lanzó sobre el cuerpo anónimo exhumado para corroborar la pista que Ballesteros le había dado: El mismo Horacio Ballesteros había debido operar de apendicitis a la mujer hacía más de diez años, la intervención se había complicado y la mujer había terminado con trece puntos de sutura en el bajo vientre, ni uno más, ni uno menos, Horacio lo recordaba bien. La cicatriz, aunque muy deslucida, aún se podía ver en el cuero sucio y reseco del cadáver momificado, si se sabía dónde buscar. Cifuentes sonrió sin reales ganas de sonreír, esa era la pista que estaba buscando. Le había prometido a Ballesteros regresar para confirmárselo si el cuerpo pertenecía finalmente a María, y eso haría, pero sería después de devolver el cadáver a su sitio en el cementerio.

Para eso del mediodía estaba programada la inhumación de la Sin Nombre, hacía uno de esos días nublados en los que el calor parecía estar encerrado en el aire o arrastrado por el viento desde alguna otra parte. Cifuentes trabajaba en sus documentos cuando Benigno llegó junto con Rupano para trasladar el cadáver. Esta vez traían un ataúd adquirido gracias a las donaciones de la iglesia, “Mire padre, tengo que mostrarle algo…” Cifuentes se puso de pie entusiasmado en cuanto vio al sacerdote llegar. Le mostró la cicatriz, una marca que necesitaba reales esfuerzos visuales para ser detectada, el cura no pareció muy convencido, “¿Y usted dice que con eso puede asegurar que se trata de María Cruces?” El doctor perdió su entusiasmo de súbito, “Bueno, la completa certeza jamás la vamos a tener, pero creo que esta es una pista muy relevante, que sumada a las otras, nos da cierta seguridad para afirmarlo… Sí” Rupano, parado entre ellos, escuchaba la conversación y miraba el cuerpo sin ver ninguna cicatriz, pero no decía nada, para él los curas y los médicos eran como seres venidos de otro mundo que veían cosas que él no veía y sabían cosas que él jamás entendería. “Bien…” aceptó el cura, “…usted es el médico. Le enviaremos una carta a Berta y su familia para informarles de su hallazgo y organizar las correspondientes exequias eclesiásticas” “Espere padre, hay una cosa más…” Cifuentes le comentó lo que Úrsula le había hablado respecto al niño que ella había encontrado, que era un niño sin ombligo y hallado junto a la tumba de María Cruces, eso sumado a las condiciones puerperales encontradas en el cadáver de ésta, era más que inquietante. Todas piezas que parecían calzar a la perfección, pero para formar un escenario cada vez más difícil de creer o de comprender, “Es cierto, no puede sonar todo más absurdo” admitió el cura, y luego agregó “¿Y sabe qué es más absurdo?… Algo en lo que no he podido dejar de pensar en todo este tiempo: que ese niño haya desaparecido sin dejar rastro y todos estemos haciendo de cuenta que nunca existió”

“¡Eh, doctor!” Cifuentes se secaba el sudor del cuello una y otra vez, agobiado por el bochorno del día, mientras a su lado, Benigno, vestido de sotana negra de pies a cabeza, se mantenía impertérrito y sin una gota de sudor en el rostro. El agujero se había quedado pequeño, por lo que Marcial y Rupano trabajaban arduamente para que cupiera un ataúd ahora dentro. Los gritos llamaron la atención del médico. Quien le llamaba, él no lo conocía, al menos no personalmente, pero al otro sí: el primero era Gustavo Gumurria, quien de todas maneras quería estar presente cuando Cifuentes confirmara la visita de Elena a su casa, la noche de la fiesta a San Lorenzo mártir, para cobrar su comisión, el segundo era por supuesto Ignacio Ballesteros, arrastrado por el primero hasta allí, luego de que Úrsula les dijera que podían encontrar al doctor en el cementerio. Gumurria venía con su habitual sonrisa que le parecía servir para abrir todas las puertas de la vida, pero al llegar allí y ver el agujero, ésta se desvaneció mirando en todas direcciones, “¿Y dónde están los deudos?” preguntó extremadamente serio, “No hay velas en este entierro, pero ya que está aquí, ayúdenos a bajar el cajón, mire que mientras antes terminemos, antes probamos el enguindado que traje” replicó Marcial. Gumurria accedió encantado, mientras Ignacio saludaba al doctor y al padre Benigno, “…me gustaría confirmar una información, es muy importante para mí que sea totalmente honesto” Ignacio preguntó al doctor sobre su hermana durante la noche de san Lorenzo, Cifuentes fue categórico, “No conozco a su señorita hermana, por lo que no sabría decirle, pero sí puedo decirle que esa noche no atendí a nadie…” Gumurria, que ponía atención desde donde estaba, intervino en el acto, interrumpiendo al doctor, “Quizá no atendió a nadie, pero el Cipriano lo vio, doctor, él vio a la señorita entrar a su casa tarde en la noche” “¡Pero qué estás diciendo, hombre!” protestó el cura, Gumurria se defendió enseñando las palmas de las manos, “Eso dijo el Cipriano…” Cifuentes intentaba mantenerse firme, “Pues no sé qué vieron o qué no vieron, pero yo esa noche me fui a la cama y… y…” Iba a decir que simplemente había dormido hasta la mañana siguiente, pero recordó de improviso la visita que había tenido aquella noche, aquella visita de la que ni siquiera él estaba seguro, la visita que con el correr de los días cada vez le parecía más un sueño lejano e improbable. Se dio cuenta de que todos esperaban que terminara lo que había empezado a decir, incluso el cura lo observaba expectante ante su duda “Esa noche simplemente me acosté a dormir, estaba agotado y sólo dormí. Les aseguro que no recibí visitas ni atendí a nadie aquella noche” Gumurria no se quedó nada conforme, pero para Ignacio, aquello era lo que esperaba escuchar.



León Faras.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Perfecto.


Era un precioso día de primavera, los pájaros no paraban de cantar, los árboles viejos exhibían brotes nuevos, las estatuas, atormentadas por la humedad y el excremento de incontables generaciones de aves, lucían sabias y longevas. Lucio paseaba junto a su viejo maestro entre las tumbas de sus ancestros, “Apolonia dice que el sitio donde van los muertos, es un lugar donde todo es perfecto, los alimentos son perfectos, los lechos son perfectos, incluso el clima es perfecto, ¿Tú qué piensas?” El viejo maestro respondió sin dejar de caminar pausadamente, “Me temo mucho que eso no sea cierto, joven alteza, no porque un lugar así no exista, que existe, sino porque no hay ser humano dispuesto a aceptar que todo pueda ser perfecto” “Bueno…” dijo el joven príncipe con seria convicción y madurez, “…si todo fuera perfecto, yo estaría dispuesto a aceptarlo y reconocerlo” el joven se quedó esperando una réplica, pero el viejo guardo silencio. Al cabo de unos segundos, el príncipe recordó algo, “Espera ¿Dónde está ese lugar que dices que existe donde todo es perfecto?” El maestro no lo miró ni se detuvo para responderle, “Estamos en él, Alteza, siempre estamos en él”



León Faras.

sábado, 21 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XVII.

Gustavo Gumurria conversaba animadamente con Heraldo Castro, el dueño de la Coronación, la única hostal del pueblo, cuando entró Ignacio Ballesteros a pedir un cuarto para él y otro para Clodomiro Almeida, “¿Ve, qué le dije?” le dijo Gumurria al dueño del local con una palmadita en el brazo y quitándose una astilla que mordía entre los dientes, luego le estiró la mano a Ignacio para saludarlo, ambos se conocían, pues Gumurria era el hombre que le había ayudado en la búsqueda de Elena, “Justo a usted lo estaba esperando” Las noticias volaban en un pueblo chico y la mitad del pueblo ya estaba enterado de la llegada del forastero, “No se moleste, Gustavo, contraté a un investigador para encontrar a mi hermana. Estoy seguro de que hará un mejor trabajo que sus perros” Gustavo rió divertido, “Mis perros tenían un rastro, señor, le aseguro que en un día o dos, hubiesen encontrado algo, pero no estoy aquí por eso, le tengo noticias… sobre su hermana, la señorita Elena” Ignacio lo miró con interés, pero sin expectativas, se demoró largos segundos en preguntarle cuales eran. Gustavo apretó los labios, levantó las cejas y respondió torciendo el cuello “Esperaba algún tipo de compensación por la información. Le será muy valiosa a su investigador, se lo aseguro” Gumurria era un hombre con tendencia a asegurar constantemente, a Ballesteros, eso comenzaba a desagradarle, “Habrá que ver si la información vale la pena antes…” Gustavo volvió a meterse la astilla entre los dientes, esta vez con una amplia, pero poco confiable, sonrisa, “Hace unos días se llevó a cabo una de las fiestas más importantes en el pueblo, la fiesta de san Lorenzo mártir. Es una costumbre que la gente coma y beba mucho ese día, y no son pocos los que continúan la celebración hasta bien tarde. Bueno, tengo un amigo, se llama Cipriano, el Cipriano es uno de esos a los que le gusta dilatar la fiesta lo más posible. Ese día estuvo hasta bien entrada la noche, muy tarde, dice que vio a su señorita hermana llegar a su casa… donde ella vivía antes, a la casa del nuevo doctor, y entrar allí. Le pareció de lo más raro, pero asegura que era ella, porque él le hacía varios encargos a su padre y conocía bien a la señorita… Y bien, ¿Qué le parece?” Ignacio se encogió de hombros y se enfocó en acabar con su trámite de alquiler, “¿Que quiere que le diga? Partió diciendo que la información provenía de alguien que bebía más de la cuenta y hasta la madrugada, ¿Cómo quiere que confíe en algo así? Además ¿Qué estaría haciendo mi hermana ahí y a esa hora de la noche?” Gumurria no estaba dispuesto a rendirse, “¿Y si necesitaba la ayuda del doctor? Es lo que pensó el Cipriano, y él no es hombre de andar inventando chismes, se lo aseguro” Eso ya era otra cosa, valía la pena averiguar qué podía decir el doctor Cifuentes al respecto. Ignacio dejó arreglado lo de su cuarto, “Mire Gustavo, no se emocione todavía, aún pienso que su amigo, borracho y de noche, seguramente no era el hombre más seguro de lo que veía en ese momento, pero voy a hacerle una visita al doctor para consultarlo, si él me dice que sí la atendió esa noche y me puede dar alguna pista de dónde está, le aseguro que usted obtendrá su justa recompensa” Gumurria volvió a sonreír satisfecho, con la astilla entre los dientes.

Los campos de olivos que rodeaban el convento eran bastante más grandes de lo que Almeida se esperaba, se adentró en ellos en línea recta, pues era sabido que quien huye de algo siempre lo hace de la forma más recta posible, ya que ésta es la forma más rápida de ganar metros, pero pronto se dio cuenta de lo monótono que se veía todo y de lo fácil que resultaba perderse en un sitio así. Él se había tomado su tiempo y había puesto atención al recorrido, pero aun así, después de cierto rato, el edificio del convento desaparecía y los puntos de referencia eran difíciles de encontrar, por lo que era muy fácil perderse para alguien que corría sin poner atención a dónde, a eso había que sumarle que bajo ese manto de árboles oscurecía más rápido que en campo abierto, lo que complicaba más la situación de una muchacha perdida y sola, era muy raro que no hubiese regresado esa misma noche una muchacha en su situación, a menos que no estuviera perdida ni sola. Le había dicho la hermana que dentro del campo, se podían encontrar algunas casuchas construidas con el fin de guardar herramientas y vestimentas de trabajo, pero que permanecían cerradas bajo llave, sin embargo, había una, tan vieja como los mismos árboles, que había perdido parte de una pared y del techo en un terremoto y desde entonces que no se usaba, pero que no se había reparado ni destruido porque era usada ocasionalmente por una niña huérfana de nombre Clarita. La Hermana Marcos estaba segura de que, aunque la casucha estaba bastante alejada del convento, Elena había logrado llegar hasta allí antes de que le cayera la noche encima, o de lo contrario hubiese regresado. Clodomiro estaba de acuerdo con eso, pero sólo durante la primera noche, incluso, probablemente la muchacha sabía de la existencia y de la ubicación de tal casucha, aunque las hermanas digan que ella nunca puso un pie fuera del convento. Consultó su reloj. Decidió volver.

Hugo Cifuentes rellenaba papeles con todos los increíbles datos que el cuerpo de la Sin Nombre le había proporcionado, incluso había debido hacer algunas ilustraciones para ser lo más claro y riguroso posible, pero no sólo la mujer debía formar parte de su investigación, los fetos ahora también habían cobrado especial relevancia luego de descubrir las extrañas condiciones dentro del cuerpo de la mujer, sobre todo, su útero inexplicablemente dilatado, ambos estaban irremediablemente relacionados, pues los informes del doctor Ballesteros así lo demostraban y sus propias investigaciones así lo confirmaban. Debía admitir que tenía muchas ganas de hablar con el doctor Ballesteros sobre esto y contrastar la experiencia de ambos, pero las deplorables condiciones mentales del médico preso le hacían desistir, lo convertían en una fuente poco fiable para sus estudios. Úrsula entró en ese momento con una taza de té para el doctor, la muchacha no parecía haberse sentido afectada por la perturbadora imagen de aquella momia decapitada, por el contrario, más que algún sentimiento desagradable, lo que le producía era curiosidad, pero como era de esperarse, no sólo el cuerpo de la mujer lo hizo. Se quedó mirando los frascos con los fetos largo rato, inclinada sobre ellos pero sin tocarlos, Úrsula parecía querer decir algo, quizá desde mucho antes, pero no se decidía, el doctor la animó, “¿Es normal que algunos niños no tengan ombligo?” El doctor se reclinó en su asiento y se quitó los lentes para restregarse los ojos consumidos por la constante escritura, “Pues para la ciencia, hasta ahora, era completamente imposible, pero ya ves, Úrsula, está ahí y si no se puede negar, entonces se debe explicar, y de una manera que la ciencia lo acepte” “Es… como el niño que encontré…” El doctor se incorporó, “¿Qué has dicho?” Úrsula dudaba en acabar lo que había comenzado a decir, “…el que encontré, en el cementerio, doctor… pero… no puede ser, ¿verdad?” La chica mostraba cierta angustia en los ojos, el doctor miraba el frasco y a la muchacha sin que ninguno le aclarara nada, “Úrsula, ¿De qué hablas?” la muchacha se llevó la mano a la boca con los ojos muy abiertos, como reconstruyendo algo en su mente, luego señaló a la decapitada, “Estaba junto a ella, junto a su tumba…” el doctor se puso de pie para sujetarla de los hombros y tranquilizarla, “Ya está bien, será mejor que descanses un poco. Eso ya pasó, no te hace bien que lo revivas” “Era uno de ellos, doctor, mi hijo…” Esa última frase, se le escapó a la muchacha. El doctor la miró severo, como queriendo reprenderla, “¿Tu hijo? Ese niño no era tu hijo, nunca lo fue, Úrsula, tú lo encontraste, y te hizo mucho daño haberlo hecho” “¡Pero era uno de ellos!” La muchacha insistió, el doctor no acababa de comprender, “No era uno de ellos, Úrsula, estos son fetos conservados por el doctor Ballesteros hace mucho tiempo, el niño que tú encontraste venía de otra…” La chica lo interrumpió, “¡Tampoco tenía ombligo…!” El doctor se quedó literalmente helado e incrédulo “¿Qué?” Úrsula se veía mucho más aliviada ahora que empezaba a hacerse entender por el médico, “A mí me parecía normal, o sea, no era nada especial que no tuviera su ombligo, sólo era que había nacido así y ya, aunque no sean hijos suyos, una acepta a sus niños como son, ¿entiende? Pues en ese momento era así, pero ahora que lo pienso, no era normal ni estaba bien, ¿verdad? Quiero decir, los niños no nacen sin ombligo” Esto último era una afirmación. Cifuentes aún no lograba quitarse la perplejidad del rostro. Retrocedió hasta su asiento, “No deberían, Úrsula, la verdad es que no deberían”



León Faras.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XVI.

El convento de las Hermanas de la Resignación era un edificio de doscientos años de antigüedad hecho de roca sólida en una zona alejada y pobremente urbanizada. Hasta allí llegó Clodomiro Almeida para entrevistarse con la abadesa Bernardita Marcos, una mujer de unos cuarenta y tantos años que apenas acusaba, y de un temperamento muy amable. Ella había recibido a Elena cuando llegó, y había procurado acogerla de la mejor manera, dadas las circunstancias que la habían llevado hasta allí, no con comodidades que no tenían, pero sí con respeto y comprensión; con compasión y apoyo, sin embargo, ella era una muchacha que venía muy dañada en el sustento de su fe, que no deseaba el contacto con la religión; que estaba, a su manera, peleada con Dios y con todo lo que hiciese referencia a Él, incluyendo a las Hermanas, por supuesto, “…y que, a pesar de que siempre fue dócil y obediente con nosotras, nunca se mostró receptiva a nada que no se le exigiera, nunca habló con ninguna de las hermanas sobre lo que le sucedía, nunca hizo siquiera un intento por integrarse a nuestra comunidad y siempre se comportó como un animalito salvaje enjaulado que no pertenece a este lugar” Clodomiro escuchaba atentamente asintiendo condescendiente cada dos segundos, “Bueno, como ya sabe, la pobre muchacha continúa desaparecida y estoy aquí para encontrarla lo antes posible. Confiamos en que está bien por el solo hecho de que, según lo que la experiencia nos ha enseñado, las desgracias son las primeras en propagarse y por el testimonio del padre Benigno que asegura que se ha contactado con ella en un par de ocasiones, pero no quiere o no puede dar detalles al respecto, a pesar de la urgencia y la desesperación de la familia de la muchacha… Bueno, usted entiende mejor que yo de estas cosas. El asunto es que mi deber es encontrar a esta niña y por eso estoy aquí, en el preciso lugar que fuera su último paradero conocido…” La hermana asintió, el investigador continuó, “…dígame hermana, ¿Por qué cree usted que huyó? Quiero decir, de haberlo deseado, lo hubiese podido intentar mucho antes” Lo cierto era que Elena no era una presa dentro del convento, gozaba de la misma libertad que el resto de las hermanas, pero nunca había manifestado la intención de huir. No era una muchacha preparada para enfrentarse sola al mundo, “…estoy segura de que su huida fue una medida desesperada luego de ver lo que había hecho, algo de lo que jamás se había soñado capaz, sin duda…” Clodomiro estaba repentinamente serio, “La puñalada, ¿Cree usted que aquello también fue una reacción desesperada? ¿Provocada de alguna manera por el padre Benigno?” “¡Por supuesto que no!” respondió la monja, convincente, Clodomiro no le quitaba los ojos de encima, “Pero tampoco pudo haber sido de la nada, por gusto, capricho o por algún impulso delictual, ¿no?” “No, claro que no…” respondió la hermana, menos convincente, “Algo provocó esa reacción desesperada, imprevista…” Insistió el investigador,  “¿Y eso de qué le sirve para encontrar a Elena?” inquirió la monja, suspicaz, Clodomiro sonrió nimiamente, sin despegar los labios, “Es importante para determinar si ella huyó con la determinación de no regresar desde un principio, si ya lo tenía planeado y sólo necesitaba una excusa o si algo la impulsó a no regresar después, cuando ya se vio sola allá afuera. Los caminos son distintos cuando están planeados, que cuando son obra del azar y de las circunstancias del momento…” “¿Cree usted que ella tenía planeado herir con un cuchillo al padre Benigno?” preguntó la hermana entre alarmada e incrédula. El investigador banalizó la pregunta con su sonrisilla ridícula, esta vez con todos sus diminutos dientes “¿Estaba usted o alguna otra hermana presente en aquel momento? ¿No? Pues entonces no podemos dar nada por sentado. Para saber dónde está, necesito saber qué camino tomó, y para saber esto necesito saber qué buscaba, ¿Buscaba conseguir algo, o sólo alejarse? ¿Tenía algún plan, o todo salió según el momento? Estoy recién familiarizándome con el caso, hermana, y no tengo nada claro todavía. Las personas son un mundo…” Clodomiro se puso de pie para despedirse tan amable como cuando llegó, “…espero tenga la amabilidad de recibirme de nuevo de ser necesario, hermana” La hermana Marcos asintió, el investigador preguntó por la dirección que la muchacha había tomado al momento de huir, la monja le enseñó el camino hacia los campos de olivos, Clodomiro consultó su reloj, “Es temprano, creo que echaré un vistazo”

“¿Y se enteraron al final si el cuerpo de la muertita esa, la sin cabeza, pertenecía a la pobre  María Cruces?” preguntó Guillermina mientras le ponía el plato de comida frente al cura y se quedaba ahí, con los ojos bien abiertos, los labios apretados y las manos envueltas en el delantal. El cura detuvo su labor de desdoblar la servilleta para mirarla, “¿Se puede saber de dónde sacas tantas burradas tú, mujer por Dios? Voy a tener que hablar seriamente con Abel…” La mujer alejó el rostro, pero no retrocedió, “¡Ay, Padre! Pero si ya todo el mundo lo sabe, pues” “¡No son más que chismes de gente ociosa! ¡Qué van a saber! ¡Lo único que saben es lo que dijo fulano y escuchó mengano, y tú que lo andas repitiendo como un loro!” La mujer decidió retirarse en ese momento, “¡Ay, pero no se enoje pues padre! Si una estaba preguntando nomás” Después de comer, el cura salió a la calle, tenía varias cosas que hacer, pero una de esas, quizás la más urgente para él, era enterarse cómo seguía Horacio Ballesteros, el estado en el que lo vio la última vez, lo había dejado muy preocupado. Cuando llegó a la prisión, se encontró con una imagen muy extraña, surrealista: Aurelio, sentado en su escritorio, se enrollaba en el cuello la cadena de unos grilletes para las manos, unas cadenas tan cortas que apenas lograban dar la vuelta al cuello de alguien de lado a lado, al ver llegar al cura, el carcelero lo miró como justificándose sin palabras, como cuando uno cree estar solo y es sorprendido haciendo algo tonto, “El doctorcito ha vuelto a hacer de las suyas, otra vez…” comentó el guardia antes de que le preguntaran nada. El cura inmediatamente quiso saber qué había sucedido. Aurelio soltó los grilletes sobre la mesa y se sacudió las manos con desagrado, como si éstos lo hubiesen contaminado de alguna manera, “…encontramos esta mañana a Ballesteros asfixiándose con la cadena de sus propios grilletes enrollada al cuello. Uno de mis muchachos lo sorprendió justo, y sólo por obra de la divina providencia, padre, porque nadie lo iba a ir a ver hasta dentro de una hora, por lo menos… lo logramos liberar justo a tiempo antes de que se ahorcara él mismo” El cura se restregó la frente y luego el resto del rostro, desalentado, “Por Dios, su locura lo está llevando al suicidio cada vez con más urgencia…” “No lo sé, padre…” comentó Aurelio, desconfiado, como quien no está del todo convencido de algo, “…todavía tengo serias dudas de cómo logró enrollarse esa cadena en el cuello, y cómo se cruzó los brazos por encima de la cabeza para lograrlo, la posición era tan enrevesada que la única manera de liberarlo fue abriendo los grilletes, porque los brazos no le daban para regresar por donde se habían metido…” Ahora comprendía el cura la actitud en la que había sorprendido a Aurelio al llegar, éste soltó una risa chueca examinando los grilletes frente a él, “Por más que le busco, no le encuentro, padre, no hay manera de enrollarse esa cadena al cuello teniendo los grilletes sujetos a las muñecas… no podíamos liberarlo sin romperle el cuello” “Bueno, claramente él encontró la manera de hacerlo. Sé que no es parte de su trabajo, Aurelio, pero va ha ser necesario extremar las precauciones…” dijo el padre, Aurelio se reclinó en su silla con un suspiro, “Ni que lo diga, padre ¿Sabe qué repetía el doctor cuando lo liberamos? No quiero morir, no quiero morir, no quiero morir… el pobre está como una cabra” concluyó el carcelero, mostrando las palmas de las manos para justificarse. Unos minutos después el propio Aurelio acompañaba al cura a ver a Ballesteros, éste dormía atado a su litera con trozos de tela manchada de sangre en algunas partes, pues se había dañado seriamente las muñecas con los grilletes. El cura se acercó, un olor que desprendía llamó su atención, lo olfateó más de cerca hasta que debió retirar la nariz de un tirón, “¿Le dieron aguardiente?” Aurelio, a su lado, se encogió de hombros, “Fue la única manera de que el pobre pudiera dormir. Le quisimos dar un trago, ya sabe, para tranquilizarlo, pero luego cuando empinó la botella, se la tuvimos que quitar, padre… al menos, eso lo tranquilizó, y al final se durmió” El cura se irguió en todo su alto, su rostro reflejaba compasión, “¿Alguien lo ha venido a visitar?” El guardia lo miró como si aquello hubiese sido una pregunta retórica, tardó varios segundos en responder, “¿Y quién lo iba a venir a ver?” El cura no cambió la expresión de su rostro, “No lo sé, Aurelio… alguien” Aurelio sólo negó con la cabeza.

León Faras.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XV.

Clodomiro Almeida estaba seguro, hasta donde se podía estar, de que parte del diario del doctor Horacio Ballesteros había sido escrito por su hija Elena, aunque pareciera extraño que la naturaleza del texto no guardara relación con la naturaleza del individuo, o por lo menos, el que su familia creía conocer, cuya integridad moral defendían a rajatabla, y que se la habían dejado muy en claro a él, al momento de contratar sus servicios. Eso era lo más común del mundo, en su experiencia, los familiares eran los últimos en conocer la verdadera esencia interna de sus seres queridos, mientras que por el contrario, los completos desconocidos solían acercarse mucho más a los reales y sutiles rasgos de la personalidad de las personas, que muchas veces resultaban invisibles o incluso, negados descaradamente por sus más cercanos. Por lo tanto, parte de su trabajo consistía en formarse un perfil más o menos completo del individuo en cuestión, sólo así se podía saber sus movimientos, sus intenciones y dónde buscar. Nunca había que fiarse por completo de la familia. Pidió prestado el diario privado del doctor Ballesteros, era muy interesante conocer lo que éste hablaba sobre Elena. El investigador acabó por interrogar en la misma sala del doctor Cifuentes al padre Benigno, pero éste sólo se limitó a responder las preguntas sobre aquel día, en el que la carta se le fue entregada y sólo lo que estaba seguro de recordar, “¿Ha vuelto usted a estar en contacto con la señorita Ballesteros desde ese día?” preguntó al final el investigador, el cura respondió que sí, que la muchacha había asistido a su confesionario, “¿Y qué le ha dicho, dónde está?” inquirió Ignacio, impulsado por un resorte desde su asiento. El sacerdote se esperaba eso, “No esperará que le revele lo que se me ha sido dicho en confesión” Ignacio deseaba exactamente eso, mal que mal, ella era su hermana, y le urgía encontrarla. Estaba a punto de comenzar una discusión con el cura, pero Clodomiro lo hizo desistir, “No, gentil caballero, no se le puede forzar a un sacerdote a violar el sagrado sigilo sacramental, ni aun siendo cosa de vida o muerte, ¿verdad, padre?...” El cura no despegó los labios, “…bien, creo que hemos terminado por ahora. Espero volver a contar con usted, si lo necesito… muchas gracias, padre” Antes de salir, Almeida hizo algunas anotaciones en su libreta, luego se dirigió a su acompañante “¿Cuál era el nombre del convento en el que su señorita hermana fue internada?” Ignacio no sólo se lo dijo, sino que también se ofreció a acompañarlo, pero el investigador se negó, “No, no, no, amigo mío, no es necesario, prefiero que me deje moverme solo desde aquí. Trabajo mejor así” Le dio dos palmaditas insignificantes en el hombro, acompañadas de su ridícula sonrisita, “Le mantendré informado. Buenos días” Y se fue. Ignacio quedó ahí sintiéndose un poco tonto. Benigno aprovechó la oportunidad, “Me gustaría pedirle su ayuda…” Ignacio lo miró como si el cura le estuviera tratando de gastar una broma, una no muy buena. El sacerdote continuó, “…no es para mí, Ignacio, es para su padre, necesita ser evaluado por un psiquiatra, él no está bien…” El muchacho se puso de pie, el cura insistió, “…seguro que usted conoce a algún especialista dispuesto a…” El portazo que dio Ignacio al salir acabó con cualquier intento de continuar la discusión. Al cura no le quedó más que coger sus cosas e irse, pero Cifuentes lo detuvo, “Espere padre, tengo algo que mostrarle…” el médico sonrió nervioso, “…esto lo va a poner de cabeza, padre”

“Lo que ocurre, padre, es que cada vez encuentro más paralelos entre el cuerpo de la Sin Nombre y los casos descritos por el doctor Ballesteros en sus manuscritos” “¿Qué quiere decir?” Benigno, al haber estado presente durante la autopsia al cadáver exhumado, creía estar al tanto de todo lo relevante que se había encontrado en éste, pero el médico había hecho descubrimientos interesantes por su cuenta. En primer lugar, y sin lugar a dudas, se trataba del cadáver de una mujer que al momento de su muerte estaba próxima a los cincuenta años. Benigno no lo recordaba con exactitud, pero María Cruces rondaba esa edad al momento de irse, “…al seguir con mi investigación descubrí un trozo de tejido de considerable tamaño oculto entre las tripas y que no pertenecía a éstas, cuya naturaleza no pude determinar en un principio, creí que sería la vejiga que se había removido, pero luego de un rato encontré, dadas las condiciones del cuerpo, relativamente intacta la vejiga en su lugar…” el doctor intentaba ir al grano sin éxito, pero no podía simplemente escupir su descubrimiento y el sacerdote comenzaba a impacientarse, “…lo que quiero decir, padre, es que aquel trozo de tejido, al reconstruirlo, no podía ser otra cosa sino el útero…” y se quedó allí el médico, estático, como aguardando que el cura reaccionara. Benigno también aguardaba, “… ¿Y…?” Cifuentes, por alguna extraña razón que el cura no podía adivinar, intentaba desesperadamente dosificar la información en su mente antes de soltarla, “…es por su tamaño, padre, se trataba de un útero extendido, ¿me entiende? El útero crece al momento de albergar un bebé en su interior…” El doctor se quedó con las cejas levantadas esperando que el cura sacara sus propias conclusiones, pero éste sólo tenía una cosa en su mente “¿Un bebé…?” “No hay otra razón para que la matriz crezca, padre…” afirmó el médico como si aquello lo explicara todo, cuando en realidad sólo lo hacía más confuso. Cifuentes continuó, “…se trata de un útero de unos veinte centímetros que no regresó nunca a su tamaño ni a su posición natural… además está completamente rasgado, por eso es que no lo podía identificar en un principio. Como le decía antes, muy similar a lo descrito por el doctor Ballesteros en su autopsia a Isabel Vásquez” El cura ojeó largamente el cuerpo de la Sin Nombre cubierto con una sábana y sin dejar de mirarla preguntó, “¿Entonces usted afirma que no existe ninguna causa natural que pueda explicar su hallazgo?” “Ninguna, padre” El doctor fue concluyente, y agregó “He llegado a considerar la posibilidad de ciertos testimonios que hablan de criaturas o animales capaces de poner sus huevos en el interior de las hembras de otros animales, incluso seres humanos, donde estas criaturas se crían como parásitos hasta eclosionar, pero no hay ninguna evidencia seria al respecto y mucho menos en cadáveres” El cura se dejó caer nuevamente en su silla, “Al menos, y a diferencia del doctor Ballesteros, usted no encontró ninguna criatura en el interior del cuerpo…” El médico guardó silencio, sin embargo su silencio no era para nada tranquilizador, “¿Qué le ocurre, doctor?” Cifuentes tomó una bocanada de aire antes de responder, “Mucho me temo que, tomando en cuenta todo lo que muestran las evidencias, todo parece indicar que llegamos tarde, padre…” El cura lo miró como si aquellas palabras hubiesen sido una blasfemia, para el doctor la idea también le sonaría de lo más absurda e ilógica, si no fuera porque venía de su propio entendimiento, “…es una locura, padre, pero todo parece indicar que algo se crió en ese cuerpo, lo mantuvo alejado de la putrefacción, se alimentó de sus vísceras y luego huyó de él rasgándole el útero y la piel…” “Pero eso no puede ser…” afirmó el sacerdote con  falsa convicción. El médico suspiró, “¿Quién en este mundo tiene autoridad suficiente para aseverar qué puede y qué no puede ser?” dijo, sin esperar respuesta.



León Faras.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XIV.

Desde lejos, Elena pudo ver enormes nubarrones de humo negro ascendiendo desde la casa de Tata, que poco a poco se fueron empequeñeciendo hasta desaparecer. Al principio eso le preocupó, pues no era la columna de humo que naturalmente salía de los fuegos hechos para la cocina, a su lado, esto era monstruoso, pero la tranquilizó el hecho de que éste fue siendo debilitado hasta desaparecer, y también que Clarita no le diera ninguna importancia. La sorpresa se la llevó al llegar y ver a Tata cubriendo con trapos y plastas de barro las últimas rendijas de un pequeño cuartucho que, por sus dimensiones, Elena estaba segura de que se trataba de una letrina vieja y en desuso, pero ahí estaba quemándose por dentro, mientras el viejo hacía todo tipo de esfuerzos para evitar que el humo se le escapara. Cuando le dijeron que no pasaba nada, sino que solamente estaba usando humo para cocinar pescado de río y que de esta manera se pudiera conservar por más tiempo, la muchacha se quedó en blanco, y así en blanco se fue a ayudar a Lina que preparaba un pescado fresco de verdad, para meterlo al horno, que era de la manera tradicional que todo el mundo conocía, mientras Clarita, con una sonrisa que no le cabía en el rostro, metía de lleno las manos al barro. Ahumar la comida no era algo con lo que le hubiese tocado ligar en su vida pasada, “No te preocupes, ya lo verás cuando estén listos” dijo Tata, con su sonrisa de cartón “¿Ya habló con el padre, se confesó?” le susurró Lina casi al oído al llegar ella a su lado, Elena asintió con una suave sonrisa, la vieja le dio un breve pero cariñoso abrazo, “Todo es más fácil cuando una se quita un peso de encima. Usted es buena, no tiene nada de qué preocuparse” “Pero aún tengo pendiente la penitencia” replicó la muchacha, como justificándose.

Como cada mañana, Úrsula llegó a primera hora a su trabajo, lo hacía en completo silencio para no perturbar el sueño del doctor que por lo general a esa hora aún dormía. Mientras se preparaba el desayuno, ella se ocupaba de hacer un rápido orden volviendo todo a su sitio. De niña, le habían dicho que las cosas sufrían cuando quedaban fuera de su lugar. Luego de la sala, sigilosa, entraba a poner orden al despacho del médico que generalmente estaba patas arriba, pero esta vez incluso el propio médico estaba fuera de su sitio, durmiendo apoyado en su escritorio sobre un montón de papeles garabateados y junto a una taza de café frío. La razón estaba sobre la mesa de trabajo, a medio cubrir con una sábana: la momia de una mujer sin cabeza. La muchacha se sobresaltó al verla, pero no más de lo que cualquiera lo haría, luego se le quedó mirando largamente, con interés más que curiosidad, tenía la sensación de estar frente a alguien que ella conocía, alguien como un pariente, pero sin poder saber quién, incluso, estuvo a punto de tocarla, pero en ese momento Cifuentes despertó, “Lo siento, Úrsula, no se preocupe, usted haga sus cosas, yo me encargaré de todo este desorden…” “No pasa nada, doctor” respondió la muchacha mientras cogía la escoba y comenzaba a barrer la abundante tierra esparcida por el piso, de pronto se detuvo, como si se hubiese dado cuenta de algo que no estaba bien, Cifuentes lo notó, “Esto es tierra de cementerio…” dijo la muchacha, más como una afirmación que como una pregunta, y agregó, “…Yo sé que usted no cree en estas cosas, pero por si acaso, será mejor que no barra esta tierra por ahí, la voy a juntar para que luego la devuelva a su sitio…” El médico no hizo más que asentir en silencio mientras ordenaba sus papeles. Poco después de asearse y desayunar, continuó con su trabajo con la Sin Nombre, ese cuerpo reseco se le estaba haciendo cada vez más interesante.

A eso del mediodía, Benigno recibió una visita en su casa, en su despacho: Ignacio Ballesteros había regresado, pero esta vez no venía solo, lo acompañaba un señor llamado Clodomiro Almeida, un hombre de aspecto pusilánime, cuyo mayor logro en la vida, parecía ser un enorme bigote que lucía desproporcionado para su insignificante mentón y su pronunciada calva. Se veía pequeño y rechoncho junto a sus acompañantes y flemático ante todo, sin embargo, no estaba allí por su aspecto ni por ser algún familiar, estaba allí porque era un investigador contratado por los Ballesteros para encontrar a la hija menor de Horacio, Elena. Y uno de los más cotizados. Éste saludó al cura con un flojo y rápido apretón de mano que dejó una primera impresión desfavorable en el sacerdote, “¿Es usted policía?” “No, no, no…” respondió Clodomiro, con una sonrisilla contenida y fruncida, “…yo soy investigador. A mí suelen darme un misterio y yo lo resuelvo, pieza por pieza, ¿entiende? como un rompecabezas” “Comprendo…” respondió el cura sin la menor intención de fingir interés. El investigador continuó, “Entiendo que usted ha sido el último que vio a la señorita desaparecida, ¿no es así?…” el hombre hurgó en su portafolios, y puso una hoja frente al cura, “…más específicamente el día en que la susodicha le hizo entrega a usted en sus manos de esta nota dirigida a su hermano de ella, el señor Ballesteros, aquí presente, ¿no es así, padre?” El cura le echó un vistazo a la hoja, Clodomiro lo miraba expectante, “¿Podría usted decirme todo lo que usted recuerda de ese día lo más detalladamente posible, padre? ¿Cómo iba vestida la señorita, en qué dirección se fue, qué clase de calzado llevaba?” “¿Que qué calzado llevaba?” repitió el cura, incrédulo, Almeida volvió a mostrar su sonrisa estrecha y remilgada, “Padre, se puede saber mucho de una persona, sólo por la tierra que lleva en sus zapatos…” eso era cierto, pensó el cura, pero no recordaba ni remotamente haber visto los pies de Elena aquel día, le echó un vistazo a la hoja, no muy cómodo con el interrogatorio. Su rostro se endureció, “¡Santa madre de Dios!” Ante el asombro de sus dos visitantes, se puso de pie, cogió la hoja y se fue, “Acompáñenme” alcanzó a decir antes de salir por la puerta. El cura salió a la calle con el papel en la mano y caminó, casi corrió, perseguido de cerca por Ignacio que exigía explicaciones y por el investigador, que abrazaba su portafolio como una colegiala ante una ráfaga de viento. Se detuvo frente a una conocida puerta para golpearla con urgencia, Úrsula abrió asustada, “¿El doctor, está?” Cifuentes se asomó por la puerta de su despacho, trabajaba en sus papeles cuando los golpes lo hicieron pensar en una desgracia. Para el cura, no se trataba de una emergencia, pero sí de una urgencia. Le pidió los papeles del doctor Ballesteros, más específicamente, su diario personal, al hojearlo se detuvo en un punto, cogió la hoja que traía y la puso al lado, “¡Santa madre de Dios!” Ni Ignacio, ni el doctor Cifuentes comprendían qué era lo que estaba sucediendo, mucho menos Clodomiro, que paseaba la vista de uno en otro sin que ninguno ofreciera respuestas, “Parecen la misma letra…” comentó Úrsula echando un vistazo entre el cura y el doctor, el sacerdote la miró maravillado. Exactamente. Aquella letra le resultaba familiar, pero no sabía de dónde hasta que volvió a ver la nota escrita por Elena. Cifuentes lo miró como si hubiese perdido la cordura, “¿Está diciendo que esos…” el doctor buscó el adjetivo más adecuado, “…repugnantes pasajes escritos allí, los escribió la misma hija del doctor Ballesteros?” “¡Eso es una estupidez!” exclamó Ignacio, ofendido. Almeida, en cambio, se esforzaba por ojear los documentos que tanto interés causaban. El cura se defendió, “No. Pero sí puedo afirmar que ambos documentos contienen la misma caligrafía, o al menos, una muy parecida, eso salta a la vista. Compruébenlo ustedes mismos” Cifuentes no pudo más que reconocer que ambas letras se parecían un poco, Ignacio sólo negaba con la cabeza, repitiendo que aquello era inadmisible y que sólo pensarlo ya le parecía una tontería, “No vaya tan rápido, mi estimado señor…” le dijo Almeida posicionándose frente a los documentos, “…tuve la suerte de tener un maestro francés, que me enseñó las técnicas e increíbles ventajas del estudio de la caligrafía de las personas. En una ocasión, acompañé al maestro ante un pobre tipo que se había volado la tapa de los sesos en su casa, al analizar la nota de suicidio, el maestro determinó sin lugar a dudas, que aquella nota había sido escrita por otra mano, pero tratando deliberadamente de imitar la caligrafía del occiso. Aquello fue el primer paso para posteriormente aclarar que aquello se había tratado de un asesinato, y no de un suicidio” El sacerdote le escuchaba sumamente interesado. Almeida cogió unos diminutos anteojos sin patillas del bolsillo de su chaqueta, se los puso frente a los ojos y se acercó a diez centímetros de los documentos. Luego de un par de minutos se enderezó con gesto solemne y con un veredicto, “No hay duda: ambos documentos fueron escritos por la misma mano” “Imposible.” Exclamó Ignacio.



León Faras

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XIII.

En el momento en el que Elena salía de la iglesia, luego de su confesión, entraba al templo el doctor Hugo Cifuentes, ambos no hicieron más que dirigirse un parco saludo de cortesía al pasar, como dos desconocidos que eran. Era extraño que el doctor visitara la iglesia si no era durante la misa, pero en ese momento llevaba un propósito. El padre oraba de rodillas frente al altar, Cifuentes se sentó en una banca próxima para esperarlo. Había estado dándole muchas vueltas a un asunto. Su investigación no avanzaba. Estaba muy interesado en averiguar el origen de los fetos sin cordón umbilical, pero los restos de Isabel Vásquez, para hacerle un análisis y formarse una opinión propia, estaban definitivamente fuera de su alcance, y el caso de Domingo Montenegro le parecía francamente inverosímil, bordeando lo ridículo, por lo que había pensado en exhumar los restos de la Sin Nombre. Benigno lo miró como si hubiese perdido el juicio, ¿Por qué querría hacer algo así? “No me mire así, padre. Usted mencionó que el cuerpo presentaba varios huesos rotos, y aquello, por lo que sabemos, parece ser un síntoma importante en los casos tratados y descritos por el doctor Ballesteros. Sé que las fracturas pueden ser producidas por un centenar de causas, cual más ordinaria que la anterior, y eso en la mayoría de los casos se puede determinar con un simple vistazo a la naturaleza del daño y a la consistencia del hueso, y estoy convencido de que así será. Pero, piénselo padre, al exhumar el cuerpo podremos arrojar algo de luz sobre las circunstancias que acabaron con la vida de aquella mujer, tal vez, incluso llegar a comprender la causa de su deceso, y de paso, quitarnos usted y yo, esa espina clavada de que la aparición de ese cuerpo tenga algo que ver con… las cosas extrañas que al parecer, han estado sucediendo en el último tiempo y la desaparición de la ama de llaves del doctor Ballesteros…” Aquella última frase, fue extremadamente cauto el médico al pronunciarla. Benigno lo meditaba, “¿Y cree usted que se pueda determinar la identidad de la persona cuyos restos están sepultados allí?” Cifuentes negó con gesto de impotencia, “Bueno, lo cierto es que algo como aquello todavía está fuera del alcance de la ciencia, y que, después de determinado tiempo, todos los cadáveres se parecen demasiado, pero sí podemos determinar asuntos muy relevantes como el sexo, la edad, ciertas enfermedades o situaciones por las que pasó la persona antes de morir, cosas que dan pistas valiosas para aclarar finalmente la identidad del o la occiso”

Lo hicieron esa misma tarde, antes de que anocheciera. El sacerdote acompañó al médico para hacer del acto algo más solemne y menos sacrílego, aunque al decir verdad, la difunta no tenía las exequias eclesiásticas, ni familiares conocidos que se pudieran ofender mientras no fuera identificada, por lo que molestarla en su descanso eterno podía ser algo positivo, si se conseguía averiguar algo. Esa era la excusa oficial. Llevaron a Abel Rupano para que les ayudara con la pala y también estaba con ellos Marcial Monte, el improvisado panteonero del cementerio de Casas Viejas, acompañado de su hijo Julio, un muchacho que parecía permanentemente malhumorado. “¿Cree usted que haya cambiado mucho desde la última vez que la vimos, padre?...” Marcial se apoyaba en su pala y sacaba un cigarrito a medio consumir del bolsillo de su camisa, mientras su hijo y Rupano cavaban la tumba de la Sin Nombre, como si él fuera el capataz. Benigno no le respondió nada, no le pareció que aquello ni siquiera mereciera una respuesta, pero intentó hacer su silencio lo más elocuente posible. Marcial no tenía sensibilidad para las expresiones no verbales, “…Pobre mujer, sería justo que al menos tuviera un nombre en su cruz, es lo mínimo que uno pide cuando se muere, pero si antes no se podía saber quién era, ahora será más difícil, ¿no doctor?” Cifuentes dirigía la maniobra para que los restos sufrieran el menor daño posible al ser removidos y puestos dentro de una caja de madera, por lo que tampoco se molestó en responder con más allá de un monosílabo. Para Marcial aquello fue suficiente, “Si por lo menos tuviera la cabeza… lo cierto es que, pelos más o pelos menos, del cuello para abajo todos somos iguales… y más si son puros huesitos, ¿no es cierto padre?” “El doctor sabe lo que hace…” respondió el cura, escuetamente, “Por supuesto, padre” convino Marcial. El saco, como era de esperarse, estaba sumamente deteriorado, por lo que el cuerpo fue retirado con una buena cantidad de la tierra que lo circundaba, de modo que se mantuviera lo más íntegro posible. Así fue puesto en la carreta de Rupano y llevado a casa del doctor.

Úrsula había sido liberada ese día por el doctor de preparar cena, por lo que podía terminar su trabajo y retirarse, la idea era no alterar innecesariamente su sensibilidad con desagradables imágenes de cadáveres exhumados. Rupano, luego de ayudar a entrar el bulto, también fue liberado para irse a cenar junto a Guillermina. El cura, en cambio, sí se quedó como su asistente, estaba muy interesado en escuchar la opinión del médico al estudiar el cuerpo. Lo primero fue la piel, contrario a lo que se esperaba, aún permanecía envolviendo el cuerpo y manteniendo su forma, como las momias naturales que se crean en condiciones de extrema sequedad, lo que por supuesto era muy anormal en este caso, anormal pero no del todo improbable, porque hay químicos y minerales específicos, capaces de conservar los tejidos, por lo que aquello podía pasar, pero lo siguiente sí que era en extremo imposible, tanto que Cifuentes miró al cura como si éste pudiera tener alguna respuesta, “…es que, en la parte donde nace la cabeza, hay una gran cicatriz…” Benigno ya lo había notado, y se lo había hecho saber antes de desenterrarlo, que el cuerpo estaba decapitado, no había motivos para la sorpresa, sin embargo Cifuentes permanecía con la boca abierta y sin poder soltar palabra, “…lo sé… quiero decir que… esto sugiere que el cuerpo regeneró esa herida, estando sin cabeza… ¿lo entiende? o sea, muerto… un cuerpo muerto no puede generar cicatrización… es antinatural… no se puede…” y mientras más lo miraba más absurdo parecía. El cura ahora no sabía qué decir. Luego, al seguir retirando la tierra y la mugre se hizo evidente una gran abertura en la piel bajo el esternón y siguiendo la línea de éste, una abertura de unos quince o veinte centímetros, pero no parecía rasgadura o desgarro, sino más bien una perforación, aunque aquello no se podía establecer con claridad, “…lo que sí está claro, es que sea lo que sea, fue hecho post mortem. Dígame padre, ¿alguien intervino el cadáver la última vez que fue exhumado?, ¿algún otro médico, quizás?” preguntó Cifuentes, empujándose las gafas con el dorso de la mano. Benigno negó desde las alturas de su oscura humanidad erguida, “No doctor, ni siquiera lo sacamos del saco aquella vez. No teníamos médico y mucho menos un sitio apropiado para poner un cadáver en tal estado. Puede que ese corte lo haya hecho algún animal, al no tener la protección de un féretro” Aquella hipótesis no convencía al médico, pero la aceptó en el momento, a falta de una mejor. Cerca de la medianoche llegaron a las entrañas del cadáver, Benigno mantenía el candil sobre el cuerpo, mientras Cifuentes cortaba la piel, dura y seca como cuero, con su escarpelo. La existencia de tierra disminuía mucho dentro, sin embargo, no las sorpresas: además del estómago y parte del tracto intestinal, no había señas de los órganos blandos, aquellos sí habían sido descompuestos, lo cual era muy extraño, considerando que la piel se había mantenido relativamente intacta. Nuevamente Cifuentes se tuvo que tragar de mala gana la hipótesis del animal, que además de hacer el corte en la piel, y sin alimentarse de ésta, ni de los músculos, había devorado limpiamente los órganos interiores, “…para luego desaparecer sin dejar rastros”, “No sin dejar rastros, doctor…” corrigió el sacerdote, “…recuerde que Marcial mencionó algo sobre un agujero de conejo” “Los conejos no hacen cosas así…” murmuró el médico estudiando el cúbito derecho roto. Parecía un hueso sano, con una consistencia dentro de lo normal, y la fractura tampoco tenía nada especial, un hueso roto como el de cientos de casos que había visto antes, sin embargo había un detalle que no era tan ordinario, y fue el padre Benigno quien lo notó: el otro brazo presentaba una fractura idéntica, en el mismo hueso y a la misma altura, y al observar un poco más, notaron que una de las tibias también estaba rota de forma muy parecida. Fracturas idénticas suponían idénticas causas e idénticas causas sugerían premeditación, voluntad. “¿Qué quiere decir doctor?” preguntó Benigno sabiendo exactamente de qué hablaba el médico, “Es muy raro que el azar obre de esta manera… Ya es tarde, padre, si lo desea puede irse a dormir, yo me quedaré un rato más. Necesito documentar todo esto”



León Faras.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XII.

A la mañana siguiente de que el doctor Ballesteros fuera conducido a la prisión, y su hija Elena llevada al convento de las Hermanas de la Resignación, María Cruces puso una carta en el correo para su hermana Berta, a la que iría a visitar en los próximos días, en ese mismo lugar se encontró con Rubén Hurieta, un hombre conocido por su humor y su galantería genuina e inagotable. No se trataba de un hombre mujeriego o de malas intenciones, Rubén era viudo hace varios años y con tres hijos, sus inocuas intenciones no eran más que el constante halago y las excesivas atenciones hacia todo el género femenino, siempre había sido igual y todo el que lo conocía, lo sabía. Apenas supo lo del viaje de María, Rubén se ofreció en el acto a llevarla personalmente a su destino, como si se tratara de llevarla a su casa luego de una reunión, la mujer dijo que no era necesario, que podía tomar el tren y que seguramente él tenía cosas más importantes que hacer, pero el hombre insistió en que no había ningún problema, que en carreta podían hacer el viaje más corto por el monte y terminó haciéndose el ofendido porque la mujer no aceptaba su compañía. A María no le quedó más remedio que aceptar el ofrecimiento de Rubén, muy complacida. Partieron al día siguiente, muy temprano, en su carreta tirada por dos caballos, si todo salía bien, el hombre podía estar de regreso esa misma noche, pero nada salió bien. Atravesaron Casas Viejas al medio día y continuaron, varios pobladores les vieron pasar, incluyendo al hijo de Ismael que volvía a casa a esa hora para el almuerzo. Él no recuerda haber visto nada extraño. Los cultivos se extendían varios kilómetros fuera del poblado para luego convertirse en monte agreste sin apenas dar aviso y así continuar por algunas horas hasta el siguiente poblado. En ese punto María, por espacio de medio segundo, vio un personaje oscuro sentado sobre una roca a orillas del camino, vestía capa y sombrero, en ese breve tiempo le pareció que no tenía rostro y que se encontraba muy abrigado para la hora del día, sin embargo al segundo vistazo, cuando quiso enseñárselo a su compañero, la roca estaba vacía y no había ni rastros de nadie cerca. Rubén no alcanzó a volver la vista al frente, porque en ese momento, mientras uno de sus caballos iniciaba una carrera despavorida, como si algo lo hubiese asustado terriblemente, el otro, precisamente el que iba frente a él, se hundió con un grito de dolor, o miedo, como si se lo hubiese tragado la tierra, aunque en realidad el animal no se había ido a ninguna parte, estaba tirado en el suelo, vivo, pero incapaz de ponerse de pie y era arrastrado por su compañero que parecía llevar a un esbirro del Diablo en su grupa. Sólo fue cuestión de segundos para que el animal caído se interpusiera a las ruedas de la carreta y ésta se volcara, lanzando a tierra a sus ocupantes. El caballo que aún tiraba logró liberarse y huyó a perderse, abandonando a su compañero tirado en el suelo y a sus amos que también rodaron por la tierra. Aunque ambos se golpearon duramente, no resultaron heridos de gravedad, sin embargo, el caballo tenía ambas patas delanteras con los huesos rotos, y en lugares similares. Una, ya era muy malo, pero dos era el colmo del infortunio y de lo improbable. Había que volver a Casas Viejas en busca de ayuda, pero antes Rubén cogió su escopeta y se acercó al animal para sacrificarlo, y así que dejara de sufrir, pero en el preciso momento en el que apretó el gatillo, el día se hizo noche, y lo inundó la oscuridad como si de pronto se hubiese quedado ciego, pero no estaba ciego, porque la luz volvió a sus ojos paulatinamente, como cuando las pupilas se acostumbran a la oscuridad, “¡Pero qué demonios ocurre! María, ¿Está usted bien?” La mujer no respondió. Un extrañó ruido comenzó a llegarle desde algún punto a sus espaldas, un sonido de fauces, de jugos y de desgarros, “¡María, ¿Dónde está? María!” Se esforzaba por mirar pero le era imposible distinguir algo, cogió su encendedor del bolsillo de su chalequillo y lo encendió, alejó la llama tanto como su brazo se lo permitía de sus ojos y la acercó al sonido. Tres perros horribles devoraban un cuerpo, parecían perros callejeros, flacos y maltratados que comían con ansias de un cuerpo. Rubén se espantó, pero tenía su escopeta preparada en la otra mano, al observar con cuidado, notó enormes costillas blancas y patas desgarradas de animal. Lo que estaban engullendo esos perros era un caballo, y aunque era evidente que por las condiciones del animal, ya llevaban un buen rato en su faena, podía decir con mediana seguridad que aquel era su caballo, el que se había quebrado las patas. El hombre retrocedió un paso, si aquel era su caballo, entonces a qué le había disparado antes. Giró su encendedor hacia sus espaldas, vio las piernas de una mujer tirada en el suelo, era María, su acompañante. Rubén tuvo un pequeño segundo de alivio seguido de una gran angustia, dos zancadas después, se horrorizó: la mujer tenía las extremidades quebradas y la mitad de la cara destrozada de un tiro, tomó una bocanada de aire que se le atascó en la garganta en un nuevo sobresalto, una risotada sonó allí donde antes los perros comían, la risotada de un hombre. Rubén se giró de un salto, su propia luz lo cegaba, gritó para saber quién andaba ahí, ya no habían perros, amenazó con su escopeta y soltó el tiro al aire para demostrar que no estaba jugando, el último tiro albergado en su arma. Una bandada de pájaros emprendió el vuelo tras él, asustados por la detonación, aves carroñeras que habían dejado carcomido el cuerpo de la mujer. Aquello era una pesadilla, “No me deje, Rubén, ayúdeme…” no era lógico que hablara, pero, aunque débil, sin ninguna duda había oído la voz de María. Rubén se acercó a ella, su cuerpo tenía leves espasmos que le daban la falsa ilusión de albergar vida, pero más que suficiente para el hombre que, desesperado y asustado, la cogió en brazos. Aún estaba oscuro, pero ya no le interesaba preguntarse por qué demonios se había vuelto de noche precipitadamente. Estaba perdido, en medio de la nada y en una noche sin luna ni estrellas, apenas iluminada por su mechero que permanecía en la tierra sin recordar cómo había llegado ahí. Gritó por ayuda y una luz apareció en la oscuridad, un candil cuya luz ocultaba a su portador, un hombre oscuro y sin rostro, vestido adecuadamente para esa hora de la noche, “Venga amigo, por aquí…” Rubén lo siguió sin cuestionamientos, seguía oyendo a la mujer que le rogaba por ayuda, a pesar de que su cabeza se derretía en trozos licuados de carne, sangre y sesos que chorreaban por el camino. Siguió el candil por el terreno agreste, sin saber a dónde ni por cuánto tiempo, y sin llegar a ver ni un rastro de civilización, ni un sembradío, ni un establo, ni una casucha siquiera, con la mujer en brazos con sus miembros rotos colgando y balanceándose con cada paso. Cuando por fin llegaron a un sitio, aquel era el cementerio, la tumba estaba excavada, la pala sobre el montículo de tierra y el hombre del candil parado al lado. ¿Cómo habían llegado allí sin atravesar ningún poblado? “Ayúdeme Rubén, no me deje…”  La mujer aún le hablaba. Rubén se negó a su situación, alterado, espantado, él no quería un cementerio, él quería llevar a María a un lugar donde pudieran ayudarla, “Ya la has ayudado suficiente” dijo el hombre dando un paso hacia él y acercándole la luz. La mujer estaba casi desnuda, su carne carcomida en varias partes, tal vez por los pájaros y su cabeza ya no era humana, en su lugar colgaba el cráneo limpio de un caballo que acabó por descuajarse en ese momento. Rubén dejó caer el cuerpo al suelo casi al borde de la histeria, el hombre con el rostro oculto tras el candil le lanzó un saco de arpillera a los pies, era como enterrar a un perro, pero peor era enterrarla sin nada, “¿A qué esperas? debes inhumarla para que las alimañas de la noche no la profanen. La madre ya está preñada y su trabajo terminó… ¡Hazlo!” Rubén obedeció, su voluntad y su convicción estaban por los suelos, obedeció sin dejar de invocar a Dios, aunque éste no parecía prestarle atención. La confusión hace que los hombres obedezcan sin saber a quién ni por qué. Mientras apaleaba la tierra, podía oír a los perros acosándole desde las sombras. Cuando acabó, el hombre posó su candil en el suelo, “Tu trabajo también ha terminado, puedes irte, si así lo deseas…” el hombre se alejó y Rubén se puso de pie, había un fuego, tardó varios segundos en notar que era una persona crucificada que se quemaba, con un poco de atención pudo ver que el mundo entero era un gran incendio de condenados quemándose . No había dónde ir, sin embargo Rubén sólo pudo correr.



León Faras.

martes, 26 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XI.

-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida. Bendígame Padre, porque he pecado.

Para Benigno, por lo general, recibir las confesiones era un acto que le consumía una gran cantidad de energía, era una penitencia en sí misma para él, pues sus feligreses eran como animales que no hacían más que recurrir a la debilidad de la carne para justificarse; a culpar a los demás, al clima, a la pobreza o incluso a Dios por sus pecados; a proclamar su falta de voluntad inherente al espíritu humano como atenuante, o a argumentar que no eran santos tocados por la grandeza de Dios y que por lo tanto, estaban tristemente condenados a tropezar una y otra vez con la misma piedra. Salvar el alma de toda esa gente era una tarea tan penosa y sin fin como el castigo impuesto a Sísifo.

El cura preguntó que cuánto tiempo había pasado desde su última confesión y la mujer respondió que había pasado un buen tiempo ya. Por lo general eran siempre los mismos con los mismos pecados, pero esta vez no consiguió reconocer a la dueña de aquella voz al instante. La invitó a confesarse, “He apuñalado a un sacerdote, padre, cometí un aborto y además, en el momento más difícil de mi vida, renegué del amor de Dios haciéndolo responsable de todo lo que me sucedía…” Benigno miró a través de la celosía, la mujer tenía el rostro velado, pero ya no le cabía duda de quién era, “Elena… Me alegra oírte. Tu recapacitación te aseguro que es agradable a los ojos de Dios, quien está siempre dispuesto a perdonar y recibir a todos sus hijos de vuelta en su seno” “Tengo miedo, padre” confesó la muchacha con los dedos entrelazados frente a los labios. El cura intentaba ser acogedor, “No te aflijas, niña, la atrición no le quita valor al santo sacramento de la confesión cuando ésta es sincera” Elena, por primera vez levantó los ojos, “No padre, no es atrición. Tengo miedo a volver a confiar en Dios, a entregarme a su santa voluntad y que todo se venga abajo nuevamente y de la peor forma padre, como lo hizo antes…” Benigno negó con la cabeza con gesto testarudo, pero Elena continuó, “…creí que podía alejarme de Él cuando me sentí abandonada, una expósita de Dios, pero lo he vuelto a encontrar, y ahora tengo miedo, padre” El sacerdote sabía que antes no había actuado de la mejor manera con ella y ahora quería resarcirlo, “Hija, el amor de Dios no deja a nadie fuera, te aseguro que Él te ama y que de ninguna manera quiere que sufras si no es por una buena razón. Recuerda la historia de Job. El amor es fácil cuando estamos cómodos y satisfechos, pero cómo saber si ese es amor a Dios o sólo a los beneficios y comodidades que tenemos, ¿Qué pasa si éstas se terminan de pronto? ¿También se termina el amor?...” Elena conocía muy bien la historia de Job, como la de muchos otros personajes bíblicos, “Lo sé, padre, por eso estoy aquí. Pero eso no me quita el miedo a confiar. No quiero sentir miedo” No se le podía ver el rostro a través de la celosía, pero Benigno tenía una expresión muy poco habitual en él, la sutil sonrisa paternal de quien se alegra o enorgullece por alguien más, “Nuestro señor Jesucristo dijo, “Yo soy la luz del mundo” y al igual que una pequeña lumbre es capaz de vencer la oscuridad más negra, el amor es capaz de derrotar sin esfuerzo al miedo más terrible. Nada tiene que temer el que ama ¿Dónde estás hija, con quién?” Elena se apresuró a decirle que no quería que su hermano la fuera a buscar, “…Sabes bien que el Sigilo Sacramental me prohíbe revelar cualquier cosa de lo dicho en confesión” respondió el cura con calma y paciencia, entonces la muchacha se lo contó, incluyendo que, en parte, la responsable de que ella estuviera allí, era la vieja Lina, que se lo había sugerido varias veces “Buenas personas…” respondió Benigno, “…seguro que les ha hecho mucho bien tenerte con ellos…” Hasta Elena podía notar lo extrañamente conciliador que sonaba el cura ahora, muy diferente del sacerdote de antes que le inspiraba un respeto parecido al temor “No tanto como el bien que me han hecho a mí al acogerme, padre” “Me da mucho gusto oír eso…” respondió el cura, y luego agregó, “…Te exijo como penitencia, que visites a tu padre y que le brindes tu perdón” Elena buscó los ojos del cura a través de la celosía, pero en cuanto los encontró, ocultó la vista bajo el velo, “Yo ya he perdonado a mi padre, no le deseo mal alguno, pero eso no significa que pueda hacer como si nada hubiese pasado. No creo poder hacer lo que usted me pide, padre, debe darme otra penitencia” Benigno por primera vez puso su conocida expresión severa, “Si lo has perdonado, puedes hacerlo, si no lo has hecho, debes hacerlo. Es por ti, no por él que debes hacerlo, por tu propia libertad y tranquilidad espiritual, hija y por el ánimo de enmendar tus propios pecados. Además, podrás ver que ya no es el mismo, su salud se deteriora rápidamente Elena, física y mental” La muchacha guardó silencio largos segundos hasta que al final accedió, “Esta bien padre, sé que tiene razón, lo haré, pero no me pida que lo haga ahora, necesitaré algunos días…” El cura asintió y la bendijo con la señal de la cruz, “Ego te absolvo in nomine patris et filii et spiritus sancti” “Amén… Gracias padre” Respondió Elena al tiempo que se persignaba. “Recuerda que mientras no cumplas con la penitencia, la absolución no estará completa. Confía en el Señor, hija, déjale entrar en tu corazón.” concluyó el cura.

Elena caminó hasta la casucha derruida en medio del campo de olivos, donde pasó su primera noche luego de su huida, junto a Clarita, el día que la conoció, donde había dejado su ropa habitual de hombre. Hizo un pequeño hato con su vestido y se lo colgó a la espalda y luego partió de vuelta a casa de Lina y del viejo Tata caminando sin apuro, descalza y con los pantalones remangados, meditando sobre lo que había hablado con el cura y sobre todo en cómo afrontar la penitencia que le había dado. Mucho antes de llegar, Nube salió a recibirla atropellándose mutuamente con Satanás, pero sin tiempo para nada antes de iniciar nuevamente una carrera desenfrenada de vuelta a ninguna parte, y desde allí, a otro punto cualquiera del paisaje. Esos dos no podían permitir que ninguno sacara ventaja del otro. Elena no tardó en notar que los perros no estaban solos, Clarita apareció a la carrera desde la sombra de un árbol en la parte más alta de la loma, Elena se puso contenta de verla y hasta le abrió los brazos con una amplia sonrisa para recibirla pero la niña se frenó justo antes, “Has ido a la iglesia a hablar con el padre en esas casitas que tienen dentro los curas” Elena perdió toda la sonrisa del rostro, si la había estado espiando, ella no se había dado cuenta, la niña alegó que ella no se había ni movido de allí, pero que Gracia había decidido seguirla esta vez, por si volvía a perder la memoria luego de ir al pueblo. Elena abrazó a la niña finalmente y así caminaron hasta la casa. Sin tomárselo demasiado en serio, le confesó que Gracia esta vez sí tenía razón y que no se preocupara porque ella no andaba perdiendo la memoria, pues incluso todavía se encontraba en condiciones de insistir en que tampoco la había perdido en la noche de San Lorenzo, Clarita rió, al parecer, por algún comentario hecho por Gracia. Elena prefirió no preguntar.



León Faras.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


X.

El motivo principal de llevarse a Úrsula a su casa ese día, era mostrarle lo bien que había quedado su habitación luego de la limpieza y reparación que se le había hecho. Las paredes estaban limpias y pintadas de blanco y la mayoría de sus muebles habían regresado a la vida, gracias a las habilidades carpinteras de Ismael, quien, con algo de pegamento y algunos tarugos de madera, los había dejado en condiciones de ser utilizados por un buen tiempo más. También la puerta había debido ser reparada en las bisagras y los pestillos que habían terminado reventados de sus asideros. Con respecto a la cruz de madera empotrada en la pared, había sido cubierta con una capa de barro, luego pintaron la pared con cal y pusieron allí una imagen de la virgen de Lourdes. No se lo dijeron a Úrsula, pero aquel día, mientras ésta ya trabajaba en casa del doctor, su hermano había removido la cruz de su empotramiento, rompiendo parte de la pared en su entorno y la lanzó al fuego de la cocina, (donde cocinaba su madre y ante los ojos de ésta) que permanecía encendido hasta ya bien entrada la noche cuando todos se iban a la cama. A la mañana siguiente, Lucila se presentó angustiada ante su marido y su hijo que esperaban el desayuno: entre los pliegues de su delantal la mujer traía la cruz que había aparecido al remover los rescoldos, estaba ennegrecida, y con los bordes redondeados por el fuego, pero dentro de todo, intacta y aún consistente. El fuego la había abrasado, incapaz de consumirla. En ese mismo momento, decidieron cerrar la boca y ocultar la cruz para siempre, diciéndole a la muchacha que había sido destruida por el fuego. No había un lugar seguro en el mundo para un objeto como ese, sujeto a un poder que no podían entender. El lugar más idóneo para ello fue por decisión unánime, devolverla a su sitio. El resultado había sido maravilloso y a Úrsula le encantó, sin embargo, aquella noche la muchacha prefirió dormir junto a su madre, aún no se sentía capaz de pasar una noche sola en su habitación. A la mañana siguiente, muy temprano, fue llevada por su hermano a casa del doctor, a trabajar, como había prometido, Cifuentes ya estaba en pie, vestido y con un café servido, esperándola. Le pidió que se sentara junto a él en la mesa y la muchacha accedió sorprendida, pero encantadora. Se le notaba lo a gusto que estaba en compañía del doctor, ella siempre era amable y todo lo hacía con una sonrisa y con la mejor disposición, “Ya han pasado algunos días, te veo más repuesta y de muy buen ánimo… me gustaría hacerte unas preguntas” estaban solos, sin embargo, Úrsula se comportaba tal y como siempre, como la muchacha tranquila y cordial que parecía dedicarle toda la atención del mundo cada vez que le hablaba y que a todo respondía afirmativamente, como si se tratara de algún pecado decir que no algunas veces. El médico, en cambio, estaba cada vez más desconcertado, “¿Qué recuerdas de aquel día en el que llegaste inconsciente aquí? Lo pregunto porque el maltrato físico que traías aquel día, era evidente y severo, y si alguien te causó ese daño, no está bien que se salga con la suya y no reciba castigo” La chica se estudiaba las uñas con exagerado interés, siempre recurría a ellas cuando sentía agobio o presión, “Lo único que recuerdo de ese día, fue un humo negro y espeso que de pronto llenó toda mi habitación y que se me metió en los ojos y en la boca y… creo que perdí el sentido, porque recuerdo…” La chica sonrió nerviosa, como quien sabe que está a punto de decir algo que sonará muy tonto, “…recuerdo haber flotado en el aire durante algunos segundos… supongo que eso lo soñé, o algo así…” Úrsula se perdió por un instante en sus recuerdos, luego de pronto regresó, “…También recuerdo haber sentido frío, mucho frío, aunque sólo fue durante un instante, creí que moría. Después de eso, nada. No recuerdo cómo fui golpeada o por qué, sólo recuerdo haber sentido dolor cuando desperté aquí… pero, un dolor viejo, ¿Me entiende? uno que ya se apaciguaba…” La chica reafirmaba la misma historia rara contada por Ismael, y extrañamente, a ella sí le creía, pero una cosa no encajaba, “¿Frío? tu papá dice que había un calor sofocante, como si hubiesen estado en medio de un incendio” Úrsula despertó de su ensimismamiento repentinamente entusiasmada, “¡Es cierto!, mis papás me dijeron eso, que incluso el pomo de mi puerta estaba tan caliente que no se podía tocar…” luego se ensombreció, como si estuviera en medio de un problema muy complicado, “…pero yo no recuerdo haber sentido calor, al contario, era un frío muy, muy grande” Aunque le creyera, nada de lo que decía la muchacha le servía para algo al médico, sin embargo siguió con sus preguntas, “Y el niño, dime, ¿Qué pasó con el niño que vimos en tu casa?” Úrsula se vio afectada, Cifuentes le cogió la mano para darle confianza, ella no la retiró. Aquello le pareció maravilloso, ese contacto le hacía ilusión, se le notó en los ojos, “Sé que es difícil que alguien me crea, pero lo primero que recuerdo fueron voces, muchas voces alrededor, luego el humo que empezó a salir de no sé dónde y lo llenó todo, el niño empezó a llorar, yo estaba aterrada, lo apreté contra mí, para protegerlo, creo… y luego ya no sé qué más… después supe que el niño ya no estaba por ninguna parte” Úrsula se encogió de hombros. “¿Voces? ¿Qué te decían esas voces?” La chica negó con la cabeza. No había entendido una palabra de la extraña lengua en la que hablaban. El doctor, aún no le soltaba la mano y a ella parecía no molestarle, sin embargo, Cifuentes no se atrevía a preguntar por lo sucedido en la noche de San Lorenzo, la Úrsula que tenía en frente no era la misma mujer que se había metido en su cama, y a menos que todo hubiese sido una invención de su mente inconsciente, podía ser que Úrsula tenía una bajísima tolerancia al alcohol y que una mínima cantidad de éste era suficiente para cambiar su personalidad de esa manera, era poco probable, pero podía ser y aquello era lo único que se le ocurría, “¿Has dormido bien estas últimas noches? ¿No has tenido el sueño interrumpido por algo?” Aquella era una pregunta tan capciosa, que si Úrsula había actuado con un mínimo de consciencia en sus actos aquella noche, era imposible que sólo la ignorara, sin embargo, la muchacha sólo sonrió, “He dormido como un tronco, doctor. Muchas gracias”

Luego de eso, Úrsula volvió a sus quehaceres y el doctor se encerró en su despacho, en su escritorio y con sus papeles, allí era donde se devanaba los sesos tratando de entender qué estaba sucediendo en aquel lugar al que había llegado. No lograba entender qué había pasado exactamente en su habitación la noche de San Lorenzo, pero aquella era la menor de las cosas raras que sucedían en un lugar donde un médico hablaba de niños engendrados en cadáveres, los muebles flotaban delante de sus propias narices, los bebés desaparecían sin dejar rastros y encima de todo aquello, el cadáver de un feto conservado en alcohol sin rastros de ombligo ni cordón umbilical, impávido, como un insolente y mudo testimonio de que, mientras más creemos saber, más claramente vemos nuestra propia ignorancia.




León Faras.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


IX.

Benigno decidió acompañar a Cifuentes a la prisión al enterarse de que el hombre que estaba herido, era Horacio, sobre todo porque el guardia que lo fue a buscar les aseguró que se trataba de un “Feo golpe en la cabeza” sin embargo, al verlo quedaron horrorizados, parecía un hombre atacado por una fiera salvaje, cubierto de sangre y semiinconsciente, “¡Por Jesucristo, qué le han hecho a este hombre!” Benigno increpó a los guardias presentes, cosa que no le pareció nada bien a Aurelio, que lo miró sin ocultar ni disimular su fastidio, “¿Se puede saber qué está haciendo aquí usted, padre?” Benigno no suavizó ni un ápice su expresión severa, “Acompañaba al doctor cuando se le pidió venir, por eso estoy aquí, y porque me preocupa la salud de Horacio” Aurelio se le acercó, no era ni de cerca tan alto como el cura, pero sí bastante robusto. Cifuentes ya atendía al herido, pero observaba la escena nervioso. El jefe de guardias continuó cruzándose de brazos, “Pues déjeme decirle una cosa padre, con todo respeto. Si yo golpeara a un hombre así, le aseguro que sería porque se lo merece, y no tendría empachos en decírselo a la cara a usted o a cualquiera que fuera necesario, y eso corre tanto para mí, como para cualquiera de los muchachos bajo mis órdenes, porque hay muchos que se espantan sin preguntar, pero tampoco serían capaces de pasar una sola noche aquí. Nadie ha golpeado al doctorcito, y ni falta que hizo, porque si usted hubiese visto lo que vimos nosotros, ahora estaría pensando muy diferente” Benigno no quería dar un paso atrás, “Lo siento Aurelio, pero este hombre parece haber sido brutalmente apaleado, ¿no es así, doctor?” Cifuentes, que no tenía ánimos de meterse en discusiones ajenas, no tuvo más remedio que hacerlo, y encima llevándole la contraria al cura, “No padre, en mi experiencia, un apaleado registra golpes, hematomas y fracturas en todo el cuerpo, o al menos en más de una zona. El doctor Ballesteros, por lo que se puede apreciar, sólo presenta daño en la cabeza, en la zona frontal del cráneo, como si hubiese sido golpeado allí muy fuerte y repetidas veces por algo duro y además, a juzgar por el tenor de las heridas, rugoso” Aurelio lo miraba ahora altivo y satisfecho, “¿Rugoso?, Yo mismo no lo hubiese dicho mejor…” invitó al cura a moverse con un gesto de los dedos,  “…Acompáñeme padre” La sangre ya no estaba tan fresca, pero aún parecía como si alguien hubiese sido ajusticiado de un disparo en la cabeza en ese lugar. Aurelio se la enseñó de cerca al cura y le explicó lo que había sucedido, “…Debe hablar con su familia, padre, seguro que podrán buscarle un buen lugar, uno más adecuado para alguien en su estado, una… una casa de orates.” Benigno miraba la mancha en la pared sin poder relacionarla en su mente con el rostro destrozado de Horacio Ballesteros, “Eso requiere tiempo, Aurelio, se necesita la evaluación de un médico especialista, el permiso de un juez… no se puede sacar a un hombre de prisión así como así…” El jefe de guardias hizo una mueca de risa falsa, desestimando el argumento del cura, “Llevo en este negocio más de veinte años, padre, y si hay algo que se puede aprender en ese tiempo es que con plata, uno puede hacer cantar y bailar hasta a los chanchos. La familia del doctor tiene mucho dinero, ellos pueden pagar un psiquiatra… y hasta un juez” Benigno negó con la cabeza con los labios apretados, “Su familia lo ha repudiado, no quieren saber nada de él…” Aurelio nuevamente forzó su risa falsa, “Eso no me extraña… bien, pues entonces tendremos que nosotros tomar medidas…” advirtió, al tiempo que se iba de vuelta a ver al doctor, Benigno lo detuvo, “¿De qué medidas habla?” Aurelio se quedó parado en la puerta de la celda. Ponía un rostro amenazante cuando quería, “Habrá que atarlo, es lo que se hace con los locos peligrosos con los que nadie quiere cargar, ¿no? A menos que usted o el doctor quieran venirse a vivir a la celda de al lado para mantenerlo vigilado, por mí no hay problema” Esto último lo soltó mientras ya caminaba, hacía un rato que la conversación ya había acabado par él.

El estado del doctor Ballesteros era delicado, golpes así podían tener evoluciones inesperadas y complicaciones severas, por lo que debería estar estrechamente vigilado por el doctor Cifuentes, quien tendría que visitarlo al menos, una vez al día hasta estar seguro de que volvía a la normalidad, “Por favor, intente que se mueva lo menos posible” sugirió el doctor mientras guardaba sus cosas, Aurelio le echó un vistazo al cura antes de responder, “No se preocupe doctor, eso ya lo habíamos pensado…” y luego invitó a entrar a sus muchachos los que ya tenían listos cuerdas y grilletes para inmovilizar a Horacio, el doctor Cifuentes se escandalizó, ciertamente, no se refería a eso, pero Aurelio no estaba para delicadezas ni melindres, “Escuche doctor, este hombre intentó reventarse la cabeza contra la pared y nadie dice que en cualquier otro momento no lo vuelva a intentar, porque aquí todos sabemos que Horacio no está nada bien de la sesera…” Aurelio se apuntó la sien con el dedo índice, “…así que, si usted desea que lo devuelva a su celda y lo recostemos en su cama como si nada, usted manda doctor, nosotros lo haremos, pero será su responsabilidad si Horacio, dentro de su chifladura, intenta dañar a alguien o dañarse él mismo otra vez o algo peor…” El guardia mostraba las palmas de las manos en señal de inocencia, “…porque aquí estamos acostumbrados a tratar con personas que se escandalizan por cualquier cosa pero no tienen la necesidad ni de la intención de hacerse responsables por nada” Cuando Aurelio terminó, lo único que se oía en la habitación, eran las cadenas de los grilletes que se ajustaban a los pies de Horacio. Cifuentes no agregó nada, ciertamente no tenía nada que agregar, Benigno en cambio, estaba de acuerdo con la opinión de Aurelio, mas no con el modo, “Muy bien Aurelio, el doctor y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para que Horacio sea visitado por un especialista lo antes posible, está claro que este no es el lugar más adecuado para alguien en su estado” Aurelio asintió conforme, “En eso creo que todos estamos de acuerdo, como también creo que todos podemos estar de acuerdo en que esto…” El guardia señaló los grilletes, “…es lo más seguro para todos en este momento. Yo no disfruto manteniendo gente encerrada y además engrillada, pero el trabajo es así y estás dispuesto a hacerlo o te vas”

En un bonito día de sol, Elena, luego de terminar sus quehaceres y antes del almuerzo, le gustaba visitar las pozas de agua que bajaban de la montaña y darse un baño ahí, el agua era muy fría, pero increíblemente reconfortante. Clarita la acompañaba, aunque ella no se acercaba al agua, sólo disfrutaba del sol, del aire fresco y del columpio que Tata le había instalado allí. Ese día, el agua fría era especialmente necesaria para Elena que aún se sentía desganada. Clarita lanzó un piedra al agua, “Y… ¿aún no recuerdas nada de anoche?” Elena se zambullía y volvía a salir, “Ay, Clarita, yo no sé por qué Gracia dice eso, pero de verdad me fui a la cama temprano… no recuerdo nada porque estaba dormida” Comenzaba a ser frustrante que la niña le creyera más a su hermana imaginaria que a ella, y Clarita no lucía en absoluto convencida, “¿Qué? ¡Ah, sí!..." dijo la niña dirigiéndose a un punto del paisaje en el que no había nadie, “…Gracia dice que cuándo fue la última vez que usaste vestido” Elena, con el agua hasta el cuello, lo pensó un rato, “Últimamente sólo lo he usado para ir al pueblo…” y aquello sólo había sido cuando debió hablar con el cura por lo de la búsqueda que mantenía su hermano. Clarita asentía como si estuviera escuchando una verdad del porte de una catedral, “Es cierto, estabas con vestido esta mañana cuando te desperté, significa que anoche fuiste al pueblo…” Eso perturbó a Elena, era verdad, aunque no le había dado importancia y casi no le había prestado atención por la mañana, debido al agotamiento que sentía, sí llevaba vestido al despertarse, lo podía recordar al vestirse con su ropa habitual de hombre, pero estaba segura de no haber salido durante la noche, aquello no estaba en sus recuerdos por más que se esforzara. Debía reconocer que a pesar de todo, Gracia tenía la facultad de sembrarle la duda, “Pregúntale a Gracia si recuerda algo más de anoche…” dijo Elena sin gran interés, sólo para ver qué salía. Clarita se encogió de hombros, “Dice que volviste contenta… que sonreías…” Elena se volvió a sumergir en el agua fría, definitivamente no podía con Gracia.



León Faras.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.

VIII.


Ya era de noche, aunque no demasiado tarde, cuando Lina y el viejo Tata llegaron de vuelta a su casa de la celebración a San Lorenzo. Clarita venía sentada atrás en la carreta luchando con su cuerpo que reaccionaba con cada bache del camino y la sacaba de su sopor por algunos segundos más, hasta que el peso de sus párpados volvía a hacer tambalear su humanidad y un nuevo bache la despertaba. Una vez la carreta se detuvo, y como si se tratara de un completo beodo, Clarita fue llevada a su cuarto por su inconsciente, que no quería saber nada más con aquel día, en silencio, con paso inseguro y poca ayuda de sus sentidos, para dormirse instantáneamente apenas tocó las cobijas de su cama, como sólo los niños y los borrachos saben hacerlo. Al día siguiente, Elena despertaba sintiéndose muy cansada, como si apenas hubiese dormido un par de horas, en cuanto abrió los ojos, se encontró con Clarita que, ya vestida, aunque al decir verdad la noche anterior no había tenido fuerzas ni para quitarse la ropa de fiesta, la observaba con persistencia y curiosidad, como si tuviera la cara pintada o algo así, “Dice Lina que el desayuno ya está servido…” La muchacha se sentó en la cama y se restregó los ojos con brusquedad, bostezó aparatosamente, dudó unos segundos antes de levantarse pero finalmente lo hizo, era raro, al quedarse sola en casa se había ido a la cama temprano, no había razón para estar tan cansada, “Seguramente ha tenido pesadillas, aunque ahora ya no las recuerda, las pesadillas no dejan descansar al cuerpo…” afirmó Lina poniendo un pocillo de leche frente a la muchacha, Clarita, con el suyo a medio camino entre la mesa y su boca, intervino como si le hubiesen preguntado a ella, “No fueron pesadillas. Gracia dice que salió durante la noche y que regresó tarde…” Aquello dejó un silencio prolongado sobre la mesa y más de una boca abierta. No había problema con eso, Elena no estaba presa ni nada parecido y podía salir cuando quisiera sin tener que pedir permiso para ello, pero era Gracia quien lo afirmaba y todos sabían que Gracia no era más que un fruto de la imaginación de la niña. Tata le restó importancia diciendo que Elena era libre de salir adonde ella quisiera, pero ésta volvió a ratificar que se había ido a la cama temprano y que no había salido a ninguna parte, “No es cierto…” insistió Clarita, “…Gracia tampoco fue a la fiesta de San Lorenzo, no le gusta porque hay mucha gente y ella estaba aquí cuando saliste anoche. Dice que no te siguió, pero que regresaste tarde… Ella nunca duerme” Concluyó la niña, como quien presenta un argumento irrefutable. Elena se quedó sin palabras, desde hacía ya un tiempo, y cada vez más, los comentarios de Gracia la desconcertaban, estaba segura de haberse ido a la cama temprano, y no recordaba nada más hasta despertar por la mañana, pero también era cierto que su cuerpo no había descansado lo suficiente durante la noche, había pasado malas noches antes, pero nada como esto.

El doctor Cifuentes se peinaba el bigotillo con el dedo una y otra vez, abstraído, mientras le daba vueltas sin cesar en la cabeza a lo que le había sucedido la noche anterior, pero sin conseguir ninguna certeza sobre nada. Estaba seguro de que no había sido un sueño, pero un sueño, era precisamente la explicación más sensata que se le podía ocurrir, pues Úrsula, no podía haber sido otra mujer, le parecía una muchacha incapaz de un comportamiento como ese, de la misma manera que pensaba que él sería incapaz de aceptar un acto sexual ilegítimo y además tan aberrantemente pecaminoso, lo mismo que placentero. En ese momento tuvo una iluminación en su mente, que lejos de tranquilizarlo, atribuló aún más su espíritu, tanto que se vio obligado a ponerse de pie a buscar su bolso con los documentos que ahí guardaba. El diario del doctor Ballesteros, la parte en la que éste se refería a la violación a su propia hija, era la fiel descripción de lo que él mismo había vivido la noche anterior, sin eufemismos, vulgar y obscenamente cruda, lo cual se le hacía demasiado perturbador, pues su sensatez se negaba a comparar un hecho con el otro, los que de ninguna manera podían estar relacionados. Era una locura. Llamaron a su puerta y al salir a abrir, se puso pálido, tartamudeó y se dio cuenta de inmediato, que con su torpe reacción se estaba acusando solo, de algo de lo que ni siquiera estaba seguro de haber hecho, Benigno lo notó al momento, “Quedamos en que hoy me revisaría la herida, doctor, ¿lo recuerda? ¿Está usted bien?... parece nervioso” Cifuentes se quitó los anteojos y se restregó los ojos con el dorso de la misma mano, quiso justificarse pero apenas balbuceó que estaba cansado, lo que resultaba una excusa muy débil. El padre reconoció los papeles que él le había entregado esparcidos sobre la mesa, “Los documentos de Horacio Ballesteros. Ya veo que tienen la facultad de estropearle los nervios a cualquiera…” El cura les echó un ojo sin ambición alguna, sólo como un acto reflejo, pero su rostro se endureció y  su vista se vio atrapada por una letra en particular, y luego por otras, que le obligaron a centrarse en el documento abierto sobre la mesa, era el diario personal del doctor Ballesteros. Cifuentes se mostró ansioso por saber qué le llamaba la atención, pero el sacerdote no despegaba el interés en esos papeles, “Dijo usted que esta no era la caligrafía de Horacio, ¿verdad? que parecía pertenecer a otra persona…” El doctor ojeó las letras que señalaba el cura y asintió sin tener apenas seguridad de lo que capturaba la atención de Benigno. Éste estaba seguro de haber visto aquella caligrafía antes, sin embargo le era imposible recordar dónde, el médico le sugirió que con seguridad había sido en algún otro documento del doctor Ballesteros, pero Benigno lo negó enérgicamente, desestimando la opinión de Cifuentes como si viniera de un completo ignorante, “No, no, no. Fue en otro lugar, no hace mucho, pero… Por Dios, ¡Dónde!” En ese momento golpearon su puerta con urgencia, era un guardia de la prisión, había un hombre que necesitaba su ayuda: Horacio Ballesteros.

Aurelio se desperezaba en su incómoda litera a medio vestir, cuando uno de sus guardias llegó a buscarlo, traía cierta prisa pero también esa risa mal disimulada del que quiere compartir algo gracioso. El jefe de guardias se dejó convencer, se encajó las botas y siguió a su subalterno con la camisa desabrochada y masajeándose el cuello. Cuando llegaron, el guardia le señaló a su jefe con un gesto de la boca, la celda del doctor Ballesteros. Allí estaba éste, acuclillado contra la pared, apretándose los oídos con las palmas de las manos, cuchicheando rápido e incomprensiblemente con algo o alguien que sólo él podía ver, como un verdadero demente, Aurelio lo miró con vergüenza ajena, como a aquel que se le han pasado las copas y comienza a comportarse como idiota “Horacio… ¡Horacio!” pero éste sólo le negó con la cabeza, asustado. Los guardias se miraron, uno preocupado, el otro divertido, “Parece que el doctorcito, ahora sí que se nos ha chalado…” comentó este último, pero lo gracioso se le borró de pronto, porque Ballesteros en ese momento, y sin razón alguna, le dio un violento frentazo a la pared, que sólo con haber escuchado el sonido que hizo, era suficiente para entender que se trataba de algo serio. El segundo frentazo consecutivo se los confirmó, “¡Abre la puerta, estúpido, a qué esperas!” vociferó Aurelio tan fuerte, que el guardia, ya impresionado por lo que veía, dio un respingo y botó sus llaves al suelo, “¡Basta ya, Horacio! ¡Maldita sea... date prisa, se va a matar!” Aunque parecía que así iba a ser, no lo consiguió, porque perdió el conocimiento en el quinto golpe, o por lo menos algo se desconectó dentro de su cuerpo que cayó de espalda sin fuerzas y quedó ahí, con el rostro y el cuello bañados en sangre, pero con los ojos abiertos y jadeando por la boca, lo que era tranquilizador para los guardias, pues al menos estaba vivo, de otro modo sería muy difícil de explicar que alguien hubiese sido capaz de matarse dándose de cabezazos contra la pared, “Mande a alguien a buscar al doctor y luego vuelva a ayudarme. Hay que sacar a este hombre de aquí” Mientras el guardia iba, Aurelio se quedó mirando la pared con cara de asco superado, la mancha de sangre aún líquida, los trozos de piel machacada, tal vez algo de carne, y los mechoncitos de pelo ensangrentados pegados a la muralla, le recordaban su juventud, las veces que le tocó presenciar fusilamientos y limpiar los restos, aquello lo podía entender, tenía un sentido dentro de todo, pero esto claramente era de locos.


León Faras.