XIV.
Desde
lejos, Elena pudo ver enormes nubarrones de humo negro ascendiendo desde la
casa de Tata, que poco a poco se fueron empequeñeciendo hasta desaparecer. Al
principio eso le preocupó, pues no era la columna de humo que naturalmente
salía de los fuegos hechos para la cocina, a su lado, esto era monstruoso, pero
la tranquilizó el hecho de que éste fue siendo debilitado hasta desaparecer, y
también que Clarita no le diera ninguna importancia. La sorpresa se la llevó al
llegar y ver a Tata cubriendo con trapos y plastas de barro las últimas
rendijas de un pequeño cuartucho que, por sus dimensiones, Elena estaba segura
de que se trataba de una letrina vieja y en desuso, pero ahí estaba quemándose
por dentro, mientras el viejo hacía todo tipo de esfuerzos para evitar que el
humo se le escapara. Cuando le dijeron que no pasaba nada, sino que solamente
estaba usando humo para cocinar pescado de río y que de esta manera se pudiera
conservar por más tiempo, la muchacha se quedó en blanco, y así en blanco se
fue a ayudar a Lina que preparaba un pescado fresco de verdad, para meterlo al
horno, que era de la manera tradicional que todo el mundo conocía, mientras
Clarita, con una sonrisa que no le cabía en el rostro, metía de lleno las manos
al barro. Ahumar la comida no era algo con lo que le hubiese tocado ligar en su
vida pasada, “No te preocupes, ya lo verás cuando estén listos” dijo Tata, con
su sonrisa de cartón “¿Ya habló con el padre, se confesó?” le susurró Lina casi
al oído al llegar ella a su lado, Elena asintió con una suave sonrisa, la vieja
le dio un breve pero cariñoso abrazo, “Todo es más fácil cuando una se quita un
peso de encima. Usted es buena, no tiene nada de qué preocuparse” “Pero
aún tengo pendiente la penitencia” replicó la muchacha, como justificándose.
Como
cada mañana, Úrsula llegó a primera hora a su trabajo, lo hacía en completo
silencio para no perturbar el sueño del doctor que por lo general a esa hora
aún dormía. Mientras se preparaba el desayuno, ella se ocupaba de hacer un
rápido orden volviendo todo a su sitio. De niña, le habían dicho que las cosas
sufrían cuando quedaban fuera de su lugar. Luego de la sala, sigilosa, entraba
a poner orden al despacho del médico que generalmente estaba patas arriba, pero
esta vez incluso el propio médico estaba fuera de su sitio, durmiendo apoyado
en su escritorio sobre un montón de papeles garabateados y junto a una taza de
café frío. La razón estaba sobre la mesa de trabajo, a medio cubrir con una
sábana: la momia de una mujer sin cabeza. La muchacha se sobresaltó al verla,
pero no más de lo que cualquiera lo haría, luego se le quedó mirando largamente,
con interés más que curiosidad, tenía la sensación de estar frente a alguien
que ella conocía, alguien como un pariente, pero sin poder saber quién,
incluso, estuvo a punto de tocarla, pero en ese momento Cifuentes despertó, “Lo
siento, Úrsula, no se preocupe, usted haga sus cosas, yo me encargaré de todo
este desorden…” “No pasa nada, doctor” respondió la muchacha mientras cogía la
escoba y comenzaba a barrer la abundante tierra esparcida por el piso, de
pronto se detuvo, como si se hubiese dado cuenta de algo que no estaba bien,
Cifuentes lo notó, “Esto es tierra de cementerio…” dijo la muchacha, más como
una afirmación que como una pregunta, y agregó, “…Yo sé que usted no cree en
estas cosas, pero por si acaso, será mejor que no barra esta tierra por ahí, la
voy a juntar para que luego la devuelva a su sitio…” El médico no hizo más que
asentir en silencio mientras ordenaba sus papeles. Poco después de asearse y
desayunar, continuó con su trabajo con la Sin Nombre, ese cuerpo reseco se le
estaba haciendo cada vez más interesante.
A
eso del mediodía, Benigno recibió una visita en su casa, en su despacho:
Ignacio Ballesteros había regresado, pero esta vez no venía solo, lo acompañaba
un señor llamado Clodomiro Almeida, un hombre de aspecto pusilánime, cuyo mayor
logro en la vida, parecía ser un enorme bigote que lucía desproporcionado para
su insignificante mentón y su pronunciada calva. Se veía pequeño y rechoncho
junto a sus acompañantes y flemático ante todo, sin embargo, no estaba allí por
su aspecto ni por ser algún familiar, estaba allí porque era un investigador
contratado por los Ballesteros para encontrar a la hija menor de Horacio,
Elena. Y uno de los más cotizados. Éste saludó al cura con un flojo y rápido
apretón de mano que dejó una primera impresión desfavorable en el sacerdote,
“¿Es usted policía?” “No, no, no…” respondió Clodomiro, con una sonrisilla
contenida y fruncida, “…yo soy investigador. A mí suelen darme un misterio y yo
lo resuelvo, pieza por pieza, ¿entiende? como un rompecabezas” “Comprendo…”
respondió el cura sin la menor intención de fingir interés. El investigador
continuó, “Entiendo que usted ha sido el último que vio a la señorita
desaparecida, ¿no es así?…” el hombre hurgó en su portafolios, y puso una hoja
frente al cura, “…más específicamente el día en que la susodicha le hizo
entrega a usted en sus manos de esta nota dirigida a su hermano de ella, el
señor Ballesteros, aquí presente, ¿no es así, padre?” El cura le echó un
vistazo a la hoja, Clodomiro lo miraba expectante, “¿Podría usted decirme todo
lo que usted recuerda de ese día lo más detalladamente posible, padre? ¿Cómo iba
vestida la señorita, en qué dirección se fue, qué clase de calzado llevaba?”
“¿Que qué calzado llevaba?” repitió el cura, incrédulo, Almeida volvió a
mostrar su sonrisa estrecha y remilgada, “Padre, se puede saber mucho de una
persona, sólo por la tierra que lleva en sus zapatos…” eso era cierto, pensó el
cura, pero no recordaba ni remotamente haber visto los pies de Elena aquel día,
le echó un vistazo a la hoja, no muy cómodo con el interrogatorio. Su rostro se
endureció, “¡Santa madre de Dios!” Ante el asombro de sus dos visitantes, se
puso de pie, cogió la hoja y se fue, “Acompáñenme” alcanzó a decir antes de
salir por la puerta. El cura salió a la calle con el papel en la mano y caminó,
casi corrió, perseguido de cerca por Ignacio que exigía explicaciones y por el
investigador, que abrazaba su portafolio como una colegiala ante una ráfaga de
viento. Se detuvo frente a una conocida puerta para golpearla con urgencia,
Úrsula abrió asustada, “¿El doctor, está?” Cifuentes se asomó por la puerta de su
despacho, trabajaba en sus papeles cuando los golpes lo hicieron pensar en una
desgracia. Para el cura, no se trataba de una emergencia, pero sí de una
urgencia. Le pidió los papeles del doctor Ballesteros, más específicamente, su
diario personal, al hojearlo se detuvo en un punto, cogió la hoja que traía y
la puso al lado, “¡Santa madre de Dios!” Ni Ignacio, ni el doctor Cifuentes
comprendían qué era lo que estaba sucediendo, mucho menos Clodomiro, que
paseaba la vista de uno en otro sin que ninguno ofreciera respuestas, “Parecen
la misma letra…” comentó Úrsula echando un vistazo entre el cura y el doctor,
el sacerdote la miró maravillado. Exactamente. Aquella letra le resultaba
familiar, pero no sabía de dónde hasta que volvió a ver la nota escrita por Elena.
Cifuentes lo miró como si hubiese perdido la cordura, “¿Está diciendo que
esos…” el doctor buscó el adjetivo más adecuado, “…repugnantes pasajes escritos
allí, los escribió la misma hija del doctor Ballesteros?” “¡Eso es una
estupidez!” exclamó Ignacio, ofendido. Almeida, en cambio, se esforzaba por
ojear los documentos que tanto interés causaban. El cura se defendió, “No. Pero
sí puedo afirmar que ambos documentos contienen la misma caligrafía, o al
menos, una muy parecida, eso salta a la vista. Compruébenlo ustedes mismos”
Cifuentes no pudo más que reconocer que ambas letras se parecían un poco,
Ignacio sólo negaba con la cabeza, repitiendo que aquello era inadmisible y que
sólo pensarlo ya le parecía una tontería, “No vaya tan rápido, mi estimado
señor…” le dijo Almeida posicionándose frente a los documentos, “…tuve la
suerte de tener un maestro francés, que me enseñó las técnicas e increíbles
ventajas del estudio de la caligrafía de las personas. En una ocasión, acompañé
al maestro ante un pobre tipo que se había volado la tapa de los sesos en su
casa, al analizar la nota de suicidio, el maestro determinó sin lugar a dudas,
que aquella nota había sido escrita por otra mano, pero tratando
deliberadamente de imitar la caligrafía del occiso. Aquello fue el primer paso
para posteriormente aclarar que aquello se había tratado de un asesinato, y no
de un suicidio” El sacerdote le escuchaba sumamente interesado. Almeida cogió unos
diminutos anteojos sin patillas del bolsillo de su chaqueta, se los puso frente
a los ojos y se acercó a diez centímetros de los documentos. Luego de un par de
minutos se enderezó con gesto solemne y con un veredicto, “No hay duda: ambos documentos
fueron escritos por la misma mano” “Imposible.” Exclamó Ignacio.
León Faras
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