viernes, 27 de diciembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XVIII.

Ya se había enterado Cifuentes, aunque someramente, por parte del padre Benigno, del último fallido y extraño intento de suicidio del doctor Ballesteros, cuando llegó a la prisión para chequear el estado de salud de este último. Una Hermana de la Resignación salía en ese momento. Aurelio, como siempre, lo recibió a esa hora de la mañana. Ese hombre parecía vivir en prisión, tal como cualquiera de los presos, aunque con los privilegios que le correspondían como jefe de guardias. Habían cambiado las cadenas por amarras de telas rasgadas, que si bien no dañaban la carne como los grilletes de hierro, inmovilizaban el cuerpo de Horacio cruzándosele por todos lados como una maraña que a Cifuentes le pareció exagerada, Aurelio y sus muchachos no pensaban igual, el guardia antes de retirarse y dejarlo a solas, le recordó que él era el doctor y que podía soltarle las amarras si quería, pero siempre bajo su total responsabilidad. Hugo soltó las que le cruzaban el cuerpo, pero dejó las que sujetaban sus miembros. Horacio se veía bien, aunque lucía agotado, como el que está cansado de luchar, pero mejor que la última vez y consciente, sus heridas sanaban correctamente y comía, una monja se encargaba de alimentarlo desde que permanecía atado. El doctor Cifuentes le revisó las heridas en la frente y le cambió los vendajes, mientras hacía esto, le comentó sobre la tumba de la Sin Nombre y de su exhumación, tal vez no le serviría como fuente seria de sus estudios, pero era el único hombre en el mundo con el que podía hablar de ello, y tenía muchas ganas de hacerlo. Para su sorpresa, Ballesteros estaba al tanto, ese era el tipo de cosas que se conversaban en el día a día, comentar los sucesos que salían de lo cotidiano acortaban los días en prisión a los guardias y a los reclusos. Le pareció extraño que el doctor le hablara de eso, “¿Encontró algo interesante?” preguntó, tratando de quitarse un mechón de pelo de los ojos sin poder usar las manos, “Algo mucho más que interesante…” respondió Cifuentes en el acto, delatando su ya evidente interés por tratar el tema. Le contó los paralelismos que encontró entre el cadáver exhumado y la autopsia realizada por Ballesteros al cuerpo de Isabel Vásquez, los huesos rotos, la desaparición de los órganos y lo del útero expandido pero sin un bebé en su interior, eso fue especialmente interesante para Horacio, pero no dijo nada antes de que el doctor le soltara la sospecha, sin confirmar, de que el cuerpo podría pertenecer a María Cruces. Aquello no se lo esperaba Ballesteros, “¿Por qué podría ser María?” el doctor le contó que la mujer había sido dada por desaparecida por su hermana y que el cuerpo sin nombre coincidía con el de una mujer de unos cincuenta años, lamentablemente, no había forma de confirmarlo, “Sí, hay una forma…” replicó Ballesteros. En cuanto regresó a su casa, el doctor Cifuentes se lanzó sobre el cuerpo anónimo exhumado para corroborar la pista que Ballesteros le había dado: El mismo Horacio Ballesteros había debido operar de apendicitis a la mujer hacía más de diez años, la intervención se había complicado y la mujer había terminado con trece puntos de sutura en el bajo vientre, ni uno más, ni uno menos, Horacio lo recordaba bien. La cicatriz, aunque muy deslucida, aún se podía ver en el cuero sucio y reseco del cadáver momificado, si se sabía dónde buscar. Cifuentes sonrió sin reales ganas de sonreír, esa era la pista que estaba buscando. Le había prometido a Ballesteros regresar para confirmárselo si el cuerpo pertenecía finalmente a María, y eso haría, pero sería después de devolver el cadáver a su sitio en el cementerio.

Para eso del mediodía estaba programada la inhumación de la Sin Nombre, hacía uno de esos días nublados en los que el calor parecía estar encerrado en el aire o arrastrado por el viento desde alguna otra parte. Cifuentes trabajaba en sus documentos cuando Benigno llegó junto con Rupano para trasladar el cadáver. Esta vez traían un ataúd adquirido gracias a las donaciones de la iglesia, “Mire padre, tengo que mostrarle algo…” Cifuentes se puso de pie entusiasmado en cuanto vio al sacerdote llegar. Le mostró la cicatriz, una marca que necesitaba reales esfuerzos visuales para ser detectada, el cura no pareció muy convencido, “¿Y usted dice que con eso puede asegurar que se trata de María Cruces?” El doctor perdió su entusiasmo de súbito, “Bueno, la completa certeza jamás la vamos a tener, pero creo que esta es una pista muy relevante, que sumada a las otras, nos da cierta seguridad para afirmarlo… Sí” Rupano, parado entre ellos, escuchaba la conversación y miraba el cuerpo sin ver ninguna cicatriz, pero no decía nada, para él los curas y los médicos eran como seres venidos de otro mundo que veían cosas que él no veía y sabían cosas que él jamás entendería. “Bien…” aceptó el cura, “…usted es el médico. Le enviaremos una carta a Berta y su familia para informarles de su hallazgo y organizar las correspondientes exequias eclesiásticas” “Espere padre, hay una cosa más…” Cifuentes le comentó lo que Úrsula le había hablado respecto al niño que ella había encontrado, que era un niño sin ombligo y hallado junto a la tumba de María Cruces, eso sumado a las condiciones puerperales encontradas en el cadáver de ésta, era más que inquietante. Todas piezas que parecían calzar a la perfección, pero para formar un escenario cada vez más difícil de creer o de comprender, “Es cierto, no puede sonar todo más absurdo” admitió el cura, y luego agregó “¿Y sabe qué es más absurdo?… Algo en lo que no he podido dejar de pensar en todo este tiempo: que ese niño haya desaparecido sin dejar rastro y todos estemos haciendo de cuenta que nunca existió”

“¡Eh, doctor!” Cifuentes se secaba el sudor del cuello una y otra vez, agobiado por el bochorno del día, mientras a su lado, Benigno, vestido de sotana negra de pies a cabeza, se mantenía impertérrito y sin una gota de sudor en el rostro. El agujero se había quedado pequeño, por lo que Marcial y Rupano trabajaban arduamente para que cupiera un ataúd ahora dentro. Los gritos llamaron la atención del médico. Quien le llamaba, él no lo conocía, al menos no personalmente, pero al otro sí: el primero era Gustavo Gumurria, quien de todas maneras quería estar presente cuando Cifuentes confirmara la visita de Elena a su casa, la noche de la fiesta a San Lorenzo mártir, para cobrar su comisión, el segundo era por supuesto Ignacio Ballesteros, arrastrado por el primero hasta allí, luego de que Úrsula les dijera que podían encontrar al doctor en el cementerio. Gumurria venía con su habitual sonrisa que le parecía servir para abrir todas las puertas de la vida, pero al llegar allí y ver el agujero, ésta se desvaneció mirando en todas direcciones, “¿Y dónde están los deudos?” preguntó extremadamente serio, “No hay velas en este entierro, pero ya que está aquí, ayúdenos a bajar el cajón, mire que mientras antes terminemos, antes probamos el enguindado que traje” replicó Marcial. Gumurria accedió encantado, mientras Ignacio saludaba al doctor y al padre Benigno, “…me gustaría confirmar una información, es muy importante para mí que sea totalmente honesto” Ignacio preguntó al doctor sobre su hermana durante la noche de san Lorenzo, Cifuentes fue categórico, “No conozco a su señorita hermana, por lo que no sabría decirle, pero sí puedo decirle que esa noche no atendí a nadie…” Gumurria, que ponía atención desde donde estaba, intervino en el acto, interrumpiendo al doctor, “Quizá no atendió a nadie, pero el Cipriano lo vio, doctor, él vio a la señorita entrar a su casa tarde en la noche” “¡Pero qué estás diciendo, hombre!” protestó el cura, Gumurria se defendió enseñando las palmas de las manos, “Eso dijo el Cipriano…” Cifuentes intentaba mantenerse firme, “Pues no sé qué vieron o qué no vieron, pero yo esa noche me fui a la cama y… y…” Iba a decir que simplemente había dormido hasta la mañana siguiente, pero recordó de improviso la visita que había tenido aquella noche, aquella visita de la que ni siquiera él estaba seguro, la visita que con el correr de los días cada vez le parecía más un sueño lejano e improbable. Se dio cuenta de que todos esperaban que terminara lo que había empezado a decir, incluso el cura lo observaba expectante ante su duda “Esa noche simplemente me acosté a dormir, estaba agotado y sólo dormí. Les aseguro que no recibí visitas ni atendí a nadie aquella noche” Gumurria no se quedó nada conforme, pero para Ignacio, aquello era lo que esperaba escuchar.



León Faras.

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