jueves, 31 de octubre de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXVIII.

Primero fue legítima incredulidad, como si el tipo hubiese estado actuando y las ratas estaban hechas en realidad, de jengibre o chocolate, pero nada eso sonaba menos absurdo. Luego fue aceptar un poco de la realidad y finalmente debió tragarse la cruda, dura y espinosa verdad, como una rata viva. Vicente se restregó la cara largamente sin poder digerir lo que le decía su hermano sobre el Diego Perdiguero que había visto en el circo, era imposible que pudiera suceder algo así, “¿Y si fue drogado con alguna sustancia?... ya sabes, de esas que hacen los brujos en las selvas…” sugirió Damián, muy serio. Su hermano lo miró un poco raro, pero la verdad era que en ese momento, podía esperarse cualquier cosa, incluso que el propio Cornelio Morris fuese un brujo vudú o algo peor. Habían buscado un sitio donde pasar la noche, no había hoteles en Sotosierra, pero sí había buenas personas dispuestas a arrendarles un cuarto a un par de forasteros. El asunto de las fotografías había pasado a un segundo plano para ellos, ahora, lo que realmente importaba era averiguar qué estaba pasando y cómo era que su amigo Perdiguero había terminado convertido en un “Hombre de las Cavernas de no sé dónde…” y ojala poder ayudarlo, antes de que el circo desapareciera de nuevo o de ser descubierto por Cornelio Morris.

Un nuevo día con el circo estancado y Cornelio Morris comenzaba a desesperarse, la ilusión del circo se mantenía con movimiento, las energías debían renovarse, las criaturas que lo acompañaban y obraban en su favor, ya comenzaban a quejarse durante toda la noche, y los lamentos y alaridos parecían venir de una cámara de torturas instalada en el mismísimo infierno. Eso le ponía los nervios de punta a cualquiera. A primera hora pasó a ver a sus tres trabajadores desmejorados, “Mañana…” fue todo lo que Eusebio le respondió, su hermano necesitaba por lo menos un día más de descanso antes de sentarse ante el volante de un camión, “Yo puedo hacerlo. Eugenio y Eusebio me han estado enseñando y dicen que lo hago muy bien, ¿Verdad?” Sofía estaba en el otro extremo, junto a Horacio, quien estaba sentado en su cama. Eusebio sólo le sonrió a la niña, aprobando que ella había mejorado mucho en el manejo de camiones, pero luego se le quedó mirando muy serio a Cornelio Morris, sólo él y los mellizos sabían lo que era llevar a alguien con ellos cuando detenían el tiempo. Cornelio también hizo un esfuerzo por sonreírle a la niña, “Ya veremos mañana, ¿Sí?” Le echó un vistazo con desagrado a Román Ibáñez que aún dormía y luego le dijo a Von Hagen que quería verlo en su oficina. Horacio llegó hasta allá tan rápido como pudo, aunque eso significaba arrastrar los pies a cada paso, aún se sentía débil, soñoliento y a ratos mareado, pero no quería seguir cabreando a su jefe, sabía perfectamente que al darle de su sangre al Curandero, había cruzado una línea y ahora debía responder por eso. Horacio no se sentó en la silla que le ofreció Cornelio, más bien se dejó caer en ella, éste lo miraba analizando si tenía recuperada su autoridad sobre él o debía recuperarla de otra manera, finalmente decidió que el acto de rebeldía de Von Hagen, había sido sólo un impulso fruto de su estupidez, pero que debería ser corregido de todas formas. Cornelio abrió su cajón y extrajo de allí su precioso revólver Colt 45 y lo puso sobre la mesa. En el cuerpo de Horacio se percibió un escalofrío, “Tú eres de los más antiguos aquí, ¿verdad? Puedes decir a cuántos hombres he matado yo…” Cornelio aguardó algunos segundos pero no aguardó una respuesta, “…a ninguno, porque no puedo, mis empleados y yo tenemos un contrato y yo soy el primero en respetar ese contrato ¿Recuerdas al bueno de Charlie Conde? él era tu amigo, ¿no? Pues fue ese miserable de Román Ibáñez quien lo mató, no yo, por eso lo encerré con Mustafá todo ese tiempo, además de todas las veces que me desafiaba. Yo le di una salida a ese enano…” Cornelio elevó levemente su revólver y volvió a golpear la mesa con él, “…una bala. Si estaba tan cansado del circo y de todos, yo le ofrecí esa salida, podía haberla usado contra mí, aunque yo esperaba que la hubiese usado en él mismo, pero lo que hizo, fue dispararle en el pecho a Charlie Conde que sólo observaba la escena sin participar de ella, sin ninguna razón, sólo por fastidiarme. Mató a un hombre inocente, sólo por llevarme la contraria…” Horacio escuchaba en completo silencio, tratando de imaginar la escena de Román matando a Conde, pero no podía creerlo. Es jodido sentirse un idiota, pero más jodido es sentirse un ingenuo. Cornelio continuó, “Ahora te daré una salida a ti…” Horacio le echó un vistazo al arma e inmediatamente volvió la vista a los poderosos ojos de su jefe, “…si tienes valor para desobedecer una orden, tendrás valor para hacer esto también” Cornelio le dio unos segundos a Horacio para que sacara sus propias conclusiones, éste miró el arma y luego el interior de su mente, “¿Me darás una bala ahora a mí, para que me mate… por haber ayudado a Eugenio?” Cornelio sonrió divertido, “…tranquilo Horacio, tu muerte a mí no me vale para nada. Hay algo que tu quieres más que nada, más que tu vida, me atrevería a decir, y yo puedo dártelo…”, Cornelio metió la mano al mismo cajón donde estaba el arma y extrajo una hoja de papel, un contrato, el contrato de Lidia. “Deshazte del enano y yo liberaré a Lidia… puedo hacerlo, ya no es la atracción más valiosa del circo que solía ser” Casi impulsivamente Horacio preguntó si para ello, ella debía morir, Cornelio ahora sonreía maravillado, “Entonces, ¿Piensas hacerlo?” Horacio apretó los labios y procuró mirar a otra parte. No pensaba con claridad. “La liberaré sin ningún rasguño. Te lo prometo” Von Hagen negó con la cabeza, “No lo sé, no puedo…” Su jefe encendió un cigarro y se acomodó en su silla, “Sé que estás confundido, puedes pensártelo un par de días, mientras recuperas tus fuerzas, pero si hablas de esto con alguien, las condiciones de lo que hemos hablado ahora, cambiarán, ¿Lo has entendido?” Cornelio lo miró amenazante apuntándolo con la mano en la que tenía el cigarro. Horacio asintió sin devolverle la mirada. En ese momento le faltaba más sangre que nunca. Cuando Horacio se fue, entró Beatriz moviéndose como una serpiente por los rincones, “¿No se te ha ocurrido nadie mejor que Horacio para eso?” Cornelio guardaba su arma y el contrato en el cajón de su escritorio, “¿Prefieres hacerlo tú?” Ni siquiera la miró para responderle. Ella no dijo nada. Se sirvió un vaso de licor y le sirvió uno a él, “No creo que Horacio haga mucho, pero si lo hace ¿De verdad piensas liberar a Lidia…?” Insistió la mujer. A Cornelio le caía muy mal que cuestionaran sus decisiones, incluso si lo hacía Beatriz, sobre todo si lo hacía Beatriz, “¿Y eso a ti por qué te importa?” Beatriz se hizo la ofendida, se acomodó en el mismo asiento en el que antes estaba Horacio, con su vaso en la mano, “Es mi hermana, por supuesto que me importa” Besó su licor. “Te importa porque tú la pusiste ahí. Cuidado Beatriz, no hay arrepentimiento sin culpa y la culpa pone en duda las lealtades…” “Yo no me arrepiento de nada” Respondió la mujer, segura. Cornelio se sentó en una silla a su lado para ver de cerca sus ojos, para ella, como para cualquiera, era sumamente incómodo mantener su mirada “Tu convicción es frágil, en el fondo sabes que ella no te ha hecho nada malo, es más, ella siempre te admiró, que fueron sus padres quienes las separaron y que es por su culpa que la odias a ella, ¿Ves por qué no es bueno que te metas en mis asuntos?” se puso de pie, cogió su sombrero y su abrigo y agregó “Mejor preocúpate de Sofía, que para eso estás aquí, y de que tu querido Eugenio Monje se recupere pronto, porque necesitamos mover el circo de este lugar ¡Ya!” Luego se fue dejando su vaso de licor intacto.



León faras.

viernes, 25 de octubre de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXIX.

“Amanecerá pronto… para entonces, la lluvia habrá parado” dijo Prato, escudriñando el cielo, luego señaló una dirección con el dedo, “…hacia allí está el Decapitado. Sólo déjense llevar por el rio hasta que lo vean y entonces podrán acercarse a pie” Cransi estaba sentado en un extremo del bote con un remo en la mano, para poder orillar cuando fuera necesario, mientras los gemelos Éger y Egan estaban acomodados en la otra punta. Garma se había quedado por decisión propia como guerrero en la Rueda, era un trato justo por la liberación de la mayoría. No es que hubiesen estado presos, pero de haber querido, Cegarra los hubiese podido mantener retenidos a todos. La correntada y la lluvia eran fuertes hasta ese momento, y el bote, como la mentira, costaba trabajo mantenerlo a flote, Éger lo protegía con su pequeño escudo rimoriano, pero de tanto en tanto su hermano debía lanzar agua afuera con las manos, mientras Cransi luchaba por no alejarse demasiado de la orilla y acercarse a la parte más peligrosa del rio. Pronto pudieron distinguir en la oscuridad la figura del otero de Cízarin, “El Decapitado”, y se acercaron a la orilla para aferrarse a los matorrales lo suficiente como para no seguir arrastrados por la corriente. Egan subió a tierra para tirar de la cuerda del bote mientras los demás también bajaban, en ese momento, y de forma absolutamente providencial, Cransi vio la figura de un hombre aferrado a la orilla con un sólo brazo mientras la mitad de su cuerpo aún permanecía en el agua, parecía muerto o tal vez sólo muy agotado. Debía ser Cherman, era un inmortal, por supuesto que debía haber sobrevivido al gigante de Jazzabar y a la caída en el río, pero al llegar junto a él, se dieron cuenta rápidamente de que no era Cherman, ni siquiera era un rimoriano, era un soldado de Cízarin con el brazo roto, probablemente había sido arrastrado por los desagües de la ciudad y luego hasta allí por el rio de vuelta. De seguro había logrado sujetarse de algo en todo ese trayecto, porque estaba vivo. Tal vez otro lo hubiese matado sin pensárselo demasiado o simplemente lo hubiese dejado a su suerte, pero no ellos, para ellos, un enemigo era el que blandía un arma durante el combate, aquel no era más que un hombre como cualquiera, que había tenido un mal día. Los muchachos lo ayudaron a salir del agua y Cransi se lo subió sobre el hombro para acercarlo a la ciudad, encontraron un establo donde algunos caballos se resguardaban de la lluvia, no había gente cerca, así que lo dejaron allí y se fueron. No había mucho más que pudieran hacer por él. Ellos nunca lo supieron, pero el hombre que acababan de encontrar, era Rianzo, el hermano de Siandro, rey de Cízarin.

Nazli corría y recorría incontables callejuelas y callejones pero no avanzaba ni medio metro, tampoco podía encontrar a ninguno de sus camaradas, como si de pronto la guerra se hubiese acabado o se hubiese trasladado a otra parte y ella era la última en enterarse. Sólo el aguacero permanecía incesante, lo que había sido de gran ayuda para una ciudad que con seguridad hubiese ardido hasta los cimientos de no ser por la lluvia enviada por los dioses que aún amaban a Cízarin. No podía evitar pensar en Gabos y en qué suerte había corrido, era viejo, pero muy hábil, sin embargo le faltaba una mano y aunque era un inmortal, si le cortaban la cabeza, no se le regeneraría, eso ya todos los inmortales de Rimos lo habían comenzado a entender. Esperaba que estuviera bien, aunque con mucha seguridad no sería así. En la gran mayoría de la ciudad, la oscuridad era total y obligaba a la muchacha a girar y buscar otros caminos, hasta que por fin dio con un lugar con la luz y la claridad de varios fuegos encendidos y las voces de numerosas mujeres ajetreadas, un sonido familiar para Nazli, que además de ser soldado, también era mujer: aquello era un sitio improvisado para atender a los numerosos heridos que engendraba una batalla como esta. En ese momento, una chica joven y bonita pasó corriendo junto a ella empapada de pies a cabeza, parecía embarazada, “Vamos, no te quedes ahí, ¡Entra!” Nazli, quien ya no tenía armas ni armaduras, salvo por el cuchillo que le habían dado, calada hasta los huesos y apenas cubierta por una manta, hace rato que no tenía el aspecto de un soldado, ni siquiera el de alguien peligroso, siguió a la chica embarazada. El lugar, era una gran casona de dos plantas con parte de su estructura destruida por el fuego, aunque con el techo en buen estado, todavía. Estaba lleno de hombres heridos, tanto soldados como civiles, y de mujeres que trabajaban afanosamente en aliviarles con lo que podían y con lo que tenían. La chica que llegaba, era Arlín, y no estaba embarazada, traía bajo su ropa una bola de telas para usarlas como vendajes y amarres, presentó a Nazli a Aida, la dueña del lugar y madre de Nila, quien recibía las telas en ese momento, pronto se daría cuenta de que Nazli sabía muy bien cómo lidiar con las heridas en batalla. La chica conocía las hierbas que se usaban para emplastes, entablillar huesos rotos, coser heridas e incluso manejaba las brutales cauterizaciones, pues siendo soldado, todo aquello lo había visto y vivido desde siempre. Arlín se dedicó sólo a ayudarle, pues ésta no hacía más que agobiarse ante la más pequeña de las heridas que ella veía como un obstáculo insalvable. Ayudar al “enemigo” no era lo que Nazli tenía en mente, pero no podía evitar sentir empatía, lo que no podía ignorar, era el hecho de ser descubierta por sus camaradas, por lo que debería mantener la cabeza gacha y largarse de allí lo antes posible, “Tú eres de Rimos, ¿Verdad?” Arlín descubrió en ella, la única prenda que aún la delataba, su cinturón con el clásico diseño de enredaderas y espinas, “Yo también… huí de ese triste y sucio lugar cuando tenía catorce años… nunca regresé y no pienso hacerlo…” Pronto apareció un hombre con un joven soldado al hombro, el muchacho se quejaba aparatosamente, con seguridad era su primera herida de gravedad en batalla y como todos los novatos, pensaba que se iba a morir irremediablemente, al verlo, Nazli se llevó dos sorpresas: la primera era que la herida no era tan grave como parecía, sólo traía una flecha clavada en el culo, algo mucho más común de lo que se podía pensar, una flecha Cizariana, por cierto. La segunda fue que conocía a aquel chico, era Váspoli, el auto-nombrado líder de “Los Machacadores” El chico de los incisivos enormes al que había enfrentado para liberar a Gabos, allí estaba, tendido bocabajo frente a ella gimoteando como si trajera una pierna rota, aunque todo ese amago de llanto se apagó súbitamente en cuanto reconoció a Nazli.


Aquella era la última persona a la que Váspoli esperaba encontrar allí, y era el colmo que de todas las chicas que había, justo le debía tocar Nazli. Ésta era una chica atractiva, eso no se podía negar, pero ya lo había humillado dos veces aquel día y eso le quitaba todo el atractivo para él. Además, había liberado a un enemigo, “Si lo hubieses conocido un poco, como yo, tú también lo hubieses hecho…” respondió la chica, conciliadora, “Yo jamás ayudaría a un enemigo… ¡Eh, cuidado con eso!”Protestó el muchacho, alarmado, al ver a Nazli rasgándole la ropa con un cuchillo afilado y enorme “No te muevas…” advirtió la muchacha, muy seria, y agregó, “Los amigos y los enemigos los elige el tiempo, no uno. No deberías tomártelo tan en serio…” El muchacho la miró hacia atrás enseñándole aún más sus incisivos, en señal de no haber entendido mucho el comentario, Nazli agarraba con una mano el astil de la flecha y con la otra le presionaba la nalga al muchacho, “Un enemigo hoy, puede ser tu amigo mañana… Muerde algo…” Le alcanzó a aconsejar antes de tirar de la flecha con fuerza y precisión hasta retirarla, Váspoli no alcanzó a morder nada, apenas alcanzó a apretar los dientes y tensar los músculos resistiéndose a gritar de la forma más estoica que pudo, Arlín sólo observaba con cara de afligida y mordiéndose una uña, “¿Tienes hierba del Soldado?” preguntó Nazli, y la chica asintiendo, sin quitarse la uña de la boca, partió a buscar algunas hojas, luego Nazli se las metió en la boca. Tanto Arlín, como Váspoli, la miraron como a una loca que no tiene idea de lo que está haciendo. Nazli escupió una pasta ensalivada de hojas molidas y se las puso al chico en el trasero, justo sobre la herida, la cubrió con una hoja completa y cogiendo la mano del chico con rudeza, la puso sobre todo, “Presiona” La cara de Váspoli y de Arlín, ahora eran de asco, “Eso te ayudará a cicatrizar. Tuviste suerte, he visto hombres que con una sola flecha, como la tuya o una tonta caída, han dejado de caminar para siempre” comentó Nazli poniéndose de pie para irse, Váspoli, con su mano presionándose el trasero, protestó, “¡Oye, me vas a dejar así!” pero Nazli ya se iba y Arlín a su lado, encantadora, no sabía más que sonreír y encogerse de hombros, siempre con la uña entre los dientes.


Luego de un rato, mientras Nazli atendía a otro hombre con un feo golpe en la cabeza, Váspoli se acercó a ella cojeando un poco, con una mano sujetándose el pantalón roto y la otra aún sobre su trasero. Tenía el aspecto de un perro arrepentido, “Oye… el viejo ese, tu amigo, hasta donde yo pude ver, no habían podido con él… no sé qué pasó después…” Nazli lo miró largamente, ya no le caía tan mal ese chico, “Gracias…” le respondió, e iba a seguir con su trabajo, pero algo llamó su atención, el chico llevaba al cinto un bonito puñal claramente rimoriano, y no sólo eso, era un puñal que sin duda pertenecía al rey Nivardo. La chica le preguntó de dónde lo había sacado y el chico respondió sin problemas que se lo había quitado a un cuerpo al que le habían reventado la cabeza antes. Aquello significaba que el rey de Rimos estaba muerto.


León Faras.

sábado, 19 de octubre de 2019

Del otro Lado.


XXXV. 


Laura permanecía atada a su habitación, había pensado en más de una ocasión en escoger una dirección y correr indefinidamente, como ahora podía hacerlo, para ver hasta dónde llegaba ese cordón invisible que la mantenía unida a su cama. También el mar, sumergirse en el peligroso y frío mar y quedarse ahí tanto como quisiera, sin que el frío o la necesidad de respirar la obligaran a salir y sin duda, cuando ya fuera una muerta más experimentada, saltar desde algo muy, pero muy alto y prolongar esa maravillosa caída que tuvo hace unos días desde la azotea del edificio, por varios minutos. Como volar. Pero esos eran retos que tenía pendientes para cuando comprendiera mejor sus nuevas habilidades de muerta que estaba comenzando a descubrir, por ahora, nuevamente despertaba en su cuarto, en su cama y con el mismo pijama de siempre, al momento exacto de la salida del sol. Hablando de esto último, sólo una vez, desde que era muerta, claro, se había quedado en vela toda la noche esperando la salida del sol, sólo para vencer esa extraña costumbre de despertarse justo al amanecer, y, aun estando muerta, se había llevado un susto de muerte. Aquel día el cielo estaba amenazante, vestido de gris de pies a cabeza, cargado de agua que apenas podía contener. A pesar de que el frío ya no era un problema, Laura había cogido unos pantalones y chaqueta antes de salir de su casa, le parecía andar más inmersa en el mundo que insistía en ignorarla. Le había costado un poco encontrar la ropa que más le apetecía, lo que siempre terminaba en un gran desorden, pero podía salir tranquila cuando comprobaba por el espejo que su habitación de muerta seguía inmaculada, también su cama, sin que su actividad la alterase en nada. Estar muerta tenía sus ventajas, pero no sólo la ventaja de no tener que ordenar nada, sino que también la de poder robar impunemente. Ya había experimentado eso antes con algunas fruslerías, pero no con algo más grande, como una bicicleta. Debía de ser pasado el mediodía cuando la encontró, allí estaba, aparcada junto a un poste y sin seguro, su dueño, tal vez una mujer, por el diseño y color del aparato, debía de estar muy cerca, aunque ella no podía verla. Recordó sus bicicletas de niña, le gustaban y se la pasaba bien, era arriesgada, tanto como los chicos, y más de una vez volvió a casa con la bici andando al lado, como la amiga que siempre te acompaña de vuelta a casa y la rodilla rota, pero luego la dejó de lado, porque era sumamente engorroso vivir en un tercer piso de departamentos pequeños y escaleras estrechas con una bicicleta, al menos, para ella. Ahora tenía una bici nueva y hermosa frente a ella y no había nada ni nadie en el mundo que le impidiera montarla, era su privilegio de muerta. Sólo avanzó algunos metros y volvió la vista atrás, arrepentida, muerta o no, se sentía que estaba robando, pensó en devolverla, pero entonces se percató de los retrovisores que tenía la bici y casi se cayó de la alegría, al igual que con el desorden de su habitación, al verlo a través de un espejo, su pequeño acto delictual también desaparecía, allí estaba la bicicleta junto al poste y su dueña parada junto a ella, hablando con un chico sentado en la entrada de su casa. La bicicleta que montaba sólo existía para ella y era una copia exacta de la real, Laura no podía entender cómo podía ser eso, de hecho, lo mismo había sucedido con la ropa que llevaba puesta, pero tampoco estaba para enrollarse con el tema. Se preguntó si la Sombra estaría cerca, si la estaría siguiendo, sonrió al imaginársela corriendo tras su bici, tenía las calles completamente para ella y energía infinita para pedalear. Sonrió aún más. Aquella tarde estuvo genial, recorriendo una ciudad entera sólo para ella, lanzándose por las pendientes y cogiendo las curvas a toda velocidad y sin miedo alguno, y luego, para hacerlo aún mejor, la lluvia, que no la podía mojar, comenzó a caer en toda su magnitud y belleza. Pedaleó todo el resto del día y por todas partes, hasta terminar en la cima de un pequeño cerro, la parte más alta de la ciudad, donde había un pequeño parque del que ella ahora, no podía disfrutar, pero sí disfrutaba de la vista, de las luces de la ciudad de noche, del sonido del agua corriendo por las quebradas y desagües y de la lluvia, lo que era muy bueno, porque era la mejor forma de romper con ese persistente silencio que lo envolvía todo, todo el tiempo. En ese momento se dio cuenta de que si se dormía, despertaría en su habitación y con toda seguridad habría perdido su bicicleta, pensó en llevársela a casa, en meterla a su habitación, pero de inmediato desechó aquella idea, estaba muerta y la bicicleta ni siquiera era real, sólo estaba en su mundo del otro lado, sólo existía para ella y por ella, de seguro que al despertarse por la mañana, la bici no estaría, y tampoco es que fuera tan grave, podía tomar otra en cualquier otro momento, pero aun así, quería conservar esa bicicleta un poco más, fue entonces cuando decidió no ponerse a dormir aquella noche, qué podría pasar, no estaba cansada ni tenía ya ninguna de las necesidades humanas, podía coger una carretera sin fin y pedalear toda la noche o recorrer la ciudad hasta su último rincón. Lo de la carretera lo dejó para otro día, solían ser muy oscuras y no tenía sentido sólo pedalear sin poder ver nada. Se dedicó a pasear por las calles vacías, iluminadas por infinidad de luces artificiales y regadas por una lluvia pasiva que caía verticalmente sobre el mundo. Hasta que se acabó la lluvia… y la noche.

Laura llegaba a una larga avenida que cruzaba toda la ciudad franqueada de postes de alumbrado de luces amarillas reflejadas en el pavimento y edificios, fábricas y comercios, ella calculaba que el amanecer ya estaba próximo, pero no podía imaginar que tanto. La lluvia ya había terminado y se podían ver algunas estrellas, incluso un trozo de luna se podía ver flotando en el espacio, Laura la contemplaba, en ese momento la luna comenzó a apagarse, podían ser nubes, pero no lo parecían, simplemente se apagaba como si fuera cubierta por un velo, también las estrellas que habían logrado asomarse aquella noche lluviosa. Fue extraño, pero no tanto como cuando el mismo velo comenzó a caer sobre ella, a consumir la luz de los focos, de los edificios y de las casas hasta devorarlo todo como una gran boca negra y oscura que se tragara el mundo hasta volverse absoluta. Laura quiso gritar, pero no le salió su grito, tiró su bicicleta al suelo, pensó que algo muy malo debía de estar sucediendo, que su tiempo se había terminado, que lo que fuera que estaba esperando por ella para llevársela, ya estaba allí, y no podía ser nada bueno. Fueron segundos eternos de las tinieblas más impenetrables, hasta que de pronto el negro más negro se volvió el blanco más limpio y puro, como una luz cegadora en los ojos que no dejaba ver nada más. Laura mantenía los ojos abiertos como platos a la espera de algo, lo que fuera, pero algo, entonces el mundo comenzó a dibujarse de nuevo como se revela una fotografía, primero lo más cercano y luego lo que estaba más lejos hasta volver a la normalidad. Laura vio una ventana y una imagen conocida de la ciudad tras ella, una pared, un espejo, una cama: estaba de vuelta en su habitación, con pijama y el sol apenas comenzaba a asomarse, como si acabase de despertar de un extraño sueño. Su bicicleta ya no estaba.



León Faras.

lunes, 14 de octubre de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


IX.

Más allá del valle de las Mellizas, donde el desierto termina endureciéndose y cortado verticalmente por un débil pero persistente paso de agua, luego del cual, los bosques florecen de nuevo. En aquella punta de tierra está ubicado Confín, un pueblo construido enteramente de madera, por gente dura y trabajadora que conocen y aprecian el valor de mantenerse alejados del resto de la sociedad, sin embargo, el pueblo terminó haciéndose muy conocido gracias a una mujer, Damne, quien tuvo la visión y la inteligencia para construir los hornos subterráneos cuando todos pensaban que los yacimientos de chatarra de Arenas Blancas no durarían ni un año de producción. Desde entonces, los hornos de Damne se han ido multiplicando, ardiendo casi ininterrumpidamente y generando trabajo para todos en Confín. Se trata de una mujer atractiva, de carácter fuerte, decidida, con una enorme melena de cabello negro ondulado, el que casi siempre mantiene cubierto debido a la constante arena fina que el viento arrastra del desierto. Su ropa es del mismo color que éste último. Aquel día llegó una mujer en un coche tirado por un caballo, era una mujer mayor, muy amable, aunque todo parecía muy raro, en primer lugar, parecía venir del desierto, pero nadie estaría tan loco para cruzar el desierto en un coche común y tirado por un solo caballo, como si se tratara de una paseo por una campiña. Además era una mujer mayor, sola y con una generosa cantidad de oro encima apenas cubierto por una manta, sin embargo, lo más raro era lo que quería encargarles a los habitantes de Confín, el trabajo más espectacular que se haya hecho jamás: quería la construcción de veinte gigantes de madera de diez metros de altura cada uno. Damne reunió a las personas, para proponerles el trabajo, veinte estatuas huecas por dentro, hechas de tablas, como barriles de diez metros de altura. Los hombres estaban de acuerdo, podían hacerlo si la paga era buena, y la paga era muy buena, pero el problema era que la mujer los quería para dentro de tres semanas, no antes ni después. Los hombres alegaron que por lo menos tenían que ser tres meses, la mujer respondió que no, que un mes ya era demasiado y que por eso era que estaba pagando tan bien. Damne intervino proponiendo quince estatuas en vez de veinte, la mujer se lo pensó, pero rectificó a dieciséis, pues, por sus propios motivos, no quería un número impar. Se cerró el trato y la mujer se alejó en su coche dejándoles el oro. Para los hombres seguía siendo una locura, debían fabricar andamios, trabajar en altura, subir y bajar materiales, eso tomaría mucho tiempo, pero Damne les recordó que nadie dijo que debían hacer las estatuas de pies, que podían hacerlas recostadas sobre el suelo, tenían desierto de sobra para eso y les hacía el trabajo mucho más fácil, además, todas eran iguales, por lo que sólo bastaba con planificar una, y ya sabrían como tenían que hacer las otras, y para ello, debían elegir a uno de los habitantes de Confín, uno cuyo cuerpo fuera lo más estándar, para tomarles las medidas y trasladarlas al gigante de diez metros, luego, con esas medidas, harían las argollas con el metal que producían para usarlas como esqueleto, y sujeto a éste pondrían la madera. Era mucho trabajo, pero también era mucho oro, y si todos trabajaban, todos recibirían su parte. No había tiempo que perder.

Luego de mucho caminar, haciendo un rodeo colosal, por fin Driana divisó al final del interminable pasillo pegado al muro, el puente que conectaba a éste con la parte más alta de la ciudad, aquel puente parecía ser la única manera de salir de la ciudad para ellos, pasando por encima de la jungla. Desde donde estaban, y debido a la oscuridad de la noche, el puente parecía vallado de gruesos postes que antes no estaban o de enormes estatuas que antes no habían visto, aunque tal vez antes no habían puesto suficiente atención, sin embargo, pronto se dieron cuenta de que no se trataba de postes ni estatuas, sino que de seres vivos, de los habitantes de Antigua, quienes se alineaban a ambos lados del puente, interpretando su cántico, que cada vez sonaba con más intensidad en toda la ciudad. Eran muchos, Lázar decidió detener el avance a prudente distancia, no podían retroceder, pero tampoco podían irrumpir en el puente con toda esa gente formada allí. Los habitantes de Antigua eran seres pacíficos, pero todos sabían que cuando tenían que luchar, lo podían hacer con una furia muy difícil de igualar, y ninguno de ellos sabía qué estaba pasando, por lo que era mejor ser discretos. El caballero de Egadari decidió adelantarse solo, sin su plumífera montura, la que se quedó junto a Idalia. Avanzó con toda cautela, pegando la espalda a la pared para evitar ser visto, cuando de pronto se detuvo, cuatro hombres, que claramente no tenían la misma figura uniforme de los habitantes de Antigua, estaban parados allí en el borde del puente, parecían estar encapuchados, aunque por la distancia, aquello era imposible de precisar. Uno a uno, los cuatro fueron empujados y lanzados al rio desde una altura muy poco amigable. En ese momento, un Místico apareció frente a él, Lázar, sin saber de dónde había salido aquel, apenas alcanzó a reaccionar, pero cuando lo intentó, el Místico ni siquiera lo vio, echó a correr, y como si no pesara nada, se elevó por los aires de un salto hasta la parte más alta del muro y de allí otro salto hasta el puente donde se encontraban los habitantes de Antigua. Éstos, en cuanto lo vieron aparecer, sacaron sus lanzas al unísono y le apuntaron al místico con ellas, salvo por uno, uno que no era habitante de Antigua ni tampoco de los que habían sido lanzados al rio, uno que a Lázar le pareció reconocer, parecía ser Madra, el mago que había estado junto a ellos en el socavón.

Tal como lo habían planeado, y gracias a los dioses, la caravana de Bomas emergía de la parte más dura e insensible del desierto y llegaba por fin al valle de las Mellizas, el tramo menos hostil del camino hacia los hornos de Damne. Aún quedaban algunas horas de día, avanzarían un poco más, se detendrían para comer y dormir por la noche y llegarían a Confín por la mañana. Entonces fue cuando Baros vio algo que llamó su atención lo suficiente como para detener su carro, Gago que venía más atrás protestó al verse obligado a detenerse también. Aquello, parecía una estructura de forma muy extraña, casi como un animal, pero uno muy grande y con un brillo muy extraño, como metal, a juzgar por la cantidad de arena que había acumulado, no podía llevar mucho tiempo allí. Bomas que iba más adelante, también detuvo su carro para ver qué era lo que pasaba, Baros en ese momento se alejaba de su carro. Pasó junto a dos pequeños cúmulos de rocas apilados en el suelo, uno junto al otro, como si fueran marcas, le parecieron familiares pero nada más, lo que realmente le interesaba estaba algunos metros más allá, era una especie de vehículo con patas y dos tenazas en frente, además, tenía dos estructuras en la cola que a Baros le parecieron bellotas enormes. No quiso acercarse demasiado, por temor a que aquella cosa estuviese viva, lo cual no sería tan extraño en un mundo como este. Un sonido en el cielo llamó su atención, y el gran Escorpión de Gálbatar pasó a segundo lugar en su escala de interés. Cuando Gago y Nilson llegaron junto a él, Baros estaba petrificado con la boca abierta y la vista pegada en la inmensidad del cielo, dijo que había visto a un animal que debía de ser enorme, volando a gran distancia y altura, pero lo que lo había dejado petrificado, era que se había abierto un agujero negro en el cielo que se había tragado al animal y luego simplemente se cerró y desapareció. Pasaron dos o tres segundos antes de que Gago estallara en risas, luego se fue alegando que lo de inventar historias se le daba bien, pero que debía mover su carro o le pasarían por arriba, cosa que era imposible pero no valía la pena comprobarlo. Nilson se alejó también meneando la cabeza y pensando que a Bomas le iba a encantar oír eso por la noche antes de dormir.



León Faras.

martes, 8 de octubre de 2019

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


VIII.

Un ave salió volando del castillo de Rávaro, justo cuando éste se ponía de pie para salir a pasear en su nueva y espectacular montura. La última conversación con aquel soldado antes de incinerarlo, le había dado una idea muy interesante y entretenida: los Salvajes de la ciudad vertical debían comprender que a Rávaro no se le robaba, y quien lo hacía, debía pagar. Subió por la escalera de madera construida para él, con toda la gallardía de la que su escuálido cuerpo era capaz, con el mando del Quebranta-espíritus en la mano, hasta sentarse en su poco práctico trono sobre los hombros de la bestia, satisfecho, como quien se sienta a la cabecera del más maravilloso de los banquetes, admiró el tosco toldo puesto sobre su cabeza para protegerse del sol y le pareció una idea genial. Cogió las riendas con elegancia y suavidad, como quien monta un fino y gallardo corcel, sólo que éstas estaban ancladas con aguzados ganchos a las fosas nasales de una bestia de cinco metros. Con una delicada caricia a la esfera que tenía en la mano, le hizo entender al monstruoso animal que montaba, que debía caminar. Un buen número de sus soldados le seguía, la mayoría, temerosos y desconfiados de abandonar la protección de los muros, para internarse en la ciénaga, pues todos ya estaban enterados de la sospechosa desaparición de los soldados espectrales, pero ninguno se había atrevido a decírselo a su jefe, quien en ese momento se veía relajado y complacido, como un faraón egipcio que admira todos sus maravillosos territorios y riquezas. Se dirigieron a los bosques donde sus hombres habían sido atacados por los Grelos, y al interior de éstos, al hediondo campamento de aquellos, otra razón para preocuparse de los soldados, pues no iban nada preparados para luchar, si es que tenían que hacerlo, ya que sus inútiles espadas no cumplían ninguna función en el combate a distancia y de altura de los Grelos, ni contra su exquisita puntería y la rapidez de sus ranas. El campamento estaba hecho de pequeñas e improvisadas chozas encaramadas en los árboles, donde apenas podía uno guarecerse de la lluvia o el sol y poco más que eso, mientras que en el suelo no había más que excrementos y restos de comida en constante descomposición, tanto de ellos, como de sus ranas, éstas permanecían allí por voluntad propia, nunca eran atadas o encerradas, se alimentaban de todo tipo de insectos y animales que eran atraídos por el hedor de los desperdicios y por el riachuelo estancado que estaba muy cerca de allí. Con respecto al oro y demás cosas de valor que tanto les gustaba, solían enterrarlo en lugares secretos e individuales; eran codiciosos y mezquinos con esas cosas y les gustaba mucho alardear de las supuestas riquezas que tenían, por lo tanto, la privacidad de sus escondites era de vital importancia para sostener el estatus y el prestigio que cada uno pretendía tener. Un buen campamento de Grelos podía convertirse con los años, literalmente en una mina de oro, ya que ninguno estaba dispuesto a gastar el suyo y la mayoría moría sin revelar su escondite a nadie. Rávaro sabía que el oro que le habían robado esas feas criaturas estaba enterrado por ahí, en alguna parte, pero no venía a recuperarlo, pues permanecería seguro hasta el día en que decidiera arrasar con todos los Grelos de sus tierras y levantar todo el oro que éstos mantenían ocultos a lo largo de numerosas generaciones. Por el momento les traía más oro, aunque de bajísima pureza, y un trabajo a cambio: atacar la Ciudad Vertical de los Salvajes. Sin embargo, no contaba con que el rey de los Grelos le diría que no.

Si los Grelos de por sí eran seres de baja estatura, su rey era un pigmeo viejo y debilucho, pero su rana era sin duda la más grande, gorda y holgazana de todas. El rey, sentado sobre la rama alta de un árbol, a la sombra de su precaria choza, acariciaba la abultada papada de su rana obesa. Nada salvo su rana lo identificaba como rey. Poéticamente estaba ubicado a la misma altura que Rávaro sobre su bestia, lo que los ponía al mismo nivel para hablar. Rávaro le expuso su trato con la diplomacia digna de un embajador, sonriente y amable, con una criatura que apenas y manejaba su idioma. Confiado, le mostró el oro que traía para sellar el acuerdo bajo sus términos, pero el rey lo miraba como a un imbécil al que no se le entiende una palabra de lo que dice, finalmente, el Grelo le dijo que no, con el conocido movimiento de cabeza de lado a lado y un sonoro eructo de su rana. Le explicó que los Grelos sólo seguían a los Grelos, no a los hombres; que para un Grelo, el oro regalado, no valía nada, que el que sí valía algo, era el que se capturaba en una cacería y por último, le dijo que jamás irían a la Ciudad Vertical, porque los Grelos tenían un extenso territorio de caza dentro de los bosques, y que no necesitaban salir de él, pues siempre había “tontos,” así lo llamó, que se internaban en su territorio, y a veces, incluso, cargando grandes cantidades de oro, todo ello lo dijo con su limitado manejo del idioma y desfasada acentuación, pero suficiente para hacerse entender. Rávaro se sentía insultado, esas asquerosas criaturas no le podían responder así, ni siquiera su rey, pensó en incinerarlo, y a su rana, nunca antes había incinerado a un Grelo ni a una rana, seguramente sería un espectáculo interesante, pero antes optó por una opción más civilizada: usar el poder disuasivo de la enorme bestia en la que estaba montado. Con una suave caricia sobre la esfera del Quebranta–espíritus hizo que el animal soltara un grito de dolor ensordecedor, sin embargo, el rey de los Grelos no parecía impresionado, tampoco su rana. Un Grelo jamás le haría algo así al animal que cabalgaba. Lo que sí consiguió fue que al menos una centena de Grelos aparecieran en los árboles cercanos a observar qué sucedía y que antes parecían no estar. Ahora, además, estaban rodeados y literalmente, emboscados, los soldados de Rávaro comenzaron a retroceder, pero sin que pareciera que estaban retrocediendo. Incinerar al rey de los Grelos ya no parecía una buena idea, los Grelos a su alrededor estaban armados con sus arcos y muchos estaban montados sobre sus ranas, en actitud relajada, pero listos para moverse. El rey de los Grelos le recordó que si decidía huir con el oro que había traído, entonces sí se convertiría en algo de mucho valor para su gente. Se escuchó el sonido de un arco tensándose y un segundo después una flecha se clavó en la nariz de la bestia, ésta gritó más por la molestia que por el dolor y soltó un violento golpe a un árbol cercano, pero los Grelos que estaban allí, huyeron un segundo antes, una nueva flecha se le clavó en el hombro mientras otra se rompió contra el hueso de su frente. Rávaro se sacudía en su improvisado trono, mientras sus hombres ya no disimulaban que se estaban aprestando para huir. Entonces decidió dar una muestra de su poder ordenándole con su Quebranta-espíritus a la bestia que atacara. Ésta golpeó con ambos puños el suelo de forma que remeció los árboles cercanos, otro lo rompió a la mitad de un manotazo y finalmente se lanzó con su amo por delante contra un tercero. Las flechas comenzaron a lloverle de todos lados, Rávaro cayó al suelo estrepitosamente, pero de inmediato se incorporó para buscar la esfera que había perdido, cuando la vio, el enorme pie de la bestia ya le caía encima, por poco alcanzó a evitar que su mano quedara hecha añicos como el aparato. Logró evitar eso, pero el siguiente pisotón de la bestia iba justo sobre él. Se cubrió inútilmente la cabeza con las manos, sin embargo logró soltar antes un conjuro y su cuerpo entero se convirtió en una antorcha de fuego amarillo pálido que desapareció bajo la pata de la bestia. Luego bajo ésta, sólo había un manchón de hierba ennegrecida y humeante. Sus soldados ya había corrido hace varios segundos, un aullido del rey y todos sus colegas salieron en persecución de esos desafortunados.

Salvo por algunos Grelos viejos que hace tiempo no se movían de donde estaban, sólo el rey y la bestia se quedaron allí. De alguna manera, el viejo rey sabía quién estaba realmente en el cuerpo de la bestia, le recordó que su hermano tenía una aliada poderosa, Dágaro sólo jadeaba tratando de recuperar el aliento. No podía hablar, no estando en ese cuerpo, sólo soltó un gruñido, y deshaciéndose de lo último que le quedaba del armazón que Rávaro le había mandado poner sobre sus hombros, echó a caminar fuera del campamento.

León Faras.

viernes, 4 de octubre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


VI.

“…No tengo ninguna queja, padre Benigno, Úrsula ha hecho un gran trabajo en estos días. Es una muchacha hacendosa y dispuesta en su trabajo, además, he podido verificar que su estado de salud, tanto física como emocional, se han mantenido con total normalidad” Se escuchó de fondo el palmazo sobre la mesa de Guillermina felicitándose a sí misma mientras recogía la mesa, como única responsable del buen desempeño de la muchacha. Benigno prefirió ignorarla, “Me alegra escuchar eso, doctor, esperemos que todo siga igual con el favor de Dios” el cura se acabó su café, “Ahora si me disculpa, doctor, he concertado una cita en la prisión para visitar a Horacio Ballesteros, a pesar de lo que usted piensa, creo que la oración y el acercamiento al amor de Dios, es lo único que lo puede ayudar en estos momentos” “No me cabe ninguna duda…” convino el médico, y luego agregó, “Eh, padre… he estado leyendo los informes médicos del doctor Ballesteros sobre el caso de Isabel Vásquez, y aunque rigurosos, me parecen de una fantasía desmedida, imposibles de darles credibilidad. ¿Cree usted que pueda entrevistarme con la familia de la difunta? Me interesa mucho conocer el punto de vista de las personas que estuvieron presentes y puedan decirme lo que vieron de primera mano. Sospecho que la salud mental del doctor ya estaba trastocada en ese momento” Al cura no le pareció aquello relevante ni necesario luego de tanto tiempo, pero tampoco se opuso. Los padres de Isabel se habían mudado del pueblo luego de lo sucedido con su hija, incluso se llevaron los restos de la joven, luego de enterarse de la exhumación y posterior incineración del cadáver, sin embargo, la hermana mayor de Isabel, Inés, seguía habitando la casa familiar y atendiendo los negocios “…Hable con Rupano, él lo podrá llevar y traer sin problema, si eso es lo que quiere…”

Inés Vásquez era una mujer madura pero atractiva, con sus primeras canas bien puestas y llevadas, había enviudado muy joven y se había dedicado a administrar los campos de la familia Vásquez, en los que los viñedos eran muy cotizados. Era una mujer alta y delgada que casi siempre vestía de pantalones y botas debido a que su labor la obligaba a montar a caballo a menudo. Tenía un hijo, un joven que había elegido sin lugar a ninguna duda la comodidad de vivir con sus abuelos en la ciudad, a la rigurosidad de vivir en el campo junto a una madre autoritaria, acostumbrada a tratar todo el tiempo con empleados. El doctor Cifuentes debió de esperar casi media hora, pero finalmente la mujer llegó de donde quiera que estuviera. El nombre del médico no le había dicho nada cuando le avisaron quien la buscaba y ahora que lo veía, su apariencia tampoco le decía nada “Perdone las molestias… no le quitaré mucho tiempo…” Se disculpó Cifuentes, y luego agregó, sacando un montón de papeles viejos de su bolso, “Es sobre su hermana, Isabel”, La mujer se sentó sin entusiasmo, aquello ya le empezaba a oler a una molesta pérdida de tiempo, “…No es algo que me guste recordar, ¿sabe? fueron momentos difíciles, dolorosos emocionalmente. Fueron sólo un par de días, pero dos días en los que nadie comió ni nadie durmió, dos días en los que ni la saliva se podía tragar por la rabia y la frustración de ver sufrir a un ser querido y no poder hacer nada… pero no sé a dónde quiere llegar con esto, doctor” Cifuentes era un amasijo de papeles con los que luchaba por dominarlos, “Hay ciertas enfermedades en las que los huesos pueden debilitarse tanto, que el mínimo golpe o movimiento brusco, los fractura como si fuesen galletas… pero aquí, el doctor Ballesteros expone que las fracturas en los miembros de su hermana, eran producidas por un factor totalmente desconocido y anormal… ¿Puede explicar a qué se refiere según usted?” Inés sacó una flor del florero, la cogió con ambas manos y le partió el tallo a la mitad, “Era como esto doctor, pero sin mis manos, sin nada que pudiéramos ver. La estábamos bañando en la tina, jabonándola con sumo cuidado, ella sentada dentro, sin movimiento, yo misma lo estaba haciendo, en ese momento comenzó a gritar de dolor. Al sacarla del agua, su pierna estaba rota, tenía la tibia quebrada y su pie girado sobre sí mismo de una forma imposible y sin ningún motivo. No se podía luchar contra algo así, se entablillaba un hueso roto y luego aparecía otro mientras ella estaba acostada en su cama… Luego, cuando comenzó el sangrado, todo se terminó. El doctor Ballesteros hizo su trabajo lo mejor posible, no tengo duda de eso, permaneció junto a mi hermana hasta el último minuto y siempre intentó aliviarla, pero no pudo hacer nada, nadie podía hacer nada” Cifuentes pensó que ya tenía suficiente, por difícil que fuera de creer o de entender, la mujer confirmaba la historia descrita por el doctor Ballesteros en sus manuscritos. Se puso de pie para agradecer y despedirse pero antes se le ocurrió preguntar sobre la autopsia que se le realizó a Isabel y el supuesto feto que estaba en su interior, Inés negó con la cabeza, “Pasaron tres días antes de enterarnos de que el cuerpo de mi hermana había sido exhumado e incinerado. Aquello fue sin la aprobación de la familia por lo que jamás nos interesó ni nos interesa conocer los detalles. Con respecto al feto que usted menciona, yo jamás vi ni oí nada de eso”

“Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí… y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es fácil y ligera mi carga” Benigno cerró su biblia y se quedó mirando a Horacio con actitud paternal, quien lo escuchaba con humildad, “…Esta es la invitación de nuestro Señor para todos quienes viven cargados de pecados sobre sus hombros, obligados a trabajar como asnos que no pueden liberarse de sus amos. Eso es el pecado para la mayoría de los hombres, un amo que los domina, los esclaviza y los obliga a trabajar para él hasta la extenuación. Pero nuestro Señor Jesucristo nos ofrece descanso y alivio, libertad, Horacio, la verdadera libertad para las almas acongojadas por el vicio y la miseria…” Horacio se mantenía sentado sobre su litera con la espalda curvada y las manos entrelazadas; con el rostro oprimido y la mirada fija en un punto indeterminado de su celda. Tenía el triste aspecto de un náufrago, de un espantapájaros humanizado, de un hombre abandonado por todo y por todos, “¿…Horacio?” El cura insistió. Horacio Ballesteros levantó la vista y cambió levemente su postura, “Perdóneme padre, pero no he hecho más que pensar en esos fetos que encontré en Isabel y Domingo. Usted dijo que no podían ser hijos de Dios, entonces, ¿De quién o de qué son hijos?” Benigno, no se arrepentía de sus palabras, pero en realidad no lo sabía, y se lo dijo negando suavemente con la cabeza. Horacio volvió su vista a ese punto indeterminado de su celda, “Tenga cuidado padre, tenga cuidado. Vele, padre, vele, porque ese niño más temprano que tarde va a encontrar la manera de llegar a este mundo, si es que ya no lo ha hecho…” Horacio clavó la vista en los ojos de Benigno, “Porque… aún no lo ha hecho, ¿verdad?...” ante la duda del sacerdote, Horacio insistió “¿Verdad?” Benigno no supo qué responder, asegurarlo era insensato, negarlo era tonto, “No lo sé, Horacio… No lo sé” Luego agregó conciliador, “Oremos Horacio, oremos, por que Dios nos ilumine y nos acompañe en lo que está por venir. Dios, ten piedad de mí…” dijo el cura, “Dios, ten piedad de mí…” repitió Horacio.

Al salir, el cura se encontró frente a frente con Aurelio, que permanecía erguido y con un pequeño vaso de aguardiente en la mano a la salida de la prisión, a pesar de ello, estaba perfectamente sobrio “¿Y cómo le fue con Ballesteros, cree que el Señor lo pueda sacar de su locura?...” su comentario era sarcástico, pero no estaba del todo errado, Benigno respondió que a él no le parecía un hombre loco, sino uno angustiado, Aurelio soltó una risotada que inmediato silenció por respeto al cura, “Lo siento, Padre, pero ayer nomás encontramos al doctor riendo a carcajadas como un demente sin que nadie entendiera el motivo de tanto jolgorio. Al cabo de unos segundos, la risa se le acabó como si le hubiesen echado agua fría, lo curioso, es que luego ni él mismo sabía por qué se estaba riendo con tantas ganas… Si eso no es estar mal de la cabeza, no sé qué lo sea…” y secó su vaso de licor de un trago. El cura prefirió retirarse sin responder a eso, al caminar, oyó el vozarrón del carcelero, “Algunos muchachos dicen que el mismísimo Satanás le estaba contando uno de sus chistes… yo empiezo a creer que así era. Joder.”



León Faras.

miércoles, 2 de octubre de 2019

Zaida.


XI.

A los muchachos se les dio todo el resto del día y aquella noche para que descansaran, porque ya les habían dicho que el día siguiente sería de trabajo en la preparación del viaje al monasterio de Masdra, donde iniciarían una nueva etapa en su entrenamiento para convertirse en monjes. Gunta se había tomado aquello muy en serio y sin esperar que se lo repitieran ni que se lo confirmaran, se había dedicado a dormir todo lo que le era posible, como si pudiera hacerlo a voluntad por todo el tiempo que quisiera y sin ningún esfuerzo. Dos patadas en el costado, fueron apenas suficientes para despertarle, era Ribo que nuevamente traía noticias asombrosas, “Vamos, Gunta, has dormido todo el día, podrás seguir por la noche. Tienes que ver esto…” Gunta emergió de su sueño como un naufrago que alcanza tierra firme luego de muchas horas bregando dentro del océano. Su rostro alargado y con los ojos muy juntos, tomaba un aspecto gracioso al estar soñoliento. Protestó que no había nada más interesante en el mundo, en ese momento, que seguir con su sueño, pero una nueva sacudida de Ribo terminó arrojándolo al suelo, “¡Hablo en serio, tonto! Tienes que ver esto…” por alguna razón Ribo tenía la mitad del cuerpo mojado, pero Gunta no notó eso, sólo pensaba que mientras antes terminara con ese asunto, antes volvería a su merecido descanso. A Paqui lo dejaron seguir durmiendo. Gunta caminó tras su amigo resignado, bostezando larga y aparatosamente sin saber a dónde, como un sonámbulo, sólo se atrevió a preguntar hacia dónde iban cuando ya subía por tercera vez unas escaleras. La lluvia caía con intensidad afuera y mientras más cerca estaban del tejado más fuerte se podía oír, “Al principio me pareció de lo más raro, pero cuando logré acercarme lo suficiente… resultó ser más raro todavía” “¿A dónde vamos…?” preguntó Gunta, ya un poco más despierto, “Mira esto…” Subieron al pasadizo que cruzaba el tejado, allí la lluvia azotaba con total intensidad y de forma vertical, Ribo tenía preparada una lona empapada con la que se había cubierto la primera vez, Gunta protestó que ni loco saldría a la lluvia a mojarse, pero cuando su amigo le enseñó lo que venían a ver, cambió de opinión: allí estaba, sobre la superficie plana del gran torreón central del monasterio, la figura de un monje en actitud de profunda meditación, a plena lluvia y completamente solo. Era ya el atardecer y la luz del día poco a poco se extinguía en el horizonte, “¿Es Missa Budara, qué rayos está haciendo ahí?” Dijo Gunta, empequeñeciendo los ojos, “Eso no es lo más raro…” respondió su amigo cubriendo a ambos con la lona empapada, que estaba tan mojada que se volvía poco efectiva bajo un aguacero como ese. Ambos se movieron agazapados y cubiertos hasta llegar lo más cerca que se podía estar del monje que meditaba, sin embargo Gunta no lograba captar lo impresionante, fuera de lo que ya había visto, “Mira su ropa, su cabeza… ¿No lo ves?” Insistió Ribo. Los muchachos eran un bulto oscuro y mojado con dos caras asomadas por un pequeño hueco, Gunta hacía esfuerzos pero no veía nada más que a Missa Budara sentado imperturbable sobre la roca fría y desnuda y bajo la lluvia, que ya de por sí, era algo bastante raro, pero nada más. Ribo comenzaba a impacientarse, le metió un codazo por debajo de la lona que los cubría, “¡Míralo tonto, Está seco ¿Cómo puede estar seco?!” Era verdad, la luz del día ya casi se había ido, pero a esa distancia se podía ver perfectamente la diferencia entre un cuerpo seco y uno empapado. Gunta ya no tenía nada de sueño, sus ojos estrechados estaban abiertos al límite de su capacidad. Ambos muchachos estaban pegados cara con cara dentro de su refugio, por lo que sólo pudieron darse una mirada de soslayo de asombro. Ribo, que tenía un sentido de la precaución mucho más desarrollado, apuró a su amigo para retirarse mientras no fueran descubiertos. Cualquier cosa podía estar permitida, mientras no fuera descubierta. Ocultaron la lona y comenzaron a bajar las escaleras, aún muy asombrados por lo que acababan de ver, hasta llegar al piso de los dormitorios. No lo vieron venir, ni lo oyeron, sólo apareció frente a ellos imponente y pacífico como un gran árbol, observándolos desde las alturas de sus ojos, era Missa Budara, y no sólo estaba completamente seco, sino que además había llegado allí antes que ellos, “Si no quieren descansar, podemos pedirle a Missa Nemir que les asigne algunas tareas para entretenerlos…” Gunta ni siquiera podía hablar, parecía haber visto a un fantasma, Ribo, en cambio, era asombroso cómo controlaba su asombro y hasta lo disimulaba con una seria y controlada humildad “Sólo queríamos ver la lluvia, Missa Budara, pero ya nos íbamos a dormir, lo prometo…” Budara hizo una suave reverencia como para aceptar la excusa, “Para ver la lluvia, no es necesario mojarse con ella…” dijo, empezando a caminar y dejándolos libres para seguir su camino, cosa que los chicos aprovecharon de inmediato. Si es que aquello se suponía que representaba alguna enseñanza o significaba algo, los chicos no lo captaron. “¿Crees que algún día aprendamos a hacer eso de no mojarse con la lluvia?” preguntó Gunta metiéndose a su cama, Ribo lo miró como a un bicho raro y luego soltó una risa, “Sí claro, cuando tengas más o menos como su edad…” y se cubrió completo con su manta.

Masdra-Sucur era un monasterio un tanto diferente a Pandur, era un lugar que preparaba a los monjes para la lucha, incluso para la conflagración, pero no para tomar parte en una, sino que con el fin de estar preparados para la protección de sus monasterios, sus lugares sagrados y sobre todo, de la vida. Era un edificio que se veía pequeño y endeble en un principio, apenas un pasillo rectangular de madera, adherido a la pared vertical de la montaña y posado, en parte, sobre el tronco de un árbol muy viejo sujeto precariamente a la pared de roca y que parecía siempre a punto de desprenderse. El edificio comenzaba a enroscarse hasta adentrarse en ésta y posicionarse sobre tierra firme con una estructura de piedra simple pero imponente, a espaldas del edificio y por encima de éste, se podían ver las siete terrazas talladas en la montaña, los siete patios de entrenamiento que iban desde el de piedra, muy parecido al de Pandur, destinado a los novicios, hasta el de agua, donde llegaban los más avanzados. Era un sitio por el que todos los monjes debían pasar. Su líder era Missa Ramán, un hombre intimidante a primera vista, grande físicamente, erguido, con la cabeza totalmente afeitada y una larga barba negra, a pesar de que no era un hombre joven, aquello se podía ver en su rostro surcado de profundos pliegues, como si de pronto le sobrara mucha piel, lo que le daba una firmeza y profundidad impresionantes a cada una de sus expresiones. Tenía muchas cicatrices en el cuerpo, pero una especialmente inquietante que nacía en su frente y que descendía pasando a tan solo un par de milímetros de su ojo izquierdo. Era un monje guerrero, una contradicción, una rareza necesaria.



León Faras.