miércoles, 2 de octubre de 2019

Zaida.


XI.

A los muchachos se les dio todo el resto del día y aquella noche para que descansaran, porque ya les habían dicho que el día siguiente sería de trabajo en la preparación del viaje al monasterio de Masdra, donde iniciarían una nueva etapa en su entrenamiento para convertirse en monjes. Gunta se había tomado aquello muy en serio y sin esperar que se lo repitieran ni que se lo confirmaran, se había dedicado a dormir todo lo que le era posible, como si pudiera hacerlo a voluntad por todo el tiempo que quisiera y sin ningún esfuerzo. Dos patadas en el costado, fueron apenas suficientes para despertarle, era Ribo que nuevamente traía noticias asombrosas, “Vamos, Gunta, has dormido todo el día, podrás seguir por la noche. Tienes que ver esto…” Gunta emergió de su sueño como un naufrago que alcanza tierra firme luego de muchas horas bregando dentro del océano. Su rostro alargado y con los ojos muy juntos, tomaba un aspecto gracioso al estar soñoliento. Protestó que no había nada más interesante en el mundo, en ese momento, que seguir con su sueño, pero una nueva sacudida de Ribo terminó arrojándolo al suelo, “¡Hablo en serio, tonto! Tienes que ver esto…” por alguna razón Ribo tenía la mitad del cuerpo mojado, pero Gunta no notó eso, sólo pensaba que mientras antes terminara con ese asunto, antes volvería a su merecido descanso. A Paqui lo dejaron seguir durmiendo. Gunta caminó tras su amigo resignado, bostezando larga y aparatosamente sin saber a dónde, como un sonámbulo, sólo se atrevió a preguntar hacia dónde iban cuando ya subía por tercera vez unas escaleras. La lluvia caía con intensidad afuera y mientras más cerca estaban del tejado más fuerte se podía oír, “Al principio me pareció de lo más raro, pero cuando logré acercarme lo suficiente… resultó ser más raro todavía” “¿A dónde vamos…?” preguntó Gunta, ya un poco más despierto, “Mira esto…” Subieron al pasadizo que cruzaba el tejado, allí la lluvia azotaba con total intensidad y de forma vertical, Ribo tenía preparada una lona empapada con la que se había cubierto la primera vez, Gunta protestó que ni loco saldría a la lluvia a mojarse, pero cuando su amigo le enseñó lo que venían a ver, cambió de opinión: allí estaba, sobre la superficie plana del gran torreón central del monasterio, la figura de un monje en actitud de profunda meditación, a plena lluvia y completamente solo. Era ya el atardecer y la luz del día poco a poco se extinguía en el horizonte, “¿Es Missa Budara, qué rayos está haciendo ahí?” Dijo Gunta, empequeñeciendo los ojos, “Eso no es lo más raro…” respondió su amigo cubriendo a ambos con la lona empapada, que estaba tan mojada que se volvía poco efectiva bajo un aguacero como ese. Ambos se movieron agazapados y cubiertos hasta llegar lo más cerca que se podía estar del monje que meditaba, sin embargo Gunta no lograba captar lo impresionante, fuera de lo que ya había visto, “Mira su ropa, su cabeza… ¿No lo ves?” Insistió Ribo. Los muchachos eran un bulto oscuro y mojado con dos caras asomadas por un pequeño hueco, Gunta hacía esfuerzos pero no veía nada más que a Missa Budara sentado imperturbable sobre la roca fría y desnuda y bajo la lluvia, que ya de por sí, era algo bastante raro, pero nada más. Ribo comenzaba a impacientarse, le metió un codazo por debajo de la lona que los cubría, “¡Míralo tonto, Está seco ¿Cómo puede estar seco?!” Era verdad, la luz del día ya casi se había ido, pero a esa distancia se podía ver perfectamente la diferencia entre un cuerpo seco y uno empapado. Gunta ya no tenía nada de sueño, sus ojos estrechados estaban abiertos al límite de su capacidad. Ambos muchachos estaban pegados cara con cara dentro de su refugio, por lo que sólo pudieron darse una mirada de soslayo de asombro. Ribo, que tenía un sentido de la precaución mucho más desarrollado, apuró a su amigo para retirarse mientras no fueran descubiertos. Cualquier cosa podía estar permitida, mientras no fuera descubierta. Ocultaron la lona y comenzaron a bajar las escaleras, aún muy asombrados por lo que acababan de ver, hasta llegar al piso de los dormitorios. No lo vieron venir, ni lo oyeron, sólo apareció frente a ellos imponente y pacífico como un gran árbol, observándolos desde las alturas de sus ojos, era Missa Budara, y no sólo estaba completamente seco, sino que además había llegado allí antes que ellos, “Si no quieren descansar, podemos pedirle a Missa Nemir que les asigne algunas tareas para entretenerlos…” Gunta ni siquiera podía hablar, parecía haber visto a un fantasma, Ribo, en cambio, era asombroso cómo controlaba su asombro y hasta lo disimulaba con una seria y controlada humildad “Sólo queríamos ver la lluvia, Missa Budara, pero ya nos íbamos a dormir, lo prometo…” Budara hizo una suave reverencia como para aceptar la excusa, “Para ver la lluvia, no es necesario mojarse con ella…” dijo, empezando a caminar y dejándolos libres para seguir su camino, cosa que los chicos aprovecharon de inmediato. Si es que aquello se suponía que representaba alguna enseñanza o significaba algo, los chicos no lo captaron. “¿Crees que algún día aprendamos a hacer eso de no mojarse con la lluvia?” preguntó Gunta metiéndose a su cama, Ribo lo miró como a un bicho raro y luego soltó una risa, “Sí claro, cuando tengas más o menos como su edad…” y se cubrió completo con su manta.

Masdra-Sucur era un monasterio un tanto diferente a Pandur, era un lugar que preparaba a los monjes para la lucha, incluso para la conflagración, pero no para tomar parte en una, sino que con el fin de estar preparados para la protección de sus monasterios, sus lugares sagrados y sobre todo, de la vida. Era un edificio que se veía pequeño y endeble en un principio, apenas un pasillo rectangular de madera, adherido a la pared vertical de la montaña y posado, en parte, sobre el tronco de un árbol muy viejo sujeto precariamente a la pared de roca y que parecía siempre a punto de desprenderse. El edificio comenzaba a enroscarse hasta adentrarse en ésta y posicionarse sobre tierra firme con una estructura de piedra simple pero imponente, a espaldas del edificio y por encima de éste, se podían ver las siete terrazas talladas en la montaña, los siete patios de entrenamiento que iban desde el de piedra, muy parecido al de Pandur, destinado a los novicios, hasta el de agua, donde llegaban los más avanzados. Era un sitio por el que todos los monjes debían pasar. Su líder era Missa Ramán, un hombre intimidante a primera vista, grande físicamente, erguido, con la cabeza totalmente afeitada y una larga barba negra, a pesar de que no era un hombre joven, aquello se podía ver en su rostro surcado de profundos pliegues, como si de pronto le sobrara mucha piel, lo que le daba una firmeza y profundidad impresionantes a cada una de sus expresiones. Tenía muchas cicatrices en el cuerpo, pero una especialmente inquietante que nacía en su frente y que descendía pasando a tan solo un par de milímetros de su ojo izquierdo. Era un monje guerrero, una contradicción, una rareza necesaria.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario