XI.
A
los muchachos se les dio todo el resto del día y aquella noche para que
descansaran, porque ya les habían dicho que el día siguiente sería de trabajo
en la preparación del viaje al monasterio de Masdra, donde iniciarían una nueva
etapa en su entrenamiento para convertirse en monjes. Gunta se había tomado
aquello muy en serio y sin esperar que se lo repitieran ni que se lo
confirmaran, se había dedicado a dormir todo lo que le era posible, como si
pudiera hacerlo a voluntad por todo el tiempo que quisiera y sin ningún
esfuerzo. Dos patadas en el costado, fueron apenas suficientes para
despertarle, era Ribo que nuevamente traía noticias asombrosas, “Vamos, Gunta,
has dormido todo el día, podrás seguir por la noche. Tienes que ver esto…”
Gunta emergió de su sueño como un naufrago que alcanza tierra firme luego de
muchas horas bregando dentro del océano. Su rostro alargado y con los ojos muy
juntos, tomaba un aspecto gracioso al estar soñoliento. Protestó que no había
nada más interesante en el mundo, en ese momento, que seguir con su sueño, pero
una nueva sacudida de Ribo terminó arrojándolo al suelo, “¡Hablo en serio,
tonto! Tienes que ver esto…” por alguna razón Ribo tenía la mitad del cuerpo
mojado, pero Gunta no notó eso, sólo pensaba que mientras antes terminara con
ese asunto, antes volvería a su merecido descanso. A Paqui lo dejaron seguir
durmiendo. Gunta caminó tras su amigo resignado, bostezando larga y
aparatosamente sin saber a dónde, como un sonámbulo, sólo se atrevió a
preguntar hacia dónde iban cuando ya subía por tercera vez unas escaleras. La
lluvia caía con intensidad afuera y mientras más cerca estaban del tejado más
fuerte se podía oír, “Al principio me pareció de lo más raro, pero cuando logré
acercarme lo suficiente… resultó ser más raro todavía” “¿A dónde vamos…?”
preguntó Gunta, ya un poco más despierto, “Mira esto…” Subieron al pasadizo que
cruzaba el tejado, allí la lluvia azotaba con total intensidad y de forma
vertical, Ribo tenía preparada una lona empapada con la que se había cubierto
la primera vez, Gunta protestó que ni loco saldría a la lluvia a mojarse, pero
cuando su amigo le enseñó lo que venían a ver, cambió de opinión: allí estaba,
sobre la superficie plana del gran torreón central del monasterio, la figura de
un monje en actitud de profunda meditación, a plena lluvia y completamente
solo. Era ya el atardecer y la luz del día poco a poco se extinguía en el
horizonte, “¿Es Missa Budara, qué rayos está haciendo ahí?” Dijo Gunta,
empequeñeciendo los ojos, “Eso no es lo más raro…” respondió su amigo cubriendo
a ambos con la lona empapada, que estaba tan mojada que se volvía poco efectiva
bajo un aguacero como ese. Ambos se movieron agazapados y cubiertos hasta
llegar lo más cerca que se podía estar del monje que meditaba, sin embargo
Gunta no lograba captar lo impresionante, fuera de lo que ya había visto, “Mira
su ropa, su cabeza… ¿No lo ves?” Insistió Ribo. Los muchachos eran un bulto
oscuro y mojado con dos caras asomadas por un pequeño hueco, Gunta hacía
esfuerzos pero no veía nada más que a Missa Budara sentado imperturbable sobre
la roca fría y desnuda y bajo la lluvia, que ya de por sí, era algo bastante
raro, pero nada más. Ribo comenzaba a impacientarse, le metió un codazo por
debajo de la lona que los cubría, “¡Míralo tonto, Está seco ¿Cómo puede estar
seco?!” Era verdad, la luz del día ya casi se había ido, pero a esa distancia
se podía ver perfectamente la diferencia entre un cuerpo seco y uno empapado. Gunta
ya no tenía nada de sueño, sus ojos estrechados estaban abiertos al límite de
su capacidad. Ambos muchachos estaban pegados cara con cara dentro de su
refugio, por lo que sólo pudieron darse una mirada de soslayo de asombro. Ribo,
que tenía un sentido de la precaución mucho más desarrollado, apuró a su amigo
para retirarse mientras no fueran descubiertos. Cualquier cosa podía estar
permitida, mientras no fuera descubierta. Ocultaron la lona y comenzaron a
bajar las escaleras, aún muy asombrados por lo que acababan de ver, hasta
llegar al piso de los dormitorios. No lo vieron venir, ni lo oyeron, sólo
apareció frente a ellos imponente y pacífico como un gran árbol, observándolos
desde las alturas de sus ojos, era Missa Budara, y no sólo estaba completamente
seco, sino que además había llegado allí antes que ellos, “Si no quieren
descansar, podemos pedirle a Missa Nemir que les asigne algunas tareas para
entretenerlos…” Gunta ni siquiera podía hablar, parecía haber visto a un
fantasma, Ribo, en cambio, era asombroso cómo controlaba su asombro y hasta lo
disimulaba con una seria y controlada humildad “Sólo queríamos ver la lluvia,
Missa Budara, pero ya nos íbamos a dormir, lo prometo…” Budara hizo una suave
reverencia como para aceptar la excusa, “Para ver la lluvia, no es necesario
mojarse con ella…” dijo, empezando a caminar y dejándolos libres para seguir su
camino, cosa que los chicos aprovecharon de inmediato. Si es que aquello se
suponía que representaba alguna enseñanza o significaba algo, los chicos no lo
captaron. “¿Crees que algún día aprendamos a hacer eso de no mojarse con la
lluvia?” preguntó Gunta metiéndose a su cama, Ribo lo miró como a un bicho raro
y luego soltó una risa, “Sí claro, cuando tengas más o menos como su edad…” y
se cubrió completo con su manta.
Masdra-Sucur
era un monasterio un tanto diferente a Pandur, era un lugar que preparaba a los
monjes para la lucha, incluso para la conflagración, pero no para tomar parte
en una, sino que con el fin de estar preparados para la protección de sus
monasterios, sus lugares sagrados y sobre todo, de la vida. Era un edificio que
se veía pequeño y endeble en un principio, apenas un pasillo rectangular de madera,
adherido a la pared vertical de la montaña y posado, en parte, sobre el tronco
de un árbol muy viejo sujeto precariamente a la pared de roca y que parecía
siempre a punto de desprenderse. El edificio comenzaba a enroscarse hasta
adentrarse en ésta y posicionarse sobre tierra firme con una estructura de
piedra simple pero imponente, a espaldas del edificio y por encima de éste, se
podían ver las siete terrazas talladas en la montaña, los siete patios de
entrenamiento que iban desde el de piedra, muy parecido al de Pandur, destinado
a los novicios, hasta el de agua, donde llegaban los más avanzados. Era un
sitio por el que todos los monjes debían pasar. Su líder era Missa Ramán, un
hombre intimidante a primera vista, grande físicamente, erguido, con la cabeza totalmente
afeitada y una larga barba negra, a pesar de que no era un hombre joven, aquello
se podía ver en su rostro surcado de profundos pliegues, como si de pronto le sobrara
mucha piel, lo que le daba una firmeza y profundidad impresionantes a cada una de
sus expresiones. Tenía muchas cicatrices en el cuerpo, pero una especialmente inquietante
que nacía en su frente y que descendía pasando a tan solo un par de milímetros de
su ojo izquierdo. Era un monje guerrero, una contradicción, una rareza necesaria.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario