sábado, 29 de agosto de 2020

Autopsia. Última parte.


III.

No había día en que la tía Elba no se hiciera mimar por sus numerosas empleadas, y ese día no era la excepción, entonces apareció Regina arreglada, lista para salir, “Se puede saber a dónde vas” le dijo su madre, con esa petulancia que da la autoridad absoluta, “Voy a salir, madre” respondió ella, digna, mas a su madre esa no le pareció una buena respuesta, “¿Pero qué es lo que te pasa a ti? Me tienes todo el día abandonada como a una apestada” “¡Pero si estás todo el día rodeada de personas!” Replicó Regina con la razón que da lo evidente, “¡Estas no son…!” Iba a decir su madre que aquellas no eran personas, pero se contuvo a tiempo, “…no son lo mismo, Regina. Te exijo que me digas a dónde vas” Regina se puso firme, como una soldadito novata frente a su veterano comandante, “Niñas, salgan por favor” Dijo, pero las empleadas no se movieron hasta que la tía Elba les hizo el gesto definitivo. “Estoy saliendo con Ernesto Villalobos” soltó sin preámbulos ni medidas cautelares, “¡Pero si ese es nuestro abogado!” exclamó la tía Elba alarmada, “Y también es un buen hombre” respondió Regina sin perder la compostura, “Y estás segura de que a ese cincuentón que nunca se ha casado le gustan las mujeres” lo dijo con cierta empalagues cínica en el tono, su hija se mantuvo firme, “Sí madre, estoy muy segura” La tía Elba hizo el gesto de haber recibido un escupitajo en la cara, “Regina, no seas vulgar” “Entonces no haga preguntas vulgares, madre” Replicó aquella impávida. “¡Pero es que no ves que ese no es más que un Don Nadie  que sólo quiere aprovecharse de ti!” Exclamó la tía Elba, irritada, como si estuviera tratando con una testaruda que no entiende las razones más elementales, “¡Pues eso es lo que quiero, madre, que se aproveche! ¡Y bien aprovechado!” gritó Regina, apretando los puños y soltando una patadita sobre el piso, su madre respondió golpeando los brazos de su silla, “¡Es que has perdido el juicio! ¿Estás dispuesta a perder tu puesto en esta familia, mi legado, por ese abogado de segunda?” Regina respiró hondo, se había sobresaltado antes y eso no era digno de una señorita, “Tú misma lo elegiste, madre, sabes muy bien que no es un abogado de segunda, y sí, ya no quiero tu legado, si para obtenerlo tengo que seguir marchitándome a tu sombra, madre” No pudo contener una lágrima, la atajó con su impoluto pañuelo y se dio la media vuelta para irse, entonces su madre la llamó con su autoridad implacable, cuando Regina se volteó para mirarla, se dio cuenta de que la anciana se había parado de la silla con ruedas como en una auténtica sanación milagrosa, “Sabes muy bien que cuando tomo una determinación, soy inflexible hasta el final, cueste lo que cueste…” Su tono era amenazante, Regina estaba rígida, como esperando recibir un golpe, a pesar de la distancia entre ambas. La tía Elba continuó, “…pero en tu caso estoy dispuesta a hacer una excepción…” la anciana hizo una pausa, Regina la miraba sin confiarse del todo. Si había alguien que conocía bien a su madre, esa era ella. La tía Elba continuó hablando como a regañadientes, dejando en claro el esfuerzo que le significaba ceder, “…aceptaré tu relación con Villalobos si decides regresar a mi lado, al menos algunas horas al día. Te necesito Regina…” Regina no lo podía creer, estaba a punto de ponerse a llorar de la emoción, “Pero…” continuó su madre, “No te casarás con él hasta que yo esté muerta. No quiero ver como mi trabajo de tantos años se despilfarra al final en manos de uno de mis empleados” Concluyó la tía Elba, remarcando su fastidio en el tono, justo antes de que su hija se le abalanzara encima para abrazarla y besarla como no lo había hecho en décadas, “¡Gracias, madre, se lo diré a Ernesto!” y salió corriendo con pasitos cortos. Era como una quinceañera, siempre había sido así, sólo que su madre nunca lo había querido notar. Lo que su madre no querría jamás ni siquiera imaginar, era que su hija había logrado mantener por más de veinte años una relación clandestina de una o dos horas a la semana con el doctor en leyes, Ernesto Villalobos, sólo que ahora en el último tiempo, había considerado cosas que antes su madre consideraba por ella y se había atrevido a tomar decisiones que antes le parecían sencillamente inadmisibles, como jugarse el cuello ante su madre por un hombre.

Ignacio pagaba las consecuencias de su rebeldía, las emergencias sanitarias en los barrios más pobres estaban controladas, y aunque enfermos habría siempre, les era imposible a éstos solventar los costos de un médico, y donde antes era exigido con regularidad y buen salario, ahora había otros en su lugar, otros con la misma facha ganadora y olfato oportunista que él solía tener al iniciarse en el negocio y para colmo, su tía Elba le había restringido sus fondos familiares, con el propósito de que se arrepintiera y acatara su voluntad, pues como solía decir ella, “Bajo advertencia, no hay felonía” Ella podía restituirle todos sus privilegios, pero antes debía pagar el precio, aprender la lección y presentarse ante ella con las orejas agachadas. Sólo Hortensia le daba fuerzas, confiando en él y en su trabajo y recordándole que nada malo había hecho dándoles de su tiempo a los pobres y que no había nada de que pudiera arrepentirse. El padre de ella le había prestado algo de dinero, él era un hombre que había forjado solo su negocio y sabía que el dinero iba y venía como las olas del mar, “Cuando empecé, no sabía nada de telas ni tintes, mi padre era carpintero de carretas, hacía buenas vigas y las mejores ruedas, pero tenía poco trabajo porque se dedicaba sólo a reparar, y éramos cinco hermanos, entonces yo tuve que buscarme mi propio oficio, y en el mundo, pocos están dispuestos a enseñar lo que saben. Me las vi negras, con mi mujer preñada, viviendo amontonados en un cuarto en el que apenas cabría un caballo, tuve que aprender, tuve que mentir, tuve que rogar, pero al final encontré lo que buscaba y a esa teta me aferré, hasta ahora, y como yo lo hice, usted también lo hará. Cuando uno está acogotado, es cuando nacen las mejores ideas, porque uno pierde el miedo” Sus palabras, eran nuevas para Ignacio, jamás había tenido que empezar nada desde cero, y por su propia cuenta, ni siquiera su profesión y él todavía no llegaba al punto de perder el miedo. Entre vasos de vino, su suegro le dijo una noche lo que hasta ahora parecía ser su mejor opción, “Si quiere seguir siendo doctor, tal vez debería pensar en buscarse otro rumbo, porque aquí, a la sombra de su familia, de su tía, no lo va a tener fácil”



León Faras.

jueves, 27 de agosto de 2020

Autopsia. Última parte.


II.

Era raro ver a Aurelio Blanco fuera de la prisión en la que vivía desde hacía años, pero esta vez su propio cuerpo lo había obligado, había vomitado una masa sanguinolenta que tenía bastante mal aspecto, sólo a Pedro Canelo se lo dijo y éste lo convenció de visitar al doctor Cifuentes. Apenas lo recibió Úrsula en su casa, David lo miró hacia las alturas con emoción, “¡El Diablo!” dijo, “David, por Dios ¡Deja de decir sandeces!” lo reprendió su madre, alarmada por las ocurrencias de su hijo, pero Aurelio rió, se le salía la mandíbula hacia afuera cada vez que lo hacía, debido a un golpe muy fuerte que recibió siendo bastante más joven, “¿Cómo sabes eso, niño?” Úrsula no podía creer la respuesta del hombre, Aurelio se explicó, “El Diablo, fue un apodo que me gané entre mis compañeros durante la guerra, el Diablo Blanco, me llamaban… por mi apellido” La mujer estaba confundida, ya no sabía si debía reprender a su hijo o no, el hombre agregó, “No es algo de lo que me jacte, pero la verdad, buena o mala, sigue siendo la verdad ¿Está el doctor?” Cifuentes estaba en su despacho, también para él fue una sorpresa ver a Aurelio fuera de la prisión, “Debe de ser algo muy importante para que usted esté aquí” le dijo con buen humor, humor que se desvaneció cuando el guardia le explicó la causa. El doctor hizo algunas preguntas de rutina y un par de simples exámenes visuales y de palpación, no era necesario mucho más, “Aurelio, usted debe dejar de beber. Es demasiada aguardiente la que usted está tomando” Aurelio sonrió con su mandíbula maltrecha, como si hubiese oído una broma, una no muy buena, pero el doctor no le devolvió el gesto, “Pero doctor, si usted estuviera en mi lugar, le aseguro que lo entendería” Cifuentes lo entendía y hasta lo compartía, “…pero aun así, Aurelio, una cosa, no quita la otra” Aurelio pareció decepcionado, “¿Y no podría usted darme alguno de sus mejunjes, doctor?” El doctor podía darle algunas de las medicinas que conocía, pero ninguna serviría de nada si seguía con el aguardiente, “Déjelo, doctor, si yo ya me lo olía, después de todo, no me esperaba vivir tanto…” lo dijo sin pena “No diga eso, hombre por Dios” le replicó Cifuentes, el guardia agregó, “¿Cómo dice la biblia? ¿El que a hierro mata a hierro muere? Yo ya he vivido más de lo que debía, doctor” “¿Lee usted la biblia, Aurelio?” preguntó el médico, francamente extrañado, el guardia lo pensó unos segundos, “La verdad es que no mucho, doctor, pero a mí me enseñó a leer a los once años un cura, con una biblia y una vara de madera. No me he podido olvidar de ninguna de las dos cosas” Eso no era nada raro, era un método usado por todos, en todas partes las letras, como la disciplina, se enseñaban con sangre y dolor, pero el doctor no estaba de acuerdo con él “¿Cómo es posible que enseñen así a los niños?” Aurelio lo miró como decidiendo si hablar o callar, al final habló, “Era un maldito al que odiábamos y temíamos por igual, pero cada cual hace lo que puede con lo que tiene, y nosotros tampoco éramos unos santos…” hizo una pausa, luego continuó, “Yo ya no estaba allí, pero el día en que llegaron los rebeldes a buscar a sus niños para reclutarlos, él se plantó en la puerta de su iglesia y no se movió hasta que lo reventaron a bayonetazos. La mayoría de sus niños logró huir. Los que lo vieron, dicen que en la puerta de la iglesia había más sangre de la que puede caber en un solo hombre…” Concluyó Aurelio, mientras se ponía de pie para irse.

Elena hacía vestidos por encargo cada tanto tiempo, no se había ido de la casa de Tata, a pesar de que contaba con dinero para hacerlo, gracias a la herencia de Clodomiro, porque no iba a dejar a Clarita, ella era su mejor amiga, en algunas ocasiones casi una hermana pequeña y en otras, en la mayoría, como una hija, eran familia. Sabía que el negocio no prosperaría nunca en ese pueblo, donde la ropa nueva era un lujo y los vestidos finos, un privilegio que pocos se permitirían, pero había que tener prioridades en la vida, y para ella, primero estaba Clarita. Lo había conversado con Úrsula en más de alguna ocasión y al final llegaban siempre a la misma conclusión. Úrsula llegó conduciendo ella misma el coche de su marido, en la parte de atrás venía su hijo, totalmente ausente, concentrado en algo que traía en sus manos, ese niño podía perderse por horas en una sola cosa sin que nada lo distrajera, “¡Hola mamá!” Gritó el pequeño abrazándose a las piernas de Elena, ésta se incomodaba cada vez que el niño la llamaba así y cada vez le repetía que ella no era su mamá, que su mamá era Úrsula, pero David sólo respondía “Mamá y mamá” señalando a una y a otra, como si de alguna manera conociera los misterios de su origen. A Elena le quedaba una sensación desagradable en el estómago que Úrsula le quitaba con un abrazo y una sonrisa de que estaba acostumbrada a las raras ocurrencias de su hijo, “No te preocupes mujer, ya sabes cómo es…” Clarita también estaba allí, pero ella estaba siempre atareada, aunque su buen humor nunca lo perdía, como cuando vivía en la casucha destartalada a la que no paraba de limpiar y ordenar, “Mira mamá” Le dijo de pronto David a Elena, ésta estuvo a punto de protestar nuevamente, pero se quedó callada por la impresión, el niño tenía la piedra que ella le había regalado, y de alguna manera había logrado adherirle piedritas pequeñas hasta lograr algo parecido a una sencilla tortuga, Elena estaba encantada, a ella jamás se le ocurrió algo tan avanzado de niña, “Mira, puede caminar…” Le dijo el niño, quitándosela de la mano y poniéndola en el suelo, mientras él se recostaba al lado, con la vista fija en la tortuga de rocas. Elena le echó un vistazo y luego otro, pero como era de esperarse, ella no vio ningún movimiento, “Es lenta…” explicó el pequeño, sin quitarle la vista de encima a su creación. De eso no había duda. Ya estaba decidido, Úrsula y su familia se irían a la ciudad y venía a contárselo, pero no sólo eso, “…Estaba pensando que tal vez podrías hacer algunos vestidos para mí, enviármelos a la ciudad y yo me encargo de ofrecerlos a las damas de allá, ¿Qué te parece?” Elena no pareció muy convencida, no quería comprometer a su amiga o que ésta se sintiera obligada a hacerlo, pero Úrsula no pensaba lo mismo, “Vamos mujer, probemos, será divertido, cómo sabes si al final terminamos montando una tienda juntas” Elena al final aceptó.

Cuando ya Úrsula estaba lista para irse, descubrieron que su hijo no estaba con ellas, lo encontraron afuera, convenciendo a Clarita de mirar a través de sus piedras, ésta tenía el ámbar y la esmeralda puesta en los ojos y oteaba el cielo con ellas, cuando las mujeres llegaron, la muchacha se las devolvió, parecía impresionada con la experiencia. Luego estando ya a solas con Elena, la muchacha le dijo que el niño le había preguntado por su mamá, y al decirle ella que estaba muerta, le ofreció las piedras para verla, “¿Y la viste?” preguntó Elena incrédula, “Pues vi algo, algo así como una silueta, sin rostro ni nada, pero aun así fue increíble”



León Faras.

lunes, 24 de agosto de 2020

Autopsia. Última parte.


I.

David se pasaba el día jugando con las piedras preciosas que le había regalado Clodomiro, las llevaba a todos lados, cuando su madre pensó que se habían perdido, él señaló el sitio exacto donde estaban y Úrsula no tuvo más remedio que dárselas. Llegó ese día hasta donde estaba su madre sujetándose las piedras una en cada ojo, caminado como un ciego y con la cabeza inclinada hacia arriba en un juego infantil que a Úrsula a veces se le hacía peligroso, porque podía chocarse con algo o voltearse algo encima, “Mamá, llaman a la puerta. Es padre” le dijo, y se dio la media vuelta sin quitarse las piedras de los ojos. La mujer se extrañó, ella no había oído nada y por qué su marido no simplemente entraba. Abrió la puerta, y tal como lo sospechaba, era una jugarreta del niño. Nadie estaba allí, “David, sabes muy bien que no me gusta cuando…” Los golpes en la puerta la interrumpieron, esta vez sí los había oído, Benigno estaba allí, con el rostro afable que últimamente llevaba a todas partes, Úrsula lo miraba como si le estuvieran tomando el pelo, “¿Puedo pasar?” preguntó el sacerdote, con tono cansino, como si estuviera agotado. Alguno podría decir que incluso había perdido altura. La mujer le dejó pasar diligente, tal vez el cura había llegado antes y ella no lo había visto ni oído, pero Benigno afirmó que sólo había llamado a la puerta una vez y de inmediato atendieron su llamada, lo que dejó a Úrsula suspicaz. El sacerdote se dejó caer sobre una silla con la pesadez de quien acaba de cruzar todo un desierto caminando y sobándose una de sus rodillas como si se tratara de un animal al que quiere calmar, “Los años no pasan en vano, hija, ya no soy el hombre que era antes” Lo dijo como justificación, aunque aquello era evidente a simple vista, luego le preguntó por el doctor Cifuentes, pero éste llegaría dentro de algún rato, por lo que le tocaba esperar, Úrsula se disculpó por algunos minutos y David llegó junto al sacerdote, ya no con las piedras en los ojos, pero si con su pequeño vaso en alto ofreciéndole al cura una pequeña cantidad de agua, Benigno aceptó maravillado y agradecido el gesto espontáneo de David y se bebió el líquido de un trago, luego sintió un amargor muy extraño en la garganta, pero no dijo nada para no arruinar la buena voluntad del niño, éste se llevó su pequeño vaso de regreso sin decir palabra, Úrsula le ofreció al cura luego un vaso grande de limonada para que calmara la sed y esta sí que se sentía reconfortante. Pronto llegó el doctor Cifuentes, había estado revisando la salud de una mujer joven llamada Silvia Bustos, “Esa mujer ha pasado la mitad de su vida embarazada…” se quejó Cifuentes mientras saludaba al cura, éste esbozó una sonrisa amable, “Sí, ya son ocho, todos nacidos bajo el amparo del amor de Dios” respondió Benigno, “Y de su marido” no pudo evitar replicar Cifuentes mientras cogía otra silla para sentarse, su postura era grave y su tono, inflexible, “Mi familia quiere que nos mudemos a la ciudad, hay un trabajo para mí allá y Úrsula está de acuerdo en acompañarme” Úrsula estaba parada allí, confirmando con su silencio que apoyaba a su marido, el cura procesaba lenta la información haciendo varios amagues de querer decir algo sin decir nada. El doctor continuó, “Por supuesto que no será de inmediato, sino dentro de algunos meses y que yo mismo me encargaré de que le envíen al que será mi reemplazo” Finalmente Benigno sólo asintió con la cabeza sin decir nada y nada tenía que decir, “Quería que lo supiera por mí y con un tiempo prudente de antelación” Concluyó el médico.

La última voluntad de Lina fue que la enterraran allí, en su casa. Tenía la creencia de que, si había un espíritu, como decían, éste debía quedarse rondando cerca de donde estaba su cuerpo, y el cementerio no era el mejor sitio para eso, ella prefería quedarse en su campo, con sus cabras, el cura le dijo que su espíritu se iría al cielo, donde viviría eternamente en el reino de Dios, pero aun así ella prefería el modo antiguo, como ella enterró a sus padres hace infinidad de años, en sus casas bajo los árboles y sin cajón, “Los cajones me dan miedo, padre…” Le dijo con toda la ternura de viejecita que poseía, Benigno aceptó y Marcial Monte ayudó a Tata a hacer el hoyo, el cura lo consagró y Lina se salió con la suya. Al momento de morir, sólo Gracia estaba despierta, ambas se miraron con cariño, mencionó su nombre y expiró sin miedo.

Clarita se había convertido en toda una señorita que había asumido el trabajo del hogar ella sola, Tata seguía con el suyo inalterable, desde el alba hasta al ocaso cuidando de sus animales y de sus quesos, aunque ahora se había vuelto mucho más silencioso. Gracia cada vez se dejaba ver menos, y cuando ya pensaba que no la vería más, su hermana apareció para despedirse para siempre, era curioso, no lo había notado pero ella también había crecido, tal vez la muchacha veía sólo lo que quería ver, un reflejo de sí misma. Gracia siempre fue la más madura y menos emocional, por lo que su despedida fue igual, un simple aviso de que ya no podía seguir con ella, de que debía seguir su propio camino, “Cuida de Tata, él siempre se preocupó de nosotras. No dice nada, pero le tiene mucho miedo a la soledad” Clarita asintió obediente con los ojos húmedos, luego, sólo siguiendo su instinto, se le abalanzó encima para abrazarla, cosa que nunca antes lo había hecho porque sabía que su hermana lo detestaba, le susurró un “Gracias…” y su hermana también hizo algo que jamás había hecho: se desvaneció en sus brazos como si nunca hubiese estado allí. A quien sí veía casi a diario, era al joven Mateo, quien ya no era el imberbe de antes, más bien ya era todo un hombre. Seguía con su trabajo en la iglesia, aunque ya hace rato no necesitaba las indicaciones del cura para hacerlo. Clarita le hablaba sin parar sin importarle su sordera y reía, con esa risa que nunca perdió y que era capaz de iluminar toda una casa, para cuando terminaba de hablar, él ya le tenía un retrato nuevo. Con Tata, era diferente, ambos silenciosos y minuciosos en su trabajo, había aprendido todo lo que el viejo hacía, mirando y era muy bueno en eso, en mirar y aprender. Todavía vivía en casa del cura y ayudaba a Guillermina en lo que podía, ésta, al contrario del sacerdote, no había envejecido ni un sólo día, tenía las mismas canas y las mismas arrugas, y seguía levantándose de madrugada y haciendo los mismos quehaceres de siempre.

Úrsula dejó a su hijo bañándose y fue a prepararle sus cosas a su cuarto, para que el pequeño se fuera a la cama lo antes posible, una pequeña botella triangular, volteada y vacía llamó su atención, no la había visto hace años y al principio le costó recordar pero al final lo hizo, era la botella que aquella gitana corpulenta le había dado y de manera tan extraña. Se aterró de pensar que su hijo la hubiese bebido sin tener ni remota idea de qué porquería era y de su propia irresponsabilidad de haberla olvidado en un lugar donde el niño podía hallarla. Angustiada, lo interrogó en el baño si es que había probado el contenido de esa botella, pero el pequeño David le respondió con toda confianza que él jamás haría eso, “¿Estás seguro?” insistió su madre, todavía preocupada, “Sí, madre” le dijo, con un rostro de inocencia que no dejaba lugar a dudas.



León Faras.

jueves, 20 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XVII.

“¡Pero miren, si ya hasta camina!” Exclamó Guillermina al ver los primeros pasos lerdos de David que avanzaba con las piernas tiesas y golpeando el suelo con la planta de los pies como un gigante, mientras su madre lo animaba a llegar a sus brazos desde el otro lado. En ese momento llegó el padre Benigno, venía ensombrecido, en contraste con el buen humor que tenían las mujeres en casa, quiso acariciarle la cabeza al pequeño a modo de saludo, pero se arrepintió y luego se arrepintió de haberse arrepentido y el gesto le quedó torpe e incómodo, aunque se excusó con la noticia que traía, “Lina ha fallecido. Fue una muerte dulce, durante el sueño, por la mañana ya se había ido. El doctor viene conmigo, lo acaba de confirmar” “Oh por Dios” soltó Úrsula llevándose una mano a la boca, lamentándose, Guillermina, en cambio, fue más práctica, “Bueno, parto para allá ahora mismo, seguramente habrá un montón de cosas que hacer y pocas manos dispuestas. Voy a llevar algunas verduras para un consomé, eso siempre es bueno para atender a la gente” Dijo, poniéndose de pie con determinación, con ese poder que tiene la muerte para postergar cualquier otra obligación, “Yo te acompaño…” replicó Úrsula al instante, y agregó, “…no puedo dejar a Elena sola” “Rupano las puede llevar, pero que no se entretenga demasiado con el vino caliente, que luego debe volver por mí” Advirtió el cura, amenazante, “No se preocupe, padre…” Intervino Cifuentes, “Yo también tengo algunas cosas que hacer, asearme un poco y cambiarme el traje, luego se puede ir conmigo”

Lo cierto era que el doctor Cifuentes tenía sólo una cosa en mente, aprovecharse de que todo el mundo estaría preocupado por la muerte de Lina, sobre todo Úrsula y David, para sacar los frascos enterrados en su patio donde el niño solía jugar, aún no sabía qué haría con ellos, pero estaba claro que ese no había sido el mejor sitio. Cogió la pala y empezó a cavar con cuidado, pues romper uno de los frascos sería un desastre que prefería evitarse, esta vez, escudriñaba su rededor a cada dos minutos, como si estuviera haciendo algo indebido, no tardaron en aparecer las tapas metálicas, los cogió, los metió en un saco sin siquiera limpiarlos y volvió a cubrir el agujero. Le fue imposible no quedarse con la sensación de que cualquiera que mirara allí, notaría en el acto su intervención. Pensó en esconder los fetos en el entretecho, si alguien preguntaba, diría que siempre habían estado allí. Una vez dentro de su casa, sacó los frascos y los limpió con un trapo para que no fuera tan claro que habían estado enterrados. Al principio no notó nada raro, pero luego se hizo evidente que a uno de los fetos le había crecido cabello, un poco, pero que antes no tenía y aunque podía ser un efecto del cristal o una mala interpretación de sus ojos, juraría que había crecido, que se veía más ajustado dentro de su encierro de vidrio, cogió el otro y estuvo a punto de soltarlo al suelo de la impresión, con éste no cabía duda, se notaba más pequeño y su piel, que debería estar completamente quemada, se había regenerado en una buena parte, se sintió repentinamente incómodo, como quien está en un mal momento y en un mal lugar, para colmo, le golpearon la puerta, era el padre Benigno, que ya estaba listo para partir nuevamente, Cifuentes había cubierto los frascos con un paño de la cocina antes de abrir, “¿Qué le sucede, doctor, algo le ha sentado mal?” preguntó el cura. No sólo era su cara de haber recibido un puñetazo en el estómago, sino que, en vez de haberse aseado se veía peor que antes, sucio y sudoroso, “Tiene que ver esto, padre” respondió el doctor, sin cambiar esa cara de malestar estomacal. El doctor retiró el paño como si de un acto de magia se tratara, sólo que Benigno no pareció impresionado, Cifuentes lo animó a verlos más de cerca, y entonces sí causó el efecto esperado, “¿Cómo es esto posible?” Ahora el cura tenía el aspecto de haber recibido una buena bofetada sin aviso, “No lo es…” respondió el doctor.

Tata picaba leña con gravedad religiosa para mantener el fuego encendido con el que se cocinaba la enorme olla de consomé, del que salía un muy apetitoso aroma que Guillermina vigilaba con compromiso militar, probando pizcas a cada dos vueltas de la cuchara para comprobar los aliños, y no conforme con ello, cada tanto llamaba a Mateo y Clarita para darles de probar y que estos confirmaran sus sospechas de que tenía mucho de esto o le faltaba un poco de aquello, Clarita sólo asentía sin oponer resistencia y Mateo la imitaba, con eso la vieja se quedaba conforme. Dentro, Elena y Úrsula habían preparado a la difunta mientras el niño jugaba en un rincón, ajeno a toda la gravedad del momento, hasta que decidió ponerse de pie y acercarse a la cama de Lina con intenciones de tocar a ésta, su madre se acuclilló junto a él, un minuto después, la mujer se ponía de pie de un salto, con el niño aferrado como protegiéndolo de algo y golpeando una silla en el acto, que pacíficamente reposaba tras ella, Elena dio un respingo de susto, Úrsula estaba pálida y con genuina cara de espanto, “¡Dios mío, creo que está viva! ¿Lina? ¡Lina!” Úrsula sacudía el brazo de la difunta con repelús en la cara y en el gesto, Elena se le acercó para detenerla, pero Úrsula hablaba completamente en serio, “¡Abrió los ojos, te lo juro por Dios! Por un segundo abrió los ojos ¡Lina!” y volvía a darle palmaditas suaves en el hombro pero Lina no despertó de su sueño y Úrsula debió resignarse, aunque aún sentía el corazón golpeándole el pecho alterado como ella por la impresión, luego de ver lo que estaba segura que había visto. Cuando llegó su marido, éste confirmó por segunda vez el deceso de Lina, por petición de su mujer, para que ella se quedara más tranquila, pero ante la historia de ésta, el médico le explicó que los muertos podían hacer cosas como esas, y a veces más impresionantes, debido a espasmos musculares que se producen por el estrés de la muerte y se liberan luego de ésta, “Hace varios años, nos sucedió que un señor, muerto ya hace más de dos horas, dio un brinco estando tendido sobre la mesa de trabajo, que cayó al suelo, yo solté una bandeja llena de suministros médicos por el susto, el otro doctor, mayor que yo y mucho más experimentado se rió de mí desvergonzadamente, aunque admitió que ese había sido de lejos el espasmo post mortem más fuerte que jamás había visto” Guillermina asentía pedante, como si aquello fuese algo que a ella le había sucedido cientos de veces antes. Úrsula se quedó mucho más tranquila luego de oír que los muertos podían incluso saltar de la cama, lo cierto era, que Lina sí había abierto los ojos, y no había sido ningún espasmo, sólo el toque de David, aunque era difícil que éste comprendiera lo que acababa de hacer.

El viaje de regreso a casa de Lina del doctor y el cura fue incluso más incómodo y silencioso que su primer viaje, el día que Cifuentes llegó al pueblo, ambos pensaban en David y en esa extraña condición que compartía con los fetos sumergidos en formol, pero ninguno podía decir palabra, el doctor por su promesa, y el sacerdote por su obligación de callar todo lo oído en confesión.


Fin de la sexta parte.



León Faras.

sábado, 15 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XVI.

“¿Hasta cuando piensas seguir con esta farsa de hacerte el médico con vocación que atiende leprosos?” Preguntó la tía Elba, mientras una sirvienta le masajeaba los pies sumergidos en agua caliente y sal de mar, importada, y otra le limaba las uñas de la mano con pulcro esmero, Ignacio se detuvo consultando su reloj, “¿Qué quieres decir, exactamente, tía?” La tía corrió a la empleada que le atendía la mano como si se tratara de una mosca revoloteando sobre su bebida, “Sabes muy bien de qué hablo, esa no es la educación que te dimos, no te educamos para atender a ese tipo de gente…” dijo la tía, autoritaria, como si estuviera corrigiendo la actitud de un crío, luego, la tía Elba cambió a un tono más conciliador, “Hijo, no puedes seguir con esto, pierdes reputación entre tu antigua clientela ¿Crees que ellos querrán ser atendidos por el mismo doctor que esas personas?” Ignacio lo sabía, muchas de sus prestigiosas amistades habían comenzado a evitarle, no por haber matado a un hombre, sino por dedicarles tanto tiempo a los pobres y desatender a las familias que antes lo mantenían casi sin hacer nada, sólo por prestigio y exclusividad, como si de mecenas se trataran, “Pues, creo que he madurado, tía, ya no me interesan las mismas cosas que antes, ahora busco hacer algo más con mi vida…” La tía Elba le miraba espantada, “¡Es que quieres acabar cómo tu padre? atendiendo a muertos de hambre, siempre lleno de tierra y mugres” “No te angusties tía, eso no sucederá” Le respondió su sobrino con su confianza habitual, la cual podía ser tan real como fingida, luego ya se retiraba, pero su tía lo atajó con un comentario que sonó tan agrio como un reflujo gástrico, “Es por esa muchacha, ¿no? la hija del tintorero. Sé que te revuelcas con ella, y lo entiendo, pero no te creas que la aceptaré como miembro de esta familia” Lo dijo de una forma que resultaba muy clara, Ignacio prefirió ser más escueto, “Lo sé…” respondió, y en verdad lo sabía, luego agregó, “Por cierto, ¿dónde está Regina?” La ausencia de Regina, al lado de su madre, se hacía tan evidente como un agujero en la pared, la tía Elba no ocultó su molestia por la pregunta con un gruñido, “No tengo idea de qué le sucede a esa mujer, está rarísima, se la pasa encerrada y cuando sale, apenas abre la boca. Supongo que ya se le pasará”

Ya casi se podía decir que el padre Benigno se había acostumbrado al nuevo Cristo de su iglesia y a su dolorosa expresión cada vez que se postraba ante él para orar, y sí, al igual que él, ese Cristo tenía ombligo. No podía dejar de cavilar en todo lo que Elena le acababa de confesar, en David y en los fetos inmaculados que el doctor Cifuentes había hecho desaparecer, pero por sobre todo eso, pensaba en el hijo de Elena, aquel que había rasgado su herida sin tocarlo, aquel que atormentaba la vida de Úrsula con sólo su presencia, aquel que había desaparecido en un caos de humo negro, calor insoportable y muebles destrozados, según lo que Ismael y Lucila habían dicho, ese niño que había sido hallado en el cementerio, en el mismo lugar que describió Elena en su hipnosis, y que le había dado una paliza a Úrsula antes de desaparecer, ese al que él había aprendido a temer. Elena había terminado de orar y se había ido, “Ojala haya recibido la respuesta que buscaba” pensó el cura.

Úrsula abrazó feliz a Elena apenas la vio, le había dado un buen susto la última vez, tanto que no había podido pegar ojo en toda la noche, esas fueron sus palabras, Elena se disculpó diciendo que su malestar, tan pronto como había aparecido, se esfumó, pero que no había nada de qué preocuparse. La mujer venía a ver al doctor, pues tenía un asunto que arreglar con él en privado, Úrsula lo comprendió, casi todo el mundo tenía asuntos privados con su esposo, ella, lo que tenía, era ropa que tender, “…pero si no me pasas a ver antes de irte, me enojaré mucho contigo” le advirtió con uno de sus debiluchos índices empinados. Cifuentes trabajaba en un documento en el que pretendía agrupar los conocimientos de todos los herbolarios de la zona, pues sabía que la medicina natural podía ser una gran aliada, cuando vio llegar a Elena a su despacho, invitada por su mujer, él quiso saber de inmediato cómo se encontraba, y ella respondió que se sentía bien, lo que quería era hablar, “Sólo tengo té frío…” se excusó Cifuentes, antes de sentarse. Ambos estaban incómodos, fríos, sin mirarse directamente a los ojos, Elena con la vista buscando las imperfecciones en su vaso de té, el doctor le miraba las manos, “Úrsula me comentó que usted ya conoce la extraña condición con la que nació nuestro hijo…” comentó éste, suponiendo que ese era el motivo de su visita, Elena lo miró a los ojos para asentir pero de inmediato volvió la vista a su vaso, “Quería hablarle sobre aquella noche, la de la fiesta de san Lorenzo” le dijo ella, como allanando el camino, el médico procuró no sorprenderse, “Fue usted, ¿verdad?” Elena lo miró con toda la capacidad de sus enormes ojos, “¿Ya lo sabía?” le preguntó, el doctor nuevamente desviaba la vista, “Sí, bueno, lo suponía… el perfume de su jabón era muy particular” Elena se avergonzó, “Debe creerme, esa no era yo, yo sería incapaz de…” “Lo sé” Le cortó el médico, “…no necesita excusarse conmigo, yo estuve en una de sus sesiones de hipnosis, ¿recuerda? Pero, ¿cómo es que logró entrar?” Elena pareció esbozar una diminuta sonrisa al recordar. En la caja que de niña, ella mantenía en su escondite secreto, en la cocina, María le había dado una llave para que la guardara allí, así nunca se quedaría afuera, ella la recibió como algo sumamente valioso, una gran responsabilidad para una niña pequeña “…El agujero atraviesa la pared, una simple piedra lo cubre por fuera. Sólo María y yo lo sabíamos” El doctor asintió en silencio, aplanándose una y otra vez el bigotillo, “Ya puedo estar seguro de que yo no engendré a David” De eso, Elena también estaba segura, pero no dijo nada, el doctor continuó tras ver la expresión en el rostro de la mujer, “No se preocupe, para todos los demás, él seguirá siendo mi hijo” “Úrsula no debe saberlo, ella ama a ese niño, y a usted…” el doctor la miró varios segundos tratando de decidir si aquello había sido un ruego o una amenaza, finalmente se decidió por lo primero, “Por supuesto, mi obligación de esposo es procurar su felicidad”

En el patio, Úrsula tendía decenas de sábanas y pañales, “¡Pero mira qué está haciendo este pequeño bandido!” Comentó Elena al llegar allí, Úrsula se volteó, el niño estaba embadurnado de barro fabricado con su propia e inagotable baba, que además manducaba como si fuese golosina “¡Oh por Dios, David!” Elena lo cogió para que su madre acabara su tarea, ésta continuó, “¡Siempre se va al mismo lugar a comer tierra! no lo hace en ningún otro sitio, ¡Te lo juro, le encanta ese lugar!” Elena rió, “Los niños y los animales saben cosas que uno no, tal vez haya algo allí…” dijo con picardía, “¿Un tesoro?” replicó la otra, también siguiendo el juego, el niño aplaudió con torpeza y ambas mujeres rieron, quien no rió fue Cifuentes, que en ese momento pensaba que debería sacar los fetos enterrados de ese lugar.



León Faras.

martes, 11 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XV.

Rupano estaba arrellanado de medio lado sobre su coche mirando con ojos diminutos a Mateo que le intentaba decir algo, pero sin la más mínima intención de entenderle qué, mientras Gracia entraba en la casa para luego salir Clarita tirando de la sotana del padre Benigno, “¡Encontró a Elena, Mateo encontró a Elena!” El cura no tuvo tiempo de preguntarse nada, sólo montó en el coche junto a Rupano y se dejó guiar por el muchacho. Fue muy raro encontrarse a Guillermina allí, pero ahí estaba, protegiendo a Elena con su propio paletó, el que ya le sobraba después de la extensa carrera que había tenido para llegar hasta allí, “Pero, en el nombre de Jesucristo, ¿qué fue lo que te pasó, muchacha, y a tu ropa?” preguntó el cura angustiado, en cuanto las alcanzó. Guillermina aún llevaba abrazada a Elena, protectora y solidaria, “No es nada, padre…” le respondió ésta, como si la muchacha fuera incapaz de hablar por sí sola, “…si un soponcio lo puede tener cualquiera. Y estos vestidos finos, no sirven para la vida de campo, ¡si se rompen en un santiamén!” El cura aceptó la respuesta, en parte, por la autoridad que la vieja usó para hablar, y en parte, porque él poco y nada podía saber sobre vestidos, las animó a subir al coche para llevarla al doctor, pero Elena se negó tajante, ella se sentía bien y no quería seguir preocupando a más gente, se iría a su casa, se pondría uno de sus vestidos viejos y se dedicaría a atender a Lina que era la que sí necesitaba que se preocuparan por ella.

-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida. Bendígame Padre, porque he pecado.

Dos días habían pasado desde el incidente, dos días en los que Elena no se había movido de su casa, preocupándose de los cuidados de Lina y de las labores domésticas, hasta que decidió que debía hablar con el cura, que debía soltar de dentro lo que sabía, y pedirle consejo al padre. Esta vez, Benigno reconoció al instante su voz, “Elena, cuéntame, ¿Cuáles son esos pecados que te atormentan?” Elena traía el rostro velado, como de esperarse, “Padre, no son pecados los que me traen hasta aquí esta vez, es más bien, otra cosa… un secreto con el que he cargado toda mi vida” El cura inclinó la oreja hacia la celosía, “Habla, hija, no calles más” Elena tomó una bocanada de aire, algunos secretos, después de un tiempo, se enraízan dentro y cuesta sacarlos, “…nací con una marca que no creo que sea obra de Dios, o mejor dicho, es la ausencia de una marca…” El cura no entendía de qué estaba hablando, pero algo en las tripas le decía que sería malo. Elena continuó, “…He, encontrado a mi hijo, padre, no tengo ninguna duda, él lleva la misma marca que yo” El cura se llevó el puño a la boca, pensativo, podía oírse el aire circulando a través de sus fosas nasales, “¿Quieres decir, que encontraste los restos del niño que perdiste estando en el convento?” Elena no levantaba la vista, como temerosa o avergonzada tal vez “No padre, él está vivo” “¿Dónde está?” inquirió el cura temiéndose la respuesta, “Es David, el hijo de Úrsula…” Respondió la muchacha, amparándose en el sigilo sacramental que obligaba al cura a callar todo lo oído en confesión. Benigno cerró los ojos apretando los párpados hasta sentir un ligero dolor en ellos. No le creía, era una locura imposible de concebir, pues ese niño había nacido del vientre de Úrsula, era hijo suyo y de nadie más, el cura se lo intentó explicar con toda calma, como se le habla a un niño pequeño, o a un idiota, pero Elena no era ninguna de las dos cosas, “Pero usted dijo que ella había encontrado a mi hijo en el cementerio” Aquel era otro, pero era otro que había desaparecido, sin embargo el cura recordaba el día en que ese niño desapareció, su herida desgarrada, el estado en el que Úrsula llegó a casa del doctor, y el estado en que quedó su cuarto y sus muebles, y la cruz, la cruz que luego ardía cada vez que David estaba cerca. El cura se llevó la mano a la frente, como quien comprueba si tiene temperatura, “…No puede ser hija, Dios no hace las cosas así…” Lo dijo sin convicción, y de inmediato se arrepintió de ello, “No padre, ese niño no es obra de Dios… ni yo tampoco” respondió la muchacha, compungida, “No digas eso, hija, Dios te ama y está contigo en todo momento dispuesto a auxiliarte, no importa la marca que creas tener…” Afirmó el cura, en un susurro, pero con la devoción de un predicador, “Yo no tengo ombligo, padre” Confesó la muchacha y el cura se quedó con la mandíbula congelada en un “Qué” “…Y el hijo de Úrsula tampoco” agregó la muchacha, antes de que tal afirmación perdiera su impacto. Benigno se persignó aturdido, por inercia, pensando en los fetos conservados en formol, esas criaturas a las que en su momento calificó como “No hijos de Dios” Ahora no sabía que pensar, se preguntó si Elena sabría lo de esos fetos, jamás había preguntado por ellos, lo cierto era que ella no les había prestado mayor atención, el primero estaba muy dañado con fuego y el segundo permanecía en el cuerpo de Domingo hasta el momento en que Horacio fue conducido a prisión y ella al convento. El cura lo recordaba, tuvo que pedirle a María que retirara aquella criatura para que el señor y la señora Montenegro pudieran llevarse el cuerpo de su hijo, y la mujer lo hizo con la brutal pericia que da la experiencia de vivir tantos años junto al doctor Ballesteros, cogiéndolo por la cabeza y metiéndolo en un frasco, como si se tratara de un trozo de carne cualquiera puesto en una cacerola cualquiera, “¿Qué debo hacer, padre?” Preguntó la muchacha con humildad, el cura pensaba en ese momento en el doctor Cifuentes, y sus repetidas inseguridades con respecto a su paternidad, ahora lo comprendía. Tenía mucho en qué pensar, “Nada malo has hecho, hija mía, Dios conoce tu corazón y lo sabe. Ora, y deja que su sabiduría te guíe. Y con respecto a David, él no es más que un bebé al que no podemos culpar de nada, estoy seguro de que Úrsula hará un buen trabajo en su educación y se esforzará en hacer de él un buen cristiano. Nosotros también haremos nuestra parte” Elena aceptó las palabras del cura, era lo que necesitaba oír, se persignó y se fue a arrodillar frente al Cristo milagroso, del que todo el pueblo hablaba por la aparición de aquella cruz misteriosa a sus pies, sin duda una señal de Dios, aunque nadie se atrevía a aventurar un significado. Se puso a orar con devoción. Sólo una cosa había detenido a Elena de quitarse la vida, y eso había sido la forma en que sus padres habían muerto, se negaba a correr ella la misma suerte.



León Faras.

viernes, 7 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XIV.

Un coche, ese era el asunto que Hugo Cifuentes debía tratar con Cipriano, quien se estaba encargando de reparar uno para él, porque obtener uno nuevo en ese pueblo, era de todo menos fácil. Hace tiempo que el doctor necesitaba uno para movilizarse y hasta ya había hablado con Rupano para que él se encargara de la mantención necesaria del vehículo y el caballo a cambio de un pago. Debía ser una sorpresa, pero cuando ya regresaba vio a su mujer caminando a toda prisa de regreso a casa con el niño en brazos. La mujer se veía preocupada, ésta le habló del repentino malestar de Elena y que de pronto había decidido irse y le rogó que fuera a verla a su casa. Cifuentes obedeció a su mujer, mas, de haber cogido el camino de los olivares, se hubiese topado con el coche de Elena abandonado allí, pero prefirió tomar uno menos accidentado. Tata le dijo que la muchacha no había regresado y el médico le pidió a Clarita que ante cualquier cosa que necesitaran, no dudaran en buscarlo, confiaba el doctor Cifuentes en que Elena tendría asuntos pendientes en otra parte y que, tal vez, su mujer estaría exagerando un poco, o al menos preocupándose demasiado.

Por la mañana el padre Benigno, luego de tomar su desayuno, le dijo a Guillermina que iría a casa de los Prado, a visitar a Lina, quien se había puesto mal y de paso, aunque esto no se lo dijo a Guillermina, preguntarle a Elena cómo se había sentido, pues Úrsula al parecer, la había notado bastante enferma, del estómago o algo así. Rupano lo llevó, como siempre, y por el camino más corto, que era el de los olivares. Una vez allí, Hernán Prado, al que todos llamaban Tata, menos el cura, cortaba leña desde la primera hora de la mañana, él fue quien le dijo, apenas puso un pie en tierra, que el coche de Elena había regresado solo a casa y que temía que la muchacha hubiese tenido un accidente por el camino, pero él, teniendo a su mujer en cama, no podía moverse de allí. Clarita permanecía al lado de Lina para cualquier cosa que ésta necesitara, ella confiaba en que su hermana Gracia encontraría a Elena, pues ella tenía sentidos que el resto de las personas creerían que son imposibles, “La gente deja una estela por donde pasa…” le dijo una vez. El cura sólo intentó tranquilizarlo, decirle que debían confiar en Dios, y que hacía bien ocupándose de su mujer.

Guillermina ya lo había visto antes, pero ahora se le hizo más raro que nunca. Espiaba desde la cocina a Mateo, quien parecía estar gesticulando una conversación sentado a la mesa, con alguien al que ella no podía ver desde su ángulo, aunque no se oía nadie más en casa. Salió con todo sigilo de la cocina, ignorando el hecho de que el chico era sordo, y mirando al muchacho de medio lado, como quien se espera una sorpresa desagradable, para descubrir lo que ya se temía, que Mateo, además de sordo, había terminado medio chalado por tanto tiempo de abandono, creándose amigos imaginarios con los que poder conversar. El chico se volteó a mirarla como si la hubiese sentido parada detrás y la mujer no pudo más que sonreírle con un buen poco de lástima en los ojos, como se le sonríe a un perro demasiado estúpido para aprender algún truco, antes de volverse a la cocina suspirando por la inoperancia mental del pobre muchacho. Aún no borraba esa sonrisa de pena de la cara, cuando Mateo llegó a buscarla con cierta urgencia, la vieja lo siguió temiendo que algo hubiese pasado, pero la casa seguía igual que antes, el chico le indicaba que quería salir, pero para eso no necesitaba llamarla así, realmente este niño, a veces se comportaba como un perrito. Guillermina le indicó con toda suficiencia, que no la molestara para eso, que ella tenía siempre montones de cosas que hacer, pero el chico insistía. De una carrera entró en su cuarto y salió con una hoja de papel en la que habían varios bocetos de una muchacha, una niña que podía ser cualquiera, a la que había estando intentando dibujar y con ella en mano le exigía a la vieja que le acompañara. La mujer no entendía nada, apenas había comenzado a preparar el almuerzo y si se distraía de su estricto itinerario diario, las cosas no saldrían a tiempo, y eso era algo que a Guillermina le molestaba enormemente, tener que tacharse a sí misma de ineficiente. Pero Mateo insistía con tal vehemencia que finalmente accedió a asomarse a la puerta, el chico salió a la calle con el papel en la mano y dándole a entender que debía seguirlo. Guilermina no se decidía a poner un pie fuera de su casa, como si aquel fuera un punto del que no podría regresar nunca, el chico volvió a cogerla del brazo para animarla, y la mujer accedió a regañadientes, “Espero por tu madre que sea algo importante o…” En ese momento recordó que el chico era sordo y que sus amenazas eran completamente estériles. Mateo echó a correr como si ella fuera de su misma edad, “Espera un poco, muchacho por Dios, ¿o es que quieres matarme del esfuerzo?” nuevamente tuvo que aceptar con resignación que el chico no le oía nada de sus ruegos, además, tenía que soportar las miradas de varias personas con las que se cruzó que la veían como a una loca persiguiendo a un muchacho al que jamás alcanzaría. Salieron del pueblo, la pobre vieja estaba agotada, “¿Pero a dónde me llevas, crío del demonio?” expulsó entre jadeos. Ya sólo caminando rápido llegó hasta el campo de olivos, Mateo ya se había internado en él, Guillermina se apoyó en uno de los árboles para recobrar el aliento, como si éste pudiera renovarle las fuerzas. Tenía la saliva espesa que costaba de tragar, y no sudaba así desde por lo menos hace veinte años. Caminó entre los árboles sujetándose en uno a cada cinco pasos, estaba cansada, pero más que eso, estaba convencida de que este capricho del muchacho por seguirlo, había llegado demasiado lejos. Entonces el muchacho señaló un punto con apremio, al parecer, por fin habían llegado y así era: Elena estaba tirada allí, inconsciente o sólo dormida, abrazada a si misma por el frío de la noche, su precioso vestido estaba hecho pedazos, literalmente, “Niña por Dios qué te ha pasado…” miró hacia arriba y vio los jirones del vestido, atados entre sí y colgando de una rama como una cuerda, “¡Rápido, ve por el cura que está en casa de la Lina!” Ordenó Guillermina impulsivamente, pero de inmediato se debió retractar recordando que gritarle a Mateo, era tan inútil como gritarle a cualquiera de aquellos olivos, pero cuando se volteó hacia él, el chico ya corría como alma que persigue el diablo. La vieja se quedó con cara de no entender nada. En el suelo, Mateo dejó tirado su dibujo. Guillermina volvió a atender a Elena, pero mirando sobre sí con recelo, como si los jirones que colgaban del árbol pudieran atacarla, “Pero, en el nombre de la Virgen, ¿qué es lo que ibas a hacer, muchacha?” Murmuró. Elena despertó al fin, estaba helada, pero bien, “Guillermina, ¿cómo me encontró?” le preguntó con la voz débil y ronca, “Mateo me trajo hasta aquí, ese muchacho parece que ve cosas. Oye, ¿ibas a hacer lo que me parece…?” preguntó Guillermina señalando la cuerda, con miedo en el rostro de oír la respuesta, Elena se ponía de pie abrazada a ella, la vieja tenía el cuerpo tibio, “Sí, estuve a punto, Guillermina, pero decidí que no lo haría, que había otra manera” Guillermina se persignó. No había sido fácil tomar esa decisión, sin embargo, construir esa cuerda improvisada y atarla al árbol se le había hecho extrañamente sencillo, como cuando los vientos soplan en favor de lo que estás a punto de hacer, o como si el árbol se hubiese agachado para facilitarle la tarea, “Vamos niña, el Abel estará llegando con el coche por el camino” Elena echó un vistazo a la hoja tirada en el piso, y no tuvo ninguna duda, aquella era Gracia.



León Faras.

martes, 4 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.

XIII.

Elena se montó de inmediato en la carreta de Tata y partió en busca del doctor Cifuentes sin demora. Encontró a Úrsula barriendo hojas fuera de la casa, ésta la saludó con alegría, pero aquella, ni siquiera se bajó de la carreta, sino que a gritos le pidió que llamara a su marido, para no preocuparla innecesariamente le explicó que se trataba de Lina. El doctor no necesitó de mucho tiempo para saber que no había nada que él pudiera hacer, “Es senilidad, Elena, el paso del tiempo es ineluctable” le dijo con su voz grave y mirándola por encima de sus grandes gafas, Tata estaba cerca, sentado de lado en una silla junto a una taza que olía a té y cedrón, por su rostro se podía ver que no le sorprendían las palabras del doctor, “Su cuerpo está cansado, ya no fabrica la cantidad de energía suficiente, esa es la mala noticia…” agregó el médico, “…la buena es que no tiene ningún dolor, no sufre, y eso siempre es algo muy bueno” Elena cogió al médico de un brazo para alejarlo un par de metros, “¿Cuánto le queda, doctor?” tenía angustia en los ojos, aún llevaba el bonito vestido con el que había llegado desde la ciudad, el doctor negó con la cabeza mientras se abotonaba las mangas de la camisa, aquello era imposible de estimar, “¿Días, horas?  Incluso podrían ser algunos meses, sólo podemos acompañarle y esperar. Volveré dentro de algunos días para ver si hay cambios” Elena debía acompañar al médico de vuelta a su casa, Clarita estaba sentada fuera, “¿Lina se va a morir?” preguntó a quemarropa, Elena se agachó frente a ella para cogerle las manos, “Ella es muy mayor y está muy cansada…” intentó explicar, “Lo sé. Estará bien allá donde vaya” le respondió la niña con extraña confianza mientras miraba al cielo, Elena se quedó admirada, se veía una niña mucho más madura de la que conoció, “Así es…” le respondió, besándola en la frente.

La segunda vez, sí que Elena bajó de su carro para saludar correctamente a Úrsula que nuevamente salía a recibirles, esta vez, con el pequeño David anclado a una de sus caderas, ésta cogió de un brazo a su amiga para no dejarla ir fácilmente y llevarla dentro a beber algo y conversar. Elena cogió al niño sobre sus rodillas mientras Úrsula preparaba la merienda, y el doctor preparaba algunos de sus cosas para ir a ver a Cipriano Monte por asuntos que nada tenían que ver con su oficio. Las mujeres hablaron primero sobre la salud de Lina, luego sobre su viaje y la situación lamentable en los barrios más pobres de la ciudad, pensó mencionar lo de la herencia que había recibido, pero un olor bastante desagradable la hizo desviarse de su discurso arrugando la nariz y levantando al niño en el aire, pues era éste quien de pronto olía fatal. Su madre lo tomó para lavarlo, pero era inevitable que Elena le ayudara, “Eres su madrina, y debes saberlo…” le dijo Úrsula, misteriosa, “…David es un niño muy especial” agregó luego, mientras liberaba al niño del montón de ataduras que sujetaban su ropa, Elena ayudaba con una sonrisa de satisfacción, a pesar de la peste que imperaba en toda la habitación, hasta que lo vio y su sonrisa se desvaneció, casi se podía decir que se sintió caer al piso. Úrsula le intentó explicar que no pasaba nada malo, que su hijo había nacido así pero que no se lo decían a la gente para no generar habladurías, sólo a los más cercanos, como ella. Elena se sintió enferma, se llevó una mano al vientre y luego la otra a la boca; miraba al niño con desprecio o miedo en los ojos, Úrsula corrió a buscarle agua con limón para reanimarla, pensando que se trataba de algo físico, tal vez algo que había comido, pero Elena sólo quería salir de allí, su estómago se le había apretado en un puño y su corazón bombeaba sangre en su garganta, aun así decía que estaba bien y que debía irse. Úrsula finalmente se lo permitió, no estaba su marido para que la examinara, después de todo, pero se quedó muy preocupada pensando que se había enfermado de pronto, tal vez de pura angustia por la salud de Lina, la angustia era capaz de envenenar los alimentos estando ya dentro del estómago, todo el mundo sabía eso, o tal vez por haber estado trabajando tantas horas entre tanta gente enferma, mientras estuvo en la ciudad, lo que no se le hubiese ocurrido jamás pensar, era que esa hubiese sido una reacción por ver el torso sin ombligo de David, pues había cosas mucho peores como para escandalizarse de esa manera por algo así. Úrsula, apenas Elena se fue montada en su coche, partió corriendo con su hijo en brazos a buscar al padre Benigno, pues no sabía dónde encontrar a su marido exactamente, pero en su casa, Guillermina le dijo que el cura estaba en la iglesia. Alcanzó a dar sólo un par de pasos antes de volver para dejarle el niño encargado a Guillermina, pues el pequeño David no debía entrar al templo. Encontró al cura trabajando en su escritorio. Elena la había dejado realmente preocupada, se veía pálida y desorientada al momento de irse, “…estaba bien, pero se sintió mal repentinamente y se fue. Temo que se haya enfermado de algo” le dijo al sacerdote, éste la tranquilizó, y le prometió ir a verla.

Elena azotó su caballo de regreso a casa pero se detuvo junto al campo de olivos y se internó en él caminando, el llanto se le escapaba por los ojos y el estómago le dolía como si se hubiese tragado un cardo. No quería llegar así a su casa. Ese niño era su hijo, ya no había duda, tenía su marca, la ausencia de ombligo, la desconexión con la madre, aunque había salido del vientre de Úrsula, ella no lo había engendrado. Elena cayó de rodillas al suelo para vomitar jugos gástricos y saliva por un incontenible asco. Lo recordaba todo: cuando sedujo a su padre, mientras éste estaba medio borracho con coñac sentado hasta tarde en su escritorio, cuando metió la mano por un pequeño agujero en la pared que ella conocía para obtener su cajita donde escondía una vieja llave, y así meterse a la cama del doctor Cifuentes durante la noche de san Lorenzo, o cuando expulsó de su interior un recién nacido dentro de un agujero en la tierra que se abría y se cerraba como si fuese una boca, como si estuviese vivo, y también lo innegables que le sonaban ahora las palabras de Clodomiro cuando le decía que David era idéntico a Diana. En verdad lo es. Lloraba agobiada por recuerdos que no podía conectar, que no comprendía, que no sabía si eran reales o el principio de un estado de locura, desafortunadamente habitual en su familia. Se oscurecía, bajo los árboles siempre anochece antes y ella tuvo la sensación de no querer volver a salir nunca más de ese olivar.

Clarita aún estaba afuera cuando vio que el caballo de Tata regresaba solo, tirando por su propia cuenta de la carreta vacía de vuelta a casa. Sólo Gracia estaba junto a ella.


León Faras.

sábado, 1 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.

XII.

 

“Cuando te llevé con Elena, lo hice por eso, necesitabas una familia” Gracia hablaba con rudeza, a veces, demasiada para su hermana, “Pero tú eres mi familia, siempre hemos estado juntas, ¿por qué no puedes quedarte?” Le respondió Clarita, preparando la tierra de una jardinera para sembrar algunas semillas de hortalizas, “Porque yo no puedo seguir aquí para siempre, debo irme, y tú debes entenderlo” Su hermana estaba sentada sobre una piedra a su lado, para Clarita, todas estas nuevas ideas de su hermana le parecían una porquería, “Entonces nos vamos juntas. Si tú te vas, yo también me voy” Afirmó decidida y fuerte, tanto que llamó la atención de Bruno, echado varios metros más allá, “¡Clara!” la regañó su hermana. Sólo ella la llamaba así, “Ya has crecido, tienes gente que se preocupa por ti y gente por quien preocuparte. Tienes que vivir tu vida” Clarita tiró con rabia su puñado de semillas, enfadada, Gracia suavizó el tono, “Así esas semillas no van a surgir” “Qué más da…” Replico la niña enfurruñada, ocultando el rostro, “Además, Elena se fue con su familia y seguro no va a querer regresar aquí. Porque ella sí tiene familia y yo sólo te tengo a ti” “Claro que va a regresar. Ella te quiere mucho también” “¿Y cuando ella regrese, tú te irás?” preguntó Clarita, limpiándose sus entierradas manos en el vestido, su hermana negó con la cabeza, “No, no lo haré todavía, pero cuando lo haga, tú deberás entenderlo” La niña volvió a coger sus semillas y esta vez las puso en orden y con suavidad sobre la tierra, “¿Estás muerta, verdad?” preguntó sin levantar la cabeza, pero mirando de reojo, su hermana asintió, “…aunque yo no me siento tan muerta” agregó, “¿Te irás con mamá?” preguntó Clarita en un tono un tanto acusador, Gracia le explicó que era allí donde debía estar, “¿La conoces…?” volvió a preguntar la niña, esta vez mirándola ansiosa, su hermana respondió que no, y Clarita le replicó de inmediato que cómo iba a saber entonces que era ella, “¡Lo sabré, y tú también! cuando llegue el momento” “A mí todo esto me parece una porquería” concluyó la niña cubriendo sus semillas una por una con el dedo y los labios anudados en una trompa de enfado. Su hermana le ofreció la mano para ponerse de pie y llevarla a un sitio.

 

Se alejaron de la casa de Tata pero no en dirección al pueblo, sino a los terrenos baldíos, donde las vacas vagaban solas en busca de hierbajos que arrancarle a la tierra, era monte, duro y arcilloso, donde muy pocas especies vegetales tenían las agallas suficientes para crecer durante los meses secos. Más allá estaba la casucha usada antiguamente por el cuidador de las vías del tren, quien ahora habitaba en una bonita casa junto a la estación. La casucha había cedido, víctima de la humedad y la pudrición de la madera, y se había acomodado de costilla contra la pared del cerro que ahora la sujetaba sin apenas inmutarse. Al descuadrarse todo, la puerta quedó atascada y algunos vidrios de las ventanas estallaron en pedazos. Se parecía a la que las niñas usaban en el campo de olivos, sólo que aquella no pasaba de ser un cuartucho grande para guardar herramientas y esta alguna vez había sido una casa cómoda y habitable. Las ventanas estaban tapiadas con tablas, pero Gracia sabía exactamente dónde estaba el hueco para entrar, oculto tras un trozo de madera que removió sin apenas esfuerzo antes de colarse dentro. Tenía fuerza para ser una muerta, pensó Clarita. “¡No, ¿qué haces? nos van a pillar!” protestó la niña, sinceramente alarmada, con un miedo genuino a ser castigada por alguien, humano o divino, su hermana la animó con la convicción propia de quien juega con ventaja, Clarita no pudo negarse, confiaba en su hermana más que en cualquier otra persona, por muy absurdas que a veces fueran sus ocurrencias. Miró en todas direcciones antes de agacharse y arrastrarse por el agujero. El sitio estaba cubierto de polvo y con los muebles rotos, pero sin duda era habitado por alguien, había dibujos por todas partes, algunos sobre papel, cualquier papel, pero la mayoría estaban hechos directamente sobre las paredes, como las pinturas rupestres de una cueva cavernícola, hechos con tintes, polvos de colores, tizas o sólo carbón de madera: caballos, conejos, árboles, bandadas de pájaros e incluso, mariposas; perros y vacas. Eran muy buenos dibujos, considerando la precariedad de los materiales, la mayoría aplicados con los dedos y otros hechos con duros trazos de roca, además, había que considerar que el artista trabajaba de memoria, guardando el modelo en sus ojos para luego traspasarlo sin dejo de duda a la pared. Aquello revelaba talento, “¿Tú has hecho todo esto?” preguntó Clarita con la boca abierta, “Sí…” le dijo su hermana con una sonrisilla cargada de sorna, para luego soltarle, como si fuese una obviedad del tamaño de una catedral, que por supuesto que no había sido ella la autora de todos esos dibujos, sino que había sido alguien más, “¿Quién…?” pregunto la niña en cuclillas y con el cuello torcido, mirando un gato que se lamía una pata, cuyo pelaje estaba hecho con carbón aguado esparcido con el dedo en trazos cortos y rápidos y con mucha habilidad. Su pregunta no obtuvo respuesta, porque pronto su hermana la guió a una pared especialmente interesante que la haría olvidarse de su pregunta y de cualquier otra, porque allí estaba ella. No era un retrato finamente ejecutado o rico en detalles pero, la esencia estaba perfectamente capturada, las proporciones eran correctas y la silueta, en todo su conjunto, era la de ella sin duda, hasta podía identificarse el vestido que llevaba. La niña estaba embobada, apenas prestó atención a su hermana cuando le dijo, “Lo siento, me hice pasar por ti.” En ese momento se oyó que alguien más llegaba, Clarita entró en pánico infantil, pero cuando quiso recurrir a su hermana en busca de alivio o protección, ésta había desaparecido. La niña no supo qué hacer, algo así nunca antes había sucedido, que su hermana la abandonara ante el peligro, los pasos se acercaban y ella no tenía escapatoria. Se apretujó contra la pared en un rincón que no ofrecía ninguna protección conteniendo el llanto para no hacer ruido cuando una mano suave y amable se posó sobre su hombro, una mano confiable, era la mano de un artista: Mateo. El muchacho parecía conocerla de antes, aunque en realidad, a quien conocía era a Gracia, quien imitaba a su hermana bastante bien cuando quería. Ella ya había estado allí antes y en una visita, él le prometió sin palabras aquel retrato, ella prometió que volvería para verlo y allí estaba. Clarita no sabía qué hacer, el chico era todo amabilidad, había traído pan dulce con nueces hecho por Guillermina, que ya lo consentía todo lo que podía, pero sólo le hablaba con señas que ella no podía descifrar, sin embargo, en ese momento ella estaba dispuesta a intentarlo. Cuando comieron, el chico le enseñó a pintar pájaros de carbón mientras ella armaba un sol con pétalos de florecillas.



León Faras.