sábado, 15 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XVI.

“¿Hasta cuando piensas seguir con esta farsa de hacerte el médico con vocación que atiende leprosos?” Preguntó la tía Elba, mientras una sirvienta le masajeaba los pies sumergidos en agua caliente y sal de mar, importada, y otra le limaba las uñas de la mano con pulcro esmero, Ignacio se detuvo consultando su reloj, “¿Qué quieres decir, exactamente, tía?” La tía corrió a la empleada que le atendía la mano como si se tratara de una mosca revoloteando sobre su bebida, “Sabes muy bien de qué hablo, esa no es la educación que te dimos, no te educamos para atender a ese tipo de gente…” dijo la tía, autoritaria, como si estuviera corrigiendo la actitud de un crío, luego, la tía Elba cambió a un tono más conciliador, “Hijo, no puedes seguir con esto, pierdes reputación entre tu antigua clientela ¿Crees que ellos querrán ser atendidos por el mismo doctor que esas personas?” Ignacio lo sabía, muchas de sus prestigiosas amistades habían comenzado a evitarle, no por haber matado a un hombre, sino por dedicarles tanto tiempo a los pobres y desatender a las familias que antes lo mantenían casi sin hacer nada, sólo por prestigio y exclusividad, como si de mecenas se trataran, “Pues, creo que he madurado, tía, ya no me interesan las mismas cosas que antes, ahora busco hacer algo más con mi vida…” La tía Elba le miraba espantada, “¡Es que quieres acabar cómo tu padre? atendiendo a muertos de hambre, siempre lleno de tierra y mugres” “No te angusties tía, eso no sucederá” Le respondió su sobrino con su confianza habitual, la cual podía ser tan real como fingida, luego ya se retiraba, pero su tía lo atajó con un comentario que sonó tan agrio como un reflujo gástrico, “Es por esa muchacha, ¿no? la hija del tintorero. Sé que te revuelcas con ella, y lo entiendo, pero no te creas que la aceptaré como miembro de esta familia” Lo dijo de una forma que resultaba muy clara, Ignacio prefirió ser más escueto, “Lo sé…” respondió, y en verdad lo sabía, luego agregó, “Por cierto, ¿dónde está Regina?” La ausencia de Regina, al lado de su madre, se hacía tan evidente como un agujero en la pared, la tía Elba no ocultó su molestia por la pregunta con un gruñido, “No tengo idea de qué le sucede a esa mujer, está rarísima, se la pasa encerrada y cuando sale, apenas abre la boca. Supongo que ya se le pasará”

Ya casi se podía decir que el padre Benigno se había acostumbrado al nuevo Cristo de su iglesia y a su dolorosa expresión cada vez que se postraba ante él para orar, y sí, al igual que él, ese Cristo tenía ombligo. No podía dejar de cavilar en todo lo que Elena le acababa de confesar, en David y en los fetos inmaculados que el doctor Cifuentes había hecho desaparecer, pero por sobre todo eso, pensaba en el hijo de Elena, aquel que había rasgado su herida sin tocarlo, aquel que atormentaba la vida de Úrsula con sólo su presencia, aquel que había desaparecido en un caos de humo negro, calor insoportable y muebles destrozados, según lo que Ismael y Lucila habían dicho, ese niño que había sido hallado en el cementerio, en el mismo lugar que describió Elena en su hipnosis, y que le había dado una paliza a Úrsula antes de desaparecer, ese al que él había aprendido a temer. Elena había terminado de orar y se había ido, “Ojala haya recibido la respuesta que buscaba” pensó el cura.

Úrsula abrazó feliz a Elena apenas la vio, le había dado un buen susto la última vez, tanto que no había podido pegar ojo en toda la noche, esas fueron sus palabras, Elena se disculpó diciendo que su malestar, tan pronto como había aparecido, se esfumó, pero que no había nada de qué preocuparse. La mujer venía a ver al doctor, pues tenía un asunto que arreglar con él en privado, Úrsula lo comprendió, casi todo el mundo tenía asuntos privados con su esposo, ella, lo que tenía, era ropa que tender, “…pero si no me pasas a ver antes de irte, me enojaré mucho contigo” le advirtió con uno de sus debiluchos índices empinados. Cifuentes trabajaba en un documento en el que pretendía agrupar los conocimientos de todos los herbolarios de la zona, pues sabía que la medicina natural podía ser una gran aliada, cuando vio llegar a Elena a su despacho, invitada por su mujer, él quiso saber de inmediato cómo se encontraba, y ella respondió que se sentía bien, lo que quería era hablar, “Sólo tengo té frío…” se excusó Cifuentes, antes de sentarse. Ambos estaban incómodos, fríos, sin mirarse directamente a los ojos, Elena con la vista buscando las imperfecciones en su vaso de té, el doctor le miraba las manos, “Úrsula me comentó que usted ya conoce la extraña condición con la que nació nuestro hijo…” comentó éste, suponiendo que ese era el motivo de su visita, Elena lo miró a los ojos para asentir pero de inmediato volvió la vista a su vaso, “Quería hablarle sobre aquella noche, la de la fiesta de san Lorenzo” le dijo ella, como allanando el camino, el médico procuró no sorprenderse, “Fue usted, ¿verdad?” Elena lo miró con toda la capacidad de sus enormes ojos, “¿Ya lo sabía?” le preguntó, el doctor nuevamente desviaba la vista, “Sí, bueno, lo suponía… el perfume de su jabón era muy particular” Elena se avergonzó, “Debe creerme, esa no era yo, yo sería incapaz de…” “Lo sé” Le cortó el médico, “…no necesita excusarse conmigo, yo estuve en una de sus sesiones de hipnosis, ¿recuerda? Pero, ¿cómo es que logró entrar?” Elena pareció esbozar una diminuta sonrisa al recordar. En la caja que de niña, ella mantenía en su escondite secreto, en la cocina, María le había dado una llave para que la guardara allí, así nunca se quedaría afuera, ella la recibió como algo sumamente valioso, una gran responsabilidad para una niña pequeña “…El agujero atraviesa la pared, una simple piedra lo cubre por fuera. Sólo María y yo lo sabíamos” El doctor asintió en silencio, aplanándose una y otra vez el bigotillo, “Ya puedo estar seguro de que yo no engendré a David” De eso, Elena también estaba segura, pero no dijo nada, el doctor continuó tras ver la expresión en el rostro de la mujer, “No se preocupe, para todos los demás, él seguirá siendo mi hijo” “Úrsula no debe saberlo, ella ama a ese niño, y a usted…” el doctor la miró varios segundos tratando de decidir si aquello había sido un ruego o una amenaza, finalmente se decidió por lo primero, “Por supuesto, mi obligación de esposo es procurar su felicidad”

En el patio, Úrsula tendía decenas de sábanas y pañales, “¡Pero mira qué está haciendo este pequeño bandido!” Comentó Elena al llegar allí, Úrsula se volteó, el niño estaba embadurnado de barro fabricado con su propia e inagotable baba, que además manducaba como si fuese golosina “¡Oh por Dios, David!” Elena lo cogió para que su madre acabara su tarea, ésta continuó, “¡Siempre se va al mismo lugar a comer tierra! no lo hace en ningún otro sitio, ¡Te lo juro, le encanta ese lugar!” Elena rió, “Los niños y los animales saben cosas que uno no, tal vez haya algo allí…” dijo con picardía, “¿Un tesoro?” replicó la otra, también siguiendo el juego, el niño aplaudió con torpeza y ambas mujeres rieron, quien no rió fue Cifuentes, que en ese momento pensaba que debería sacar los fetos enterrados de ese lugar.



León Faras.

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