XVI.
“¿Hasta
cuando piensas seguir con esta farsa de hacerte el médico con vocación que
atiende leprosos?” Preguntó la tía Elba, mientras una sirvienta le masajeaba
los pies sumergidos en agua caliente y sal de mar, importada, y otra le limaba
las uñas de la mano con pulcro esmero, Ignacio se detuvo consultando su reloj,
“¿Qué quieres decir, exactamente, tía?” La tía corrió a la empleada que le
atendía la mano como si se tratara de una mosca revoloteando sobre su bebida, “Sabes
muy bien de qué hablo, esa no es la educación que te dimos, no te educamos para
atender a ese tipo de gente…” dijo la tía, autoritaria, como si estuviera
corrigiendo la actitud de un crío, luego, la tía Elba cambió a un tono más
conciliador, “Hijo, no puedes seguir con esto, pierdes reputación entre tu
antigua clientela ¿Crees que ellos querrán ser atendidos por el mismo doctor
que esas personas?” Ignacio lo sabía, muchas de sus prestigiosas amistades
habían comenzado a evitarle, no por haber matado a un hombre, sino por
dedicarles tanto tiempo a los pobres y desatender a las familias que antes lo
mantenían casi sin hacer nada, sólo por prestigio y exclusividad, como si de
mecenas se trataran, “Pues, creo que he madurado, tía, ya no me interesan las
mismas cosas que antes, ahora busco hacer algo más con mi vida…” La tía Elba le
miraba espantada, “¡Es que quieres acabar cómo tu padre? atendiendo a muertos
de hambre, siempre lleno de tierra y mugres” “No te angusties tía, eso no
sucederá” Le respondió su sobrino con su confianza habitual, la cual podía ser
tan real como fingida, luego ya se retiraba, pero su tía lo atajó con un
comentario que sonó tan agrio como un reflujo gástrico, “Es por esa muchacha,
¿no? la hija del tintorero. Sé que te revuelcas con ella, y lo entiendo, pero
no te creas que la aceptaré como miembro de esta familia” Lo dijo de una forma
que resultaba muy clara, Ignacio prefirió ser más escueto, “Lo sé…” respondió,
y en verdad lo sabía, luego agregó, “Por cierto, ¿dónde está Regina?” La
ausencia de Regina, al lado de su madre, se hacía tan evidente como un agujero
en la pared, la tía Elba no ocultó su molestia por la pregunta con un gruñido,
“No tengo idea de qué le sucede a esa mujer, está rarísima, se la pasa
encerrada y cuando sale, apenas abre la boca. Supongo que ya se le pasará”
Ya
casi se podía decir que el padre Benigno se había acostumbrado al nuevo Cristo
de su iglesia y a su dolorosa expresión cada vez que se postraba ante él para
orar, y sí, al igual que él, ese Cristo tenía ombligo. No podía dejar de
cavilar en todo lo que Elena le acababa de confesar, en David y en los fetos
inmaculados que el doctor Cifuentes había hecho desaparecer, pero por sobre
todo eso, pensaba en el hijo de Elena, aquel que había rasgado su herida sin
tocarlo, aquel que atormentaba la vida de Úrsula con sólo su presencia, aquel
que había desaparecido en un caos de humo negro, calor insoportable y muebles
destrozados, según lo que Ismael y Lucila habían dicho, ese niño que había sido
hallado en el cementerio, en el mismo lugar que describió Elena en su hipnosis,
y que le había dado una paliza a Úrsula antes de desaparecer, ese al que él
había aprendido a temer. Elena había terminado de orar y se había ido, “Ojala haya
recibido la respuesta que buscaba” pensó el cura.
Úrsula
abrazó feliz a Elena apenas la vio, le había dado un buen susto la última vez,
tanto que no había podido pegar ojo en toda la noche, esas fueron sus palabras,
Elena se disculpó diciendo que su malestar, tan pronto como había aparecido, se
esfumó, pero que no había nada de qué preocuparse. La mujer venía a ver al doctor,
pues tenía un asunto que arreglar con él en privado, Úrsula lo comprendió, casi
todo el mundo tenía asuntos privados con su esposo, ella, lo que tenía, era
ropa que tender, “…pero si no me pasas a ver antes de irte, me enojaré mucho
contigo” le advirtió con uno de sus debiluchos índices empinados. Cifuentes
trabajaba en un documento en el que pretendía agrupar los conocimientos de
todos los herbolarios de la zona, pues sabía que la medicina natural podía ser
una gran aliada, cuando vio llegar a Elena a su despacho, invitada por su
mujer, él quiso saber de inmediato cómo se encontraba, y ella respondió que se
sentía bien, lo que quería era hablar, “Sólo tengo té frío…” se excusó
Cifuentes, antes de sentarse. Ambos estaban incómodos, fríos, sin mirarse
directamente a los ojos, Elena con la vista buscando las imperfecciones en su
vaso de té, el doctor le miraba las manos, “Úrsula me comentó que usted ya
conoce la extraña condición con la que nació nuestro hijo…” comentó éste,
suponiendo que ese era el motivo de su visita, Elena lo miró a los ojos para
asentir pero de inmediato volvió la vista a su vaso, “Quería hablarle sobre
aquella noche, la de la fiesta de san Lorenzo” le dijo ella, como allanando el
camino, el médico procuró no sorprenderse, “Fue usted, ¿verdad?” Elena lo miró
con toda la capacidad de sus enormes ojos, “¿Ya lo sabía?” le preguntó, el
doctor nuevamente desviaba la vista, “Sí, bueno, lo suponía… el perfume de su
jabón era muy particular” Elena se avergonzó, “Debe creerme, esa no era yo, yo
sería incapaz de…” “Lo sé” Le cortó el médico, “…no necesita excusarse conmigo,
yo estuve en una de sus sesiones de hipnosis, ¿recuerda? Pero, ¿cómo es que
logró entrar?” Elena pareció esbozar una diminuta sonrisa al recordar. En la
caja que de niña, ella mantenía en su escondite secreto, en la cocina, María le
había dado una llave para que la guardara allí, así nunca se quedaría afuera,
ella la recibió como algo sumamente valioso, una gran responsabilidad para una niña pequeña “…El agujero atraviesa la pared, una simple piedra lo cubre por fuera.
Sólo María y yo lo sabíamos” El doctor asintió en silencio, aplanándose una y
otra vez el bigotillo, “Ya puedo estar seguro de que yo no engendré a David” De
eso, Elena también estaba segura, pero no dijo nada, el doctor continuó tras
ver la expresión en el rostro de la mujer, “No se preocupe, para todos los
demás, él seguirá siendo mi hijo” “Úrsula no debe saberlo, ella ama a ese niño,
y a usted…” el doctor la miró varios segundos tratando de decidir si aquello
había sido un ruego o una amenaza, finalmente se decidió por lo primero, “Por
supuesto, mi obligación de esposo es procurar su felicidad”
En
el patio, Úrsula tendía decenas de sábanas y pañales, “¡Pero mira qué está
haciendo este pequeño bandido!” Comentó Elena al llegar allí, Úrsula se volteó,
el niño estaba embadurnado de barro fabricado con su propia e inagotable baba, que
además manducaba como si fuese golosina “¡Oh por Dios, David!” Elena lo cogió para
que su madre acabara su tarea, ésta continuó, “¡Siempre se va al mismo lugar a comer
tierra! no lo hace en ningún otro sitio, ¡Te lo juro, le encanta ese lugar!” Elena
rió, “Los niños y los animales saben cosas que uno no, tal vez haya algo allí…”
dijo con picardía, “¿Un tesoro?” replicó la otra, también siguiendo el juego, el
niño aplaudió con torpeza y ambas mujeres rieron, quien no rió fue Cifuentes, que
en ese momento pensaba que debería sacar los fetos enterrados de ese lugar.
León Faras.
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