martes, 11 de agosto de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XV.

Rupano estaba arrellanado de medio lado sobre su coche mirando con ojos diminutos a Mateo que le intentaba decir algo, pero sin la más mínima intención de entenderle qué, mientras Gracia entraba en la casa para luego salir Clarita tirando de la sotana del padre Benigno, “¡Encontró a Elena, Mateo encontró a Elena!” El cura no tuvo tiempo de preguntarse nada, sólo montó en el coche junto a Rupano y se dejó guiar por el muchacho. Fue muy raro encontrarse a Guillermina allí, pero ahí estaba, protegiendo a Elena con su propio paletó, el que ya le sobraba después de la extensa carrera que había tenido para llegar hasta allí, “Pero, en el nombre de Jesucristo, ¿qué fue lo que te pasó, muchacha, y a tu ropa?” preguntó el cura angustiado, en cuanto las alcanzó. Guillermina aún llevaba abrazada a Elena, protectora y solidaria, “No es nada, padre…” le respondió ésta, como si la muchacha fuera incapaz de hablar por sí sola, “…si un soponcio lo puede tener cualquiera. Y estos vestidos finos, no sirven para la vida de campo, ¡si se rompen en un santiamén!” El cura aceptó la respuesta, en parte, por la autoridad que la vieja usó para hablar, y en parte, porque él poco y nada podía saber sobre vestidos, las animó a subir al coche para llevarla al doctor, pero Elena se negó tajante, ella se sentía bien y no quería seguir preocupando a más gente, se iría a su casa, se pondría uno de sus vestidos viejos y se dedicaría a atender a Lina que era la que sí necesitaba que se preocuparan por ella.

-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida. Bendígame Padre, porque he pecado.

Dos días habían pasado desde el incidente, dos días en los que Elena no se había movido de su casa, preocupándose de los cuidados de Lina y de las labores domésticas, hasta que decidió que debía hablar con el cura, que debía soltar de dentro lo que sabía, y pedirle consejo al padre. Esta vez, Benigno reconoció al instante su voz, “Elena, cuéntame, ¿Cuáles son esos pecados que te atormentan?” Elena traía el rostro velado, como de esperarse, “Padre, no son pecados los que me traen hasta aquí esta vez, es más bien, otra cosa… un secreto con el que he cargado toda mi vida” El cura inclinó la oreja hacia la celosía, “Habla, hija, no calles más” Elena tomó una bocanada de aire, algunos secretos, después de un tiempo, se enraízan dentro y cuesta sacarlos, “…nací con una marca que no creo que sea obra de Dios, o mejor dicho, es la ausencia de una marca…” El cura no entendía de qué estaba hablando, pero algo en las tripas le decía que sería malo. Elena continuó, “…He, encontrado a mi hijo, padre, no tengo ninguna duda, él lleva la misma marca que yo” El cura se llevó el puño a la boca, pensativo, podía oírse el aire circulando a través de sus fosas nasales, “¿Quieres decir, que encontraste los restos del niño que perdiste estando en el convento?” Elena no levantaba la vista, como temerosa o avergonzada tal vez “No padre, él está vivo” “¿Dónde está?” inquirió el cura temiéndose la respuesta, “Es David, el hijo de Úrsula…” Respondió la muchacha, amparándose en el sigilo sacramental que obligaba al cura a callar todo lo oído en confesión. Benigno cerró los ojos apretando los párpados hasta sentir un ligero dolor en ellos. No le creía, era una locura imposible de concebir, pues ese niño había nacido del vientre de Úrsula, era hijo suyo y de nadie más, el cura se lo intentó explicar con toda calma, como se le habla a un niño pequeño, o a un idiota, pero Elena no era ninguna de las dos cosas, “Pero usted dijo que ella había encontrado a mi hijo en el cementerio” Aquel era otro, pero era otro que había desaparecido, sin embargo el cura recordaba el día en que ese niño desapareció, su herida desgarrada, el estado en el que Úrsula llegó a casa del doctor, y el estado en que quedó su cuarto y sus muebles, y la cruz, la cruz que luego ardía cada vez que David estaba cerca. El cura se llevó la mano a la frente, como quien comprueba si tiene temperatura, “…No puede ser hija, Dios no hace las cosas así…” Lo dijo sin convicción, y de inmediato se arrepintió de ello, “No padre, ese niño no es obra de Dios… ni yo tampoco” respondió la muchacha, compungida, “No digas eso, hija, Dios te ama y está contigo en todo momento dispuesto a auxiliarte, no importa la marca que creas tener…” Afirmó el cura, en un susurro, pero con la devoción de un predicador, “Yo no tengo ombligo, padre” Confesó la muchacha y el cura se quedó con la mandíbula congelada en un “Qué” “…Y el hijo de Úrsula tampoco” agregó la muchacha, antes de que tal afirmación perdiera su impacto. Benigno se persignó aturdido, por inercia, pensando en los fetos conservados en formol, esas criaturas a las que en su momento calificó como “No hijos de Dios” Ahora no sabía que pensar, se preguntó si Elena sabría lo de esos fetos, jamás había preguntado por ellos, lo cierto era que ella no les había prestado mayor atención, el primero estaba muy dañado con fuego y el segundo permanecía en el cuerpo de Domingo hasta el momento en que Horacio fue conducido a prisión y ella al convento. El cura lo recordaba, tuvo que pedirle a María que retirara aquella criatura para que el señor y la señora Montenegro pudieran llevarse el cuerpo de su hijo, y la mujer lo hizo con la brutal pericia que da la experiencia de vivir tantos años junto al doctor Ballesteros, cogiéndolo por la cabeza y metiéndolo en un frasco, como si se tratara de un trozo de carne cualquiera puesto en una cacerola cualquiera, “¿Qué debo hacer, padre?” Preguntó la muchacha con humildad, el cura pensaba en ese momento en el doctor Cifuentes, y sus repetidas inseguridades con respecto a su paternidad, ahora lo comprendía. Tenía mucho en qué pensar, “Nada malo has hecho, hija mía, Dios conoce tu corazón y lo sabe. Ora, y deja que su sabiduría te guíe. Y con respecto a David, él no es más que un bebé al que no podemos culpar de nada, estoy seguro de que Úrsula hará un buen trabajo en su educación y se esforzará en hacer de él un buen cristiano. Nosotros también haremos nuestra parte” Elena aceptó las palabras del cura, era lo que necesitaba oír, se persignó y se fue a arrodillar frente al Cristo milagroso, del que todo el pueblo hablaba por la aparición de aquella cruz misteriosa a sus pies, sin duda una señal de Dios, aunque nadie se atrevía a aventurar un significado. Se puso a orar con devoción. Sólo una cosa había detenido a Elena de quitarse la vida, y eso había sido la forma en que sus padres habían muerto, se negaba a correr ella la misma suerte.



León Faras.

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