XVII.
“¡Pero
miren, si ya hasta camina!” Exclamó Guillermina al ver los primeros pasos
lerdos de David que avanzaba con las piernas tiesas y golpeando el suelo con la
planta de los pies como un gigante, mientras su madre lo animaba a llegar a sus
brazos desde el otro lado. En ese momento llegó el padre Benigno, venía ensombrecido,
en contraste con el buen humor que tenían las mujeres en casa, quiso
acariciarle la cabeza al pequeño a modo de saludo, pero se arrepintió y luego
se arrepintió de haberse arrepentido y el gesto le quedó torpe e incómodo,
aunque se excusó con la noticia que traía, “Lina ha fallecido. Fue una muerte
dulce, durante el sueño, por la mañana ya se había ido. El doctor viene
conmigo, lo acaba de confirmar” “Oh por Dios” soltó Úrsula llevándose una mano
a la boca, lamentándose, Guillermina, en cambio, fue más práctica, “Bueno, parto
para allá ahora mismo, seguramente habrá un montón de cosas que hacer y pocas
manos dispuestas. Voy a llevar algunas verduras para un consomé, eso siempre es
bueno para atender a la gente” Dijo, poniéndose de pie con determinación, con
ese poder que tiene la muerte para postergar cualquier otra obligación, “Yo te
acompaño…” replicó Úrsula al instante, y agregó, “…no puedo dejar a Elena sola”
“Rupano las puede llevar, pero que no se entretenga demasiado con el vino
caliente, que luego debe volver por mí” Advirtió el cura, amenazante, “No se
preocupe, padre…” Intervino Cifuentes, “Yo también tengo algunas cosas que
hacer, asearme un poco y cambiarme el traje, luego se puede ir conmigo”
Lo
cierto era que el doctor Cifuentes tenía sólo una cosa en mente, aprovecharse
de que todo el mundo estaría preocupado por la muerte de Lina, sobre todo Úrsula
y David, para sacar los frascos enterrados en su patio donde el niño solía
jugar, aún no sabía qué haría con ellos, pero estaba claro que ese no había
sido el mejor sitio. Cogió la pala y empezó a cavar con cuidado, pues romper
uno de los frascos sería un desastre que prefería evitarse, esta vez,
escudriñaba su rededor a cada dos minutos, como si estuviera haciendo algo
indebido, no tardaron en aparecer las tapas metálicas, los cogió, los metió en
un saco sin siquiera limpiarlos y volvió a cubrir el agujero. Le fue imposible
no quedarse con la sensación de que cualquiera que mirara allí, notaría en el
acto su intervención. Pensó en esconder los fetos en el entretecho, si alguien
preguntaba, diría que siempre habían estado allí. Una vez dentro de su casa,
sacó los frascos y los limpió con un trapo para que no fuera tan claro que
habían estado enterrados. Al principio no notó nada raro, pero luego se hizo
evidente que a uno de los fetos le había crecido cabello, un poco, pero que
antes no tenía y aunque podía ser un efecto del cristal o una mala
interpretación de sus ojos, juraría que había crecido, que se veía más ajustado
dentro de su encierro de vidrio, cogió el otro y estuvo a punto de soltarlo al
suelo de la impresión, con éste no cabía duda, se notaba más pequeño y su piel,
que debería estar completamente quemada, se había regenerado en una buena
parte, se sintió repentinamente incómodo, como quien está en un mal momento y
en un mal lugar, para colmo, le golpearon la puerta, era el padre Benigno, que
ya estaba listo para partir nuevamente, Cifuentes había cubierto los frascos
con un paño de la cocina antes de abrir, “¿Qué le sucede, doctor, algo le ha
sentado mal?” preguntó el cura. No sólo era su cara de haber recibido un
puñetazo en el estómago, sino que, en vez de haberse aseado se veía peor que
antes, sucio y sudoroso, “Tiene que ver esto, padre” respondió el doctor, sin
cambiar esa cara de malestar estomacal. El doctor retiró el paño como si de un
acto de magia se tratara, sólo que Benigno no pareció impresionado, Cifuentes
lo animó a verlos más de cerca, y entonces sí causó el efecto esperado, “¿Cómo
es esto posible?” Ahora el cura tenía el aspecto de haber recibido una buena bofetada
sin aviso, “No lo es…” respondió el doctor.
Tata
picaba leña con gravedad religiosa para mantener el fuego encendido con el que
se cocinaba la enorme olla de consomé, del que salía un muy apetitoso aroma que
Guillermina vigilaba con compromiso militar, probando pizcas a cada dos vueltas
de la cuchara para comprobar los aliños, y no conforme con ello, cada tanto
llamaba a Mateo y Clarita para darles de probar y que estos confirmaran sus
sospechas de que tenía mucho de esto o le faltaba un poco de aquello, Clarita
sólo asentía sin oponer resistencia y Mateo la imitaba, con eso la vieja se
quedaba conforme. Dentro, Elena y Úrsula habían preparado a la difunta mientras
el niño jugaba en un rincón, ajeno a toda la gravedad del momento, hasta que
decidió ponerse de pie y acercarse a la cama de Lina con intenciones de tocar
a ésta, su madre se acuclilló junto a él, un minuto después, la mujer se ponía
de pie de un salto, con el niño aferrado como protegiéndolo de algo y golpeando
una silla en el acto, que pacíficamente reposaba tras ella, Elena dio un
respingo de susto, Úrsula estaba pálida y con genuina cara de espanto, “¡Dios
mío, creo que está viva! ¿Lina? ¡Lina!” Úrsula sacudía el brazo de la difunta
con repelús en la cara y en el gesto, Elena se le acercó para detenerla, pero
Úrsula hablaba completamente en serio, “¡Abrió los ojos, te lo juro por Dios!
Por un segundo abrió los ojos ¡Lina!” y volvía a darle palmaditas suaves en el
hombro pero Lina no despertó de su sueño y Úrsula debió resignarse, aunque aún
sentía el corazón golpeándole el pecho alterado como ella por la impresión,
luego de ver lo que estaba segura que había visto. Cuando llegó su marido, éste
confirmó por segunda vez el deceso de Lina, por petición de su mujer, para que
ella se quedara más tranquila, pero ante la historia de ésta, el médico le
explicó que los muertos podían hacer cosas como esas, y a veces más
impresionantes, debido a espasmos musculares que se producen por el estrés de
la muerte y se liberan luego de ésta, “Hace varios años, nos sucedió que un
señor, muerto ya hace más de dos horas, dio un brinco estando tendido sobre la
mesa de trabajo, que cayó al suelo, yo solté una bandeja llena de suministros
médicos por el susto, el otro doctor, mayor que yo y mucho más experimentado se
rió de mí desvergonzadamente, aunque admitió que ese había sido de lejos el
espasmo post mortem más fuerte que jamás había visto” Guillermina asentía pedante,
como si aquello fuese algo que a ella le había sucedido cientos de veces antes.
Úrsula se quedó mucho más tranquila luego de oír que los muertos podían incluso
saltar de la cama, lo cierto era, que Lina sí había abierto los ojos, y no
había sido ningún espasmo, sólo el toque de David, aunque era difícil que éste comprendiera
lo que acababa de hacer.
El
viaje de regreso a casa de Lina del doctor y el cura fue incluso más incómodo y
silencioso que su primer viaje, el día que Cifuentes llegó al pueblo, ambos pensaban
en David y en esa extraña condición que compartía con los fetos sumergidos en formol,
pero ninguno podía decir palabra, el doctor por su promesa, y el sacerdote por su
obligación de callar todo lo oído en confesión.
Fin de la sexta parte.
Fin de la sexta parte.
León Faras.
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