domingo, 29 de septiembre de 2019

Zaida.


X.

De vuelta en Missa Pandur, la princesa Viserina le contó emocionada a Missa Budara lo maravilloso que había sido el viaje al Valle de los Gigantes, y que sin duda había sido una experiencia que jamás olvidaría por lo que le quedaba de vida, “Tengo entendido que en su reino también fueron comunes los gigantes…” Budara se mostraba interesado, la princesa respondió con el entusiasmo de una joven al que su tutor le pregunta justo aquello que más había estudiado, “¡Sí! en Tribalia los gigantes fueron muy abundantes durante siglos, aunque ahora ya no quedan más que los restos de sus cuerpos y algunos de sus vestigios en sus cuevas” Aquello último, la princesa lo dijo con pena, como excusándose, como si en parte fuera culpa suya la desaparición de los famosos gigantes de Tribalia, “Así he escuchado…” respondió Missa Budara con una sonrisa amable y complacida, luego de un rato, su tez volvió a su expresión de profunda gravedad de siempre, “Princesa, debo hablar con usted algo mucho más serio, me temo que tenerla en Missa Pandur, ya no es seguro…” La princesa Viserina se tomó el comentario con madurez, ella ya se esperaba eso, sabía que estaba poniendo en riesgo al monasterio y a todos los que vivían allí. Ella ya se sentía bastante recuperada y estaba dispuesta a irse lo antes posible, no sin antes agradecer profundamente todos los cuidados y la hospitalidad de todos los monjes de Pandur, Missa Budara no movió ni un solo músculo, “Princesa, usted es libre de irse cuando usted quiera, pero todos aquí esperamos que nos permita seguir protegiéndola, pues si usted sale de aquí, puede que la suerte no la acompañe y caiga en manos de sus enemigos…” La princesa intentaba comprender, pero no lo conseguía, Missa Budara prosiguió, “…Princesa, sus hombres, los soldados que la acompañaban y la trajeron acá, han muerto, todos. El comandante Bragones estuvo aquí ayer. Al parecer le hicieron creer que usted también estaba entre los muertos, pero él no quedó del todo convencido. Vino para darnos su última advertencia de  que permitiera que sus hombres registraran nuestro monasterio, y por supuesto, como cualquier hombre sensato, se lo permití… se retiró bastante decepcionado” Budara esbozó una sonrisa que borro rápidamente, “Si usted me lo permite, me gustaría llevarla a un lugar mucho más seguro para usted…” Missa Pandur se encontraba en Cefiralia, y ella era princesa de Tribalia, y aquellos eran dos reinos que en esos momentos estaban en guerra. Era muy difícil para ella comprender por qué, además de ayudarla con sus heridas, ahora también la querían seguir protegiendo. Budara aspiró profundamente y se tomo todo su tiempo para expulsar todo el aire de sus pulmones, “Usted es una princesa, y algún día será reina. Es indispensable que personas como usted nos gobiernen algún día, porque eso no sólo beneficiará a su reino, sino también a todos sus reinos vecinos. Por eso le pido que nos permita protegerla hasta que podamos entregarla devuelta al resguardo de su pueblo y de su gente…” La princesa Viserina miró a su alrededor en busca de credibilidad a lo que estaba escuchando, y la encontró en la respetuosa reverencia de los monjes que estaban presente, no le pareció nada más apropiado que responderle a Missa Budara con la misma reverencia, “Missa Budara, estoy completamente a su disposición y profundamente agradecida por todo lo que está haciendo por mí, sólo me preocupa una cosa: si los hombres que me acompañaban, están todos muertos, con seguridad muchos creerán que yo también lo estoy. Sé que eso puede ser bueno para mi seguridad, pero me preocupa mi padre y su estado al pensar que yo he muerto…” Budara asintió con parsimonia, “Entiendo, enviaré a dos emisarios para que se comuniquen con su gente, no sólo para darle noticias suyas a su padre, sino también para acordar la mejor forma de llevarla de vuelta a su reino con total seguridad…”

Missa Poquelín era un hombre tan alto y corpulento como flemático, con una gran barriga natural que bamboleaba con cada paso que daba, sin embargo, cuando caminaba, tenía una marcha difícil de seguir y una agilidad poco habitual en alguien de su tamaño. Él fue el primero en ser elegido como emisario, el segundo fue Driba, era un muchacho sabidamente serio y responsable, además de muy avanzado para su edad. Ambos podrían moverse por este reino y el otro con total libertad amparados bajo sus trajes de monje, y ambos estaban dispuestos a hacerlo con celeridad para llevar a cabo su misión lo más rápido posible. Luego Missa Budara se dirigió a Nemir “Missa Nemir, he pensado en adelantar este año el entrenamiento de los novicios en el monasterio de Masdra, me gustaría que se preparara todo para viajar pasado mañana, Missa Badú le acompañará. La princesa Viserina y la pequeña Zaida también viajarán con ustedes” Missa Nemir respondió con una reverencia, pero inmediatamente le pareció oportuno recordar que en Masdra nunca se había permitido el ingreso a mujeres para el entrenamiento, Budara lo recordaba, “Pandur tampoco era la excepción, hasta ahora, sin embargo, las decisiones deben ser tomadas de acuerdo a las circunstancias y a los tiempos que corren. Llevarán una carta de mi parte para Missa Ramán, estoy seguro de que comprenderá la situación y sabrá qué hacer con sabiduría” Nemir respondió con una larga, silenciosa y respetuosa reverencia.

Gunta se hurgaba la nariz con toda comodidad tirado en su cama descansando luego del largo viaje, cuando llegó Ribo mirando a su alrededor, cauteloso de que no hubiesen monjes mayores cerca, “¡¿Qué?! ¡¿Nos llevarán a Masdra ahora?! Y encima iremos con Missa Nemir, ¡Genial! ¿Qué podría ser peor? ¿Nos llevarán con un caldero de agua sobre la cabeza o qué?” Aquel había estado prestando oídos a las conversaciones de Missa Budara y los demás, pero al decirle a sus compañeros lo que había averiguado, Gunta explotó en alaridos de indignación como buscando ser oído por todo el monasterio, “¡Cállate tonto! Se supone que no sabemos nada…” “Yo siempre he querido conocer Masdra…” mencionó Paqui tirado de costado sobre su litera, pero la mirada severa de sus compañeros lo hizo volver inmediatamente a sus asuntos, o sea, seguir descansando con la boca cerrada, “En Masdra te harán subir la montaña parado sobre las manos y llevando piedras calientes sobre los pies, y si no lo logras, tendrás que caminar sobre esas piedras… un campo entero de piedras calientes… mi hermano mayor estuvo allí una vez y él me lo contó” Advirtió Ribo a Paqui con total convicción, como un anciano tratando de impresionar a sus nietos, Paqui arrugó la nariz y retrocedió el rostro, como si la sola voz de Ribo ya le estuviera quemando la cara, “Tú dijiste que tú eras el mayor de tus hermanos…” replicó Paqui apenas audible, Gunta sonrió seguro de que sólo alardeaba, pero luego su sonrisa se borró como si hubiese recibido una bofetada, cuando supo que tanto la princesa como la pequeña Zaida irían con ellos también, “¡¿Qué?!...” La pequeña Zadí los observaba de lejos de forma muy intensa, pero no enterándose de nada, Gunta la miró y luego se lanzó de espalda sobre su cama frustrado, como si pudiera causarles algún daño a los dioses que marcaban su destino, “¡Genial! ¡Seremos los hazmerreír de todos cuando lleguemos allá acompañados de una chica y de una niña pequeña…! ¿Qué podría ser peor?”

En ese momento se oyó un trueno, luego otro y luego la lluvia comenzó a caer copiosamente, Gunta se dio la vuelta sobre sí mismo y se dio un frentazo contra su duro colchón, gruñendo y tapándose la cara. Pensaba que tendrían que salir en ese mismo momento a caminar bajo la lluvia, Ribo sabía que no era así, pero no dijo nada, sólo se recostó sonriendo complacido por el vano sufrimiento de su amigo. Paqui notó aquello, pero tampoco dijo nada, satisfecho de poder burlarse de otro, aunque sólo fuera internamente. Por su parte, la pequeña Zadí estaba hecha una bola sobre su cama, como cuando viajaba hacia el monasterio de Missa Pandur, tapada con su manta hasta más arriba de la orejas.



León Faras.

viernes, 27 de septiembre de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXVII

“El hombre de las cavernas de Pravia” Así rezaba el nuevo cartel puesto sobre la jaula de Diego Perdiguero que Cornelio Morris había mandado a poner, estaba satisfecho, aunque no lo reflejaba en absoluto en el rostro, su circo estaba estancado y no había forma de que se quitara eso de la cabeza. En el camión, Eusebio, quien había dejado a su hermano durmiendo un rato, enseñaba a Sofía los misterios de la conducción de camiones, mostrándole cómo se echaban a andar los motores y cómo se metían las marchas para dar los primeros emocionantes movimientos al mando de semejante coloso de hierro, la niña estaba fascinada, a pesar de que apenas podía presionar los pedales, no le daba miedo y eso siempre era lo principal para alguien que quería aprender. Cornelio la observaba sin que nada ni nadie pudiera delatar qué estaba pasando por su mente, Beatriz Blanco llegó a su lado, “¿Eugenio se recuperará, verdad?” Cornelio la miró como se le mira a un inoportuno: tenía que recuperarse, al menos para poder mover su camión y sacar al circo de donde se encontraba, “Claro que lo hará, o si no, ya no me servirá de nada…” dijo con un marcado desprecio, tanto en la voz como en la mirada, y se retiró a su oficina. Sin embargo, arrastraba un asunto desde mucho antes y que lo importunaba como un grano en el culo, Mustafá. No quería prescindir del muñeco, pero sí quería deshacerse de Román, pero no era tan fácil reemplazarlo, las voces se lo habían dicho, “…un contrato es un contrato, o te quedas con los dos, o te deshaces de ambos…”

Por lo general, lo hacía Von Hagen sin que nadie se lo pidiera, pero al estar éste demasiado débil para moverse, fue su amigo Ángel Pardo quien se ofreció a limpiar el estanque de vidrio de Lidia antes de la actuación, por su altura, hasta se le hacía más fácil. Al llegar allí se encontró a Eloísa pegada a los cristales, la turbiedad del agua apenas dejaba ver la silueta de la sirena en el interior cuando ésta no deseaba acercarse. La gente comenzaba a llegar y pronto comenzaría el espectáculo, “¿Ella fue transformada como yo?” preguntó Eloísa al reflejo en el vidrio, el gigante tardó unos segundos en notar que era a él a quien iba dirigida la pregunta, “No lo sé, niña, yo siempre la he visto ahí dentro… Deberías…” quiso advertirle que pronto comenzaría su presentación, pero la niña no parecía preocupada por eso, “Es muy triste, ¿no lo crees? Yo podría haber sido ella, pero yo ahora tengo alas y ella sólo una cubeta con agua… ¿Por qué?” Aquello último, la niña lo preguntó mirando al gigante hacia las alturas de sus ojos, “¿Por qué hay gente que come hasta reventar, mientras otros mueren de hambre?... Yo qué sé, niña, supongo que al que llaman Dios, le divierte ese tipo de cosas…” “Tal vez lo merezca, hay gente que merece cosas así…” respondió la muchacha, al tiempo que saltaba fuera del acoplado, pero justo antes de poner los pies en el suelo, abrió sus alas y desapareció en el cielo. De seguro que había gente que podía merecer cosas así, al menos por algún tiempo, pero Lidia no era una de esas, bastaba con mirar sus ojos. El gigante comenzó a pasar su trapo sobre los cristales con parsimonia y melancolía, no alcanzó a responder nada a la niña antes de que ésta desapareciera, pero de haber podido, seguramente hubiera dicho algo así.

La verdad era que San Antonio de Sotosierra era un pueblo con más que dos casas y una vaca. Era un lugar agradable, encajonado entre cerros, con los terrenos disponibles perfectamente divididos, organizados y parcelados, donde cada cual tenía su casa y sus árboles frutales o cultivos, además contaban con una plaza en el medio y una iglesia. Los vehículos motorizados no eran tan comunes en el pueblo, pero tampoco era suficiente como para asustar a nadie. Vicente detuvo la furgoneta frente a la casa de un abuelo que tomaba el sol de la tarde junto a la puerta, el lugar se veía bastante vacío, poca gente, hasta los perros parecía que ese día habían tenido algo más importante que hacer en otra parte, Damián preguntó con cortesía y el abuelo, luego de acomodarse de lado para escuchar, respondió que había llegado un circo hace dos días, y que ese tipo de cosas eran novedad para los más jóvenes porque, en San Antonio nunca pasaba nada más interesante que un caballo con la pata rota o una chiquilla preñada de la nada, de vez en cuando se podían ver rayos en el cielo, pero a la hora a la que suceden, casi todos están durmiendo. Así que un circo era un acontecimiento y toda la gente estaba allí. Y les señaló la dirección en la que debían ir. “Hace dos días…” reflexionó Vicente, “¿Cuánto crees que se demoraron esos camiones en llegar aquí?” su hermano observaba todo con aceptación, “Te dije que habías tomado el peor camino, seguro que hay otro mucho más corto y mejor” Damián estaba convencido de eso, pero Vicente lo dudaba mucho, aunque no dijo nada, en ese momento el Gran Circo de Rarezas de Cornelio Morris aparecía allí al fondo ante sus ojos y se podía ver, sin lugar a dudas, que absolutamente todo el pueblo estaba allí. “¿Lo ves? Te dije que ese hombre-mono nos ayudaría…” “Sí…” su hermano respondió sin interés ni entusiasmo.


Dejaron la furgoneta estacionada a prudente distancia para acercarse a pie, tal vez encontrar a su amigo peludo sería una buena idea, pero al final sólo Damián lo hizo, Vicente se quedó en el vehículo, podía ser reconocido, incluso por el mismo Cornelio Morris, de la última vez que estuvo vestido de barrendero husmeando en el circo. El espectáculo, en su mayoría, ya había terminado, pero ni una sola de las personas que estaban allí pretendía moverse, seguían entusiasmadas luego de ver las increíbles atracciones, “Llegan tarde, señores, pero les aseguro que no se arrepentirán de haber venido, porque por unas pocas monedas les mostraré algo que jamás han visto sus ojos antes, ni encontrarán en ningún otro lugar del mundo… mi nombre es Cornelio Morris, y soy el propietario de este circo” Damián aceptó encantado y se registró los bolsillos en busca de dinero, Cornelio ofreció su profundo sombrero de copa en el que fueron cayendo muchísimas monedas de su entusiasmado público, luego, con un rápido movimiento, el sombrero volvió a su cabeza y de las monedas nunca más se supo. Frente a él, había una especie de carro con ruedas, una de esas jaulas muy comunes de los circos, que permanecía cubierta con una lona gruesa, la gente de inmediato se empezó a agrupar alrededor, no dispuestos a perderse nada de lo que sucedía, “Hemos dejado esto para el final, pues lejos de impresionarse con las maravillas que oculta el mundo, ahora verán la parte más oscura de la naturaleza, aquella capaz de convertir a un ser humano, como ustedes o como yo, en poco más que un animal salvaje, sin vocabulario ni civilidad…” Damián estaba realmente interesado, debía aceptar que Cornelio hacía realmente bien su trabajo, “…fue encontrado en unas profundas cavernas en las cuales se crió toda su vida. En la oscuridad permanente perdió el sentido de la vista, en la soledad, nunca aprendió ningún tipo de lenguaje. Sobrevivió solo, alimentándose de insectos y alimañas, a tal punto que hoy es incapaz de probar comida normal como la que se sirve en nuestras mesas…” Un hombre, un empleado del circo se aproximó con una pequeña jaula en la que luchaban por escapar tres pequeñas ratas, Damián comenzaba a temerse algo raro en todo eso pero no se lo acababa de creer, ni mucho menos de imaginar, “Señoras y señores, procuren controlar sus nervios. Les presento, al increíble Hombre de las Cavernas de Pravia” Damián tenía mucha curiosidad, por un momento, hasta pensó que sería una nueva atracción a la que quizá sería interesante fotografiar alguna vez para luego vender las imágenes, pero en cuanto la lona fue removida, su expresión expectante se derrumbó, se convirtió en incredulidad, luego en espanto y finalmente en repugnancia, Cornelio lo notó enseguida y sonrió, pues eso era lo que buscaba conseguir en su público, eran aquellos los que siempre volvían y los que siempre estaban dispuestos a pagar más, pero esta vez se equivocaba. Las ratas fueron liberadas dentro de la jaula de Diego Perdiguero y una a una éste comenzó a devorarlas vivas, sin siquiera preocuparse del público que lo observaba con todo el asco y el horror del mundo, ni mucho menos enterarse de la presencia de su amigo, Damián Corona, que no podía creer lo que veía, ni menos imaginar cómo lo haría para explicárselo a su hermano.


León Faras.

martes, 24 de septiembre de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXVI.

Esto era algo que nunca antes había sucedido en el circo: cuatro bajas de una sola vez y encima de eso, el circo pronto comenzaría a exigir moverse, y tendría que hacerlo o toda su empresa se vendría abajo. Cornelio Morris se paseaba desde muy temprano con un genio intolerante e insoportable, estaba claro que además, no había descansado nada durante la noche. Román Ibáñez parecía sólo dormir con mínimos intervalos de agua y comida para luego seguir durmiendo, como un perro abandonado sin intenciones de aferrarse a la vida. Si le hubiesen sacado la sangre a él para el Curandero, se hubiese ahorrado a un inútil, pero ahora el tonto de Horacio Von Hagen también estaba tirado en su litera, débil como un fideo recocido luego de haber perdido un montón de su sangre, además de dejar furioso a su jefe con su inesperado ataque de valentía y heroísmo. Y ni hablar del pobre Eugenio Monje, aquel era el único que realmente le importaba a Cornelio, y no por algo personal. Se recuperaba lentamente, pero mientras no pudiera conducir el camión, su circo estaba estancado en ese pueblucho, pues su hermano, quien permanecía a su lado, no podía hacer nada sin él, ni siquiera su truco de magia para divertir al público. Lo único que lo consolaba, era que sólo con las actuaciones de Lidia, Eloísa y la del nuevo Diego Perdiguero, era suficiente para dejar más que satisfecho a cualquier público, pero lo que lo desesperaba, era que pronto el circo tendría que moverse y tendría que hacerlo como fuera. Echó un vistazo dentro de la tienda donde reposaban sus tres trabajadores desmejorados, lo hizo sin real intención, de forma casual, pero de inmediato se arrepintió, soltó un gruñido y se fue maldiciendo entre dientes; allí estaban Beatriz, poniendo paños húmedos en la frente de Eugenio y revisando y cambiando los parches de una herida que no sangraba, y por el otro lado estaba Eloísa junto a Ángel Pardo metiéndole cucharadas en la boca a Horacio y Román, de un caldo negro a base de hueso, grasa y lentejas, que según la abuela de la niña, Prudencia, era de lo mejor para recuperar sangre y energía, sobre todo cuando los partos se volvían complicados. Horacio comía sentado en la cama, mientras que Román sólo tragaba pequeñas porciones de comida de forma torpe e inconsciente que a cada rato Ángel Pardo debía limpiar de su barbilla, “¿Es cierto que mató a un hombre…?” La chiquilla, mientras sostenía el plato de comida en las manos, miraba al enano con serias dudas de que aquel hombrecillo pequeño y desvalido fuera capaz de matar nada, el gigante, que era enorme aun estando sentado en un ridículamente pequeño taburete para su tamaño, la miró con la infinita ternura de sus ojos, “Eso es lo que dicen… pero nadie lo vio, nadie salvo… el jefe. Yo que sé. Tal vez cuando se recupere le podamos preguntar” Eloísa sólo soltó un “M” de aprobación con el ceño apretado y le encajó una nueva cucharada de lentejas en la boca a Horacio, que parecía más muerto de sueño que de hambre. 

Vicente llevaba horas conduciendo y por lo que había averiguado con el tipo de la gasolinera y según el mapa que había conseguido, todavía le quedaba varias más para llegar a San Antonio de Sotosierra, y no es que el lugar estuviera tan lejos, pero se trataba de un camino terriblemente enrevesado, bordeando cerros y lechos secos de ríos y luego más cerros, donde no se podían ver ni vacas. Era muy extraño cómo aquel circo, con semejantes atracciones, eligiera pueblos tan pequeños y aislados. Damián, a su lado, ojeaba el mapa con un cigarro en la boca, convencido de que habían dado mal la vuelta en algún punto y se estaban dirigiendo rumbo a la mismísima “Quebrada del Diablo” de la que no saldrían ni sus huesos, porque siempre parecían ir en la dirección contraria. Su hermano lo intentaba tranquilizar señalando líneas en el papel y argumentando con falsa convicción y cada vez con menos credibilidad, lo bien que estaban encaminados, “¿Y si se trata de una broma?” Damián hacía mucho rato que estaba rumiando la duda hasta que no la aguantó más y decidió escupirla, su hermano sólo lo miró con cara de ver a un mentalista, pues él también estaba empezando a temer lo mismo, había muchas más ciudades y pueblos más cercanos para elegir y habían elegido uno cuyo sólo nombre ya parecía inventado, “No, no lo creo…” dijo Vicente y apretó los dientes concentrándose en el camino, pero luego sintió el peso de la mirada de reproche de su hermano y debió volver la vista hacia él, “Puede que haya llamado Diego…” su certeza era tan endeble como su capacidad para mantener la mirada de su hermano, quien lo miraba como al idiota que ha estropeado todo, “O tal vez el tipo ese al que le diste nuestra foto, ahora está revolcándose de la risa con sus amigos, imaginándose a éste par de imbéciles llegando a un pueblucho perdido con dos casas y una vaca, que de seguro se asustan al vernos porque ya se les olvido cómo es la gente” y arrojó con desprecio el mapa a la parte trasera de la furgoneta para cruzarse de brazos, cerrar los ojos y olvidarse de cualquier expectativa. Ya había empezado a soñar algo bonito, cuando los golpes de su hermano lo despertaron: éste se veía realmente emocionado de haberse encontrado en el camino con un cartel con el nombre del pueblo y la dirección que debían seguir. Era un cartel bastante decente, hecho a mano, pero bien hecho, sin embargo, para Damián no fue suficiente para ilusionarse, decepcionado como aquel que va a ver su programa favorito y se encuentra con que es una repetición, prefirió volver a acurrucarse y cerrar los ojos, “Yo nunca dije que el pueblo no existiera…”

Guillermo Bustos era un hombre que ya había pasado la mitad de su vida, aunque aún permanecía fuerte y activo, cortaba troncos de leña y los iba apilando, mientras detrás de él, su hija Lucrecia y su hermana Ernestina trasplantaban y hacían matas nuevas de las muchas hierbas que esta última criaba para sus medicinas, cuando de pronto uno de las macetas cayó al suelo. Guillermo miró a su hermana como a quien rompe la última botella de vino, ella se veía impresionada, más bien asustada, un hombre acababa de llegar a su casa, vestía elegante aunque su ropa era vieja, llevaba bigote y una bien recortada barba en el mentón, sombrero de copa y muchas e innecesarias joyas encima. A Guillermo no le pareció nada más que un forastero algo extravagante, pero Ernestina mandó inmediatamente a su sobrina a que se metiera dentro de la casa y se quedó allí muy seria, como en guardia, como protegiendo la entrada. La mirada y la sonrisa de aquel forastero eran fríamente amables, como si estuvieran muy bien calculadas y medidas, les dijo que era dueño de un circo, que se había quedado corto de personal y que al pasar, se había fijado en su hija, y que tal vez estarían dispuestos a recibir una muy buena recompensa por ella. A Guillermo ya no le parecía sólo un forastero extravagante, sino alguien con tanto poder como deshonestas intenciones, miró a su hermana y ésta le respondió con un breve pero enérgico “no” con la cabeza, luego ésta volvió a clavar la mirada en el forastero. Guillermo hacía esfuerzos por mantenerse firme y se le notaba en los músculos de la cara, aquel hombre le inspiraba una autoridad que no sentía desde que era un niño y su padre le ordenaba de un grito que dejara en paz a los pollos con los que se divertía, eso, además de algo de miedo que no se atrevía a admitir “Perdone señor, pero no puedo hacer eso, ella es mi única hija…” dio gracias a Dios interiormente por esa excusa, era la única que se le ocurrió y parecía buena, el forastero volvió a sonreír, tenía los dientes tan parejos que parecían falsos, “Vamos hombre, son tiempos difíciles, seguro que necesitas una ayuda… el invierno fue duro la última vez, perdiste varios animales… y este año serán más ¿Con qué los vas a alimentar?” Guillermo volvió a ojear a su hermana, parecía una estatua, con el ceño y los labios apretados, dispuesta a matar a quien intentara cruzar el umbral que custodiaba, él en cambio se sentía intimidado, y no era hombre asustadizo, “Perdone señor, pero no…” respondió con la vista en el suelo, parecía un esclavo disculpándose ante su amo por no haber cumplido la cuota de trabajo que debía, el foráneo en cambio parecía complaciente, “No importa hombre, tranquilo, yo sólo preguntaba… pero, me gustaría pedirte un favor” Guillermo aceptó, en el fondo sentía que no le quedaba otra alternativa, el forastero sacó una moneda del interior de su abrigo, era de oro y enorme que no se podía empuñar en la mano y se la dio a Guillermo, “Guárdame esto, no quiero andarla trayendo encima y volveré por aquí dentro de poco tiempo. Cuando vuelva por ella… te podrás quedar con la mitad de la moneda” Saludó a Ernestina con el sombrero y se fue tan campante y relajado como había llegado. La mujer en seguida se lanzó sobre su hermano, “Esa moneda es oro del infierno, ni se te ocurra usarla o te condenarás junto con toda tu familia… ¡Hazme caso!” Ernestina ni siquiera se atrevía a tocarla; Guillermo se sentía sudado como caballo de cuatrero, y no sólo por la leña que había estado cortando “¡Claro que no, mujer por Dios! ¿Me tomas por imbécil? Ese tipo me heló hasta los huevos, Dios quiera que no vuelva por aquí, pero por si acaso, esta cosa la voy a esconder donde ni yo mismo me acuerde…”

León Faras.

jueves, 19 de septiembre de 2019

La Hacedora de Vida. Segunda parte.


Segunda Parte.

1.

El cuerpo robot portador de consciencia encendió la luz de sus ojos, en el momento exacto en el que Mansi despertaba de su sueño y se encontraba en el interior de la máquina cuya carga de energía, lo podía ver, estaba completa y listo para funcionar. Lo primero que hacía era revisar las funciones vitales de su otro cuerpo, el orgánico y comprobar que a pesar de su completa inmovilidad, mantenía un buen estado de salud. Éste estaba dentro de una habitación de cristal, recostado sobre una camilla conectado por decenas de cables y mangueras en la cabeza y el resto del cuerpo, a un montón de aparatos de diferentes formas y tamaños que la rodeaban como los enanos a Blanca Nieves en su funeral; fuera de la habitación y de todo esto, un computador de estructura tosca y abombada y de un amarillo ya blanqueado en los bordes, pasaba constantemente datos que Mansi leía y comparaba todos los días. Una cosa más que su cuerpo orgánico hacía sin parar y desde siempre, pero que hasta ahora no parecía tener motivo ni impacto en su salud, era lagrimear, simplemente no podía evitarlo ni explicarlo. Una curiosidad más en un mundo lleno de gente curiosa. Luego de eso, se iba a la otra habitación de su casa donde podía pasar días enteros, cuando no tenía o no quería salir: el cuarto en el que su padre había trabajado toda su vida en la creación de una planta, un ser vivo vegetal, un árbol capaz de generar su propia agua y de vivir y reproducirse en el ambiente inerte que rodeaba la isla, un proyecto que estaba muy avanzado en lo teórico, pero que aún no podía ser llevado a la práctica de manera exitosa, sin embargo, Mansi se sentía cada vez más cerca de lograrlo, pero aún sus pequeñas creaciones verdes tenían una existencia limitada, sólo le faltaba una pequeña pieza del puzzle con la que no podía dar, aún. En ese momento, llamaron a su puerta, no esperaba a nadie y generalmente nadie la visitaba; se echó un vistazo sobre sí misma, estaba “desnuda”, es decir, su cuerpo metálico se veía tal como el de cualquier robot, no es que eso estuviese mal, pero todavía le incomodaba un poco que la gente la viera así, sin embargo, fuera de confundirla con un robot cualquiera, a la mayoría de las personas les daba lo mismo, aun así, cogió uno de sus vestidos y una de sus pelucas y se los puso rápidamente. A una de las personas, la reconoció enseguida, era la chica ciega que aquella noche, en que conoció a Boris, participaba del juego de Orión, el otro era un muchacho grandote al que no recordaba haber visto, la razón por la que Dixi y Reni Rochi estaban allí era porque Boris quería verla y para los muchachos, la sola idea de tener que volver a bajar y luego subir al robot y su silla por las escaleras, era sencillamente inadmisible e irrepetible, por lo que ellos decidieron salir a buscarla a ella, y no fue tan difícil de encontrar, gracias a que el aspecto de Mansi era tan peculiar como inconfundible.

El nuevo Audio-visor 5000 de Dixi era una maravilla, en cuanto entró a la casa de su hermana, el aparato le describió con toda exactitud la figura de un cuerpo inerte que guindaba colgado con una cuerda del cuello, la chica soltó un grito fuerte y agudo, aunque bastante breve, pero suficiente para que todos dieran un respingo, a excepción de Mansi que los acompañaba, porque su cuerpo artificial no tenía ese tipo de reacciones reflejas tan finas ni un sistema nervioso tan avanzado, pero de haberlos tenido, seguro que también daba un salto. Tampoco Boris lo hizo, su cuerpo era incapaz, pero además, era él quien estaba suspendido en el aire por una cuerda atada a su cuello. Nora y Yen Zardo estaban allí, ambos con cara de circunstancia, tiraban en ese momento con todas sus fuerzas y el escaso peso de sus cuerpos, del otro extremo de la cuerda donde estaba atado el robot, “¡Reni, no te quedes ahí parado y ayúdame!” gritó Nora con los dientes apretados, el chico se acercó con algo de duda, pero en cuanto notó lo que estaba sucediendo, se apresuró a sujetar la cuerda: la idea había sido de Nora, había conseguido un bonito traje de un color rojo oscuro bastante elegante para ponérselo a Boris y que de esa manera, su aspecto estuviera acorde con el de su invitada. La otra idea, la de colgar al robot por el cuello como a un ahorcado en el Oeste, fue de Yen Zardo, aunque viéndolo fríamente, aquello era lo más práctico que podían hacer con un cuerpo metálico exánime de doscientos kilos.

Los muchachos se quedaron amontonados en un rincón con un vaso de un miserable sucedáneo de limonada en la mano, el cual apenas habían tocado, en actitud forzada, innecesariamente serios, intentando pasar desapercibidos, pero poniendo toda su atención y de la manera más burda posible, en lo que Boris hablaba con Mansi, que no era otra cosa más que contarle el cómo y por qué es que debía de hacer un viaje a los bosques de chatarra en busca de un hombre al que, estaba seguro, había conocido en sueños y que ahora deseaban que encontrara como esperanza para salvar lo que quedaba de la humanidad habitando en la Isla y que se lo debía contar, porque estaba muy interesado en conocerla un poco más a ella y pasar más tiempo juntos. Mientras Nora se masajeaba la frente sin entender cómo un robot podía llegar a ser tan cursi por culpa de la televisión, para Mansi era otra cosa la que no entendía, que hasta ese momento, ella creía que, al igual que sí misma, Boris tenía un cuerpo humano al que permanecía conectado, porque, de otra manera era imposible que un robot tuviera una personalidad tan elaborada y sobre todo tan particular, la que se podía imitar, pero siempre resultaba tal imitación, blandengue e inverosímil, tan falsa como cuando un robot quiere contar un chiste, pero no Boris, él tenía una personalidad perfectamente humana “…no hay ningún cuerpo humano al que esté conectado, pero la consciencia que habita dentro de mí, puedo asegurártelo, es tan humana como la tuya o la de cualquiera…” los aparatosos tosidos de Nora le interrumpieron en ese momento: acababa de ahogarse con su limonada al oír aquello último. Boris continuó imperturbable después de unos segundos, “…no sé cómo explicarlo, ya te lo dije antes, esto no es más que el resultado de un extraño accidente…” Tenía razón, oír a Boris, no era oír a un robot, y además se veía tan real enfundado en ese elegante traje rojo y negro, que incluía hasta el sombrero… pero no los zapatos, eso ya era pedir demasiado para Nora y los demás… Mansi podía ver una persona en él, pero el hecho de que esa persona no existiera en realidad, era algo muy difícil de aceptar, eso significaba que no era más que un robot, y un robot no podía ser muy diferente del refrigerador o de la máquina para esterilizar desechos humanos, y se sentía muy raro pensar en ser “amiga” de una de esas cosas. Sin embargo, no dijo nada, solamente aceptó que luego, cuando regresara de aquel viaje, podían conocerse un poco mejor, estaba confusa, y eso le daría tiempo para aclarar sus ideas, sobre todo, sus encontrados y raros sentimientos.



León Faras.

viernes, 6 de septiembre de 2019

Lágrimas de Rimos. Segunda parte,


XXXVIII.

“Y… ¿Toda tu vida has sido soldado, o te dedicabas a otra cosa antes?” Cransi siempre buscaba hablar de cualquier cosa cuando el silencio se prolongaba demasiado, como una obligación tácita, y en la celda donde aguardaban encerrados, el silencio se volvía molesto e incómodo, tras la irrecuperable caída de Damir y la desaparición de Cherman, a pesar de que no eran ni de lejos los primeros compañeros caídos de sus vidas y ni siquiera, de esa noche. Garma lo comprendía, Cransi hablaba porque era de las personas a las que el silencio se les vuelve desesperante, insoportable de alguna manera para su propia tranquilidad mental, así que sólo respondió, “No, nunca fui soldado, yo y mi padre fuimos leñadores toda la vida…” De ahí que sus armas favoritas fueran las hachas, una grande y dos pequeñas que llevaba a ambos lados de la cintura. Garma era un hombre mayor, el más viejo del grupo, salvo por Gabos, aunque no se le notara, tal vez porque era completamente calvo y su barba, castaño claro y terminada en un par de trenzas, a las que siempre estaba acariciando, se veían apenas salpicada de algunas canas, por otro lado, era un hombre tranquilo y pacífico, que demostraba tener una enorme fuerza y resistencia cuando era necesario, “…cortábamos y transportábamos madera desde el Bosque Muerto hasta Rimos, para la construcción de las casas y los talleres. Hubiesen visto el bosque en esos años, era realmente inagotable, gigantesco y completamente seco hasta las raíces. Se hubiese hecho un poblado mucho más grande que Rimos en aquel terreno, sino fuera porque aquel era un sitio maldito, allí  no crecía ni una sola brizna de hierba en todo el bosque” Egan, en cuclillas con la espalda apoyada en las rejas, seguía la historia con gran interés, “Y qué hay de las estatuas fantasma, de las que todos hablan y nadie ha visto, ¿Tú viste una alguna vez?” Para todos, aquello de las estatuas no era más que cuentos de viejos para burlarse de los más jóvenes, pero había sido tantas veces repetido que podía dejar lugar para dudas. Garma era un hombre pausado, se tomaba algunos segundos antes de responder, como si buscara las palabras cuidadosamente, “Tenía yo unos doce o trece años, cuando los hombres me mandaron a subir a un árbol para buscar orientación de hacia dónde estaba el resto del grupo trabajando, no era fácil subirse a esos árboles, eran de troncos blancos y muy lisos, como serpientes despellejadas, ¿Sabes? era necesario ser un rapaz ágil para lograrlo, yo usaba una tira de cuero mojado en las manos para abrazar el tronco y con los pies descalzos llegaba a las partes más altas, desde allí, y por pura casualidad, la vi, al principio pensé que era una persona, pero su aspecto era raro, ya saben, no tenía color, además de que no parecía moverse. Al llegar junto a Ella, porque tenía el aspecto de una mujer joven, se trataba de una escultura hecha de un material que no se puede explicar, como del hielo más fino, de escarcha, pero sin ser escarcha, pues no se derretía. Al verla de cerca podías ver las suaves grietas en sus labios, las líneas de sus manos, sus pestañas, el iris de los ojos esculpidos en hielo. Era lo más increíble que habíamos visto nunca, hasta que a alguien se le ocurrió tocarla, aunque de la forma más delicada posible, para sentir su textura: allí donde la tocó, la escultura comenzó a pulverizarse, a despedazarse en partículas de polvo tan pequeñitas que desaparecían a los sentidos, sin que nada se pudiera hacer para detenerlo. En cuestión de segundos, la chica había desaparecido por completo sin dejar nada, ni siquiera una mancha en el suelo, sólo una gran duda sobre si alguna vez realmente había existido o sólo había sido un juego de los dioses. Sí, si me lo preguntas, yo una vez vi una, pero no sé qué fue lo que vi” Todos se quedaron imaginando por unos segundos las infinitas posibilidades de lo que aquello pudo haber sido, hasta que Cransi retomó la pregunta anterior, “Pero, ¿Entonces cómo terminaste siendo soldado?” Garma estaba meditando sus próximas palabras para responder, cuando llegó Cegarra frente a ellos, traía una expresión muy grave en el rostro, tras él, Prato intentaba imitarle la seriedad del momento, pero inevitablemente le resultaba forzado y exagerado. Ya todos estaban al tanto de lo sucedido con el gran Tigar, la Rueda se había quedado sin su mejor guerrero y sin su principal atractivo, nunca más sería lo mismo y pasarían incontables generaciones antes de que aquello fuese superado, sin embargo, el espectáculo debía continuar, “…ustedes lo saben tan bien como yo, la gente necesita divertirse, y un rey como yo, debe preocuparse de que su gente tenga lo que necesita, o si no, ¿Qué clase de rey sería? Sencillamente, no podría ser rey de nada…” Prato, tras él, asentía a todo con profunda convicción. Cegarra cerró su discurso para luego soltar lo que realmente venía a decir “…Las cosas no salieron como esperábamos. Uno de ustedes deberá quedarse como guerrero, el resto será puesto en libertad, lo juro como rey. Si no lo aceptan, todos ustedes serán desarmados y obligados a pelear desnudos y atados por el cuello. Los perros siempre son necesarios en la Rueda para divertir al público”

Una vez que la recién nacida, hija del príncipe Ovardo y su mujer, quedó bien alimentada y tranquila, la nodriza anunció que se iba a atender a sus propios hijos para regresar a amamantar a la bebé de vuelta por la mañana. Teté se quedó arrullando a la niña hasta dormirla, prefería eso a volver a la cocina y enterarse de lo que estaba pasando en el resto de la casona con el príncipe y la princesa, se le mojaban los ojos sólo con recordar el sufrimiento final de ésta última para traer al mundo a esa pequeña niña que ahora dormía ajena a todo en su regazo. Serna, luego de despachar a la ama de cría, se acercó allí, Teté lo miró esperando ser regañada por algo que aún no sabía qué, pero el clérigo sólo le pidió que se quedará allí, que se encargara de la recién nacida y que si alguien le decía algo, sólo respondiera que Serna le había ordenado quedarse al cuidado de la hija del príncipe Ovardo, eso ya le daba cierta tranquilidad para ponerse cómoda, recostar a la niña en la cama y tal vez recostarse ella también, o tal vez no, el príncipe podía querer venir a conocer a su hija en cualquier momento y no quería que la sorprendieran durmiendo. Había oído cosas muy feas sobre el estado del príncipe, su amigo Cal, le había dicho que incluso había perdido la vista por un extraño maleficio, pero ya estando aquí, en su casa, seguro que se recuperaría rápido, no como a la princesa Delia, a la que no volverían a ver nunca. Sus ojos se volvieron a humedecer. El cuerpo de aquella, en ese momento, ya había sido preparado para la incineración, permanecía envuelto en telas blancas y limpias, sin manchas de sangre, y bien atado como un paquete, esperando en una habitación cerrada, alejada de aquella en la que había derramado su sangre, a que la lluvia aplacase un poco. En Rimos no había espacio para meter muertos en la tierra. Por otro lado el príncipe, luego del baño, dormía sin necesidad de somníferos, los que Serna había recomendado, o al menos esa era la impresión que daba, porque ya no cerraba sus ojos secos como frutos deshidratados, sólo permanecía quieto, con una respiración débil y un persistente movimiento de mandíbula que podía ser por igual, para quien habla en sueños, reza una oración o como para aquel que simplemente muere de frio.



León Faras.