viernes, 27 de septiembre de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXVII

“El hombre de las cavernas de Pravia” Así rezaba el nuevo cartel puesto sobre la jaula de Diego Perdiguero que Cornelio Morris había mandado a poner, estaba satisfecho, aunque no lo reflejaba en absoluto en el rostro, su circo estaba estancado y no había forma de que se quitara eso de la cabeza. En el camión, Eusebio, quien había dejado a su hermano durmiendo un rato, enseñaba a Sofía los misterios de la conducción de camiones, mostrándole cómo se echaban a andar los motores y cómo se metían las marchas para dar los primeros emocionantes movimientos al mando de semejante coloso de hierro, la niña estaba fascinada, a pesar de que apenas podía presionar los pedales, no le daba miedo y eso siempre era lo principal para alguien que quería aprender. Cornelio la observaba sin que nada ni nadie pudiera delatar qué estaba pasando por su mente, Beatriz Blanco llegó a su lado, “¿Eugenio se recuperará, verdad?” Cornelio la miró como se le mira a un inoportuno: tenía que recuperarse, al menos para poder mover su camión y sacar al circo de donde se encontraba, “Claro que lo hará, o si no, ya no me servirá de nada…” dijo con un marcado desprecio, tanto en la voz como en la mirada, y se retiró a su oficina. Sin embargo, arrastraba un asunto desde mucho antes y que lo importunaba como un grano en el culo, Mustafá. No quería prescindir del muñeco, pero sí quería deshacerse de Román, pero no era tan fácil reemplazarlo, las voces se lo habían dicho, “…un contrato es un contrato, o te quedas con los dos, o te deshaces de ambos…”

Por lo general, lo hacía Von Hagen sin que nadie se lo pidiera, pero al estar éste demasiado débil para moverse, fue su amigo Ángel Pardo quien se ofreció a limpiar el estanque de vidrio de Lidia antes de la actuación, por su altura, hasta se le hacía más fácil. Al llegar allí se encontró a Eloísa pegada a los cristales, la turbiedad del agua apenas dejaba ver la silueta de la sirena en el interior cuando ésta no deseaba acercarse. La gente comenzaba a llegar y pronto comenzaría el espectáculo, “¿Ella fue transformada como yo?” preguntó Eloísa al reflejo en el vidrio, el gigante tardó unos segundos en notar que era a él a quien iba dirigida la pregunta, “No lo sé, niña, yo siempre la he visto ahí dentro… Deberías…” quiso advertirle que pronto comenzaría su presentación, pero la niña no parecía preocupada por eso, “Es muy triste, ¿no lo crees? Yo podría haber sido ella, pero yo ahora tengo alas y ella sólo una cubeta con agua… ¿Por qué?” Aquello último, la niña lo preguntó mirando al gigante hacia las alturas de sus ojos, “¿Por qué hay gente que come hasta reventar, mientras otros mueren de hambre?... Yo qué sé, niña, supongo que al que llaman Dios, le divierte ese tipo de cosas…” “Tal vez lo merezca, hay gente que merece cosas así…” respondió la muchacha, al tiempo que saltaba fuera del acoplado, pero justo antes de poner los pies en el suelo, abrió sus alas y desapareció en el cielo. De seguro que había gente que podía merecer cosas así, al menos por algún tiempo, pero Lidia no era una de esas, bastaba con mirar sus ojos. El gigante comenzó a pasar su trapo sobre los cristales con parsimonia y melancolía, no alcanzó a responder nada a la niña antes de que ésta desapareciera, pero de haber podido, seguramente hubiera dicho algo así.

La verdad era que San Antonio de Sotosierra era un pueblo con más que dos casas y una vaca. Era un lugar agradable, encajonado entre cerros, con los terrenos disponibles perfectamente divididos, organizados y parcelados, donde cada cual tenía su casa y sus árboles frutales o cultivos, además contaban con una plaza en el medio y una iglesia. Los vehículos motorizados no eran tan comunes en el pueblo, pero tampoco era suficiente como para asustar a nadie. Vicente detuvo la furgoneta frente a la casa de un abuelo que tomaba el sol de la tarde junto a la puerta, el lugar se veía bastante vacío, poca gente, hasta los perros parecía que ese día habían tenido algo más importante que hacer en otra parte, Damián preguntó con cortesía y el abuelo, luego de acomodarse de lado para escuchar, respondió que había llegado un circo hace dos días, y que ese tipo de cosas eran novedad para los más jóvenes porque, en San Antonio nunca pasaba nada más interesante que un caballo con la pata rota o una chiquilla preñada de la nada, de vez en cuando se podían ver rayos en el cielo, pero a la hora a la que suceden, casi todos están durmiendo. Así que un circo era un acontecimiento y toda la gente estaba allí. Y les señaló la dirección en la que debían ir. “Hace dos días…” reflexionó Vicente, “¿Cuánto crees que se demoraron esos camiones en llegar aquí?” su hermano observaba todo con aceptación, “Te dije que habías tomado el peor camino, seguro que hay otro mucho más corto y mejor” Damián estaba convencido de eso, pero Vicente lo dudaba mucho, aunque no dijo nada, en ese momento el Gran Circo de Rarezas de Cornelio Morris aparecía allí al fondo ante sus ojos y se podía ver, sin lugar a dudas, que absolutamente todo el pueblo estaba allí. “¿Lo ves? Te dije que ese hombre-mono nos ayudaría…” “Sí…” su hermano respondió sin interés ni entusiasmo.


Dejaron la furgoneta estacionada a prudente distancia para acercarse a pie, tal vez encontrar a su amigo peludo sería una buena idea, pero al final sólo Damián lo hizo, Vicente se quedó en el vehículo, podía ser reconocido, incluso por el mismo Cornelio Morris, de la última vez que estuvo vestido de barrendero husmeando en el circo. El espectáculo, en su mayoría, ya había terminado, pero ni una sola de las personas que estaban allí pretendía moverse, seguían entusiasmadas luego de ver las increíbles atracciones, “Llegan tarde, señores, pero les aseguro que no se arrepentirán de haber venido, porque por unas pocas monedas les mostraré algo que jamás han visto sus ojos antes, ni encontrarán en ningún otro lugar del mundo… mi nombre es Cornelio Morris, y soy el propietario de este circo” Damián aceptó encantado y se registró los bolsillos en busca de dinero, Cornelio ofreció su profundo sombrero de copa en el que fueron cayendo muchísimas monedas de su entusiasmado público, luego, con un rápido movimiento, el sombrero volvió a su cabeza y de las monedas nunca más se supo. Frente a él, había una especie de carro con ruedas, una de esas jaulas muy comunes de los circos, que permanecía cubierta con una lona gruesa, la gente de inmediato se empezó a agrupar alrededor, no dispuestos a perderse nada de lo que sucedía, “Hemos dejado esto para el final, pues lejos de impresionarse con las maravillas que oculta el mundo, ahora verán la parte más oscura de la naturaleza, aquella capaz de convertir a un ser humano, como ustedes o como yo, en poco más que un animal salvaje, sin vocabulario ni civilidad…” Damián estaba realmente interesado, debía aceptar que Cornelio hacía realmente bien su trabajo, “…fue encontrado en unas profundas cavernas en las cuales se crió toda su vida. En la oscuridad permanente perdió el sentido de la vista, en la soledad, nunca aprendió ningún tipo de lenguaje. Sobrevivió solo, alimentándose de insectos y alimañas, a tal punto que hoy es incapaz de probar comida normal como la que se sirve en nuestras mesas…” Un hombre, un empleado del circo se aproximó con una pequeña jaula en la que luchaban por escapar tres pequeñas ratas, Damián comenzaba a temerse algo raro en todo eso pero no se lo acababa de creer, ni mucho menos de imaginar, “Señoras y señores, procuren controlar sus nervios. Les presento, al increíble Hombre de las Cavernas de Pravia” Damián tenía mucha curiosidad, por un momento, hasta pensó que sería una nueva atracción a la que quizá sería interesante fotografiar alguna vez para luego vender las imágenes, pero en cuanto la lona fue removida, su expresión expectante se derrumbó, se convirtió en incredulidad, luego en espanto y finalmente en repugnancia, Cornelio lo notó enseguida y sonrió, pues eso era lo que buscaba conseguir en su público, eran aquellos los que siempre volvían y los que siempre estaban dispuestos a pagar más, pero esta vez se equivocaba. Las ratas fueron liberadas dentro de la jaula de Diego Perdiguero y una a una éste comenzó a devorarlas vivas, sin siquiera preocuparse del público que lo observaba con todo el asco y el horror del mundo, ni mucho menos enterarse de la presencia de su amigo, Damián Corona, que no podía creer lo que veía, ni menos imaginar cómo lo haría para explicárselo a su hermano.


León Faras.

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