martes, 24 de septiembre de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXVI.

Esto era algo que nunca antes había sucedido en el circo: cuatro bajas de una sola vez y encima de eso, el circo pronto comenzaría a exigir moverse, y tendría que hacerlo o toda su empresa se vendría abajo. Cornelio Morris se paseaba desde muy temprano con un genio intolerante e insoportable, estaba claro que además, no había descansado nada durante la noche. Román Ibáñez parecía sólo dormir con mínimos intervalos de agua y comida para luego seguir durmiendo, como un perro abandonado sin intenciones de aferrarse a la vida. Si le hubiesen sacado la sangre a él para el Curandero, se hubiese ahorrado a un inútil, pero ahora el tonto de Horacio Von Hagen también estaba tirado en su litera, débil como un fideo recocido luego de haber perdido un montón de su sangre, además de dejar furioso a su jefe con su inesperado ataque de valentía y heroísmo. Y ni hablar del pobre Eugenio Monje, aquel era el único que realmente le importaba a Cornelio, y no por algo personal. Se recuperaba lentamente, pero mientras no pudiera conducir el camión, su circo estaba estancado en ese pueblucho, pues su hermano, quien permanecía a su lado, no podía hacer nada sin él, ni siquiera su truco de magia para divertir al público. Lo único que lo consolaba, era que sólo con las actuaciones de Lidia, Eloísa y la del nuevo Diego Perdiguero, era suficiente para dejar más que satisfecho a cualquier público, pero lo que lo desesperaba, era que pronto el circo tendría que moverse y tendría que hacerlo como fuera. Echó un vistazo dentro de la tienda donde reposaban sus tres trabajadores desmejorados, lo hizo sin real intención, de forma casual, pero de inmediato se arrepintió, soltó un gruñido y se fue maldiciendo entre dientes; allí estaban Beatriz, poniendo paños húmedos en la frente de Eugenio y revisando y cambiando los parches de una herida que no sangraba, y por el otro lado estaba Eloísa junto a Ángel Pardo metiéndole cucharadas en la boca a Horacio y Román, de un caldo negro a base de hueso, grasa y lentejas, que según la abuela de la niña, Prudencia, era de lo mejor para recuperar sangre y energía, sobre todo cuando los partos se volvían complicados. Horacio comía sentado en la cama, mientras que Román sólo tragaba pequeñas porciones de comida de forma torpe e inconsciente que a cada rato Ángel Pardo debía limpiar de su barbilla, “¿Es cierto que mató a un hombre…?” La chiquilla, mientras sostenía el plato de comida en las manos, miraba al enano con serias dudas de que aquel hombrecillo pequeño y desvalido fuera capaz de matar nada, el gigante, que era enorme aun estando sentado en un ridículamente pequeño taburete para su tamaño, la miró con la infinita ternura de sus ojos, “Eso es lo que dicen… pero nadie lo vio, nadie salvo… el jefe. Yo que sé. Tal vez cuando se recupere le podamos preguntar” Eloísa sólo soltó un “M” de aprobación con el ceño apretado y le encajó una nueva cucharada de lentejas en la boca a Horacio, que parecía más muerto de sueño que de hambre. 

Vicente llevaba horas conduciendo y por lo que había averiguado con el tipo de la gasolinera y según el mapa que había conseguido, todavía le quedaba varias más para llegar a San Antonio de Sotosierra, y no es que el lugar estuviera tan lejos, pero se trataba de un camino terriblemente enrevesado, bordeando cerros y lechos secos de ríos y luego más cerros, donde no se podían ver ni vacas. Era muy extraño cómo aquel circo, con semejantes atracciones, eligiera pueblos tan pequeños y aislados. Damián, a su lado, ojeaba el mapa con un cigarro en la boca, convencido de que habían dado mal la vuelta en algún punto y se estaban dirigiendo rumbo a la mismísima “Quebrada del Diablo” de la que no saldrían ni sus huesos, porque siempre parecían ir en la dirección contraria. Su hermano lo intentaba tranquilizar señalando líneas en el papel y argumentando con falsa convicción y cada vez con menos credibilidad, lo bien que estaban encaminados, “¿Y si se trata de una broma?” Damián hacía mucho rato que estaba rumiando la duda hasta que no la aguantó más y decidió escupirla, su hermano sólo lo miró con cara de ver a un mentalista, pues él también estaba empezando a temer lo mismo, había muchas más ciudades y pueblos más cercanos para elegir y habían elegido uno cuyo sólo nombre ya parecía inventado, “No, no lo creo…” dijo Vicente y apretó los dientes concentrándose en el camino, pero luego sintió el peso de la mirada de reproche de su hermano y debió volver la vista hacia él, “Puede que haya llamado Diego…” su certeza era tan endeble como su capacidad para mantener la mirada de su hermano, quien lo miraba como al idiota que ha estropeado todo, “O tal vez el tipo ese al que le diste nuestra foto, ahora está revolcándose de la risa con sus amigos, imaginándose a éste par de imbéciles llegando a un pueblucho perdido con dos casas y una vaca, que de seguro se asustan al vernos porque ya se les olvido cómo es la gente” y arrojó con desprecio el mapa a la parte trasera de la furgoneta para cruzarse de brazos, cerrar los ojos y olvidarse de cualquier expectativa. Ya había empezado a soñar algo bonito, cuando los golpes de su hermano lo despertaron: éste se veía realmente emocionado de haberse encontrado en el camino con un cartel con el nombre del pueblo y la dirección que debían seguir. Era un cartel bastante decente, hecho a mano, pero bien hecho, sin embargo, para Damián no fue suficiente para ilusionarse, decepcionado como aquel que va a ver su programa favorito y se encuentra con que es una repetición, prefirió volver a acurrucarse y cerrar los ojos, “Yo nunca dije que el pueblo no existiera…”

Guillermo Bustos era un hombre que ya había pasado la mitad de su vida, aunque aún permanecía fuerte y activo, cortaba troncos de leña y los iba apilando, mientras detrás de él, su hija Lucrecia y su hermana Ernestina trasplantaban y hacían matas nuevas de las muchas hierbas que esta última criaba para sus medicinas, cuando de pronto uno de las macetas cayó al suelo. Guillermo miró a su hermana como a quien rompe la última botella de vino, ella se veía impresionada, más bien asustada, un hombre acababa de llegar a su casa, vestía elegante aunque su ropa era vieja, llevaba bigote y una bien recortada barba en el mentón, sombrero de copa y muchas e innecesarias joyas encima. A Guillermo no le pareció nada más que un forastero algo extravagante, pero Ernestina mandó inmediatamente a su sobrina a que se metiera dentro de la casa y se quedó allí muy seria, como en guardia, como protegiendo la entrada. La mirada y la sonrisa de aquel forastero eran fríamente amables, como si estuvieran muy bien calculadas y medidas, les dijo que era dueño de un circo, que se había quedado corto de personal y que al pasar, se había fijado en su hija, y que tal vez estarían dispuestos a recibir una muy buena recompensa por ella. A Guillermo ya no le parecía sólo un forastero extravagante, sino alguien con tanto poder como deshonestas intenciones, miró a su hermana y ésta le respondió con un breve pero enérgico “no” con la cabeza, luego ésta volvió a clavar la mirada en el forastero. Guillermo hacía esfuerzos por mantenerse firme y se le notaba en los músculos de la cara, aquel hombre le inspiraba una autoridad que no sentía desde que era un niño y su padre le ordenaba de un grito que dejara en paz a los pollos con los que se divertía, eso, además de algo de miedo que no se atrevía a admitir “Perdone señor, pero no puedo hacer eso, ella es mi única hija…” dio gracias a Dios interiormente por esa excusa, era la única que se le ocurrió y parecía buena, el forastero volvió a sonreír, tenía los dientes tan parejos que parecían falsos, “Vamos hombre, son tiempos difíciles, seguro que necesitas una ayuda… el invierno fue duro la última vez, perdiste varios animales… y este año serán más ¿Con qué los vas a alimentar?” Guillermo volvió a ojear a su hermana, parecía una estatua, con el ceño y los labios apretados, dispuesta a matar a quien intentara cruzar el umbral que custodiaba, él en cambio se sentía intimidado, y no era hombre asustadizo, “Perdone señor, pero no…” respondió con la vista en el suelo, parecía un esclavo disculpándose ante su amo por no haber cumplido la cuota de trabajo que debía, el foráneo en cambio parecía complaciente, “No importa hombre, tranquilo, yo sólo preguntaba… pero, me gustaría pedirte un favor” Guillermo aceptó, en el fondo sentía que no le quedaba otra alternativa, el forastero sacó una moneda del interior de su abrigo, era de oro y enorme que no se podía empuñar en la mano y se la dio a Guillermo, “Guárdame esto, no quiero andarla trayendo encima y volveré por aquí dentro de poco tiempo. Cuando vuelva por ella… te podrás quedar con la mitad de la moneda” Saludó a Ernestina con el sombrero y se fue tan campante y relajado como había llegado. La mujer en seguida se lanzó sobre su hermano, “Esa moneda es oro del infierno, ni se te ocurra usarla o te condenarás junto con toda tu familia… ¡Hazme caso!” Ernestina ni siquiera se atrevía a tocarla; Guillermo se sentía sudado como caballo de cuatrero, y no sólo por la leña que había estado cortando “¡Claro que no, mujer por Dios! ¿Me tomas por imbécil? Ese tipo me heló hasta los huevos, Dios quiera que no vuelva por aquí, pero por si acaso, esta cosa la voy a esconder donde ni yo mismo me acuerde…”

León Faras.

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