XXVI.
Esto
era algo que nunca antes había sucedido en el circo: cuatro bajas de una sola
vez y encima de eso, el circo pronto comenzaría a exigir moverse, y tendría que
hacerlo o toda su empresa se vendría abajo. Cornelio Morris se paseaba desde
muy temprano con un genio intolerante e insoportable, estaba claro que además,
no había descansado nada durante la noche. Román Ibáñez parecía sólo dormir con
mínimos intervalos de agua y comida para luego seguir durmiendo, como un perro
abandonado sin intenciones de aferrarse a la vida. Si le hubiesen sacado la
sangre a él para el Curandero, se hubiese ahorrado a un inútil, pero ahora el
tonto de Horacio Von Hagen también estaba tirado en su litera, débil como un
fideo recocido luego de haber perdido un montón de su sangre, además de dejar
furioso a su jefe con su inesperado ataque de valentía y heroísmo. Y ni hablar
del pobre Eugenio Monje, aquel era el único que realmente le importaba a Cornelio,
y no por algo personal. Se recuperaba lentamente, pero mientras no pudiera
conducir el camión, su circo estaba estancado en ese pueblucho, pues su hermano,
quien permanecía a su lado, no podía hacer nada sin él, ni siquiera su truco de
magia para divertir al público. Lo único que lo consolaba, era que sólo con las
actuaciones de Lidia, Eloísa y la del nuevo Diego Perdiguero, era suficiente
para dejar más que satisfecho a cualquier público, pero lo que lo desesperaba,
era que pronto el circo tendría que moverse y tendría que hacerlo como fuera.
Echó un vistazo dentro de la tienda donde reposaban sus tres trabajadores desmejorados,
lo hizo sin real intención, de forma casual, pero de inmediato se arrepintió,
soltó un gruñido y se fue maldiciendo entre dientes; allí estaban Beatriz,
poniendo paños húmedos en la frente de Eugenio y revisando y cambiando los
parches de una herida que no sangraba, y por el otro lado estaba Eloísa junto a
Ángel Pardo metiéndole cucharadas en la boca a Horacio y Román, de un caldo
negro a base de hueso, grasa y lentejas, que según la abuela de la niña,
Prudencia, era de lo mejor para recuperar sangre y energía, sobre todo cuando
los partos se volvían complicados. Horacio comía sentado en la cama, mientras
que Román sólo tragaba pequeñas porciones de comida de forma torpe e
inconsciente que a cada rato Ángel Pardo debía limpiar de su barbilla, “¿Es
cierto que mató a un hombre…?” La chiquilla, mientras sostenía el plato de
comida en las manos, miraba al enano con serias dudas de que aquel hombrecillo
pequeño y desvalido fuera capaz de matar nada, el gigante, que era enorme aun
estando sentado en un ridículamente pequeño taburete para su tamaño, la miró
con la infinita ternura de sus ojos, “Eso es lo que dicen… pero nadie lo vio,
nadie salvo… el jefe. Yo que sé. Tal vez cuando se recupere le podamos
preguntar” Eloísa sólo soltó un “M” de aprobación con el ceño apretado y le
encajó una nueva cucharada de lentejas en la boca a Horacio, que parecía más muerto
de sueño que de hambre.
Vicente
llevaba horas conduciendo y por lo que había averiguado con el tipo de la
gasolinera y según el mapa que había conseguido, todavía le quedaba varias más
para llegar a San Antonio de Sotosierra, y no es que el lugar estuviera tan
lejos, pero se trataba de un camino terriblemente enrevesado, bordeando cerros
y lechos secos de ríos y luego más cerros, donde no se podían ver ni vacas. Era
muy extraño cómo aquel circo, con semejantes atracciones, eligiera pueblos tan
pequeños y aislados. Damián, a su lado, ojeaba el mapa con un cigarro en la
boca, convencido de que habían dado mal la vuelta en algún punto y se estaban
dirigiendo rumbo a la mismísima “Quebrada del Diablo” de la que no saldrían ni
sus huesos, porque siempre parecían ir en la dirección contraria. Su hermano lo
intentaba tranquilizar señalando líneas en el papel y argumentando con falsa
convicción y cada vez con menos credibilidad, lo bien que estaban encaminados,
“¿Y si se trata de una broma?” Damián hacía mucho rato que estaba rumiando la
duda hasta que no la aguantó más y decidió escupirla, su hermano sólo lo miró
con cara de ver a un mentalista, pues él también estaba empezando a temer lo
mismo, había muchas más ciudades y pueblos más cercanos para elegir y habían
elegido uno cuyo sólo nombre ya parecía inventado, “No, no lo creo…” dijo
Vicente y apretó los dientes concentrándose en el camino, pero luego sintió el
peso de la mirada de reproche de su hermano y debió volver la vista hacia él,
“Puede que haya llamado Diego…” su certeza era tan endeble como su capacidad
para mantener la mirada de su hermano, quien lo miraba como al idiota que ha
estropeado todo, “O tal vez el tipo ese al que le diste nuestra foto, ahora
está revolcándose de la risa con sus amigos, imaginándose a éste par de
imbéciles llegando a un pueblucho perdido con dos casas y una vaca, que de
seguro se asustan al vernos porque ya se les olvido cómo es la gente” y arrojó
con desprecio el mapa a la parte trasera de la furgoneta para cruzarse de
brazos, cerrar los ojos y olvidarse de cualquier expectativa. Ya había empezado
a soñar algo bonito, cuando los golpes de su hermano lo despertaron: éste se
veía realmente emocionado de haberse encontrado en el camino con un cartel con
el nombre del pueblo y la dirección que debían seguir. Era un cartel bastante
decente, hecho a mano, pero bien hecho, sin embargo, para Damián no fue
suficiente para ilusionarse, decepcionado como aquel que va a ver su programa
favorito y se encuentra con que es una repetición, prefirió volver a acurrucarse
y cerrar los ojos, “Yo nunca dije que el pueblo no existiera…”
Guillermo
Bustos era un hombre que ya había pasado la mitad de su vida, aunque aún
permanecía fuerte y activo, cortaba troncos de leña y los iba apilando,
mientras detrás de él, su hija Lucrecia y su hermana Ernestina trasplantaban y
hacían matas nuevas de las muchas hierbas que esta última criaba para sus
medicinas, cuando de pronto uno de las macetas cayó al suelo. Guillermo miró a
su hermana como a quien rompe la última botella de vino, ella se veía
impresionada, más bien asustada, un hombre acababa de llegar a su casa, vestía
elegante aunque su ropa era vieja, llevaba bigote y una bien recortada barba en
el mentón, sombrero de copa y muchas e innecesarias joyas encima. A Guillermo
no le pareció nada más que un forastero algo extravagante, pero Ernestina mandó
inmediatamente a su sobrina a que se metiera dentro de la casa y se quedó allí
muy seria, como en guardia, como protegiendo la entrada. La mirada y la sonrisa
de aquel forastero eran fríamente amables, como si estuvieran muy bien
calculadas y medidas, les dijo que era dueño de un circo, que se había quedado
corto de personal y que al pasar, se había fijado en su hija, y que tal vez
estarían dispuestos a recibir una muy buena recompensa por ella. A Guillermo ya
no le parecía sólo un forastero extravagante, sino alguien con tanto poder como
deshonestas intenciones, miró a su hermana y ésta le respondió con un breve
pero enérgico “no” con la cabeza, luego ésta volvió a clavar la mirada en el
forastero. Guillermo hacía esfuerzos por mantenerse firme y se le notaba en los
músculos de la cara, aquel hombre le inspiraba una autoridad que no sentía desde
que era un niño y su padre le ordenaba de un grito que dejara en paz a los
pollos con los que se divertía, eso, además de algo de miedo que no se atrevía
a admitir “Perdone señor, pero no puedo hacer eso, ella es mi única hija…” dio
gracias a Dios interiormente por esa excusa, era la única que se le ocurrió y
parecía buena, el forastero volvió a sonreír, tenía los dientes tan parejos que
parecían falsos, “Vamos hombre, son tiempos difíciles, seguro que necesitas una
ayuda… el invierno fue duro la última vez, perdiste varios animales… y este año
serán más ¿Con qué los vas a alimentar?” Guillermo volvió a ojear a su hermana,
parecía una estatua, con el ceño y los labios apretados, dispuesta a matar a quien intentara cruzar el umbral que
custodiaba, él en cambio se sentía intimidado, y no era hombre asustadizo,
“Perdone señor, pero no…” respondió con la vista en el suelo, parecía un
esclavo disculpándose ante su amo por no haber cumplido la cuota de trabajo que
debía, el foráneo en cambio parecía complaciente, “No importa hombre,
tranquilo, yo sólo preguntaba… pero, me gustaría pedirte un favor” Guillermo
aceptó, en el fondo sentía que no le quedaba otra alternativa, el forastero
sacó una moneda del interior de su abrigo, era de oro y enorme que no se podía
empuñar en la mano y se la dio a Guillermo, “Guárdame esto, no quiero andarla
trayendo encima y volveré por aquí dentro de poco tiempo. Cuando vuelva por ella… te
podrás quedar con la mitad de la moneda” Saludó a Ernestina con el sombrero y
se fue tan campante y relajado como había llegado. La mujer en seguida se lanzó
sobre su hermano, “Esa moneda es oro del infierno, ni se te ocurra usarla o te
condenarás junto con toda tu familia… ¡Hazme caso!” Ernestina ni siquiera se
atrevía a tocarla; Guillermo se sentía sudado como caballo de cuatrero, y no sólo
por la leña que había estado cortando “¡Claro que no, mujer por Dios! ¿Me tomas
por imbécil? Ese tipo me heló hasta los huevos, Dios quiera que no vuelva por
aquí, pero por si acaso, esta cosa la voy a esconder donde ni yo mismo me
acuerde…”
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario