viernes, 24 de enero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


II.

Fue curioso, pero Guillermina no dijo una palabra a nadie, Úrsula iba con los nervios tensos, preparada para recibir la condena del padre Benigno o por lo menos unas fuertes palabras de desaprobación al llegar por la noche a su cuarto, pero no recibió más que las “Buenas noches” acostumbradas por parte del sacerdote, sin embargo, Guillermina la esperaba en camisón de dormir y envuelta en un chal para hacerla confesar lo que ambas ya sabían, pues no había ninguna duda de que una mujer siempre sabía antes que nadie más cuándo estaba embarazada, y Úrsula no era la excepción, el problema era el cómo, pues la muchacha aseguraba que había sucedido en el más precioso de los sueños, Guillermina la miró con desconfianza, achicando los ojos, aquello se le hacía más sospechoso aún, no tanto lo de “sueño”, sino más lo de “precioso”, porque eso sólo podía ser que la chica estaba enamorada, y para Guillermina, ese era el principio de todas las desdichas de las mujeres, y encima, ya estaba embarazada, por lo que ya no había vuelta atrás, “Ay niña…” dijo compadeciéndose de ella, “…sólo esperemos que no te desgracien la vida tan pronto, pero al menos el doctorcito parece buena persona” Úrsula se quedó con la boca abierta, ella no había dicho nada sobre el doctor, esa mujer la leía como a un libro abierto, la vieja se apretó el chal al cuerpo y sonrió con suficiencia, “Pero muchacha, ¿Y de quien más vas a estar enamorada tú con tanto trabajo? Además, tú no eres la Virgen María para estarte embarazando en sueños, por lo que entre ustedes dos pasó algo y ahora tienen que hacerse cargo como Dios manda” Úrsula estaba angustiada, “Por favor, Guillermina, no diga nada hasta estar seguros, imagínese si luego…” Guillermina se puso de pie y la hizo callar con un gesto pedante de la mano, como si la chica fuera una especie de súbdito inoportuno, “Calla muchacha, calla ¿Quién te crees que soy yo? Éstas son cosas que no se pueden tomar así, a la ligera…” la vieja se lo pensó unos segundos, “…El doctor ya sabe que estás embarazada, estoy segura, pero como sabe que la criatura será suya, quiere estar bien seguro, pero lo vamos a tener que convencer lo antes posible porque se tienen que casar ¡Y tú no puedes pararte frente al altar con una tremenda barriga…!” Y mientras Úrsula se ruborizaba espantada mirándose el vientre, como si algo horroroso fuera a salir de ahí, Guillermina se persignaba como si estuviera frente a un escándalo aberrante de esos que hay que evitar a toda costa que salgan a la luz “…luego Diosito se nos ofende o San Lorenzo se espanta y suelta alguna calamidad y ni hablar del padre Benigno. Vamos a dejar al padre Benigno para el final, y ni se te ocurra decirle eso del “lindo sueño” a él o es capaz de dejarte sin comulgar por todo un año. Ahora duérmete tranquila y ya mañana veremos” Concluyó la vieja yéndose con propiedad, satisfecha y completamente dueña de la situación, dejando a la muchacha sin poder dormir por el resto de su vida. Al salir Guillermina, se encontró con el cura parado en el pasillo con cara de preocupación por el tono de conversación de las mujeres, “¿Sucede algo?” la vieja pasó junto a él ignorándolo como a un pelele, “…no es nada padre, váyase a la cama…”

La prisión era uno de esos sitios en los que siempre sucedían cosas raras, todos los muchachos tenían historias sobre que habían oído durante la noche puertas que se cerraban solas, que se veían faroles que rondaban los pasillos sin que su portador pudiera verse o que se sentían corrientes de aire helado donde no había una sola ventana cerca. Para ser guardia de la prisión no se exigía mucho, porque era un trabajo duro en el que se lidiaba con la peor escoria de la sociedad, se trabajaba en turnos largos, con poco tiempo libre y en un sitio que era de todo, menos acogedor, bastaba con que fuera más o menos joven, y que no fuera completamente idiota, aun así, los voluntarios no abundaban. Pedro Canelo era un tipo flaco y de baja estatura, que hace rato pintaba canas en toda su cabellera y el bigote, era el guardia más viejo de la prisión y el segundo en jerarquía, quien tomaba el mando cuando Aurelio no estaba. Se necesitaba ser mucho más duro de lo que parecía a simple vista, como para aguantar todos esos años y mantenerse cuerdo, porque él también tenía sus historias, aseguraba haber visto pasar frente a él, hace no más de un par de noches, al mismísimo Rogelio Vargas haciendo su ronda como si nada, tan real y silencioso como cuando estaba vivo, Pedro no hizo ni dijo nada, pero tuvo tiempo de sobra para observarlo detenidamente y asegurarse de que era él, o eso era lo que afirmaba, y tenía misma cantidad de partidarios que le apoyaban, que de detractores, que aseguraban que aquello no eran más que embustes. Aquella noche, una historia más se sumó al repertorio de cosas raras de los guardias de prisión, y esta vez había varios testigos, lo que la hacía innegable: Canelo volvía de uno de los puntos más alejados de la prisión a la sala de guardia a tomarse un trago de aguardiente para abrigar los huesos, cuando uno de los presos lo detuvo sacando el brazo a través de los barrotes, “Oiga, ¿el agujero no está vacío?” “El Agujero” era como comúnmente se le llamaba a la habitación de castigo, el cuarto de contención para presos conflictivos, la sala donde hace unos días había muerto Horacio Ballesteros. Pedro le aseguró que no había ningún desdichado allí, y el preso le señaló el techo con un dedo huesudo, “Escuche…” Largos segundos de silencio hasta que un apagado lamento, cuyo origen era difícil de definir, se oyó, podía venir del agujero, lo mismo que de bajo tierra. Luego se escuchó un alarido profundo, como el de un alma sometida a tormento, Canelo se acomodó las vertebras de la columna, un escalofrío se las había desacomodado. De todas formas, la prisión era un edificio helado, y más por la noche, y las lámparas de aceite eran miserables fuentes de luz y de calor, por lo que ese tipo de reacciones del cuerpo no era cosa tan rara. El viejo guardia se vio obligado a investigar, dos de sus colegas más jóvenes habían llegado junto a la puerta del Agujero, igualmente alertados por sonidos extraños, sonidos que a ratos parecían humanos y a ratos no, “¿No serán una familia de Quiques?” Sugirió uno, mostrando los incisivos innecesariamente, “…esos animales se meten en cualquier lado buscando ratones” Agregó para fortalecer su hipótesis. Pedro lo miró sin demasiado convencimiento pero aceptando la idea como posible, “Vamos, abre esa puerta para echar un ojo…” Un chasquido como el que hace un grupo de cadenas al tensarse detuvo en el aire al guardia con la llave, luego algo se quebró, o mejor dicho, el sonido fue de algo desastillándose, la puerta se abrió levemente, pero sin que nadie la tocara, como invitándoles a pasar, Canelo empuñó su revólver, sus hombres se descolgaron los fusiles. Empujaron la puerta, como era de esperarse, la oscuridad dentro era total, el viejo metió su candil por delante, un suave sollozo se escuchaba dentro en un rincón, el llanto de un hombre, “¡¿Quién está ahí? …Hable o disparo!” Amenazó Canelo. Otro de los guardias también portaba un candil pero entre los dos no se podía iluminar toda la habitación, que no era tan grande como para eso, como si el aire se hubiese pintado de negro ahí dentro. La camilla de madera se podía ver vacía e intacta, en un rincón se percibía la silueta de un hombre desnudo acuclillado contra la pared, gimoteando, “¡¿Quién es? Hable o disparo, mierda!” repitió Canelo. Un paso más y el cuerpo parecía desvanecerse con la luz, pero no su llanto, como los espíritus, que habitan sólo en la penumbra. De pronto, toda la habitación se iluminó, el guardia que sostenía el candil, debió soltarlo con un insulto al ver que éste se incineraba en sus manos, las llamas crecieron iluminando un cielo inexistente, arriba, a una altura imposible dentro de la habitación, un cuerpo suspendido en el aire era tirado de sus cuatro miembros con cadenas hasta descuartizarlo, el torturado soltó un grito ahogado por una cuerda al cuello, su cuerpo pendió mutilado y su sangre lo regó todo. Un fusil se disparó hacia el cielo. Entonces, todo volvió a la normalidad, y los dos faroles eran más que suficientes para iluminar todo el cuarto. Aurelio llegó armado, con las botas desamarradas y la camisa abierta. Estaba durmiendo. Saltó de la cama al oír la detonación, sin embargo todo se veía normal “¡Canelo! ¡Pero qué diablos pasa?” Canelo no sabía qué responder, odiaba despertar a su jefe y no tenerle ninguna buena excusa para eso, “Quiques, señor” Respondió lo más serio que pudo, Aurelio se le acercó amenazante, era notoriamente más alto que él, Pedro mantuvo su postura, inmóvil, mientras su jefe le respiraba encima, éste le tocó el pelo en silencio. Aquello era inverosímil, casi ridículo. Aurelio se examinó los dedos, luego le arrebató el candil de las manos e inspeccionó su alrededor: nevaba ceniza y hollín dentro de la habitación, “Mierda…” masculló, mientras veía como todo se cubría nuevamente de tizne, “…el doctorcito no nos va a dejar en paz ni muerto” Devolvió el farol y volvió a la cama.



León Faras.

miércoles, 15 de enero de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


Cuarta Parte.

I.

Por fin María Cruces había tenido un funeral de verdad y una cruz con su nombre; y su familia, un lugar donde honrar su memoria con flores y oraciones. Para Elena, ella había sido más madre que Diana, su verdadera madre y la esposa del doctor Ballesteros, no porque ésta última no la hubiese querido, sino porque su enfermedad la alejó de su hija cada vez más, siendo ésta muy pequeña, hasta quitársela definitivamente. Elena dejó amorosamente su ramo de flores sobre la tumba y oró, esperaba a alguien que no tardaría en llegar: el padre Benigno. Clodomiro Almeida, al ver su trabajo terminado, se volvió a la ciudad, pero antes visitó al sacerdote a la salida de la iglesia, para devolverle el diario del doctor Ballesteros, para que él dispusiera del documento lo mejor posible pues a él no le servía para nada ni le correspondía conservarlo, “Muy bien padre, ha sido todo un gusto conocerlo, pero es hora de que me vaya…” le dijo estirándole la mano, Benigno se la estrechó brevemente, “Un placer. Creo que ya no lo volveremos a ver por aquí” Clodomiro rió contenidamente, “Yo nunca digo “de esa agua no beberé” Padre. Nunca se sabe… Le dejo el diario entonces, tal vez usted pueda averiguar quién más escribió en él, sería muy interesante…” pensó algo durante un par de segundos y luego agregó, “…si me lo preguntan a mí, yo me inclinaría por alguien de la familia o muy cercano, de sexo femenino, esa es mi predicción, si me lo permite, padre” dijo con gesto de estar haciendo una travesura, Benigno metió el documento tras la biblia que apretaba contra su estómago, continuó lo más parco posible “Sólo Dios lo sabe, de cualquier manera, yo veré que este documento quede en las mejores manos” Ahora Benigno llegaba hasta la tumba de María Cruces para hablar con Elena, había algo que necesitaba aclarar y para lo cual había dejado pasar algunos días, hasta encontrar un buen momento sin forzarlo, “¿Conoces esto, hija?” Elena lo conocía bastante bien, era el diario de su padre, “Quiero que seas honesta conmigo, ¿Tú has escrito en este diario?” Elena lo miró sin entender, era una pregunta de lo más absurda, “Por supuesto que no, ni siquiera lo he hojeado nunca. Era su diario personal” Aquello no le satisfacía al cura, pero le creía, Elena agregó, “Muchas veces lo encontré abierto sobre su escritorio, pero jamás me atreví a mirar lo que escribía en él… aquello era tan sucio como intentar espiar a alguien mientras se quita la ropa…” De pronto Elena se detuvo alerta, como un perro cuando siente el suave murmullo de una alimaña arrastrándose entre la hierba, “¿Gracia, eres tú?” Se quedó expectante, Una pequeña roca rodó por la suave pendiente de la tumba de María Cruces, Elena se tomó eso como una respuesta, “No hay problema. Dile a Clarita que en un minuto estaré con ella” El cura miró en todas direcciones pero no vio a nadie, Elena continuó, “Padre, no quiero ver el contenido de ese diario, no lo hice antes ni lo quiero hacer ahora…” El cura lucía más confundido que cuando llegó, “…me tengo que ir, padre, me esperan para comer. Lo veré en la misa” Concluyó la muchacha.

“¿Tienes la comida hecha?” Guillermina entraba en casa del doctor Cifuentes con propiedad y un plato en las manos, dejando a Úrsula parada junto a la puerta con la palabra en la boca, como una subalterna cuya opinión no es importante, tampoco le hizo mucho caso al médico que leía en un rincón “…no importa, los dejas para la cena, yo te diré cómo prepararlos para que queden exquisitos. Se los enviaron al padre pero a él no le caen nada bien y Abel ya tiene su parte, así que…” y la mujer destapó sobre la mesa una generosa porción de jugoso hígado de ternera, Úrsula se llevó una mano a la boca y otra al estómago, se puso pálida y tuvo que salir corriendo, “Chiquilla, estás embarazada…” sentenció Guillermina en el acto. El doctor dejó lo que hacía, preocupado. La chica había vomitado en una cubeta de la cocina poco más que jugos intestinales y una buena cantidad de saliva y se recuperaba de lo que no había sido más que una sensación de asco incontenible. Guillermina la miraba desde un par de metros, de brazos cruzados, altanera, sin ninguna duda en su pronóstico, “¿Tienes amenorrea?” preguntó el doctor revisándole el pulso, la muchacha abrió los ojos y lo miró angustiada, aquello le sonaba como una de esas enfermedades terribles que olían mal. Guillermina también se espantó, “¡¿Y qué porquería es esa, doctor?!” Cifuentes terminó de contar mentalmente las pulsaciones, “La interrupción del ciclo menstrual” aclaró el médico, Úrsula se sintió avergonzada por la pregunta, no era algo que fuera correcto ventilar, pero Guillermina no estaba para remilgos, “Responde niña, ¿Has sangrado o no?” Úrsula confesó que aún no, que tenía un pequeño retraso, pero que ella consideraba dentro de los parámetros normales, Guillermina no se dejó engañar, se golpeó una mano con la otra con desprecio, y señaló a la muchacha sin pudores, como si tuviera la peste, “Esta chiquilla está preñada, doctor, ¡Mírela!” dijo, como si Úrsula llevara un cartel pegado en la frente o algo así, Cifuentes no quería ser tan categórico, “Bueno Guillermina, es sólo una náusea, hay muchas causas probables, no es prudente adelantar conclusiones…” Guillermina se retiró negando con la cabeza, como si la estuvieran tratando de embaucar con argumentos demasiado ridículos, “No doctor, ni que hubiera nacido yo ayer, la de veces que me ha tocado ver esto… si es cuestión de mirar cómo le ha cambiado la figura ¡Pero no ha sido en casa del padre Benigno, eh! Que yo tengo el sueño liviano y no vuela una mosca en la noche sin que yo no despierte…” Aquello último era totalmente cierto. La mujer se detuvo en la puerta para echarles el último vistazo suspicaz a los dos jóvenes antes de irse, “Esto se veía venir… bueno, ahí les dejo el hígado” Úrsula se quedó acongojada, aquello significaba un montón de explicaciones, al padre Benigno, a su familia. Guillermina no se detendría hasta probar que tenía razón, el doctor le tomó una mano para tranquilizarla, “Pero qué es lo que te preocupa, si no has estado con ningún hombre, no puedes estar embarazada, ya está. No importa lo que Guillermina diga” Úrsula lo miraba sin responder, y no parecía más tranquila. El médico también perdió su confianza, “Porque, no has estado con ningún hombre, ¿o sí?...” La chica desvió la mirada, más que porque no quisiera hablar, parecía intentar recordar algo que se le hacía confuso, el doctor insistió “…Úrsula” La muchacha finalmente negó con la cabeza. Cifuentes fingió estar seguro y relajado, “Entonces no tienes nada de qué preocuparte. Me encargaré de ese hígado” dijo, pero en el fondo no estaba ni tranquilo ni confiado, muy a su pesar, él también pensaba como Guillermina, y peor aún, no podía quitarse de la cabeza aquella noche de la fiesta de San Lorenzo.



León Faras.

sábado, 11 de enero de 2020

Autopsia. Tercera parte.


XXII.

“¡Pero lo que está diciendo es una completa locura! ¡Es imposible! ¿Tiene pruebas de lo que afirma, Almeida?” Ignacio se tomaba un café en un pequeño local del pueblo acompañado de Clodomiro, quien exponía su teoría, según la cual, nunca había habido violación por parte de Horacio Ballesteros a su hija, sino una relación incestuosa consentida por ambos, y arrastrada por un largo periodo de tiempo y que concluyó con el embarazo de la muchacha y la imposibilidad de ambos de hacerse cargo de aquello, “Por supuesto, Ignacio, la difamación es un delito y un pecado, y yo soy un hombre que se toma muy en serio su trabajo, lo que le digo es mi teoría personal, la que baso en mi investigación y en mi experiencia. He hecho un exhaustivo estudio al diario de su padre, un documento de lo más revelador, y he podido constatar sucesos, tiempos y la responsabilidad de los participantes en dichos hechos, no sé por qué ha sido escrito este documento con ese nivel de maligno detalle, pero al ser así, es válido que los autores den las explicaciones necesarias” “Pero eso no es más que un viejo diario, lo que usted necesita son pruebas, testigos” Clodomiro sonrió complaciente con los labios apretados, como si estuviera hablando con un ignorante del que uno se puede apiadar, “Comprendo que para usted, esto sea difícil de asimilar, hablamos de su padre y su hermana, pero no creo estar tan perdido, ¿Quiere pruebas? Que tal su hermana visitando a su padre en prisión mientras se mantiene oculta de usted… Sí, logré ver su nombre en los documentos que firmé al entrar en la prisión…” Eso tampoco se lo podía creer Ignacio, sin embargo, Clodomiro desvió la conversación despreocupadamente “…He descubierto la letra de una tercera persona en el diario, a la que no he logrado identificar y creo que sería muy interesante hacerlo, es más, estoy convencido de que podría tratarse de otro miembro de su familia…” Ignacio estaba a punto de responder algo, pero en ese momento llegó Gumurria, se veía muy grave, cosa que no era para nada común en él, lo andaba buscando y Heraldo Castro lo había enviado hasta allí, “Es su padre, el doctor Ballesteros… está muerto” Lo dijo así, sin preámbulos, con seriedad y cortesía pero sin remilgos.

A la mañana siguiente el cuerpo del doctor Ballesteros retornaba a su antigua casa. “Suicidio” fue lo que puso el doctor Cifuentes en su informe tras la autopsia, porque no podía poner otra cosa, porque si él no hubiese estado ahí, seguro tendría muchas dudas, pero él había estado ahí y no existía forma humana de justificar un asesinato, el suicidio tampoco era razonable, dadas las circunstancias en las que ocurrió, pero algo debía poner. La causa de muerte estaba clara, muerte por ahorcamiento o asfixia por torniquete al cuello, el caso era que no había ni una sola pizca de restos de humo en las vías respiratorias del doctor. El humo no lo mató, es más, el humo no lo tocó, ese humo del que ya le había hablado antes Úrsula e Ismael, antes que ella. Ella estaba allí como su asistente, con seriedad y sangre fría ayudaba al doctor en su trabajo cuyas manos llenas de sangre no podían hacerlo todo, había demostrado tener temple para tratar con los cadáveres y sus interiores y al doctor le sentaba muy bien eso. Una hora después, llamaban a su puerta. Benigno pudo percibir con asombrosa claridad cómo volvía a repetirse la misma escena de hace tiempo, pero con distintos actores y en distintas circunstancias: La casa del doctor, Elena afligida a su lado. En vez de María, Úrsula le abría la puerta secándose las manos en el delantal como si acabara de lavárselas, el olor a matadero apenas entrar, el doctor limpiándose la sangre de los antebrazos con una toalla manchada de rojo diluido y el cuerpo abierto sobre la mesa de trabajo, esta vez no el de Domingo, sino el del propio doctor Horacio Ballesteros. Incluso los frascos con los fetos parecían estar ubicados exactamente en el mismo lugar. El mundo era una rueda con un sentido del humor poético a la vez que macabro. El cura se preguntó si no terminaría él abierto sobre esa mesa algún día también. “Probablemente estará tu hermano allí…” Comentó el cura mientras entraban el ataúd, uno muy barato destinado a los desdichados que morían en prisión, “Lo sé” respondió la muchacha, hermética, luego agregó, “Gracias padre… por permitir que tenga una cristiana sepultura como mi madre” El cura puso una mano enorme y pesada sobre su hombro, eso debía entenderse como un gesto de profundo amor por parte del sacerdote.

En un pueblo pequeño, la muerte de alguien, incluso la del más insignificante de los hombres, era noticia que debía comentarse por todos lados y más si el difunto era alguien del nivel del viejo doctor del pueblo, al que prácticamente, no había nadie que no lo conociera y recordara, lo que dio como resultado un funeral concurrido, el cual era además el momento perfecto para comentar las diferentes teorías que circulaban sobre su deceso, pues nadie tenía muy claro qué había sucedido. El cementerio del pueblo era mucho más antiguo y elaborado que el de Casas Viejas, donde se podían encontrar incluso bonitos mausoleos de familias destacadas de los alrededores, sin embargo no había ningún Ballesteros ahí, ni siquiera su esposa, que había muerto en el mismo poblado, tampoco había muchos Ballesteros en la muchedumbre, salvo por Elena, quien permanecía firmemente custodiada por Guillermina y la vieja Lina, el padre Benigno, el doctor Cifuentes y Úrsula también se mantenían cerca. Clarita y Tata observaban desde lejos, también Rupano, Marcial y los padres de Úrsula, “…Nunca fue un cristiano ejemplar, no siempre podemos serlo, pero Dios, en su infinito amor, nos entiende y nos perdona, sin embargo Horacio fue un gran hombre y un mejor médico, cuya mente, desgraciadamente y por motivos que jamás comprenderemos, se enfermó y deterioró hasta arrastrar al buen doctor al execrable final que todos conocemos. Quienes estuvimos con él en sus últimos días pudimos atestiguar cómo su corazón mantenía una lucha constante y agotadora contra demonios interiores que sólo él podía ver y contra los que no es fácil luchar, hasta finalmente ser… cruelmente doblegado. Por eso estamos aquí, para rogar al Padre eterno, en su infinita bondad, que acoja su alma liberada y sepa ver en él…” Ignacio llegó en ese momento, Almeida estaba a su lado, tal como éste se lo había dicho, Elena estaría allí. Gumurria también venía con ellos, pero mantenía la distancia, como un observador. Ignacio miró con cierto desprecio el ataúd vulgar donde estaba su padre, “Creí que los suicidas no eran aceptados en el reino de Dios…” El cura lo observaba erguido desde el otro lado de la fosa, “Cuidado con lo que dices, muchacho, recuerda a tu madre…” “Ella estaba enferma…” replicó Ignacio automáticamente, como una respuesta muchas veces repetida, “También él, me consta…” respondió el cura sin levantar la voz en lo más mínimo, “Ya…” dijo Ignacio escuetamente, y luego buscó a Elena con la mirada, “Sabías que te buscaba para llevarte a casa y te escondías de mí, para estar con él…” “¿De qué hablas?” respondió la muchacha, su hermano se fijó en la multitud que lo observaba y se contuvo, “Estaré en la hostal hasta mañana por la mañana. Te estaré esperando si quieres volver conmigo, de lo contrario me olvidaré de que tengo hermana, tal como ya me olvidé de que alguna vez tuve padre.”

Poco antes de que terminara el funeral, Úrsula sintió que le faltaba sangre en el cerebro,  que la vista se le nublaba y que las piernas se le doblaban, el doctor a su lado la contuvo para evitar que cayera. Sólo fue un desvanecimiento y pronto se recuperó, se disculpó diciendo que no había desayunado aquel día, el doctor diagnosticó deshidratación.

Fin de la tercera parte.



León Faras.

miércoles, 8 de enero de 2020

Autopsia. Tercera parte.


XXI.

“¡Ay Diosito! Yo sabía, ¡Si yo sabía que algo malo le había pasado a la pobre María! En cuanto se supo lo del Rubén tuve ese mal pálpito, no podía ser de otra manera, ¡Pobrecita, el montón de tiempo que lleva botada la pobre…” Guillermina preparaba sus cosas para salir y esperaba a Úrsula, a la que había convencido, sin mucho trabajo, por cierto, de acompañarla al cementerio, quería arreglar y limpiar la tumba para que cuando llegara Berta Cruces, a la que ya le habían enviado una carta con las noticias, pudieran hacerle la ceremonia como Dios manda. Golpearon su puerta y la mujer se apresuró a abrirle a Úrsula, pero se quedó de piedra cuando vio que la que estaba parada en la puerta, no era Úrsula, sino Elena, “¡Muchacha, tú qué haces aquí?” dijo la vieja, abriendo los ojos y poniéndose en guardia , “Me gustaría hablar con el padre Benigno” Guillermina la miró de arriba abajo despectivamente, primero, como si la muchacha le estuviera pidiendo demasiado, pero luego bajó la guardia, “Ay niña, vas a tener que volver otro día, porque el padre anda visitando a unas personas y yo ya voy de salida… por cierto, ya sabes lo de tu nana, ¿no? lo de María…” Elena no sabía nada, ni lo de la tumba anónima ni nada. Si las monjas hablaban de esas cosas en el convento en sus ratos libres, a ella no le habían dicho nada, mucho menos se había enterado de la exhumación o de los detalles de los recientes descubrimientos del doctor Cifuentes, lo cierto era que María le había prometido visitarla en el convento, el día en que ella fue llevada ahí, y nunca cumplió esa promesa, pero Elena jamás se imaginó que aquello se debiera a que su nana estaba muerta “…pero niña, si la pobre llevaba un montón de tiempo sepultada en una tumba con una cruz sin nombre y nadie lo sabía… y encima sin cabeza la desgraciada” y la mujer concluyó llevándose un puño a la boca. Elena también se cubrió la boca con la mano por la espantosa noticia. “¿Quieres acompañarnos al cementerio? Abel nos va a llevar” Guillermina soltó la invitación impulsivamente. Había dos fuerzas que luchaban en su interior con respecto a Elena, una era un rechazo, por lo de la puñalada al cura que a ella le había parecido herejía de la que usaban como perfecta excusa para quemar gente en el pasado, y la segunda era de interés, por la cantidad de cosas de las que podía hablar con la muchacha, la cantidad de preguntas que podían ser respondidas si se lo permitía. Al final ganó la segunda, pero Elena rechazó la invitación, en parte porque conocía a Guillermina bastante bien y en parte porque Clarita la esperaba y no pensaba dejarla volver sola luego de que la niña la había acompañado hasta allí. Ya hablaría con el cura en otro momento y por supuesto, visitaría la tumba de María Cruces. En ese instante un guardia de la prisión llegó corriendo hasta ellas, buscaba al padre Benigno, Guillermina le dijo que el cura no estaba, pero que si se trataba de algo urgente, podía mandar a Rupano por él, “¡Mándelo, sí es urgente…!” Antes de que el guardia se fuera, la mujer lo agarró, “Pero no nos dejes así, muchacho, ¿Qué fue lo que pasó?” El guardia se tomó algunos segundos para recuperar el aliento, “Una desgracia, el doctor está ahí, pero parece que no hay nada que hacer…”

El doctor Cifuentes rellenaba algunos de sus papeles junto a Aurelio en su escritorio, Ballesteros se había tranquilizado, y su cuerpo por fin se relajaba y descansaba. El edificio de la prisión se caracterizaba por ser un lugar húmedo y fresco como una cueva, no importa la estación del año, sin embargo aquel día, en aquel momento, se sentía caluroso dentro, el doctor lo comentó, y Aurelio lo confirmó y lo calificó como algo inusual dentro de aquellas murallas, luego fue el olor a humo que precede al humo en sí, Aurelio se puso de pie de un salto, no habían tenido un incendio nunca, aparte de un par de conatos hace tiempo, pero este parecía mucho más que un conato, se podía sentir el calor llenando poco a poco el edificio, sin embargo, nadie veía el fuego en ninguna parte. Era como si el sol les estuviera cayendo encima. Cuando las posibilidades de la cordura ya se acababan, alguien notó el humo brotando por el contorno de la puerta de la habitación donde estaba el doctor Ballesteros. Aquello era imposible, en ese cuarto sólo había un hombre solo, medio anestesiado, atado de pies y manos y sin fuego disponible, un guardia trajo la llave, pero al querer abrir soltó un grito y las llaves le cayeron al suelo: los cerrojos ardían. El humo se colaba por las rendijas cada vez con más fuerza y se atascaba en la garganta, haciendo reventar en tosidos a los hombres que intentaban abrir esa puerta, algunos presos, asustados por el calor y el humo, ya gritaban que no querían morir calcinados en sus celdas, los guardias corrían con cubetas de agua. Aurelio descargó un par de patadas nada despreciables sobre la puerta, pero la maldita se resistía a abrirse, a pesar de que habían logrado remover el cerrojo sin tocarlo con las manos, como si algo la contuviera desde dentro, algo bastante grande. Un hombre llegaba en ese momento con un hacha para romper la puerta, pero la última patada de Aurelio logró reventarla, como si la resistencia de pronto hubiese desaparecido y el humo y el calor de adentro salieron como una ola nacida en las entrañas del mismísimo infierno, haciendo retroceder a todo el mundo, sin embargo, nadie vio ni una sola llama de fuego. Al no haber fuego, el calor se disipó junto con el humo rápidamente, y los hombres pudieron entrar, sudados, agotados y asustados, como cuando algo tan grande y poderoso, simplemente desaparece ante sus ojos. Aurelio se quedó ahí parado, inmóvil y jadeante, ni siquiera el doctor Cifuentes, parado a su lado, se atrevió a moverse, tampoco ninguno de los guardias. “Vaya a buscar al cura…” Comentó Aurelio sin dirigirse a ninguno de sus hombres en especial, el que estaba más cerca se dio por aludido y salió, sin dejar de mirar lo que todos estaban mirando.

El padre Benigno llegó tan pronto como pudo arrastrado por Rupano, afuera todo estaba normal, nadie había visto ni rastros de fuego o humo, ni se habían enterado de nada, Elena también estaba allí, sólo quería que alguien le dijera que su padre estaba bien, Benigno se sorprendió de verla pero no era el momento para dar o pedir explicaciones, Aurelio lo esperaba, al ver a Elena le permitió que entrara también, aquello terminaba con cualquier duda: lo sucedido, fuera lo que fuera, involucraba al doctor Ballesteros, “¿Qué ha sucedido?” preguntó el cura, el guardia los miró con una resignación tan profunda que parecía derrota, “No tengo ni la más remota idea, padre…” Allí estaba Horacio, con la mitad de su cuerpo suspendido en el aire, las muñecas y los tobillos atados a la camilla que permanecía fija al piso y el cuello atado con una tela tensa y resistente a la cadena del candelabro que pendía sobre él, estrangulado. Muerto. Las paredes y todo estaba cubierto por una capa de hollín, menos el doctor, cuyo cuerpo no mostraba rastros ni de humo ni de fuego, su piel brillaba, grasosa, bañada en sudor y su rostro no era diferente al de cualquier ahorcado.



León Faras.

domingo, 5 de enero de 2020

Autopsia. Tercera parte.


XX.

“Buenos días, mi nombre es Clodomiro Almeida, soy un investigador contratado por su familia para encontrar a su hija, doctor Ballesteros” “¿A mi hija?” Murmuró débil Horacio, pensando si la reciente presencia de Elena en su celda había sido la alucinación que temía en un principio o éste tipo realmente no la había visto, de ser así, no era muy bueno en su trabajo, pero no dijo nada, estaba demasiado agotado para hablar. Clodomiro continuó, “Se imaginará por qué estoy aquí…” y se acercó a la camilla con ese andar pausado y esa sonrisa falsa de los villanos malvados y crueles, pero él no era nada de eso, sólo era un investigador, “Estoy aquí, porque creo que usted sabe dónde está su hija, ¿Me equivoco?” Horacio estaba terriblemente confuso en ese momento, hacía tiempo que no podía pensar con claridad, que sólo sentía aturdimiento y sopor en la cabeza y que cuando lo hacía nunca estaba seguro de qué era real y qué no, y ahora éste señor, que nunca había visto antes y que no conocía de nada, le hablaba de buscar a Elena cuando ella acababa de estar ahí, ¿O era que ella nunca había estado allí? Comprendió que aquello era lo que sonaba más lógico “¿Reconoce esto, doctor Ballesteros?” Clodomiro tenía su diario personal en su poder, “…una lectura de lo más interesante, aunque un poco ofensiva en algunos pasajes, y eso que me considero un lector de mente bastante abierta…” Horacio no había tenido más que la oportunidad de ojear su propio diario la última vez, cuando el doctor Cifuentes se lo enseñó, y había sido incapaz de reconocer como propio lo que estaba escrito en él. Clodomiro cogía sus diminutas gafas, “…me apretaba la carne hasta doler, el olor del sudor y el alcohol me embriagaban, estaba empapada de ellos, pero todo eso era delicioso, sólo deseaba devorar y ser devorada…” Clodomiro se quitó las gafas, “Este no es uno de mis pasajes favoritos, pero es perfecto para que usted me explique quién lo escribió… porque desde luego no fue usted, ¿verdad?” y su risita contenida sonaba cínica. Ballesteros sólo negaba con la cabeza, aunque hubiese querido responder, no podía, no sabía, “¿Sabe usted lo que es la grafología?” y pasó a explicarle lo de su maestro francés y las maravillas del moderno estudio de la caligrafía de las personas, para luego ponerle frente a los ojos el pasaje que acababa de leer, “Claro que no fue usted, pero tanto usted como yo sabemos quien fue… Reconoce la letra, ¿Verdad, doctor?” Horacio la reconocía, era su letra, o al menos eso pensaba él, que sólo podía ser de él, pero no recordaba haber escrito algo así, jamás lo hubiese hecho. Clodomiro retiró el diario y lo observó desde su sitio inalcanzable a un paso de distancia, “Usted sabe dónde está su hija, Horacio, estoy seguro, lo sabe porque usted jamás violó a su hija… ¿No es eso cierto, doctor?” A Horacio le ardían los ojos por el sudor, le latían las yemas de los dedos por la presión de las ataduras y encima le dolían las sienes, y no entendía qué quería ese hombre de él, si ya estaba preso y pagando por lo que había hecho y de lo que no había un solo día en que no se arrepintiera. Clodomiro borró su expresión de cínica simpatía del rostro para volverla desprecio “…usted jamás violó a su hija, porque usted mantenía una relación incestuosa con ella, ¿Verdad, doctor? ¿O me equivoco?” “¿Pero quién se cree que es usted para decir algo así?” Ballesteros contrajo sus músculos y tiró de sus amarras, indignado e impotente, pero Clodomiro no parecía impresionado, “Vamos doctor, su hija es bastante explícita en las páginas que escribió, sus intenciones están muy claras, y todo iba muy bien hasta que se quedó embarazada, ¿Verdad?” “¡Cállese ya, maldita sea! ¡Usted no tiene derecho! ¡Es usted un miserable! ¡Yo soy el único responsable de esa noche maldita y yo estoy pagando por ello!, ¡Qué más quiere!” Gritó Horacio con rabia contenida entre las tiras de tela, las que se tenzaban con una energía que sólo la ira le podía dar. Clodomiro dio un paso atrás, como quien está molestando a un animal enjaulado y de pronto éste reacciona, “Oh no, doctor, no fue sólo una noche…” dijo con falso asombro, “…fueron varias noches, y usted lo sabe, todo está aquí…” Clodomiro esgrimía el diario como si se tratara de la biblia en la mano de un predicador, Ballesteros respiraba como una bestia furiosa. Almeida continuó, “…pero no se moleste, doctor, he visto cosas mucho peores, yo sólo espero terminar con esta farsa. Apuesto mi bigote a que usted ha estado en contacto con ella luego de su huida del convento, ¿Me equivoco?” Ballesteros tiró de sus ataduras con una violencia inesperada, “¡Es usted un maldito! ¡Váyase de aquí o lo mataré con mis propias manos!” Clodomiro retrocedió inseguro pero tratando de mostrarse firme, Horacio seguía tirando de sus amarras como un perro furioso atado a un poste y escupiendo saliva con cada insulto y amenaza, “¡Lárguese de aquí, maldito bastardo hijo de puta! ¡Lo voy a matar, ¿Me ha oído?, Lo voy a matar!” “¡Pero qué demonios está sucediendo aquí?” Aurelio irrumpió en la celda en ese momento, alertado por los gritos que se oían hasta su escritorio, sacando en el acto, y casi en el aire, a Clodomiro del lugar, quien incómodo y cínico, alegaba absoluta inocencia por el estado de alteración del doctor Ballesteros, mientras dos guardias hacían lo imposible por contener a Horacio que seguía profiriendo insultos y maldiciones y llevando al límite la resistencia de sus ataduras y de su organismo. Un tercer guardia partía en busca del doctor Cifuentes, porque si no lo tranquilizaban pronto, era casi seguro que su corazón le iba a estallar. Clodomiro fue arrojado a la calle por el intransigente Aurelio, como un borracho que arma trifulca en una cantina, el dedo todopoderoso y la voz de dios griego del guardia fueron concluyentes, “¡La próxima vez, lo encerraré en un calabozo!” y luego agregó como para sí, “¡Hijo de puta! no saben la cantidad de papeleo que toca llenar cada vez que se nos muere alguien…”

El doctor Cifuentes llegó una hora después, no se encontraba en su casa pero Úrsula sabía bien dónde encontrarlo. Horacio aún estaba alterado, furioso y tragándose el oxígeno a bocanadas, por lo que Cifuentes tuvo que darle un soporífero para calmar su sistema nervioso y relajar su cuerpo, luego de eso, y con la ayuda de uno de los guardias, tardaron media hora en aflojar los nudos de las amarras que estaban estrangulando los miembros del doctor, luego de que éste tirara de ellas con furia. Aurelio observaba de brazos cruzados apoyado contra la pared, como Horacio poco a poco se dormía, “El doctor Ballesteros no va a aguantar mucho más, doctor, hay que sacarlo de aquí y llevarlo a un sitio más adecuado, o la próxima vez vamos a encontrarnos con un fiambre… ¿me entiende?” Cifuentes asintió con profunda seriedad, “Sí Aurelio, le entiendo, de hecho, ya enviamos una carta al juez para que nos dé una entrevista, pero debemos esperar a que él tenga la disposición de hacerlo… hasta entonces vamos a tener que ser cuidadosos con las visitas que reciba el doctor” Aurelio asintió, con fastidio pero conforme.



León Faras.

jueves, 2 de enero de 2020

Autopsia. Tercera parte.


XIX

Cada vez que Elena sentía ganas de acariciar a Bruno, debía ella ir y sentarse junto al perro que por lo general parecía no disfrutar del contacto físico en general ni menos del contacto humano en especial. El animal era el único que se tomaba su trabajo en serio, vigilando las cabras cuando éstas subían el cerro a pastar, permaneciendo alerta, estoico e insobornable, mientras su compañero sólo pensaba en distraerse con cualquier cosa y cansarse inútilmente, sin prestarle la más mínima atención a su importante trabajo, hasta el último minuto. Recibía las caricias de la muchacha sin disgusto pero sin placer, como un niño resignado a que su mamá le corte las uñas, sin dejar de observar el horizonte donde comía su rebaño y poniéndose de pie sin empachos, si tenía la necesidad de hacerlo, dejando una caricia de Elena suspendida en el aire y a medias. Le venía bien a la muchacha la compañía del perro más sosegado esa tarde, para meditar sobre la obligación pendiente que tenía con el padre Benigno y con Dios: visitar a su padre en prisión. Como se lo había dicho al cura, ya lo había perdonado, lo cierto era que no podía guardar rencor por algo que no podía recordar, y aunque jamás las cosas volverían a ser como antes, sí podía propiciar la reconciliación para el alivio de su alma y la de su padre, “¿Qué te pasa?” La voz repentina de Clarita la sorprendió, tenía las rodillas sucias y un ramo de florecillas en la mano. Ante el silencio de la muchacha, la chiquilla agregó, “Gracia dice que has estado hablando con el perro, ¿Por qué estás hablando con Bruno?” Bruno prefirió no verse involucrado, por lo que se puso de pie y caminó pausadamente a otro punto donde el sol de la tarde aún calentaba, Elena invitó a Clarita a sentarse a su lado, “Tengo que ir al pueblo de nuevo. Le hice una promesa al padre Benigno y debo cumplirla…” “¿Es por tu padre?” La interrumpió Clarita, Elena la miró como si la niña fuese mentalista, pero luego recordó a su hermana imaginaria, “¿Cómo lo sabes? Ah… sí. Gracia, ¿Verdad?” La pequeña asintió. “…Pues sí, es sobre mi padre” “¿Te irás con él?” Preguntó Clarita, preocupada, Elena la miró con ternura, “No, sólo necesito hablar con él, nada más” “¡Gracia y yo te acompañaremos!” determinó la niña poniéndose de pie de un salto, y agregó, “Nos quedaremos afuera cuidando que nadie los moleste, ¿Verdad, Gracia?” y luego sólo rió, como si aquella hubiese dicho algo gracioso. Elena quiso replicar algo pero no supo qué.

Aún parecía sentirse el olor de la Sin Nombre en el despacho del doctor Cifuentes, un olor extraño, como a sangre seca y cuero sucio, pero a nada de eso exactamente. El doctor se dejó caer en su asiento y tiró con brusquedad del cuello de su camisa para aflojarlo, respiró hondo, se sentía agotado, y ese no era ni de cerca el día más duro que había tenido en su vida, como si algo o alguien le hubiese chupado la energía y él ni siquiera se había dado cuenta. Úrsula lo esperaba con la cena lista, como siempre, y esa ternura femenina en la mirada tan agradable de encontrar al volver a casa, sin embargo, Cifuentes no tenía hambre, se disculpó cansado, cenaría más tarde y dejó que la muchacha se fuera, luego se paró y se sirvió un vaso de coñac, aquello era raro incluso para él, no solía beber y mucho menos lo hacía estando solo, pero en ese momento, era lo único que podía pasarle a través de la garganta, su encuentro con Gumurria y Ballesteros en el cementerio lo había dejado muy perturbado, ¿Acaso era cierto que una mujer había entrado a su casa la noche de San Lorenzo? Eso no era posible, la puerta había quedado cerrada con llave por él mismo, las ventanas trancadas, además, la mujer que se había metido a su cama aquella noche, y que al principio estaba seguro de que había sido Úrsula, ahora con el paso del tiempo, pensaba cada vez con más seguridad que se había tratado de un sueño, no podía ser de otra manera, cualquier otra explicación, carecía de sustento lógico. Y hablando de cosas imposibles: Un niño nacido de un cadáver decapitado y sepultado, que desaparece sin dejar rastros y que todos hacemos como que nunca existió… si había una explicación lógica para todo eso, él no sabía ni por dónde empezar a buscarla. Cifuentes secó su vaso.

Elena se levantó por la mañana y se puso su vestido, Clarita tenía su ropa de salida puesta también. Ambas partieron al pueblo luego del desayuno y con la bendición de la vieja Lina, al final no le parecía tan mala la compañía de la niña para el cometido que debía cumplir. La cárcel era un edificio sombrío y húmedo donde cualquier resfrío podía durar años, hecho de grandes piedras negras como un castillo, con barrotes de hierro en la entrada y todo, un sitio intimidante para cualquiera, adentro, iluminado por un candil y la claridad que se colaba desde afuera, Aurelio rellenaba papeles en su escritorio basto, Elena entró con timidez, tras ella caminaba Clarita con algo más de confianza. Una escoba se cayó a una distancia cercana, pero suficiente como para que nadie la hubiese podido tocar, todos dejaron lo que estaban haciendo para mirar la escoba, menos Clarita que le dio una mirada de desaprobación a su hermana, “Te esperamos afuera…” le dijo a Elena antes de darse media vuelta y salir. Nadie se movió hasta que la niña abandonó el edificio. Aurelio reconocía a Elena de cuando ésta ayudaba a su padre en su trabajo, si le sorprendió verla allí o no, su rostro no lo demostró, hizo su trabajo como lo haría con cualquiera y acompañó personalmente a la muchacha hasta donde estaba su padre, luego, al regresar le habló a un guardia que se fumaba un cigarrillo en la entrada, “¡Oye! Encárgate de esto un rato. Yo voy al trono y regreso” y se fue a sentar al retrete.

Si bien nadie se esperaba que las celdas de la prisión fueran cómodas y acogedoras, el cuarto donde estaba el doctor Ballesteros, ni siquiera parecía una celda en sí, más bien parecía una sala de torturas o un sepulcro donde apenas entraba claridad por una ventana diminuta y embarrotada puesta en alto, similar a la habitación que usaba Elena en el convento, aunque más oscura. Había una camilla de madera puesta en medio con argollas a las que estaba atado Horacio, un sitio diseñado para inmovilizar y calmarles los ánimos a individuos violentos, peligrosos o dementes, nada cómodo. Elena sintió angustia física en la boca del estómago al ver a su padre, estaba flaco, sucio, avejentado y además, aparatosamente vendado en la frente y atado de pies y manos a pesar de la imagen agotada y desvalida que proyectaba, “Intentó suicidarse… dos veces, por eso lo mantenemos así” Se justificó Aurelio con un susurro antes de retirarse con toda la gravedad y prudencia del mundo en el rostro. Horacio mantenía los ojos cerrados, pero no dormía, sólo dormitaba como lo hacía la mayor parte del tiempo, al abrir los ojos, le tomó varios y largos segundos determinar quién había llegado y cuando lo hizo, volteó la cara en otra dirección, “No, vete de aquí, ¿Por qué no me dejas en paz?” Aquello no tenía sentido, la muchacha se le acercó y le cogió el rostro con ternura, “Soy yo, Elena, tu hija…” “No, no, déjame en paz, ¿Por qué me torturas así?” Horacio se resistía, pero sin fuerzas, “Papá, soy yo… tu hija” Entonces Horacio dudó, lo había llamado “papá” la observó más detenidamente, pero con desconfianza, como quien teme ser cruelmente engañado. Aún negaba con la cabeza. Tenía el pecho desnudo, se podían ver sus huesos cubiertos por un pellejo húmedo y seboso. “Papá, ¿Por qué estás así? Esto es demasiado…” Horacio mantenía la distancia dentro de lo que su estado se lo permitía, “…el padre Benigno no me dijo nada, ¿Y por qué no ha hecho nada Ignacio? ¿Acaso no ha visto en el estado que estás?” Sólo entonces Horacio pareció reconocerla, “¿Elena?... Dios mío, no puedes ser tú…” tuvo el impulso de abrazarla pero sólo pudo tensar sus ataduras, “Soy yo, papá, tranquilo, estoy bien, estoy aquí, contigo…” los ojos de Horacio se llenaron de lágrimas, “Me dijeron que estabas perdida, tu hermano te ha estado buscando, debes irte con él, él te dará todo lo que necesites, me lo prometió, ¡Él me lo prometió…!” el doctor hablaba angustiado, como si tuviera muy poco tiempo, le apretaba la mano a la muchacha con fuerza, “No papá, yo ya tengo todo lo que necesito, estoy bien…” En ese momento se abrió la puerta.

Gracia, quien siempre permanecía oculta observando y oyéndolo todo, vio llegar a un hombre que se detuvo junto al guardia parado en la puerta, “Buenos días, mi nombre es Clodomiro Almeida, soy investigador contratado por la familia del doctor Ballesteros para ubicar el paradero de su hija, Elena. Vengo a hablar con el doctor Horacio Ballesteros si es tan amable…” concluyó el investigador con su ya clásica sonrisa comprimida. Gracia lo comprendió todo y rápido y alertó a su hermana, quien parecía siempre perdida en sus pensamientos y nunca enterarse de nada de lo que sucedía delante de sus narices, “¡Quédate con ellos!” Los hombres se dirigieron al escritorio para rellenar los papeles necesarios. Clarita se quedó ahí parada mirándolos, sin saber muy bien qué estaba pasando, lo bueno era que nadie parecía ponerle atención, de hecho ni siquiera la podían ver, porque Gracia, que aunque tenía la facultad, sólo en contadas ocasiones lo hacía porque la verdad era que no le agradaba nada, cogió el cuerpo de su hermana, sin que Clarita se enterara de nada, y se dirigió hasta donde estaba Elena, “Será mejor que salgamos” le dijo la niña con extrema seriedad, Elena ya había notado antes ese cambio en la personalidad de Clarita, esa madurez súbita en su mirada y en el tono de su voz y la obedeció. Acarició la barba de su padre, “Volveré muy pronto, papá. No me iré con Ignacio, me quedaré aquí” Y casi empujada por Gracia, Elena se pegó a la pared en el momento en que entraba Clodomiro Almeida seguido del guardia que lo acompañaba, “¿Y tú qué diantres haces aquí?” preguntó este último al ver a la niña parada junto a Horacio, a la que estaba seguro de haber visto en la calle la última vez, “¡Venga, fuera! Que este lugar no es para niños” dijo el guardia, cogiendo a Gracia para sacarla, mientras Elena aprovechaba de salir sin ser vista por Almeida, el cual permanecía estático y divertido con su sonrisita reprimida esperando quedar a solas con Horacio para hablar con él.

 “¿Lo ves, Gracia? Al final no había nada de qué preocuparse” dijo Clarita relajadamente. La niña volvía a ser la de siempre y su hermana recuperaba su cuerpo insustancial extremadamente cómodo. “Gracias, Gracia” murmuró Elena al aire y Clarita rió con su risa como un riachuelo.



León Faras.