XXII.
“¡Pero
lo que está diciendo es una completa locura! ¡Es imposible! ¿Tiene pruebas de
lo que afirma, Almeida?” Ignacio se tomaba un café en un pequeño local del
pueblo acompañado de Clodomiro, quien exponía su teoría, según la cual, nunca
había habido violación por parte de Horacio Ballesteros a su hija, sino una
relación incestuosa consentida por ambos, y arrastrada por un largo periodo de
tiempo y que concluyó con el embarazo de la muchacha y la imposibilidad de
ambos de hacerse cargo de aquello, “Por supuesto, Ignacio, la difamación es un
delito y un pecado, y yo soy un hombre que se toma muy en serio su trabajo, lo
que le digo es mi teoría personal, la que baso en mi investigación y en mi
experiencia. He hecho un exhaustivo estudio al diario de su padre, un documento
de lo más revelador, y he podido constatar sucesos, tiempos y la responsabilidad
de los participantes en dichos hechos, no sé por qué ha sido escrito este documento
con ese nivel de maligno detalle, pero al ser así, es válido que los autores
den las explicaciones necesarias” “Pero eso no es más que un viejo diario, lo que
usted necesita son pruebas, testigos” Clodomiro sonrió complaciente con los
labios apretados, como si estuviera hablando con un ignorante del que uno se
puede apiadar, “Comprendo que para usted, esto sea difícil de asimilar,
hablamos de su padre y su hermana, pero no creo estar tan perdido, ¿Quiere
pruebas? Que tal su hermana visitando a su padre en prisión mientras se
mantiene oculta de usted… Sí, logré ver su nombre en los documentos que firmé
al entrar en la prisión…” Eso tampoco se lo podía creer Ignacio, sin embargo,
Clodomiro desvió la conversación despreocupadamente “…He descubierto la letra
de una tercera persona en el diario, a la que no he logrado identificar y creo
que sería muy interesante hacerlo, es más, estoy convencido de que podría
tratarse de otro miembro de su familia…” Ignacio estaba a punto de responder
algo, pero en ese momento llegó Gumurria, se veía muy grave, cosa que no era
para nada común en él, lo andaba buscando y Heraldo Castro lo había enviado
hasta allí, “Es su padre, el doctor Ballesteros… está muerto” Lo dijo así, sin
preámbulos, con seriedad y cortesía pero sin remilgos.
A
la mañana siguiente el cuerpo del doctor Ballesteros retornaba a su antigua
casa. “Suicidio” fue lo que puso el doctor Cifuentes en su informe tras la
autopsia, porque no podía poner otra cosa, porque si él no hubiese estado ahí,
seguro tendría muchas dudas, pero él había estado ahí y no existía forma humana
de justificar un asesinato, el suicidio tampoco era razonable, dadas las
circunstancias en las que ocurrió, pero algo debía poner. La causa de muerte
estaba clara, muerte por ahorcamiento o asfixia por torniquete al cuello, el
caso era que no había ni una sola pizca de restos de humo en las vías
respiratorias del doctor. El humo no lo mató, es más, el humo no lo tocó, ese
humo del que ya le había hablado antes Úrsula e Ismael, antes que ella. Ella
estaba allí como su asistente, con seriedad y sangre fría ayudaba al doctor en
su trabajo cuyas manos llenas de sangre no podían hacerlo todo, había
demostrado tener temple para tratar con los cadáveres y sus interiores y al
doctor le sentaba muy bien eso. Una hora después, llamaban a su puerta. Benigno
pudo percibir con asombrosa claridad cómo volvía a repetirse la misma escena de
hace tiempo, pero con distintos actores y en distintas circunstancias: La casa
del doctor, Elena afligida a su lado. En vez de María, Úrsula le abría la
puerta secándose las manos en el delantal como si acabara de lavárselas, el
olor a matadero apenas entrar, el doctor limpiándose la sangre de los
antebrazos con una toalla manchada de rojo diluido y el cuerpo abierto sobre la
mesa de trabajo, esta vez no el de Domingo, sino el del propio doctor Horacio
Ballesteros. Incluso los frascos con los fetos parecían estar ubicados exactamente
en el mismo lugar. El mundo era una rueda con un sentido del humor poético a la
vez que macabro. El cura se preguntó si no terminaría él abierto sobre esa mesa
algún día también. “Probablemente estará tu hermano allí…” Comentó el cura
mientras entraban el ataúd, uno muy barato destinado a los desdichados que
morían en prisión, “Lo sé” respondió la muchacha, hermética, luego agregó,
“Gracias padre… por permitir que tenga una cristiana sepultura como mi madre” El
cura puso una mano enorme y pesada sobre su hombro, eso debía entenderse como
un gesto de profundo amor por parte del sacerdote.
En
un pueblo pequeño, la muerte de alguien, incluso la del más insignificante de
los hombres, era noticia que debía comentarse por todos lados y más si el
difunto era alguien del nivel del viejo doctor del pueblo, al que
prácticamente, no había nadie que no lo conociera y recordara, lo que dio como
resultado un funeral concurrido, el cual era además el momento perfecto para
comentar las diferentes teorías que circulaban sobre su deceso, pues nadie
tenía muy claro qué había sucedido. El cementerio del pueblo era mucho más
antiguo y elaborado que el de Casas Viejas, donde se podían encontrar incluso
bonitos mausoleos de familias destacadas de los alrededores, sin embargo no
había ningún Ballesteros ahí, ni siquiera su esposa, que había muerto en el
mismo poblado, tampoco había muchos Ballesteros en la muchedumbre, salvo por
Elena, quien permanecía firmemente custodiada por Guillermina y la vieja Lina,
el padre Benigno, el doctor Cifuentes y Úrsula también se mantenían cerca.
Clarita y Tata observaban desde lejos, también Rupano, Marcial y los padres de
Úrsula, “…Nunca fue un cristiano ejemplar, no siempre podemos serlo, pero Dios,
en su infinito amor, nos entiende y nos perdona, sin embargo Horacio fue un
gran hombre y un mejor médico, cuya mente, desgraciadamente y por motivos que
jamás comprenderemos, se enfermó y deterioró hasta arrastrar al buen doctor al
execrable final que todos conocemos. Quienes estuvimos con él en sus últimos
días pudimos atestiguar cómo su corazón mantenía una lucha constante y
agotadora contra demonios interiores que sólo él podía ver y contra los que no
es fácil luchar, hasta finalmente ser… cruelmente doblegado. Por eso estamos
aquí, para rogar al Padre eterno, en su infinita bondad, que acoja su alma
liberada y sepa ver en él…” Ignacio llegó en ese momento, Almeida estaba a su
lado, tal como éste se lo había dicho, Elena estaría allí. Gumurria también venía
con ellos, pero mantenía la distancia, como un observador. Ignacio miró con
cierto desprecio el ataúd vulgar donde estaba su padre, “Creí que los suicidas
no eran aceptados en el reino de Dios…” El cura lo observaba erguido desde el
otro lado de la fosa, “Cuidado con lo que dices, muchacho, recuerda a tu
madre…” “Ella estaba enferma…” replicó Ignacio automáticamente, como una
respuesta muchas veces repetida, “También él, me consta…” respondió el cura sin
levantar la voz en lo más mínimo, “Ya…” dijo Ignacio escuetamente, y luego
buscó a Elena con la mirada, “Sabías que te buscaba para llevarte a casa y te
escondías de mí, para estar con él…” “¿De qué hablas?” respondió la muchacha,
su hermano se fijó en la multitud que lo observaba y se contuvo, “Estaré en la
hostal hasta mañana por la mañana. Te estaré esperando si quieres volver
conmigo, de lo contrario me olvidaré de que tengo hermana, tal como ya me
olvidé de que alguna vez tuve padre.”
Poco
antes de que terminara el funeral, Úrsula sintió que le faltaba sangre en el cerebro,
que la vista se le nublaba y que las piernas
se le doblaban, el doctor a su lado la contuvo para evitar que cayera. Sólo fue
un desvanecimiento y pronto se recuperó, se disculpó diciendo que no había desayunado
aquel día, el doctor diagnosticó deshidratación.
Fin
de la tercera parte.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario