jueves, 30 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


VI.

Aquella noche, Elena no durmió, pero no abrumada por la información, sino más bien, furiosa por el atrevimiento de acusar libremente a su madre de adulterio, además, ¿por qué le venía a decir eso ahora? Según Clodomiro, Diana siempre se lo negó, lo que no era para nada de extrañarse, pero él mantenía una duda válida, pues Diana le habría confesado que la relación con su esposo se había enfriado notablemente después del nacimiento de Ignacio, el primogénito, pero aún así, no pasaba de ser sólo una duda. Clodomiro concluyó diciéndole que él no buscaba nada y que sólo deseaba que ella lo supiera, pues, aunque no hubiera forma de probar nada, había una posibilidad real de que Horacio no fuese su padre, lo que no le dijo fue que el espíritu de Oriana se lo había confirmado como el cumplimiento de su pacto con él. Cambiar de padre a estas alturas de su vida, era algo que poco le interesaba a Elena, más la indignaba la acusación del supuesto adulterio de su madre. Echó un vistazo a su lado, Clarita echaba humo durmiendo, era evidente que Gracia no le había dicho nada de su conversación con el hombre del asno. Por la mañana, partió donde el padre Benigno, si había alguien con quien podía hablar de esto, era él, partió sola, aunque no podía evitar que Gracia la siguiera si así lo quería. Lo encontró saliendo de su casa rumbo a la iglesia en compañía de Mateo, pronto sería el debut de éste como sacristán y aún había detalles que afinar, por lo que la muchacha los acompañó. El cura dejó a Mateo pasando un paño sobre las bancas y se sentó en un rincón junto a Elena, “¡Pero ese hombre está completamente loco!” exclamó el sacerdote luego de oír la historia de la muchacha, a la chica, más que un loco, le pareció un embaucador, aunque no estaba segura de qué deseaba conseguir diciéndole tales cosas, “…tal vez sería interesante averiguarlo.” Sugirió la muchacha, como para sí misma, pero al padre no le parecía una buena idea, “Ten cuidado con ese hombre, me parece muy extraño y puede ser peligroso” “Me hago una idea…” Concluyó la muchacha poniéndose de pie para marcharse. Antes de irse, algo muy curioso llamó su atención, vio a Mateo en un rincón de la iglesia que parecía estar agazapado hablando con señas con alguien que no podía ver, el muchacho de repente la miró con una de esas señas congelada en el aire, como si hubiese podido sentir la vista de Elena sobre sí, y Elena no pudo más que medio sonreír y despedirse con la mano. Al salir, había una cosa más que tenía muy pendiente de hacer y aprovechó ese momento para ir.

Úrsula se puso feliz al verla, por fin venía a conocer a su hijo, el doctor Cifuentes estaba también trabajando en su escritorio, al saludarla, éste notó que el olor a romero y flores había desaparecido. Úrsula trajo a David y Elena lo cogió encantada, era mucho más hermoso de lo que jamás se hubiese podido imaginar, de pronto la chica saltó emocionada, “¡Ay! Tengo algo para él” dijo, y le devolvió el niño a su madre al tiempo que le pedía permiso para irrumpir en su cocina, Úrsula accedió a pesar de lo extraño de la petición y de que no entendía nada. Elena le explicó que ella siendo una niña, había vivido allí, que luego de la muerte de su madre la habían enviado con sus abuelos, pero de niña, tenía un escondite que sólo ella y María Cruces, su nana, conocían: un agujero en la base de la pared oculto tras una baldosa suelta, casi imposible de detectar sin conocer su ubicación, dentro, había una vieja caja de metal que alguna vez había pertenecido a una niña, “¡Dios mío! no puedo creer que aún esté aquí…” exclamó Elena tirada en el piso de la cocina, emocionada y luego agregó en tono confidencial, “…aquí está uno de mis más grandes tesoros” Cifuentes también se había acercado a observar, curioso. En el interior de la caja, había un par de viejas imágenes, una llave enmohecida, curiosamente parecida a la de la propia casa del doctor, un par de caramelos caducados hace mucho, un par de pendientes de oro, un collar que perteneció a su madre, cuya piedra principal parecía ser muy valiosa, y una roca común y corriente. De todo lo que había, Elena cogió la roca y se metió la caja bajo el brazo, “Es una piedra mágica…” dijo, como si fuera una niña pequeña, hablándoles a sus amiguitos. Úrsula y su marido intercambiaron una mirada elocuentemente inexpresiva. Elena explicó que se la había traído su padre de uno de sus viajes, “…bueno, tal vez no sea mágica en realidad, pero sí les aseguro que es una piedra muy rara y especial” La piedra, como del tamaño de una patata mediana, tenía una piedra de menor tamaño adherida a ella: eso era todo lo que convertía a esa roca en especial. El doctor las separó con, no poco esfuerzo, pero luego comprobó sorprendido que al menor acercamiento, las rocas se volvían a unir, “Es un buen truco…” admitió, pero eso no era todo. Elena salió al patio y cogió la primera piedra que encontró y comprobó que no se unían con la piedra mágica, “…pero si las dejan cerca, una de la otra, en un par de semanas se habrán unido y ya será difícil de separarlas…” Úrsula intentaba parecer entusiasmada, con poco éxito, pero en el fondo le parecía el colmo que aquella fuera la tercera vez que le hacían un regalo tan inadecuado a su hijo, Elena lo comprendía perfectamente, “Ya sé lo extraño que parece regalarle una roca a un bebé, pero es que, cuando mi padre me la dio a mí, ¡pensé que era un broma! ¿A mi hermano le daba un microscopio y a mí una piedra? Pero luego cuando comprobé lo que era capaz de hacer, ¡Deseaba tener más amigos para mostrárselas! Créeme, le encantará cuando crezca un poco” Úrsula aceptó el regalo, al fin y al cabo, ella y Elena se estaban haciendo muy buenas amigas, y Elena prometió hacerlo mejor la próxima vez que le regalara algo al niño. No era relevante pero sí interesante destacar, que el truco sólo funcionaba con rocas comunes y corrientes, con piedras preciosas como la del collar por ejemplo, no funcionaba.

Cifuentes tenía algo en mente y no quería dejar pasar la oportunidad, con toda sutileza le preguntó por el aroma a romero y flores de aquella vez, con la excusa de que le había agradado para su mujer, Elena rió sorprendida, “¡Es sólo jabón! lo hacemos con grasa de cabra y aceite de oliva y se aromatiza con algunas flores silvestres. La próxima vez les traeré una barra” Prometió.



León Faras.

miércoles, 29 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


V.

No se había equivocado, sin lugar a dudas el hijo de Úrsula y del doctor Cifuentes, era el hijo de Oriana que por fin había nacido, aquello saltaba a la vista, si sólo verlo era como percibir un milagro, pero ella no era su madre, sólo había sido el útero y desde luego, él no era su padre. Almeida se fue a visitar al padre Benigno por la mañana, luego de desayunar en un pequeño local del centro del pueblo, en el que tuvo la oportunidad de encontrarse con su antiguo conocido y colaborador, Gustavo Gumurria, siempre dispuesto a dar e intercambiar información. Según Clodomiro, la visita al cura sólo era de cortesía, para saludarle como la persona más importante y respetada del pueblo que era. Lo encontró junto con Guillermina dándole clases de lenguaje a Mateo, o mejor aún, recibiendo y tratando de descifrar las mímicas y señales que el muchacho estaba acostumbrado a hacer, algunas eran sencillas y universales, como comer o poner atención a algo, pero otras eran sumamente complicadas, como definir un sentimiento o a Dios, “Leí hace años en un periódico, un artículo donde se hablaba del intento de algunos ilustres hombres por inventar un lenguaje completamente emitido por señas, todo un reto, padre. Pensé en ese momento que era mucho más sencillo enseñarles a leer a los sordomudos, pero luego me di cuenta de que eso era aún más complicado…” comentaba Clodomiro divertido, con un café suspendido en el aire sin decidirse a subir hasta su boca. El cura no estaba dispuesto a claudicar tan pronto, pero tampoco era que sus aspiraciones llegaran a tanto como a un lenguaje completo, “¿Y si hacemos algunas tarjetas con dibujos, padre? digo, para que nos entendamos con el muchacho…” propuso Guillermina y Clodomiro la alabó de inmediato “¡Maravillosa idea!” Guillermina y el muchacho se retiraron y el padre se quedó con Almeida. Éste comenzó a hablar con tono distraído, como quien se está inventando un tema para conversar, “¿Y cómo ha estado esta joven, Elena, padre? Me he quedado muy preocupado con toda la situación que le tocó vivir la última vez, con la muerte de su padre y el desprecio de su hermano…” Al cura le sorprendió que incluso recordara el nombre de la chica, y más aún esa preocupación, pero no lo exteriorizó demasiado, “Pues gracias a Dios ha estado bastante bien, saliendo adelante por sí sola. Es una mujer muy fuerte…” “Sin duda, sin duda…” afirmó Almeida con toda la gravedad del mundo, y agregó, “…recuerdo que la muchacha acabó provocándose un aborto, ¿No, padre? ¡Dios mío! qué situación más dura y difícil… ¿Qué pasó con esa criatura al final, padre?” El cura nuevamente acabó sorprendido con la insana curiosidad del investigador, le parecía una pregunta de lo más rara, así que, sólo por cortesía la respondió pero de manera superficial, “Bueno, pues lo cierto es que todo aquello fue muy confuso y traumático, ella misma estuvo a punto de morir… no es algo que haya quedado muy claro” Clodomiro asentía con exagerada seriedad, “Por Dios, espero que esa criaturita no haya terminado siendo alimento de las alimañas…” y puso una fingida cara de horror, al cura también le pareció una imagen atroz. En ese momento llegó el doctor Cifuentes, quien de inmediato se disculpó por la interrupción, pero Clodomiro se levantó de un salto, riendo sin necesidad y asegurando que se le había pasado el tiempo volando y que debía irse, sin embargo, no perdió la oportunidad de preguntarle al doctor por su hijo a pesar de que lo había visto apenas el día anterior, luego de eso se despidió con su saludo de mano, flojo y desagradable como una caricia, de quien no necesitas una, y se fue, “Es un tipo de lo más extraño…” comentó el doctor, mirando fijamente la puerta por la que había salido Clodomiro, “Sin duda que no es un hombre corriente” respondió el cura. El doctor continuó, “¿Se creerá que me ofreció dinero por los fetos conservados en formol del doctor Ballesteros? ¿Para qué los querría?” Guillermina al abrir la puerta, se había quedado rezagada escuchando con la intención de acompañar al doctor adentro, “Yo he escuchado que se los ofrecen al Diablo para pedirle favores y cosas así…” comentó comprimida, como esperando la réplica del sacerdote que no tardó en llegar “¡Guillermina, por Dios!” inesperadamente, el doctor estaba de acuerdo con ella, diciendo que aquello no era tan descabellado en estos tiempos, para el cura aquello sonaba a demasiado, sin embargo… “Se ha mostrado muy interesado también en Elena y el hijo nonato que ella abortó” Dijo el cura, como sorprendiéndose a sí mismo, “Querrá ofrecerle dinero, igualmente…” Comentó el doctor, mitad en broma y mitad en serio, luego agregó cambiando de tema “…bueno, ¿Dónde está ese muchacho, Mateo? Vamos a ver cómo está su salud”

“¿Seguro que prefiere un asno en lugar de un caballo?” repitió Gumurria espantado, como si aquello fuese una idea inconcebible, Clodomiro asintió sonriente mientras se montaba en el que le habían preparado, para él, un asno era mucho más confiable, sobre todo para alguien poco entrenado en el arte de cabalgar. Gustavo se encogió de hombros, en el fondo le daba lo mismo, “Siga este sendero hasta que los árboles desaparezcan, luego tome el camino que va cuesta arriba. No puede perderse, sólo siga el olor a mierda de cabra…” Gumurria sonrió con la astilla entre los dientes, “…es una casa solitaria, se ve a la legua” concluyó, y le dio un sonoro palmazo en las ancas al burro y éste se puso en marcha. Elena retiraba el pan recién hecho del horno que Tata y Lina tenían en el patio, cuando vio a un señor acercándose dando ridículos saltitos a lomos de un asno, Clarita, tal vez porque lo recordaba o porque Gracia estaba cerca para decírselo, se dio cuenta de inmediato que se trataba del investigador contratado por el hermano de Elena para buscarla antes de la muerte de su padre. Elena envió el pan dentro con la niña y salió a enfrentar a Clodomiro con los puños en la cintura y el ceño apretado, dejándole desde suficiente distancia muy en claro que no era bienvenido. Clodomiro se lo esperaba, respiró hondo el aire impregnado del olor a estiércol y sonrió satisfecho de la belleza del lugar, quiso ser amable y cordial pero la chica no estaba para cursilerías,  “¿Qué es lo que quiere?” preguntó la muchacha tan hosca como se podía ser con alguien a quien apenas se le conoce, suponiendo que volvía a ser enviado por alguien de su familia, pero Almeida, bajándose del burro con la entrepierna visiblemente magullada, admitió que sólo estaba allí para hablar con ella algo que catalogaba como “muy personal y delicado” sin embargo, la muchacha no se conmovió lo suficiente ni siquiera para ofrecerle un vaso de agua y le exigió que hablara rápido, “Necesitas saber algo, yo conocí a tu madre hace muchos años, mucho antes incluso de que se casara con tu padre…” eso era cierto, Elena no lo sabía, pero tampoco le interesaba en absoluto saberlo, Clodomiro le confesó que él, siendo muy joven, había estado interesado sentimentalmente en Diana, pero que ella lo había rechazado y había preferido a Horacio, lo cual él había aceptado, pues, para ser honestos, en ese tiempo él no tenía ninguna oportunidad, sin embargo, Diana no había sido una mujer feliz en su matrimonio, según ella misma le había dicho, Horacio era un hombre difícil, asiduo a su trabajo, con intereses y preocupaciones muy alejados de los de ella. Elena no entendía bien por qué ese hombre le estaba contando todo eso, pero se sentía como si la estuviera preparando para algo. Un par de metros a su lado ve una pequeña pila de piedritas. Diana no culpaba a su marido de nada, él era lo que tenía que ser y ella debía acostumbrarse a eso, pues aquel era su esposo, sin embargo, según Clodomiro, ella recurría a él, como un buen amigo, para desahogarse sobre aquellas cosas que esperaba de la vida y de su matrimonio y que nunca llegarían, “…pues una de esas veces, pasó algo entre nosotros…” Soltó Clodomiro con delicadeza, como si temiera romper algo, inmediatamente el cúmulo de piedritas rodó en el suelo, el sonido llamó la atención de ambos, pero Elena volvió al tema central rápidamente, “¿Qué está diciendo?” Clodomiro continuó, con la misma delicadeza, conteniendo una bocanada de aire en los pulmones, “Meses después, naciste tú…”



León Faras.

miércoles, 22 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


IV.

De los hijos que Anselmo Burgos tuvo en vida, sólo una heredó su apellido y los derechos sobre la miserable propiedad que su padre ocupara en vida, hasta la larga edad de noventa y un años. La oferta que le hicieron a la mujer por la propiedad, que prácticamente casi ni conoció, pues sólo su madre se ocupó de ella, le pareció bastante generosa, considerando el deplorable estado de todo y aun a pesar de la extraña condición que le ponía el comprador: éste lo quería todo, el terreno, la casa y lo que ésta contenía. Por lo que la hija de Anselmo sabía, su padre no tenía más que una pila de muebles viejísimos y un montón de basura esotérica con la que se ganaba la vida, por lo que aceptó el dinero y se olvidó del tema. De esta manera fue como Clodomiro Almeida volvió a encontrarse en persona con su antigua amiga a la que nunca pudo olvidar, y la que aún conservaba algo suyo clavado en su corazón: la Dama, de la que sí se había dado el trabajo de averiguar en los últimos años, mediante sus habilidades como investigador y periodista, varios datos sobre ella, como su nombre, el lugar donde vivió, el lugar donde murió y el porqué. Según lo que supo, Oriana fue una mujer nacida hacía casi ciento cincuenta años en un pueblo no lejos de la gran ciudad, que en aquel entonces era poco más que un caserío. Llegó al mundo marcada por la mala fortuna, no sólo una, sino tres veces, la primera, por matar a su madre en el proceso, la segunda, por cargar con una rarísima condición que la hacía blanco de todo tipo de recelos y sospechas, y era sólo que sus ojos eran de diferente color, una mácula que no podía ser obra de Dios, y la tercera, por nacer en un pueblo gobernado por un hombre loco llamado Niceto Aspe, un tipo suave y adulador, aficionado a la tortura y al sufrimiento ajeno con fines religiosos y evangelizadores. Su historia no era nada original, según él, su pueblo, su pequeño rebaño, sería el elegido por Dios para heredar la tierra luego de que el próximo apocalipsis que se avecinaba, acabara con la humanidad extraviada con un diluvio que ya no sería de agua sino de fuego, y se le metió en la cabeza que Oriana era una mancha, una marca, una mala señal de que el Maligno buscaba corromper el inminente éxito de su cruzada. Primero fue benevolente, condenando a la muchacha a ocultar sus ojos para siempre con una venda que la convirtió en una inútil que ya no podía trabajar, su padre, su único familiar, rogó que le permitieran encerrar a la muchacha en su casa donde nadie la vería nunca para evitar tener que cegarla, pero Niceto dijo que aquello sólo sería una tentación para el engaño, que debía mostrar ante todos su lucha contra el Maligno. Lo cierto es que Niceto, como buen patriarca, deseaba sembrar su semilla en ella también, como lo había hecho antes con otras varias jovencitas, con fines purificadores, claro. Y así lo hizo. Aunque de esta violación no había documento oficial que la constase, como sí de la ejecución, sí estaba registrada en los documentos parroquiales de un cura cercano al pueblo que recibió la confesión del angustiado padre de Oriana, antes de que éste decidiese colgarse de un árbol. La chica intentó resistirse, pero Niceto y sus hombres, la golpearon con palos como una forma brutal de exorcizarla, de manera que sus frágiles miembros se fracturaron en varias partes, luego procedieron a violarla sin remordimiento. Cuando terminaron, tuvieron la decencia de ir a dejarla a su casa para que su padre la atendiera. A pesar de su venda en los ojos, Oriana supo muy bien quien lo hizo, y hasta pensó en algún momento que aquel hecho horrible podría mejorar su vida hasta cierto punto, según como Niceto trataba a las muchachas de las que abusaba con su favor o sin él y al principio fue así, con algunos obsequios y sutiles favores, hasta que su embarazo se hizo evidente y la gente comenzó a hablar como una sola horda maligna que la chica estaba preñada del Diablo, y que era el hijo de éste quien era enviado en persona para acabar con la fe inquebrantable de ese pueblo. Niceto Aspe quiso calmar a la población declarando que aún no sabían cuál era el origen de ese embarazo, pero entonces sobrevino la desafortunada muerte de dos vacas que aparecieron hinchadas como balones luego de comer algo que no debían y todo el mundo lo tomó como una advertencia bíblica de lo que se avecinaba si no actuaban con fe y determinación. Y así lo hicieron. El pueblo se reunió en secreto para decidir cuándo y dónde iban a quemar a Oriana, y Niceto no tuvo más remedio que aceptar una decisión que ya estaba tomada de antemano. Ella sólo oyó el llanto amargo y descontrolado de su padre cuando la cogieron para llevarla frente al pueblo, cruelmente, no le dijeron nada hasta que le quitaron la venda, ella se negó a abrir los ojos, temerosa de que aquello fuese una prueba, pero entonces escuchó la voz de Niceto diciéndole que confiara, que todo estaba bien, y al abrirlos pudo ver por sí misma la pira preparada para ella. La chica gritó que esperaba un hijo del patriarca, pero aquella era la más burda y esperada de las excusas a las que podía recurrir el Maligno para no ser eliminado, por lo que simplemente nadie le hizo caso, la chica gritó por su inocencia, que había hecho todo lo que le habían dicho, que no podían quemarla, que no debían quemarla, pero fue ignorada hasta que comenzó a gritar lo que todos esperaban oír. Parte de lo que sucedió a continuación, Clodomiro lo encontró narrado en una carta que escribió una mujer destinada a su hermana, pero que al parecer nunca envió. La carta decía estar siendo escrita en tinieblas, a pesar de ser poco más de mediodía. Oriana gritó desde el poste al que estaba atada, que maldecía a ese pueblo y su gente, que todos se secarían allí estériles como sus tierras, que su patriarca los arrastraría a todos al infierno por lo que estaban haciendo y que lo verían llorar y cagarse encima antes de que la pira se apagara por completo, pues según decía la carta, Oriana había confesado ante las llamas que ella veía y hablaba con los muchos muertos inocentes que aún vagaban por el pueblo y que ellos le habían hablado sobre el destino de Niceto Aspe y de sus seguidores después de su muerte. La narración en la misiva terminaba hablando sobre un eclipse que ya se prolongaba por más de un día entero.

Cuando Clodomiro se encontró con el cadáver de un neonato en la tumba de Diana, durante las reparaciones del mausoleo, se dio cuenta de que algo muy extraño estaba sucediendo y de que aquello debía tener algo que ver con él y con su pacto con la Dama, comprendió que el hijo de Oriana había intentado en primer lugar nacer a través del cuerpo de Diana, pero no lo había logrado, pues ésta no había sido sepultada en tierra, sino en piedra y concreto, en ese momento, de súbito, recordó el diario del doctor Ballesteros donde mencionaba los angustiosos momentos pasados junto a Isabel Vásquez y luego a Domingo Montenegro, y los fetos extraídos de ellos, también hijos de Oriana que no lo habían logrado por diferentes motivos. Entonces Clodomiro tuvo una idea tan clara como una revelación, Elena había sido la siguiente, ella estaba embarazada de su padre al momento de ser trasladada al convento.

Llevó el cuerpo de Oriana hasta su casa para reunirlo con el de su hijo como en una macabra familia, la familia que él nunca había tenido y allí en una noche de velas, dibujos en el suelo, mantras en lenguas muertas y hierbas alucinógenas, Clodomiro supo qué debía hacer.



León Faras.

sábado, 18 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


III.

Según la opinión de la mayoría, y por lo que se podía ver, Mateo, el nuevo candidato a sacristán de la iglesia, era un tanto más imbécil que el anterior, o al menos un chico con una educación muy basta. Parecía ni siquiera ser capaz de hablar. Guillermina se enrollaba en el cuerpo la chaqueta de lana, tan vieja que conservaba la mitad de los botones, mientras le intentaba explicar de la forma más clara posible, como se le habla a un imbécil, las reglas que debía seguir en la casa, a qué hora se comía, donde dormiría y qué labores le tocaría hacer, pero el chico parecía esforzarse mucho por entenderle cada palabra, sin demasiado éxito. Le enseñó el cuarto que ocuparía y luego le iba a mostrar el baño, pero Mateo parecía no interesado en acompañarla, observando un detalle indeterminado del piso, al parecer, mucho más interesante. La mujer lo llamó por su nombre, pero el chico no le hizo ni caso, entonces Guillermina tuvo una corazonada que decidió probar en ese mismo momento: cerró la puerta de la habitación de un portazo que se escuchó hasta en la calle, pero el muchacho ni se inmutó, entonces la mujer se puso a cantar y aplaudir, mientras Mateo, de espaldas a ella, observaba los recovecos de su nueva habitación sin prestarle atención a su ridícula actuación. El padre Benigno llegó alarmado por el ruido, la mujer observaba al chico maravillada de sí misma “El muchacho no es imbécil, padre, sólo es sordo, como una tapia” dijo la mujer sin que el chico se enterase de nada. Era extraño, pero parecía que nadie se había molestado en prestarle la atención suficiente como para darse cuenta de que el chico era sordomudo. Lo mandó a bañarse y luego le buscó algo de ropa limpia, no había mucho en casa para un muchacho escuálido como Mateo, pero encontró una camisa, probablemente de Rupano, y unos pantalones viejos del cura que necesitarían varias puntadas para ajustarse a la talla del chico, pero debería bastarle hasta que su ropa se lavara y secara y consiguieran más. Mateo miró con infinita desilusión que a su camisa nueva le faltaban dos botones, Guillermina se encogió de hombros, “Mírame a mí, que parece que uso la misma ropa de cuando llegué” le dijo sin reales esperanzas de que el chico le entendiera algo. Mateo pasó esa noche allí, al día siguiente, luego de comer y de recuperar su ropa, desapareció. Simplemente se fue, sin nada, tal como llegó. Guillermina dijo que ya se lo estaba oliendo, que era un muchacho un tanto salvaje y que no se acostumbraría nunca a cosas como comer en una mesa o dormir en una cama, el padre Benigno pensaba que tal vez no habían puesto suficiente empeño en acogerlo, pero la mujer decía que nadie lo había echado y que tal vez, era lo mejor. Esa tarde se puso a llover, una lluvia pacífica, pero tupida. Ya casi era de noche cuando golpearon la puerta, era Mateo que volvía por sí solo, calado hasta los huesos, cubierto con un saco viejo, seguramente la lluvia y el hambre lo habían traído de vuelta, Guillermina lo recibió con mala cara, “Mire como viene, empapado. Ahora me va a llenar la casa de barro, y mañana va andar acatarrado igual que un perrito. Yo no sé para qué se van si…” El chico no le hizo ni caso, si al fin no le podía escuchar nada, sólo le estiró una bolsa de tela atada con un cordel que traía protegida bajo el brazo, como si estuviera pagando su hospedaje con una bolsa de oro, aunque no podía ser oro, porque no pesaba tanto. La mujer se calló de súbito. Cogió la bolsa. Tenía un peso considerable y sonaba de forma muy atractiva. Guillermina no se atrevía a abrirla, temerosa de que Mateo hubiese salido a robar, y éste, parado aún bajo la lluvia no se atrevía a entrar. Cuando por fin el chico entró y se puso a resguardo de la lluvia, la mujer abrió la bolsa con infinito recelo para ver su contenido: eran botones, de todos los colores y tamaños, más de un centenar de botones que el muchacho juntaba desde hacía tiempo como si fuesen monedas, eran su tesoro personal que mantenía oculto en un lugar secreto y que sólo sacaba cuando estaba solo, para deleitarse con sus diseños y colores.

A la mañana siguiente, salía el cura de casa en compañía de Mateo, luego de tomar el desayuno, rumbo a la iglesia para mostrarle las que serían sus obligaciones, cuando vio una auténtica aparición en el pueblo, sin embargo, pronto se dio cuenta de que no estaba alucinando, sino que era real: Clodomiro Almeida estaba parado en una esquina con una injustificada cara de dicha, como si por algún motivo, aquel fuera un gran día. El sacerdote lo saludó y el hombre le devolvió el saludo fingiendo una gran sorpresa, como si fuese el cura el recién llegado, “Sólo vine a atender algunos asuntos, padre. Ya sabe que en mi trabajo, no puedo quedarme nunca quieto por mucho tiempo” Y rió con su risita cínica y contenida. Mateo lo observaba con desconfianza desde dos metros de distancia, aunque en honor a la verdad, el chico observaba a todo el mundo así, Clodomiro no le prestó atención. Al cabo de unos minutos el cura decidió que debía continuar su camino y se despidió, Almeida hizo lo propio con una reverencia innecesaria. Se dirigió hacia la casa del doctor Cifuentes, luego de algunos segundos, se decidió a llamar a la puerta. Úrsula le abrió con su hijo David en los brazos, Clodomiro se quedó embobado con el niño, con la boca abierta por varios segundos. Almeida ya de por sí era una persona exagerada en sus reacciones, pero aquello le pareció demasiado a Úrsula, el doctor se acercó en auxilio de su mujer. La visita también le pareció de lo más inesperada, “¡Pero por todos los cielos, qué niño más hermoso en verdad! Es que no podía ser de otra manera…” El hombre parecía no poder atreverse ni siquiera a tocarle un cabello al bebé. Cifuentes no comprendía a qué venía todo eso, Úrsula menos, Clodomiro se justificó con su sonrisa embustera, “Bueno, sé que tal vez no les interesa saberlo, pero, yo alguna vez tuve una mujer y un hijo, un niño precioso. Ambos murieron, hace muchos, muchos años…” concluyó, poniéndose repentinamente grave. Úrsula se conmovió, Cifuentes se mostró interesado, “Eso es lamentable ¿De qué murió?” “Asfixia…” respondió Almeida de forma instantánea, y agregó, “…complicaciones del parto, doctor, usted comprende de eso mejor que nadie… ¡Oh, por cierto!” Clodomiro metió la mano en su bolso y sin mucho buscar, extrajo una cajita de madera, apenas más grande que una caja de fósforos, “Por favor, reciba este obsequio para su hijo” Úrsula se quedó incapaz de reaccionar, el doctor quiso negarse con cortesía, pero Almeida insistió abriendo la cajita con delicadeza, “Por favor, tenga la bondad…” en el interior habían dos piedras preciosas: una esmeralda y un ámbar, “…eran para mi hijo pero nunca llegué a dárselas. Tal vez no lo crean, pero en muchas culturas, estas piedras son consideradas mágicas. La esmeralda, por ejemplo, tiene el poder de generar paz en el entorno de quien la posee y claridad en su mente, mientras que el ámbar es conocido por su capacidad para atraer el amor…” Y rió, consciente de que lo que hablaba podía sonar como una tontería, “Cierto aquello o no, lo cierto es que son piedras hermosas y a estas alturas de mi vida, me hará mucho más feliz que usted las acepte como obsequio para su hijo, que seguir conservándolas en mi bolso… por favor” Úrsula finalmente se sintió forzada a recibir el obsequio. Era la segunda vez que alguien, sin venir a cuenta de nada, le daba un obsequio de lo más raro para su hijo y no estaba muy segura de qué pensar. Se retiró con su bebé para alimentarlo, mientras Cifuentes, recién en ese momento, invitaba a pasar a Almeida, con seguridad, éste había llegado hasta su casa para algo más que alabar y obsequiar a su hijo. Clodomiro sonrió como si hubiese sido sorprendido en una travesura, “Según me he enterado, usted tiene ciertos seres conservados en formol, por los que me gustaría hacerle una oferta” Cifuentes no lo podía creer, aquello no sólo era sumamente extraño, además carecía de toda moral y ética, “¿Por qué cree usted que yo tendría a la venta esos seres, como usted los llama?” Almeida ya no sonreía, “Pues si no quiere dinero, entonces dígame usted qué es lo quiere” Cifuentes sonrió incrédulo, torciendo la boca “No creo que sea sensato proponer o aceptar este tipo de tratos, además, los fetos ya no están en mi poder, me deshice de ellos” “¿Quién los tiene?” Replicó Almeida con suave presión, “No se lo puedo decir. No es ético” respondió el doctor, cerrándose como una ostra. Clodomiro se puso de pie, divertido “Bueno, si no es en este momento, ya será en otro, no hay ningún problema. Muchas gracias por su tiempo, doctor…” el doctor le estrechó su mano floja, “…Y cuide bien de ese niño” Concluyó Almeida antes de irse.



León Faras.

lunes, 13 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


II.

Úrsula y su madre llegaron a casa cerca del mediodía, comentando lo raro del encuentro de aquella gitana y su obsequio para David, cuando sorprendieron al doctor Cifuentes que se abotonaba las mangas y se acomodaba el sombrero, disponiéndose para salir, tenía algo importante que hacer, según dijo. Se veía húmedo, como sudado. Se había aseado recién, pero de prisa y llevaba los zapatos cubiertos de tierra. El doctor salió a la calle y se fue rumbo al centro del pueblo, a la taberna y sus alrededores, buscaba a un hombre y lo encontró en el grupo de hombres que diariamente se reunían a apostar y lanzar tejos, “Gumurria, ¿me permite invitarle un vaso de vino?” Gustavo aceptó encantado, aunque no ocultó lo extraño de la propuesta, se sentaron y les llevaron dos vasos grandes de borgoña frío, la especialidad de la casa. Cifuentes tenía una gravísima preocupación, porque no podía sacarse de la cabeza el olor de Elena, y si durante la noche de san Lorenzo, no había estado con Úrsula, como él se había resignado a pensar, finalmente, entonces ese niño no podía ser suyo. Esa idea lo estaba atormentando. Interrogó a Gumurria sobre lo que decía su amigo de haber visto aquella noche de san Lorenzo, y Gustavo lo confirmó, pero el doctor necesitaba hablar personalmente con Cipriano para que no le quedara ni un asomo de duda, Gumurria no tenía inconvenientes, “El Cipriano cuando no está bebiendo, está en su taller trabajando, y por lo que se ve, no ha venido por aquí hoy” El doctor se paró dejando su vaso a medias, Gumurria acabó el suyo, “Eh, doctor, le aconsejo que le lleve de regalo un par de botellas de vino, no le van a costar mucho y le va a facilitar mucho las cosas para que el Cipriano le cuente lo que usted quiera… espere, yo le acompaño”

Cipriano Monte era el hermano menor de Marcial, el sepulturero de Casas Viejas, tenía un taller de herrería en el que, efectivamente, siempre estaba trabajando cuando no estaba bebiendo. Las botellas de vino que le llevó el doctor de regalo le parecieron literalmente, caídas del cielo. Mientras Gumurria no perdía tiempo y descorchaba una, Cifuentes tampoco perdía tiempo y le pedía a Cipriano que le hablara sobre lo qué había visto esa noche, específicamente, fuera de su casa, “Yo vi a la señorita Elena entrar en su casa…” respondió aquel con la seriedad que lo meritaba y sin rodeos, y continuó, “…me pareció muy raro ver a una señorita andando por ahí tarde en la noche y sola, las calles son oscuras, y usted no sabe con qué se puede encontrar, por lo que quise acercarme para preguntarle si estaba bien, pero entonces ella se acercó a su casa y entró allí. La luz de su casa la iluminó… era ella, estoy seguro” “Y no estuvo presente en la fiesta, eh…” añadió Gumurria como un dato a tener en cuenta. El doctor no estaba convencido, “¿Pero cómo entró si esa puerta tiene llave?” Cipriano se bebió su vaso de vino de un trago, “Seguramente tendrá una llave, recuerde que ella antes vivía allí…” respondió el hombre como si se tratara de lo más lógico del mundo. “Es posible…” admitió el doctor, pensativo, y añadió, “¿Me presta un caballo?” El doctor cogió uno ensillado y se fue, “¿Crees que la señorita le haya robado algo valioso y por eso anda así?” dijo Cipriano cogiendo el vaso de vino que el doctor había dejado intacto, Gumurria asintió con receloso silencio, “O tal vez sólo fue a recuperar algo que le pertenecía” “¿Adonde crees que vaya?” preguntó el otro, intuyendo la respuesta, Gustavo cogió una maltratada astilla del bolsillo y se la puso entre los dientes, sonriendo “¿Y adónde va a ir? Va a que le cuenten la otra parte de la historia”

Por la información que le había dado su esposa, Cifuentes conocía dónde vivía Elena, y se dirigía hacia allá con una excusa ya pensada, sobre un nuevo vestido para Úrsula, debido a lo mucho que le había gustado el primero, pero con intenciones de sonsacarle información sobre esa noche de san Lorenzo y sobre todo confirmar la nueva información que había recibido: si aún conservaba una llave de su antigua casa, sin embargo a quien encontró allí fue a Tata que cortaba y apilaba leña, “…Pues, resulta que ella y Clarita se fueron al monte con las cabras… no van llegar pronto porque se llevaron el almuerzo. Si quiere le digo que se pase por su casa la próxima vez que baje al pueblo” El doctor se negó, no le servía de nada hablar con Elena en presencia de su mujer o de alguien más, “No se preocupe, no es importante. Hablaré con ella en otro momento” No le quedó más remedio al doctor que volver con sus dudas de vuelta a casa.

Finalmente, se consideró de manera oficial que el Cristo de la iglesia se había destruido por obra del tiempo y no con la intervención de ninguna mano humana. O sea que el Cristo se había roto de viejo, debido al deterioro del material y ya no se le daría más vueltas al asunto, menos ahora con la llegada del nuevo. Le avisaron al cura que su encargo lo habían bajado ya del tren, justo en el momento en que Guillermina le servía la comida, y ésta tuvo que recular. Si había algo que Guillermina odiaba, era que la dejaran con el plato servido en la mesa, pero no le quedó más remedio que resignarse, pues el recién llegado no podía esperar, lejos de eso, se puso un chal en la cabeza y partió tras el cura para mirar. El trabajo había sido encargado a un escultor de madera quien se encargó de hacer un trabajo a la medida para aprovechar las dimensiones de la cruz existente en la iglesia, se tardó varios meses, pero se trataba de un trabajo totalmente hecho a mano, una obra de arte religioso que ornamentaría la iglesia por cien años o algo así. El Cristo llegó en una carreta envuelto en lona y atado de pies a cabeza, el mismo artesano que lo había esculpido venía con un par de ayudantes para instalarlo, tuvieron que poner un andamio antes y una larga escalera con polea para elevarlo, tardarían algunas horas, así que era bueno que el cura se fuera a su casa a comer y luego regresara. Ese mismo día, Pedro Canelo le presentó al que sería su nuevo sacristán, un muchacho huérfano de catorce años llamado Mateo, como el evangelista, el chico tenía un problema, de tanto en tanto era enviado a prisión porque insistía en robar, esencialmente comida, pero el muchacho no sabía pedir y parecía incapaz de aceptar cualquier trabajo que se le ofreciera, por lo que los lugareños lo enviaban regularmente a la cárcel como escarmiento, con la intención de corregirlo, pero sin resultados, lo cierto es que la cárcel no corrige a nadie que no sea capaz de corregirse por sí solo. La última vez había sido sorprendido desplumando una gallina, a pesar de que no tenía ni lo más mínimo para cocinarla. Canelo había pensado que tal vez estando con el cura corregiría su actitud, “…en el fondo es un buen chico, lo que pasa es que la vida ha sido dura con él, eso es todo. El hambre es perra, padre…” concluyó el guardia. El cura aceptó y Guillermina estuvo de acuerdo, habría que probar, lo primero era darle un baño y luego darle de comer. El cuarto que Úrsula había desocupado estaba disponible. En teoría, teniendo el estómago lleno, no volvería a necesitar robar.



León Faras.

jueves, 9 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


Quinta parte.

I.

David Cifuentes causó revolución desde muy pequeño en el pueblo debido a su apariencia tan inusual entre las gentes de los alrededores, era un niño con el aspecto que de seguro debían de tener los mismísimos ángeles, muchas de las personas del pueblo no habían visto nunca ojos tan azules, piel tan blanca, ni cabello tan rubio, y se preguntaban de dónde había salido, porque no guardaba parentesco alguno con ninguno de sus parientes, el mismo Ismael Agüero no podía creer que ese niño tan extravagante fuese nieto suyo y el doctor Cifuentes se excusaba diciendo que su hijo tenía el aspecto de su abuela materna, a la que nunca había llegado a conocer, pero que sabían que había llegado en barco de tierras remotas donde el pelo rubio y los ojos azules eran cosa común. Aquello, más que cierto, era imposible de corroborar, por lo que rápidamente se volvió la explicación oficial. Úrsula afirmaba simplemente que se trataba de una hermosa bendición de Dios, y el padre Benigno no podía estar más de acuerdo con ella. A Guillermina en cambio, le daba miedo, un niño como ese, en un lugar como ese, no podía ser normal. Cuando Úrsula se lo llevó para presentárselo, se negó a tomarlo, arguyendo que le dolían los brazos por haber estado cargando leña, y luego, cuando se la encontraron en la calle, también se negó, porque según ella, había estado picando cebolla e iba a cubrir al niño con ese desagradable olor. Cuando Úrsula, suspicaz por la repetida negativa de la mujer, le preguntó qué pasaba, la vieja mintió, “Ay, niña, es que se ve tan lindo y tan blanquito, que me da miedo hasta de ensuciarlo” Aquella vez, Úrsula no le aceptó ninguna excusa más.

Aquel día, mientras el doctor Cifuentes trabajaba en su despacho, Úrsula y su madre le dijeron que iban a salir, que había llegado un señor muy pintoresco al pueblo, en un carro vendiendo no sé qué cosa, y todo el mundo hablaba de él y ellas querían ir a mirar. El doctor, luego de despedir a las mujeres, siguió con su trabajo. Su hijo parecía completamente sano y normal, su corazón latía saludable, sus reflejos funcionaban; comía el alimento del seno de su madre y lo defecaba como cualquier bebé. Lloraba con un par de buenos pulmones y dormía como un bendito, sin embargo, se había desarrollado dentro del útero sin cordón umbilical y había nacido sin ombligo, y ahora necesitaba justificarse a sí mismo cómo es que aquello había sido posible. Debía haber una anomalía desconocida que lo explicara, alguna capacidad del ser humano no investigada aún por la ciencia, necesitaba descifrar ese misterio porque deseaba de todo corazón sentir ese niño como suyo, y lo sentía tan ajeno como aquellos fetos que reposaban en esos frascos llenos de formol que aún conservaba, de los cuales tampoco tenía ninguna explicación. La existencia de esos fetos le estorbaba, su lucha por determinar lo antinatural de la presencia de esas criaturas, de esos errores de la naturaleza, ahora se volvía en su contra, pues lo alejaban de su propio hijo. En ese momento el doctor tomó una drástica decisión, sin pensárselo demasiado, agarró los frascos y se los llevó a la parte trasera de la casa, cogió una pala y comenzó a cavar con una extraña urgencia, que lo volvía más torpe para ese tipo de trabajos, luego tomó los frascos y los metió dentro del agujero que había hecho, e inmediatamente les echó la primera palada de tierra encima, cuando iba por la mitad, notó que hace rato alguien lo observaba inmóvil y silente, era Rupano, sostenía una carretilla en la mano que había ido a buscar para retirar restos de unas podas que hacía cuando su labor de cochero no era requerida. Rupano le hizo un gesto con la cabeza, como saludo, y sin decir palabra, ni siquiera cambiar la expresión del rostro, se fue. Más que los frascos, a Abel le había llamado la atención la torpeza del doctor, quien parecía estarse peleando con la pala, en vez de trabajar con ella. El doctor se secó el sudor de la cara con su pañuelo, se sintió infinitamente tonto y se consoló con la idea de que Rupano no había visto qué estaba enterrando y de haberlo hecho, no sabría explicárselo a nadie. Terminó su trabajo, esta vez asegurándose de que nadie lo estaba observando.

El carro que había llegado al pueblo llevaba encima un cartel que rezaba, “El tónico milagroso del doctor Manfredo Madrid” el doctor Manfredo era un anciano muy flaco con una blanca barba de chivo que gritaba las maravillas de su milenario, a la vez que económico brebaje. Se hacía acompañar de un payaso llamado Crispín, que hacía graciosas mímicas según iba hablando, y de una gitana voluminosa, llamada Raquel, que hacía aventuradas predicciones leyendo la palma de las manos de los asistentes. “Señores, señoras y señoritas, les traigo esta oportunidad única en sus vidas, este espectacular tónico, el cual conocí y usé luego de vivir durante más de diez años con los indígenas en sus tierras, esta agua, capaz de obrar verdaderos prodigios, cura el catarro, los dolores musculares, de muelas, callos en los pies; alivia problemas estomacales, limpia los pulmones y alarga la vida de quien lo beba en al menos veinte años, y todo por un costo ridículo…” Y Crispín hacía de anciano y enfermo agónico que de un trago saltaba, bailaba y tocaba la corneta de felicidad, “…No pierdan esta oportunidad que no se volverá a repetir” Mientras varios asistentes compraban el tónico milagroso, Raquel se acercaba a aquellos que parecían no estar convencidos aún, y por una moneda les inventaba sobre la palma de la mano, una buena y convincente historia sobre un tesoro enterrado en sus tierras o una dama misteriosa que se revelaba claramente en sus vidas con la luna llena. Luego les añadía que tenían una vértebra puesta de cabeza y que necesitaban del tónico para componerla y la mayoría terminaba comprándolo. Cuando llegó juntó a Úrsula, la gitana se maravilló, “Alabado sea el poderoso que ha obrado este milagro en ti…” Úrsula protegió instintivamente a su hijo, pero es que Raquel no tenía intenciones ni siquiera de tocar al niño, “Nunca pensé que lo vería, ni aún viviendo cien años y mira donde lo encontré, en un pequeño pueblito alejado de todo. No sabes lo afortunada que eres niña” Concluyó, dirigiéndose a Úrsula, luego perdió su mano entremedio de su generoso busto y extrajo una pequeña botella de vidrio, como la de un perfume o un veneno, que contenía algo muy parecido al agua y se la estiró, “Es un obsequio, lo más valioso que poseo, los indios decían que eran las lágrimas de una diosa. Son para él. Por favor, recíbelas…” Úrsula las recibió incómoda, para que aquella mujer se quedara tranquila, pero segurísima de que, ni de broma le daba el contenido de esa botella a su hijo, la gitana se tomó las manos y se las llevó al mentón, emocionada y feliz, como una madre orgullosa, mientras la muchacha se iba con su madre y su hijo “Ya me puedo morir en paz…” concluyó Raquel con los ojos húmedos de lágrimas.

Cierto era que Raquel no era gitana, ni Manfredo doctor, pero sí era verdad que habían estado con los indios durante un tiempo, y que habían conocido a uno extrañamente longevo, cuyo secreto era haber bebido de una fuente sagrada que manaba bajo tierra. La gitana falsa y el falso doctor, les pagaron a unos de ellos con cachivaches y fruslerías para que les llevaran a esa fuente donde consiguieron una pequeña porción de esa agua, no mayor a medio litro, pues no era posible conseguir más. Incapaces de reproducir la fórmula, se inventaron un tónico mezclando hierbas, mieles y otras cosas y a cada botella le pusieron una gota del agua de la fuente milagrosa, la que ya se les había agotado hace tiempo. Lo que Raquel le había regalado a Úrsula, era su parte de aquella agua pura, que cargaba siempre encima para que la muerte no la pillara desprevenida.



León Faras.

lunes, 6 de abril de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XVI.

Ni aun seguro de que la cruz de madera, sumergida no sólo en agua, sino en agua bendita, ya no volvería a encenderse ni a llevar a cabo ningún otro acto sobrenatural, el padre fue incapaz de convencer a Guillermina de mantenerla oculta en algún rincón de la casa, la mujer incluso lo amenazó con irse, con el dolor de su corazón, donde unas parientas de no se sabe dónde, porque Guillermina no tenía familiares conocidos, si sabía que esa cosa estaba metida bajo el mismo techo que ella. Y hablaba totalmente en serio. Al padre Benigno no le quedó más remedio que ceder, acababa de perder a su sacristán, no podía perder también a su ama de llaves. Por lo que se llevó el frasco a la iglesia, cubierto con un trozo de cortina para que nadie le preguntara por el camino, por qué cargaba con una cruz metida en un frasco con agua. Llevaba la idea fija de meter ese frasco en el sitio de los artículos olvidados, en la bodega de la iglesia, pero al llegar allí y ver al Cristo mutilado, del que por cierto, nadie confesó nunca ser el autor de aquel acto vandálico, se arrepintió de súbito, sin saber bien por qué, sólo sintió el aviso de sus entrañas que le advertían que aquello no debía hacerlo, pero como la mayoría de los mortales, prefirió escuchar a su intelecto que le decía que ese era el lugar perfecto y que nada malo podía suceder y allí la dejó, fuera de su memoria y de la memoria de todos.

El día anterior a la boda, y sin previo aviso, pues no había forma posible de avisar a tiempo, llegaron en el tren al pueblo el padre del doctor Cifuentes, los cuatro hermanos de éste y las esposas e hijos de dos de ellos. Rolando Cifuentes, era un viudo de aspecto pulcro y andar recto, no venía de ninguna familia acomodada y había hecho su fortuna a punta de trabajo y disciplina en la industria textil, en la que comenzó a trabajar siendo un niño y posteriormente creando su propio imperio de fábricas y operarios. Jamás comprendería por qué su hijo había decidido casarse en un pueblucho como ese. Que viviera y trabajara allí, lo podía entender, y hasta respetar, pero casarse en un sitio tan alejado de la mano de Dios, donde ni siquiera podía invitar a toda la familia por una vulgar cuestión de espacio, porque apenas había dónde alojarse y la iglesia se llenaba con dos o tres feligreses, era decepcionante, y una dejación absurda. Aquella sería la primera y única vez que Rolando Cifuentes y su familia visitarían ese pueblo, cualquier otra celebración familiar se haría en la ciudad, donde todo era mucho más fácil y en un solo hotel podían meter a todo ese pueblo de ser necesario.

Úrsula y el doctor Cifuentes fueron casados por el padre Benigno a las once de la mañana en la iglesia de san Lorenzo, y como era de esperarse, buena parte de los asistentes quedaron afuera del templo. En un pueblo pequeño, las bodas, como los funerales, eran acontecimientos sociales que nadie quería perderse. Úrsula se veía preciosa con el vestido que Elena le había confeccionado, y no tenía reservas en decirlo cada vez que le preguntaban de dónde lo había sacado, y se lo preguntaron mucho, de tal manera que la modista se llevaba su merecido crédito y buena parte de publicidad. Allí, el doctor Cifuentes, conoció por fin a Elena, presentada por su mujer, orgullosa del vestido que llevaba puesto. El doctor, cortés y educado, besó la mano de la mujer, lo que le dejó una rara sensación que no olvidaría fácilmente: La mano de Elena olía exactamente igual a como olía la mujer con la que había estado durante la noche de san Lorenzo, a romero y flores. La fiesta se llevó a cabo en el mismo lugar público dónde el pueblo celebraba la fiesta de san Lorenzo, el cual estaba dispuesto para aquellos fines. Rupano y otros hombres se habían encargado de encender las asaderas para la carne y los fondos con agua para las papas. Guillermina y algunas amigas madrugaron preparando ensaladas y el padre del doctor Cifuentes compró suficiente vino en barricas como para llenar una acequia, o para emborrachar a cada uno de los invitados, dos veces. Luego de este acontecimiento, el pueblo se sumió en un periodo de varios meses de monótona paz y ordinario aletargamiento, en el que, cualquiera de los extraños eventos que habían sucedido, fueron simplemente palideciendo en el tiempo y en la fragilidad de la memoria. Hasta el día en que Úrsula se puso de parto.

Lo habitual en un pueblo pequeño como aquel, era que el parto fuese atendido por una comadrona, nadie recurría al médico del pueblo para parir, y comadronas había varias, algunas con más experiencia o mejor reputación que otras, pero todas ejercían el oficio de la mejor manera posible, la misma Guillermina fue nieta de una partera y gracias a ella ejerció el oficio en su tierna juventud, aunque luego lo dejó para siempre. En el caso de Úrsula, el propio doctor Cifuentes atendería el parto de su mujer, lo que sonaba sumamente inusual para cualquier persona del pueblo, aun siendo médico, pero nadie ponía en duda su capacidad y además, según el doctor, aquello era lo más común en las grandes ciudades. Úrsula ya se había hecho a la idea y ya no le sonaba tan raro como al principio. Tenía una barriga impresionante que ya le quitaba mucha libertad para moverse, por lo que Lucila, su madre, se había mudado con ella para asistirla y atenderla en todo. El parto en sí, con ocho meses aproximados, no tuvo complicaciones, fue un parto natural que duró sólo algunas horas desde que rompió aguas hasta el nacimiento del bebé, asistida ella por su madre y el bebé por el médico. Todo muy normal salvo por una cosa. Lucila lo vio en el rostro del doctor y Úrsula en el de su madre, algo no estaba bien, y a juzgar por la mirada del doctor Cifuentes, debía ser muy malo. Sin embargo el llanto del bebé no se hizo esperar, y era el llanto más normal del mundo, Cifuentes cogió a su hijo y lo envolvió en una toalla limpia para limpiarlo, Lucila llegó a su lado, lo que vio fue un bebé normal, de hecho un bebé precioso, ella se había imaginado que la criatura había nacido con una anormalidad terrible, Úrsula también se imaginaba lo peor y exigía que le mostraran a su bebé, amenazando con bajarse de la cama ella misma si era necesario. Su madre la tranquilizó diciendo que no había nada de qué preocuparse, pero el doctor no parecía un hombre feliz de ser padre, parecía incluso temeroso de tomar a su propio bebé, pero entonces se repuso, lo cogió en sus brazos y se lo llevó al regazo de su madre con una tierna y tranquilizadora sonrisa. Era un hermoso varón, mucho, con el poco y fino cabello como el oro y los ojos como el cielo, herencia, tal vez de alguna abuela, pensó Hugo. Era su hijo, pero si querían conservarlo, deberían los tres guardar un secreto: El niño había nacido sin ombligo. Las mujeres estuvieron de acuerdo a pesar de lo anormal del suceso, era su hijo y Úrsula ya había pensado en su nombre: se llamaría David.

Fin de la cuarta parte.



León Faras.

sábado, 4 de abril de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XV.

A una semana del matrimonio, Úrsula y su prometido pensaron en mover sus cosas del cuarto que ocupaba en la casa del cura, a la casa del doctor Cifuentes, embarazada y prometida, ya no tenía sentido que siguiera durmiendo allí, sin embargo, antes de hacerlo pensaron que debían hablar con el padre Benigno y así lo hicieron, antes del mediodía en su despacho. El sacerdote no podía oponerse, sólo les recomendó que no hicieran vida marital hasta cumplir con el sagrado sacramento del matrimonio, que no había jamás que tentar al Señor, y los jóvenes estuvieron satisfechos y de acuerdo, pero no Guillermina que oía la conversación parada en la puerta, primero porque sabía que le echaría de menos a la muchacha, con la que ya se había encariñado más de lo que jamás estaría dispuesta a admitir, y segundo porque el padre Benigno que ella conocía desde siempre, probablemente ni siquiera hubiese aceptado casar a una muchacha ya embarazada y le preocupaba mucho ese cambio en la personalidad del sacerdote, sin embargo, no dijo nada y sólo se limitó a bajar la mirada y apretar los labios. En ese momento, un extraño olor comenzó a rondar en la habitación, el olor a cuando se está quemando algo que no se debería estar quemando, “¡Ay, Dios mío, mi cocina!” gritó la mujer y salió disparada, pero pronto notaron que el olor se convertía en un leve velo de humo que salía desde donde estaba el sacerdote, éste, alarmado, abrió el cajón de su escritorio y una nube de humo acumulada dentro lo hizo salir de un salto de su asiento, al tiempo que Guillermina volvía luego de comprobar que nada en su cocina se estaba quemando, Benigno intentó husmear con los dedos la fuente de todo ese humo, pero debió retirar la mano con las puntas de los dedos quemados. Entonces Cifuentes reaccionó y tiró del cajón hasta arrojar su contenido al piso y luego darle de pisotones a un trozo de tela que se estaba consumiendo como un cigarro, sin llegar a arrojar llamas, pero el humo no cedió hasta que Guillermina le arrojó todo el contenido de un florero encima, incluida las flores. Luego, al coger el trapo, cayó una cruz de madera chamuscada al piso. Al verla, Úrsula comenzó a respirar con dificultad y a retroceder, Cifuentes la cogió para ayudarla, pero la muchacha sólo se quería ir. Guillermina intentó recoger la cruz, pero el cura la detuvo, “Traiga una pala o algo, no la toque con la mano…” y ante la incredulidad de la mujer, agregó “…puede estar caliente, todavía”

Úrsula estaba bien, lo que había sentido no había sido un malestar físico, sino más bien un sentimiento muy fuerte de rechazo, parecido al miedo pero que no podía explicar, la causa sí que la tenía clara: esa cruz de madera. Cifuentes no entendía nada, pero no había nada que entender, sólo había sido una reacción de su cuerpo y si no volvía a ver esa cruz, estaría bien. La muchacha se fue con Guillermina a su cuarto a juntar sus cosas para mudarse, luego de que la vieja secara el piso del despacho del cura, mientras Cifuentes se reunía con el padre Benigno y la cruz en el despacho de aquel. El Sacerdote miraba preocupado la inocente cruz chamuscada sobre su escritorio, estaba igual que cuando se la trajeron, no parecía haberse consumido en lo más mínimo. Cifuentes lo miraba con la misma cara con la que él miraba la cruz, “¿Qué ha sido todo eso, padre?” El padre no tenía ni la más mísera idea, “Estoy tan sorprendido como usted…” Se había olvidado completamente de esa cruz que había permanecido en el cajón durante días, desde que los padres de Úrsula se la habían dado, “…No sé cómo explicarlo, pero bueno, sólo fue un incidente sin importancia, me aseguraré de que Guillermina arroje esta deteriorada cruz al fuego de la cocina y nos olvidaremos del asunto. Pero lo haremos cuando Úrsula ya se haya ido, doctor, para no perturbarla más” concluyó el cura con tono de justificación. Cifuentes estuvo de acuerdo. Al cabo de una hora, cuando Guillermina estaba trabajando y canturreando en su cocina, el padre llegó con la cruz de madera sobre un plato, la mujer lo miró cómo si de pronto el cura llevara un sombrero de colores y una nariz roja, pero por miedo a hacérselo ver, le siguió el juego: cogió las pinzas que usaba en su cocina y con ellas hizo lo que el cura le ordenaba, tomó la cruz y la arrojó al fuego y encima le echó más leña, todo, con una inamovible cara de asustada, no por la cruz, sino por el cada vez más extraño comportamiento del sacerdote, “Asegúrese de quemarla por completo” Le aconsejó el cura con gravedad, como si se tratara de quemar un edificio, Guillermina asintió muda. Apenas el cura se fue, la mujer se persignó tres veces de un tirón, como si llevara mucho rato aguantándose.

A la mañana siguiente, el padre Benigno se enteró, por boca de otros vecinos, que debía empezar a buscarse otro sacristán porque el bueno de Jacinto, aunque ya estaba bastante recuperado de su última experiencia vivida en la iglesia, se negaba rotundamente a volver. No sabía decir el porqué, aunque a decir verdad, Jacinto no era un hombre ducho en palabras, pero para el sacerdote, como para el resto de los vecinos, era obvio que había visto algo que lo había asustado demasiado, y cada uno sacaba sus propias conclusiones. Se sentó a la mesa para tomar su desayuno, pero Guillermina, en vez de traérselo, llegó a su lado caminando encogida, como un perrito asustado, mirando al cura como si éste la fuera a castigar por algo muy grave, “¿Qué le sucede Guillermina?” La mujer no dijo nada, se volvió a la cocina y casi de inmediato regresó con un plato que puso sobre la mesa, el cura se quedó mirando espantado su desayuno: era la cruz de madera, chamuscada tal como estaba antes, pero ni un poco más, “Le juro por Dios padre, que estuvo toda la tarde en el fuego y toda la noche en las brasas. No la saqué hasta esta mañana y estaba igual. ¡Casi se me cayó el pelo!” Se justificó la mujer llevándose una mano a la boca, muy preocupada, como si ella fuera la culpable de que esa cruz siguiera ahí. El cura le creía, Guillermina podía ser a veces crédula y otras veces muy fisgona, pero no era mentirosa. “Ahora, hasta me da miedo, ¿De dónde sacó esta cosa, padre?” El cura le explicó que se la había traído Ismael y su esposa, preocupados porque ellos tampoco pudieron quemarla, “…y la verdad, es que yo no le di la real importancia, hasta ahora. Estaba en la habitación de Úrsula” La mujer dio un respingo, “¡Ay por Diosito santo! Y si está el espíritu del chiquillo de la Úrsula en esa cruz” Guillermina apretó su cuerpo como si de pronto tuviera toda la urgencia del mundo por usar un baño, “¡Guillermina por Dios, eso no es posible!” replicó el cura, intentando sonar convincente, la mujer se le acercó al oído, “Recuerde que ese niño se hizo humo…” le susurró, como temiendo que la cruz le escuchara y le respondiera algo. El padre la miró severo, aunque su rostro era más de preocupación, “Las ideas supersticiosas son paganas, Guillermina y no son gratas a los ojos de Dios” recitó el cura. Guillermina se alejaba centímetro a centímetro como preparando una huida, “…pero el Diablo existe… la biblia dice que el Diablo existe…” dijo, apenas audible. El cura no respondió nada. “Se la va llevar, ¿Cierto?” sugirió la mujer con tono de ruego, el sacerdote ya estaba pensando qué hacer, “Traiga un frasco grande, con agua…” la vieja ya iba corriendo, cuando el cura agregó “¡Y las pinzas!” Guillermina tuvo que vaciar sus lentejas en un saco para desocupar un frasco con el tamaño adecuado, mientras el cura iba por su estola. Con las pinzas, Benigno metió dentro del frasco la cruz, la que quedó flotando en el agua, luego procedió a bendecir el agua. Guillermina guardaba la distancia, segura de que algo espectacular sucedería, pero aunque no fue tan espectacular, la cruz no la defraudó. Apenas el agua del frasco se volvió bendita, la cruz lentamente se hundió hasta el fondo y allí se quedó sumergida, reposando cabeza abajo.



León Faras.

jueves, 2 de abril de 2020

Autopsia. Cuarta parte.


XIV.

No le cayó nada bien la noticia al padre de Hugo Cifuentes, que la boda se llevaría a cabo de igual manera y en la fecha prevista, que era dentro de dos semanas, sin que le hubiesen presentado antes a la novia y a su familia, pero el tren no estaba dispuesto a correr y los novios no estaban dispuestos a postergar nada, la razón de ello, Cifuentes no la mencionó en la carta, prefería hacerlo en persona, pero su padre la supuso rápidamente, la urgencia por casarse sólo podía significar una cosa: la chica ya estaba embarazada. El vestido de boda caería en manos de la mejor bordadora del pueblo y sus alrededores, Úrsula y su madre fueron en persona a pedirle a la vieja Lina que las ayudara con eso, y allí encontrarían a Elena, a la que, dentro de todas las cosas inútiles que le habían enseñado de jovenzuela para convertirla en una dama respetable y habilidosa, la menos inútil era la costura, lo que era muy conveniente, porque ella conocía muy bien los pasos a seguir en la confección de los finos vestidos que solía usar, “A mi hermano le enseñaron medicina, a mí, a hacer vestidos” Se excusó la muchacha encogiéndose de hombros. No fue difícil entenderse con Úrsula a la hora de planear la forma y el diseño del vestido que ella quería, Elena también tenía muy buenas ideas que aportar. Le tomó las medidas y en un par de días consiguieron las telas. Se sorprendió a sí misma al verse realmente entusiasmada con el trabajo, cosa que jamás le había interesado. Los vestidos lujosos que siempre le habían obligado a usar eran estorbosos e incómodos, y una mujer con ese atuendo, estaba condenada a moverse lo menos posible y a evitar todo tipo de contacto, porque eran prendas permanentemente propensas al estropicio, en los que no estaba dispuesta a gastar su tiempo en lo más mínimo, pero un vestido de bodas era algo diferente, debía ser el más incómodo y estorboso de todos, pero con la ventaja de que sólo se usaba una vez en la vida. Lo diseñó de la nada, trabajando motivada por una pasión que desconocía, porque siempre pensó que las cosas valiosas, eran las que se hacían con pena y sacrificio, mientras que las que se hacían con entusiasmo o por diversión, generalmente eran vanas y frívolas. Mientras Lina bordaba, Elena destrozaba las telas en pedazos informes que regaba por toda la casa y que luego casi mágicamente, tomaban forma en el cuerpo de Clarita, quien, montada en un banquillo y forrada en ropa vieja para dar la talla, hacía de modelo mientras Gracia la observaba desde un rincón con cara de vergüenza ajena. Al cabo de una semana, Úrsula pudo probárselo, su madre quedó maravillada, aún le faltaban algunos retoques pero el diseño era hermoso, todo hecho a mano y a Úrsula le quedaba perfecto “Deberías dedicarte a hacer vestidos” le dijo Lina cuando todas se fueron, Clarita estuvo de acuerdo. Lo cierto es que Elena ya se lo había planteado. Además le había servido para olvidarse de esa tal Oriana, de los recuerdos del pasado que siempre la estaban condicionando y poner la atención y las esperanzas por una vez en su vida, en el presente y en el futuro.

En el convento de las Hermanas de la Resignación, había una hermana muy mayor, a la que el sacerdote regularmente visitaba para confesar y darle el sacramento de la comunión, luego de cumplir con su deber, por lo general intercambiaba algunas palabras con la hermana Marcos. El cura aún se sentía preocupado por Elena y de alguna manera se responsabilizaba de su situación, como si todo lo que le había tocado vivir a la muchacha, en parte era responsabilidad suya y de su obrar rígido y autoritario. Ahora se reprochaba tristemente haber enviado a la muchacha al convento en vez de con su familia, “¿Cuántas cosas se hubiesen podido evitar…?” La hermana Marcos era una mujer sensata e inteligente que comprendía que las decisiones que uno toma en su vida, siempre son las que considera mejores en su momento, nadie está libre de equivocarse, por supuesto, excepto Dios, y sólo podría culparse si hubiese actuado de mala fe, “…además padre, no creo que se haya equivocado tanto. Elena vino a visitarnos hace unos días…” El padre Benigno se sorprendió de oír eso, la hermana continuó, “Sólo fue una visita de cortesía, no se quedó mucho tiempo, sólo vino a disculparse por todo y a dar las gracias. Nos dio mucha felicidad verla renovada, se veía feliz, tranquila y lo más importante, reconciliada con Dios” Benigno sonrió satisfecho, y él no era hombre de sonrisa fácil. La hermana Marcos también sonreía, “Nos dio un tremendo susto cuando la encontramos tan mal a causa del aborto que se hizo y luego al huir sin que nadie tuviera noticias de ella durante tantos días, pero todavía nos queda un susto que pasar de ella…” El rostro de la hermana Marcos se había ensombrecido. Benigno ya no sonreía, “¿De qué habla hermana?” La monja respiró hondo, “Le hablo de la criatura que Elena abortó, padre…” El asunto era que, ese día se dieron cuenta de que misteriosamente Elena había desaparecido y no fue hallada en ninguna parte del convento, ella nunca fue una prisionera, y tenía la misma libertad que la de cualquiera de las hermanas, por lo que lo primero que pensaron era que la chica había finalmente decidido huir, luego de varias horas de búsqueda, fue encontrada tirada inconsciente en el jardín, estaba ya sin el bebé y con todo su cuerpo cubierto de sangre y tierra, mucha tierra, en las uñas, en el pelo y entre las ropas, como si hubiese estado cavando igual que un perro, “…la cogimos, la lavamos y la atendimos lo mejor que pudimos, velándola día y noche hasta que se recuperó. Cuando lo hizo, lo primero que le preguntamos fue por su hijo, respondió que no sabía dónde estaba…”

Poco a poco Elena sentía cómo el niño se movía en su interior y cada vez que lo hacía, sentía angustia y rabia a la vez que la hacía desear que ya no estuviera más ahí, fue entonces cuando decidió envenenarse comiendo las semillas de una planta muy común, una especie de higuera tan amarga como tóxica, su intención era acabar con ello de una forma u otra, el problema era que aquella planta también la podía hacer perder la cabeza, todo dependía de la dosis “…no recordaba nada, sólo haber ingerido semillas de esa planta sin estar segura de cuántas, planta que por supuesto, hicimos desaparecer de nuestro jardín, sin embargo, el agujero que hizo nunca lo hallamos, ni tampoco a la criatura. Ahora todas las hermanas se persignan antes de trabajar en el jardín, rogando a Dios no encontrarse con los restos de ese niño” “Nunca me habló de esto, hermana” Respondió el cura sin tono de reproche en la voz, la monja sonrió triste, “Cuando encontramos a Elena, nos olvidamos del niño, nada podíamos hacer por él, sólo rogar a Dios por su alma, en cambio Elena estaba viva y nos necesitaba. Decírselo era decirle que no sabíamos dónde estaba ni qué había pasado exactamente con él… supongo que usted tampoco nos preguntó” Concluyó con suavidad, el padre estaba de acuerdo.



León Faras.