Quinta
parte.
I.
David
Cifuentes causó revolución desde muy pequeño en el pueblo debido a su
apariencia tan inusual entre las gentes de los alrededores, era un niño con el
aspecto que de seguro debían de tener los mismísimos ángeles, muchas de las
personas del pueblo no habían visto nunca ojos tan azules, piel tan blanca, ni
cabello tan rubio, y se preguntaban de dónde había salido, porque no guardaba
parentesco alguno con ninguno de sus parientes, el mismo Ismael Agüero no podía
creer que ese niño tan extravagante fuese nieto suyo y el doctor Cifuentes se
excusaba diciendo que su hijo tenía el aspecto de su abuela materna, a la que
nunca había llegado a conocer, pero que sabían que había llegado en barco de
tierras remotas donde el pelo rubio y los ojos azules eran cosa común. Aquello,
más que cierto, era imposible de corroborar, por lo que rápidamente se volvió
la explicación oficial. Úrsula afirmaba simplemente que se trataba de una hermosa
bendición de Dios, y el padre Benigno no podía estar más de acuerdo con ella. A
Guillermina en cambio, le daba miedo, un niño como ese, en un lugar como ese,
no podía ser normal. Cuando Úrsula se lo llevó para presentárselo, se negó a
tomarlo, arguyendo que le dolían los brazos por haber estado cargando leña, y
luego, cuando se la encontraron en la calle, también se negó, porque según
ella, había estado picando cebolla e iba a cubrir al niño con ese desagradable
olor. Cuando Úrsula, suspicaz por la repetida negativa de la mujer, le preguntó
qué pasaba, la vieja mintió, “Ay, niña, es que se ve tan lindo y tan blanquito,
que me da miedo hasta de ensuciarlo” Aquella vez, Úrsula no le aceptó ninguna
excusa más.
Aquel
día, mientras el doctor Cifuentes trabajaba en su despacho, Úrsula y su madre
le dijeron que iban a salir, que había llegado un señor muy pintoresco al
pueblo, en un carro vendiendo no sé qué cosa, y todo el mundo hablaba de él y
ellas querían ir a mirar. El doctor, luego de despedir a las mujeres, siguió
con su trabajo. Su hijo parecía completamente sano y normal, su corazón latía
saludable, sus reflejos funcionaban; comía el alimento del seno de su madre y
lo defecaba como cualquier bebé. Lloraba con un par de buenos pulmones y dormía
como un bendito, sin embargo, se había desarrollado dentro del útero sin cordón
umbilical y había nacido sin ombligo, y ahora necesitaba justificarse a sí
mismo cómo es que aquello había sido posible. Debía haber una anomalía
desconocida que lo explicara, alguna capacidad del ser humano no investigada
aún por la ciencia, necesitaba descifrar ese misterio porque deseaba de todo
corazón sentir ese niño como suyo, y lo sentía tan ajeno como aquellos fetos
que reposaban en esos frascos llenos de formol que aún conservaba, de los
cuales tampoco tenía ninguna explicación. La existencia de esos fetos le
estorbaba, su lucha por determinar lo antinatural de la presencia de esas
criaturas, de esos errores de la naturaleza, ahora se volvía en su contra, pues
lo alejaban de su propio hijo. En ese momento el doctor tomó una drástica
decisión, sin pensárselo demasiado, agarró los frascos y se los llevó a la
parte trasera de la casa, cogió una pala y comenzó a cavar con una extraña
urgencia, que lo volvía más torpe para ese tipo de trabajos, luego tomó los
frascos y los metió dentro del agujero que había hecho, e inmediatamente les
echó la primera palada de tierra encima, cuando iba por la mitad, notó que hace
rato alguien lo observaba inmóvil y silente, era Rupano, sostenía una carretilla
en la mano que había ido a buscar para retirar restos de unas podas que hacía
cuando su labor de cochero no era requerida. Rupano le hizo un gesto con la
cabeza, como saludo, y sin decir palabra, ni siquiera cambiar la expresión del
rostro, se fue. Más que los frascos, a Abel le había llamado la atención la
torpeza del doctor, quien parecía estarse peleando con la pala, en vez de
trabajar con ella. El doctor se secó el sudor de la cara con su pañuelo, se
sintió infinitamente tonto y se consoló con la idea de que Rupano no había
visto qué estaba enterrando y de haberlo hecho, no sabría explicárselo a nadie.
Terminó su trabajo, esta vez asegurándose de que nadie lo estaba observando.
El
carro que había llegado al pueblo llevaba encima un cartel que rezaba, “El
tónico milagroso del doctor Manfredo Madrid” el doctor Manfredo era un anciano
muy flaco con una blanca barba de chivo que gritaba las maravillas de su milenario,
a la vez que económico brebaje. Se hacía acompañar de un payaso llamado Crispín,
que hacía graciosas mímicas según iba hablando, y de una gitana voluminosa,
llamada Raquel, que hacía aventuradas predicciones leyendo la palma de las
manos de los asistentes. “Señores, señoras y señoritas, les traigo esta
oportunidad única en sus vidas, este espectacular tónico, el cual conocí y usé
luego de vivir durante más de diez años con los indígenas en sus tierras, esta
agua, capaz de obrar verdaderos prodigios, cura el catarro, los dolores
musculares, de muelas, callos en los pies; alivia problemas estomacales, limpia
los pulmones y alarga la vida de quien lo beba en al menos veinte años, y todo
por un costo ridículo…” Y Crispín hacía de anciano y enfermo agónico que de un
trago saltaba, bailaba y tocaba la corneta de felicidad, “…No pierdan esta oportunidad
que no se volverá a repetir” Mientras varios asistentes compraban el tónico
milagroso, Raquel se acercaba a aquellos que parecían no estar convencidos aún,
y por una moneda les inventaba sobre la palma de la mano, una buena y convincente historia sobre un tesoro
enterrado en sus tierras o una dama misteriosa que se revelaba claramente en
sus vidas con la luna llena. Luego les añadía que tenían una vértebra puesta de
cabeza y que necesitaban del tónico para componerla y la mayoría terminaba
comprándolo. Cuando llegó juntó a Úrsula, la gitana se maravilló, “Alabado sea
el poderoso que ha obrado este milagro en ti…” Úrsula protegió instintivamente
a su hijo, pero es que Raquel no tenía intenciones ni siquiera de tocar al
niño, “Nunca pensé que lo vería, ni aún viviendo cien años y mira donde lo
encontré, en un pequeño pueblito alejado de todo. No sabes lo afortunada que
eres niña” Concluyó, dirigiéndose a Úrsula, luego perdió su mano entremedio de
su generoso busto y extrajo una pequeña botella de vidrio, como la de un perfume
o un veneno, que contenía algo muy parecido al agua y se la estiró, “Es un
obsequio, lo más valioso que poseo, los indios decían que eran las lágrimas de una diosa. Son para él. Por
favor, recíbelas…” Úrsula las recibió incómoda, para que aquella mujer se
quedara tranquila, pero segurísima de que, ni de broma le daba el contenido de
esa botella a su hijo, la gitana se tomó las manos y se las llevó al mentón,
emocionada y feliz, como una madre orgullosa, mientras la muchacha se iba con
su madre y su hijo “Ya me puedo morir en paz…” concluyó Raquel con los ojos
húmedos de lágrimas.
Cierto
era que Raquel no era gitana, ni Manfredo doctor, pero sí era verdad que habían
estado con los indios durante un tiempo, y que habían conocido a uno
extrañamente longevo, cuyo secreto era haber bebido de una fuente sagrada que
manaba bajo tierra. La gitana falsa y el falso doctor, les pagaron a unos de
ellos con cachivaches y fruslerías para que les llevaran a esa fuente donde
consiguieron una pequeña porción de esa agua, no mayor a medio litro, pues no era
posible conseguir más. Incapaces de reproducir la fórmula, se inventaron un
tónico mezclando hierbas, mieles y otras cosas y a cada botella le pusieron una
gota del agua de la fuente milagrosa, la que ya se les había agotado hace tiempo.
Lo que Raquel le había regalado a Úrsula, era su parte de aquella agua pura,
que cargaba siempre encima para que la muerte no la pillara desprevenida.
León Faras.
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