jueves, 9 de abril de 2020

Autopsia. Quinta parte.


Quinta parte.

I.

David Cifuentes causó revolución desde muy pequeño en el pueblo debido a su apariencia tan inusual entre las gentes de los alrededores, era un niño con el aspecto que de seguro debían de tener los mismísimos ángeles, muchas de las personas del pueblo no habían visto nunca ojos tan azules, piel tan blanca, ni cabello tan rubio, y se preguntaban de dónde había salido, porque no guardaba parentesco alguno con ninguno de sus parientes, el mismo Ismael Agüero no podía creer que ese niño tan extravagante fuese nieto suyo y el doctor Cifuentes se excusaba diciendo que su hijo tenía el aspecto de su abuela materna, a la que nunca había llegado a conocer, pero que sabían que había llegado en barco de tierras remotas donde el pelo rubio y los ojos azules eran cosa común. Aquello, más que cierto, era imposible de corroborar, por lo que rápidamente se volvió la explicación oficial. Úrsula afirmaba simplemente que se trataba de una hermosa bendición de Dios, y el padre Benigno no podía estar más de acuerdo con ella. A Guillermina en cambio, le daba miedo, un niño como ese, en un lugar como ese, no podía ser normal. Cuando Úrsula se lo llevó para presentárselo, se negó a tomarlo, arguyendo que le dolían los brazos por haber estado cargando leña, y luego, cuando se la encontraron en la calle, también se negó, porque según ella, había estado picando cebolla e iba a cubrir al niño con ese desagradable olor. Cuando Úrsula, suspicaz por la repetida negativa de la mujer, le preguntó qué pasaba, la vieja mintió, “Ay, niña, es que se ve tan lindo y tan blanquito, que me da miedo hasta de ensuciarlo” Aquella vez, Úrsula no le aceptó ninguna excusa más.

Aquel día, mientras el doctor Cifuentes trabajaba en su despacho, Úrsula y su madre le dijeron que iban a salir, que había llegado un señor muy pintoresco al pueblo, en un carro vendiendo no sé qué cosa, y todo el mundo hablaba de él y ellas querían ir a mirar. El doctor, luego de despedir a las mujeres, siguió con su trabajo. Su hijo parecía completamente sano y normal, su corazón latía saludable, sus reflejos funcionaban; comía el alimento del seno de su madre y lo defecaba como cualquier bebé. Lloraba con un par de buenos pulmones y dormía como un bendito, sin embargo, se había desarrollado dentro del útero sin cordón umbilical y había nacido sin ombligo, y ahora necesitaba justificarse a sí mismo cómo es que aquello había sido posible. Debía haber una anomalía desconocida que lo explicara, alguna capacidad del ser humano no investigada aún por la ciencia, necesitaba descifrar ese misterio porque deseaba de todo corazón sentir ese niño como suyo, y lo sentía tan ajeno como aquellos fetos que reposaban en esos frascos llenos de formol que aún conservaba, de los cuales tampoco tenía ninguna explicación. La existencia de esos fetos le estorbaba, su lucha por determinar lo antinatural de la presencia de esas criaturas, de esos errores de la naturaleza, ahora se volvía en su contra, pues lo alejaban de su propio hijo. En ese momento el doctor tomó una drástica decisión, sin pensárselo demasiado, agarró los frascos y se los llevó a la parte trasera de la casa, cogió una pala y comenzó a cavar con una extraña urgencia, que lo volvía más torpe para ese tipo de trabajos, luego tomó los frascos y los metió dentro del agujero que había hecho, e inmediatamente les echó la primera palada de tierra encima, cuando iba por la mitad, notó que hace rato alguien lo observaba inmóvil y silente, era Rupano, sostenía una carretilla en la mano que había ido a buscar para retirar restos de unas podas que hacía cuando su labor de cochero no era requerida. Rupano le hizo un gesto con la cabeza, como saludo, y sin decir palabra, ni siquiera cambiar la expresión del rostro, se fue. Más que los frascos, a Abel le había llamado la atención la torpeza del doctor, quien parecía estarse peleando con la pala, en vez de trabajar con ella. El doctor se secó el sudor de la cara con su pañuelo, se sintió infinitamente tonto y se consoló con la idea de que Rupano no había visto qué estaba enterrando y de haberlo hecho, no sabría explicárselo a nadie. Terminó su trabajo, esta vez asegurándose de que nadie lo estaba observando.

El carro que había llegado al pueblo llevaba encima un cartel que rezaba, “El tónico milagroso del doctor Manfredo Madrid” el doctor Manfredo era un anciano muy flaco con una blanca barba de chivo que gritaba las maravillas de su milenario, a la vez que económico brebaje. Se hacía acompañar de un payaso llamado Crispín, que hacía graciosas mímicas según iba hablando, y de una gitana voluminosa, llamada Raquel, que hacía aventuradas predicciones leyendo la palma de las manos de los asistentes. “Señores, señoras y señoritas, les traigo esta oportunidad única en sus vidas, este espectacular tónico, el cual conocí y usé luego de vivir durante más de diez años con los indígenas en sus tierras, esta agua, capaz de obrar verdaderos prodigios, cura el catarro, los dolores musculares, de muelas, callos en los pies; alivia problemas estomacales, limpia los pulmones y alarga la vida de quien lo beba en al menos veinte años, y todo por un costo ridículo…” Y Crispín hacía de anciano y enfermo agónico que de un trago saltaba, bailaba y tocaba la corneta de felicidad, “…No pierdan esta oportunidad que no se volverá a repetir” Mientras varios asistentes compraban el tónico milagroso, Raquel se acercaba a aquellos que parecían no estar convencidos aún, y por una moneda les inventaba sobre la palma de la mano, una buena y convincente historia sobre un tesoro enterrado en sus tierras o una dama misteriosa que se revelaba claramente en sus vidas con la luna llena. Luego les añadía que tenían una vértebra puesta de cabeza y que necesitaban del tónico para componerla y la mayoría terminaba comprándolo. Cuando llegó juntó a Úrsula, la gitana se maravilló, “Alabado sea el poderoso que ha obrado este milagro en ti…” Úrsula protegió instintivamente a su hijo, pero es que Raquel no tenía intenciones ni siquiera de tocar al niño, “Nunca pensé que lo vería, ni aún viviendo cien años y mira donde lo encontré, en un pequeño pueblito alejado de todo. No sabes lo afortunada que eres niña” Concluyó, dirigiéndose a Úrsula, luego perdió su mano entremedio de su generoso busto y extrajo una pequeña botella de vidrio, como la de un perfume o un veneno, que contenía algo muy parecido al agua y se la estiró, “Es un obsequio, lo más valioso que poseo, los indios decían que eran las lágrimas de una diosa. Son para él. Por favor, recíbelas…” Úrsula las recibió incómoda, para que aquella mujer se quedara tranquila, pero segurísima de que, ni de broma le daba el contenido de esa botella a su hijo, la gitana se tomó las manos y se las llevó al mentón, emocionada y feliz, como una madre orgullosa, mientras la muchacha se iba con su madre y su hijo “Ya me puedo morir en paz…” concluyó Raquel con los ojos húmedos de lágrimas.

Cierto era que Raquel no era gitana, ni Manfredo doctor, pero sí era verdad que habían estado con los indios durante un tiempo, y que habían conocido a uno extrañamente longevo, cuyo secreto era haber bebido de una fuente sagrada que manaba bajo tierra. La gitana falsa y el falso doctor, les pagaron a unos de ellos con cachivaches y fruslerías para que les llevaran a esa fuente donde consiguieron una pequeña porción de esa agua, no mayor a medio litro, pues no era posible conseguir más. Incapaces de reproducir la fórmula, se inventaron un tónico mezclando hierbas, mieles y otras cosas y a cada botella le pusieron una gota del agua de la fuente milagrosa, la que ya se les había agotado hace tiempo. Lo que Raquel le había regalado a Úrsula, era su parte de aquella agua pura, que cargaba siempre encima para que la muerte no la pillara desprevenida.



León Faras.

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