LVI.
Narciso
Flores era un médico al que le iba bastante bien en la vida, aunque ya no era
joven era un hombre atractivo, que mantenía un cuerpo atlético, una sonrisa
seductora y un cabello rizado con la medida justa de canas. Asistía con sobrada
regularidad al club social Del Rey, del que era miembro fundador y en el que no
había ningún rey, por supuesto. Un club altamente exclusivo para caballeros con
cierto nivel económico y cierta relevancia social superior a la media.
Disfrutaba de un coñac y de un cigarro de hoja en uno de sus apartados
privados, mientras esperaba a un buen amigo suyo con el que estaba planeando
algunos negocios, pero el que llegó, era alguien a quien no se esperaba de
ninguna manera. Había conocido a Cornelio Morris, o Julio Monte en esos años,
hace bastante tiempo, y había entablado con él una amistad de aquellas basadas
en adulaciones y castillos en el aire, pues Narciso se había dado cuenta en
seguida de qué clase de persona era Monte. Tres palancas son las que mueven al
hombre: el amor, el miedo y el dinero, pero siempre hay una que es la más
dominante en cada uno, en el caso de Julio la más fuerte era la última.
Hablaron sobre una mina, una en la que según los más expertos y experimentados
hombres de mina, el oro estaba incrustado a puñados en las venas de la tierra y
apenas a un par de metros de la superficie, ya que sus desafortunados dueños anteriores,
habían quebrado estrepitosamente justo antes de alcanzar la veta, madre de
todas las vetas y el oro aún permanecía allí, casi de rascarlo con la uña. Para
Cornelio aquella era la oportunidad de su vida para coger todos sus ahorros, y
multiplicarlos por mil, Narciso solo le hablaba de lo fácil que era
enriquecerse con este negocio cuando se tenían datos así y Julio se lo creía
todo. La verdad era que tal mina no existía ni mucho menos el oro, no era más
que un terreno baldío adquirido a muy bajo costo por el club social y en el que
un muy astuto miembro había convencido a unos incautos de invertir en la
extracción de oro en ese lugar, con lo que se hicieron las primeras
excavaciones, el engaño le resultó tan bien y tan lucrativo, que varios otros
miembros habían usado la misma estratagema para estafar a quien lograran
convencer y de esa manera, el agujero cada vez se ponía un poco más grande
hasta que se derrumbaba y llegaba otro con sus jornales a volver a sacar la
tierra con la ilusión de que el oro pronto saldría a borbotones. Para muchos de
los miembros del club, aquello no era una estafa, sino un uso legítimo de la
inteligencia, la astucia y las oportunidades para obtener beneficios de un
terreno prácticamente muerto y motivo de orgullo y prestigio entre sus pares.
Cornelio
Morris se presentó en el club social Del Rey vestido con soberbia elegancia,
cubierto de anillos en los dedos y cadenas en el cuello, rezumando opulencia de
tal manera, que nadie se halló capacitado para recordarle que él no era
miembro. Narciso lo miró como a una aparición, aunque tardó algunos segundos en
reconocerlo bajo toda ese alarde de lujo, “Julio, ¿Cómo estás hombre? te ves
bien…” El médico hizo un gesto y al poco rato apareció un vasito de coñac
frente a Cornelio, un coñac que se convertiría en el favorito de Cornelio
Morris. “Le estaba buscando, amigo Narciso…” Le dijo, estrechándole la mano con
fuerza, y luego agregó mientras se sentaba, “…para agradecerle” Narciso no
parecía muy confiado, aunque se esforzaba. Con seguridad, el hombre que tenía
en frente hace rato ya sabía que había sido estafado “¿Ah, sí? ¿Por qué?”
preguntó, dándole una profunda chupada a su cigarro, Cornelio se metió la mano
dentro de su abrigo y extrajo una bolsa de tela, de la que salieron tres o
cuatro pepitas de oro muy puro, una de ellas, la más grande, la cogió entre sus
dedos; era del tamaño de una almendra. Narciso la cogió con respeto y cuidado,
y luego de examinarla muy de cerca, llamó al mesonero del club, un hombre llamado
Estefan, silencioso, de gruesos antebrazos y cabello largo, con el anticuado
aspecto de un pirata del siglo XVII. Estefan cogió la pepita y también la
examinó concienzudamente, cuando el color le pareció el correcto, se la puso
entre las muelas y le dio una suave mordida y acto seguido, apoyó una rodilla
en el suelo y dejó caer el oro sobre el piso de mármol, dos veces. La limpieza
del sonido era la prueba definitiva. Devolvió el metal con un gesto de que
aquello era oro de verdad. “Julio, hombre ¿De dónde sacaste esto?” Le preguntó
el médico, sin poder ocultar la admiración en los ojos y la voz, Cornelio
sonrió, “¿Pues de dónde va a ser…?” respondió con fingida emoción, “…de la mina
que usted y yo comenzamos a trabajar…” Aquello era imposible, pensó Narciso,
esa mina era tan falsa como su sonrisa cuando le vio llegar, nunca había
arrojado ni medio gramo de nada valioso, aunque el oro de Julio Monte era real
y también su ostentoso atuendo cargado de finas joyas, pero aun así, algo no
estaba del todo bien. Cornelio Morris añadió, siguiendo con su narración “…el
problema, estimado Narciso, era que estábamos cavando en la dirección
incorrecta, ¡Cuando el oro siempre sigue la línea de las aguas!” Dijo,
maravillado, como si aquella fuera una de esas fantásticas verdades ocultas a
plena vista. Continuó, “…un par de dinamitazos en la dirección correcta, y el
oro comenzó a brotar como el agua en las rocas de la Biblia” Narciso se negaba
a creerse esa historia, pero miraba el oro entre sus dedos, y este le convencía
con la dulzura de una mujer, “¿Quiere decir que aún está usted trabajando esa
mina?” Le preguntó muy bajo, cuidándose de no ser oído por nadie más, Cornelio
le siguió el juego, hablando casi en un susurro, “Cuando usted se retiró, yo
decidí seguir un poco más, ya sabe, para no irme con las manos vacías. Más o
menos un mes después, sucedió el milagro, y desde entonces no ha parado de
salir…” Narciso quería creer, como un niño al que le leen un cuento fantástico
antes de dormir. Cornelio continuó, “…el problema, amigo Narciso, es que no
pasará mucho tiempo hasta que la noticia del oro se expanda, y nos llenemos de
papanatas ambiciosos dispuestos a cualquier cosa con tal de coger un trozo del
pastel. No podemos permitir eso, por eso estoy aquí, para pedirle que volvamos
a ser socios, ¡Quién más que usted se merece todo el éxito de esta empresa!”
Narciso tomó una decisión, debía averiguar si era cierto lo de la mina o de
dónde había salido aquel oro, aceptó con la más seductora de sus sonrisas,
mientras Cornelio le extendía un contrato como socio. Luego Narciso iba a pedir
un par de coñac para celebrar pero Julio lo detuvo, sacando una pequeña botella
del interior de su chaqueta, “Tome esto, amigo Narciso, le aseguro que no ha
probado antes nada igual” Le dijo, llenándole el vaso para brindar. Para mayor
muestra de sus sinceras intenciones, Cornelio le dejó a Narciso el oro que
había traído, el médico no podía estar más feliz en ese momento.
Al
día siguiente, Narciso fue incapaz de levantarse de la cama, comenzó a
debilitarse rápidamente, su cuerpo perdió peso y tamaño mientras los esfuerzos
de sus colegas médicos eran infructuosos. La vida se le escapaba
inexorablemente, como la arena en un reloj de arena. Al momento de su muerte,
su cambio había sido horrendo y dramático, estaba irreconocible, demacrado,
seco y avejentado. Cornelio aguardó pacientemente el momento justo para exhumar
su cuerpo del cementerio sin que nadie lo viera, con la ayuda de los hermanos Monje,
luego cogió el exangüe cuerpo de Narciso Flores y se lo llevó. Siguiendo las
instrucciones de David Franco, le cosió los párpados, las orejas y luego de meterle
un extraño líquido por la boca, le cosió los labios. Narciso estaba muerto, pero
no completamente muerto, aunque jamás volvería a estar vivo como antes. Lo metió
con una llave colgándole del cuello dentro de una bonita caja de madera con la cerradura
por dentro; ridículamente pequeña para un hombre adulto, pero suficiente para él,
en el estado en que había acabado. Dejó de llamarse Narciso Flores para llamarse
el Curandero, un ser con la capacidad de coger con los dedos cualquier enfermedad
en su forma más etérea, del cuerpo de cualquier persona, para sacarla y absorberla hasta hacerla desaparecer. Cornelio Morris, finalmente, se había vengado.
León Faras.