viernes, 11 de diciembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LII.

 

Cornelio no se lo pensó dos veces, en cuanto recibió la notificación de parte de Jiménez de que era totalmente libre de irse con su circo a donde quisiera porque la acusación de secuestro no había sido más que una confusión, ordenó de inmediato la presentación de su atracción principal, Eloísa, y despachó a todo el mundo para largarse lo antes y lo más lejos posible de ese lugar, aunque en realidad, la distancia que se alejaron no fue particularmente larga. Estaba tan contento y satisfecho con la manera astuta como se había deshecho de la acusación en su contra saliendo indemne del asunto, que no le molestó en absoluto que cuando el campamento ya estaba montado en su nuevo destino, aún quedaban algunas horas de luz natural antes de la cena, que la gente pudo aprovechar como horas de ocio y descanso.

 

“Me alegra que se haya solucionado todo…” Comentó Eloísa, mientras sostenía un peón en el aire a punto de caerle encima a otro enemigo, para aniquilarle, “…eso del secuestro era puro cuento, yo vi a ese tipo cuando llegó y firmó el contrato de lo más conforme” Al otro lado del tablero, Horacio veía con un poco de desilusión y otro poco de placer, como su aprendiz se lanzaba al ataque, dejando abierto un flanco por el que podría colarse su arfil hasta los mismos aposentos de su rey, “Imagina que tú fueras algún familiar de él y de pronto te lo encontraras encerrado en una jaula alimentándose de ratas vivas, ¿Qué pensarías?” “Aun así, no puede ser secuestro, ¿verdad?” replicó Eloísa, segura de sí misma, pero buscando la confirmación de Román, tendido en la litera de Horacio, con un periódico en las manos, seguramente abandonado por alguno de los visitantes del circo, “Claro que no, a ese tipo no lo retienen contra su voluntad; retienen su voluntad, que es diferente.” Respondió sin levantar la vista de algo en el periódico que parecía interesante, “¡Santo Dios! No van creer esto…” Gritó emocionado, justo cuando Horacio pensaba lanzar al ataque a su reina, “…un pueblo de por aquí cerca, acaba de comenzar la construcción de una iglesia en el sitio exacto donde aseguran que se posó un ángel. La llamarán, “Iglesia del Mensajero de Dios” en honor a la milagrosa aparición. Dicen que poseen una pluma auténtica como prueba y reliquia” “¿Y qué hay con eso? La gente construye iglesias por cualquier cosa. Sean curas o no” comentó Horacio, reconsiderando una vez más su próxima jugada, “¿Qué? ¡Cómo que qué! ¿Es que no lo ves? ¡Es Eloísa! Los fanáticos esos que pensaban quemar el circo, ahora le van a construir una iglesia a Eloísa. Piensan que es un ángel de verdad.” Eloísa lo miró como si su padre estuviera borracho, pero lo cierto era que Román aún no había bebido nada ese día, “¡No es cierto! Dame eso…” La chica se lo arrebató de las manos de un zarpazo, “¡Madre de Dios! ¡Es verdad!” Exclamó luego de ojear el artículo, y agregó emocionada, “¡Mira Horacio!” Poniéndole el periódico frente a los ojos a Von Hagen, quien por fuerza tuvo que cogerlo. Lo examinó concienzudamente, como si por azar llegara a encontrar alguna palabra conocida, pero al final se rindió y lo devolvió, “Suena genial, pero no sé leer…” Eloísa esbozó una sonrisa de incredulidad, “¿Juegas al ajedrez como un maestro y no sabes leer?” Horacio se encogió de hombros, “No es necesario para jugar…” Y luego, añadió señalando el tablero, “…vuelve aquí. Estás en jaque” La chica regresó de un salto, “¿Qué? ¿Otra vez? ¡No puede ser!” Eloísa se quedó largo rato estudiando el tablero dándose cuenta de que solo le quedaba huir para salvar el pellejo de su soberano. “Debes aprender a leer” Señaló, sin quitar la vista del juego, “Lo haré cuando me ganes” Replicó Von Hagen, seguro de que la partida no podía durar más de dos movimientos más.

 

No todo el mundo gastaba el tiempo libre en ocio, una que se tomaba en serio su trabajo era Sofía, quien gastaba cada vez más tiempo en los camiones, pese a los consejos de Eugenio de que debía disfrutar más de la vida y las advertencias de Eusebio, de que los desperfectos brotaban como maleza en las máquinas como en los hombres, después de cierto tiempo y por cada uno que se solucionaba aparecían dos nuevos. La chica se había conseguido con los trabajadores una tosca jardinera de mezclilla con la que se introducía en las fauces abiertas de los camiones soltando tuercas, ajustando mangueras y averiguando in situ la función de cada pieza del vehículo. Eusebio tenía razón, siempre había algo que ajustar o destapar, pero la chica iba más allá, pues se obsesionaba con cada olor extraño o sonido anormal, de manera que intentaba captar los desperfectos antes de que estos ocurrieran, y lo más curioso era que ya comenzaba a acertar en la mayoría de las ocasiones. Eugenio también tenía razón en que un poco de disfrute era esencial en la vida, pero lo cierto era que la muchacha le había encontrado un gran gusto a los fierros y a la mecánica y la disfrutaba al punto de perder la noción del tiempo buscando el origen de una simple mancha de aceite. Cornelio lo había notado, pero no había hecho ni siquiera un comentario al respecto, y es que, desde que la chica había firmado el contrato, ya no se preocupaba por lo que hiciera ni le exigía a Beatriz que lo hiciera. También sabía que la muchacha visitaba a su verdadera madre casi todas las noches y que se comunicaba con ella por notas que escribía en un cuaderno que luego pegaba a los cristales y que Lidia solo podía responder por medio de síes y noes expresados con movimientos de cabeza, pero tampoco había hecho nada al respecto. La dejaba, como en una especie de pacto tácito en el que se sobrentendía que, mientras ella no lo molestara con preguntas o peticiones raras, él no la molestaría con restricciones ni deberes. Beatriz tampoco mencionaba el tema. A pesar de que aún convivían en la misma tienda, era poco el tiempo que compartían, a veces, ni siquiera para comer y aunque ya no la espiaba, sabía que cuando la lámpara de queroseno no estaba, era porque Sofía estaba con Lidia. Cuando se encontraban, hablaban trivialidades secas e incómodas, al punto de que solo les faltaba tirar una línea en medio de la tienda y dividirla en mitades independientes, y tal vez hubiese sucedido aquello más temprano que tarde, si no fuera porque una noche, esa noche, cuando las fogatas recién se encendían, Beatriz fumaba un cigarrillo fuera de su tienda, en ese momento, Sofía llegaba, limpiándose las manos negras con un trapo aún más sucio, con la cara manchada como un comando listo para entrar en acción y con un pañuelo atado al pelo, lo que le borraba de un plumazo cualquier aire infantil que aún pudiera quedarle en el imaginario colectivo. Apenas le dedicó un gesto como saludo al pasar junto a su tía, pero ella sí le habló, “Lo siento…” le dijo, la chica se detuvo y la miró extrañada, como si aquella voz hubiese salido de un sitio imposible, “No hay nada que sentir” le respondió sin dramatismo, Beatriz botó su colilla y se quedó largo rato mirándola antes de ponerle su bota encima. “No, de verdad lo siento mucho… por tu madre. Por Lidia” Sofía se quedó esperando parada a sus espaldas, sospechaba que la cosa no terminaba ahí. Beatriz continuó, “Yo la envidiaba, con una envidia infantil y tonta, que no podía evitar porque creía que era justa, pero no deseaba esto para ella. Esta prisión perpetua e indigna” Sofía buscó el rostro de su tía torciendo el suyo, parecía estar diciendo la verdad, “¿La envidiabas?” Beatriz la miró, pero solo fueron un par de segundos, “Ella era la favorita de mi padre, no importa cuánto me esforzara yo, ella con nada me robaba su atención, y yo no lo podía soportar. Era una jovencita, y estaba celosa…” Beatriz se tomó unos segundos para examinar la noche, como si le estuviera hablando solo a la inmensidad del universo. “Cuando mamá lo dejó y no volvimos a verlo nunca más, yo la culpé a ella, a Lidia, solo porque necesitaba culpar a alguien, porque a ella parecía no importarle y a mí sí, y no dejé de culparla nunca.” Sofía caminó sigilosamente hasta detenerse frente a su tía, como si ese momento estuviera hecho de cristal y ella temiera romperlo, “Pero… no es tu culpa que ella esté ahí” Aquella fue una de esas afirmaciones ambiguas que suenan más a pregunta. Beatriz negó con la cabeza, sus ojos se humedecían. “Cuando perdí a mi hijo, me di cuenta de que ya no había marcha atrás, de que había caído en un hoyo del que no saldría nunca. Tú fuiste mi único consuelo en ese momento” Sofía miró en rededor, aún estaban en la puerta de la tienda. Había un silencio extraño, como si todo el mundo estuviera poniendo atención a lo que hablaban, o tal vez fuera solo su imaginación. “¿Cómo perdiste a tu hijo?” preguntó la muchacha, más por compasiva curiosidad que por interés. Beatriz se secó los ojos y se puso de pie, “Será mejor que vayas a lavarte. Se hace tarde.”


León Faras.

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