lunes, 30 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXII.



Rubi había desarrollado la habilidad de dormir sentada recta en un asiento sin respaldo, como el de la carreta, y además podía sostener el cuerpo de su madre que reposaba sobre su hombro en el proceso. Era increíble e intrigante verla balancearse de un lado a otro, para luego retomar su centro de equilibrio por sí sola. Falena siempre la molestaba diciéndole que tenía el sueño de los perros, porque podía estar roncando, pero al mínimo movimiento a su alrededor abría los ojos al instante, como los perros. Así lo hizo Rubi, cuando la carreta se detuvo. El alba ya se insinuaba, y la visibilidad era decente. Se habían topado de frente con una carreta que venía en sentido contrario, y no era que en el camino no hubiera espacio suficiente para los dos, sino que ambos se detuvieron por información. De la carreta que venía, bajó una mujer muy hermosa pero igualmente angustiada, Falena detectó un aroma como a flores, bastante poco usual, que emanaba de la mujer cuando esta le tomó las manos. La mujer quiso saber de inmediato sobre lo que había sucedido en Bosgos, como si ya tuviera noticias al respecto y solo quisiera los detalles, la chica le dijo lo que sabía, lo que había visto y oído antes de salir de la ciudad, entonces, la mujer reconoció el hatillo que colgaba de su cuello y le rogó que le dijera cómo estaba aquel que se lo había dado, Falena lo vio en sus ojos y no tuvo necesidad de preguntar nada. “Tú hijo estaba sano y salvo cuando salí, con alguien que dijo que era su tía, ayudando a los heridos.” Darlén sonrió aliviada, no necesitaba preguntar nada más, la chica frente a sus ojos era una portadora de la verdad, no tenía dudas, registró sus cosas y sacó otra bolsita de tela amarrada con un cordel de cuero para colgársela del cuello. “Un amuleto, te protegerá.” Le dijo, Falena le aclaró que ya tenía uno, pero la mujer se lo negó con una sonrisa amable. “Oh, no, ese no es más que un remedio para la alergia.” Falena miró hacia atrás, tensa como la cuerda de un arco, casi asustada, Rubi le devolvió la misma mirada, antes de echarle un vistazo temeroso a su madre, pero por suerte la buena de Teté, tal como su angustia innata, seguían dormidas, y no se enterarían de que el amuleto era falso y que en realidad no estuvieron nunca bajo ninguna protección de nada. Eso les confirmaba a las chicas, que el poder premonitorio de su madre para anticipar la muerte de las personas, aunque preocupantemente efectivo a veces, estaba más en su imaginación que en la realidad, pero hacérselo entender a Teté y a sus devotos, era algo que tomaría tiempo. Luego de ello, Falena les pidió referencias sobre el camino que debía seguir, el marido de la mujer hermosa le dio las indicaciones y continuaron su viaje. Junto con la pareja, en la parte de atrás, viajaba otro hombre, uno flaco, maduro y de pelo largo que la miró con cierta incómoda insistencia que a la chica no le gustó, aquel era Cherman, y para él, había algo muy importante en esa muchacha, pero no sabía qué.



Qrima estaba mal, no se quejaba, no dormía, no intentaba pararse, no decía ni pío, solo mantenía la vista fija en el infinito con el ceño fruncido como si estuviera oyendo voces del más allá que le dicen algo indescifrable, pero sin duda muy malo, que está a punto de suceder, sin que hubiera ni luces del viejo testarudo, rezongón y siempre confiado en sí mismo que todos conocían. Gilda estaba preocupada, Nila lo estaba aún más, le había dejado a escondidas a su tío, una botella con un vino de arándanos bastante decente para animarlo, pero el viejo apenas lo había probado. Algo se había roto dentro de él y no era solo un hueso. Los demás se dedicaban a curar heridas, componer descoyunturas y a entablillar a los fracturados. Con la luz del día y luego de la vacua celebración, los sobrevivientes en la ciudad que aún podían moverse, debieron comenzar con la ingrata tarea de amontonar cadáveres y quemarlos, como los rimorianos, porque sepultarlos como los cizarianos les tomaría mucho tiempo y trabajo y no tenían ni uno ni el otro. Apenas empezaban cuando apareció un muchacho corriendo, traía unos ojos enormes, pero no era tanto eso, era más que su rostro estaba empapado de sangre y sus ojos era lo único que sobresalía. “Todos están muertos…” Anunció, pero nadie pareció reconocerlo ni comprender a qué se refería. Cípora, con su aliento mortal y su cara de descarada, le espetó que de quién hablaba, luego de cruzarse de brazos y echarle una mirada de pies a cabeza. El chico la miró como se le mira a la mismísima Muerte cuando se presenta. “Aquellos que perseguían a los que huían… todos murieron.” Explicó el muchacho, con ademanes exagerados y angustia en el tono, pero aún la gente parecía no comprender; era lo que tenía el polvo de ninfas cuando se mezclaba con alcohol, distorsionaba la realidad, a veces la suplantaba o simplemente la ignoraba, pero con un poco de esfuerzo, unos menos otros más, los recuerdos afloraron como una plaga, contagiándose unos a otros hasta que todos tuvieron consciencia de ese grupo en el que todos tenían algún pariente, un novio o un vecino que había sido despedido con vítores y que ahora jamás regresaría, entre ellos, el bueno de Tombo, muy servicial y apuesto, pero con poco talento para la belicosidad, en especial estando drogado. Nina espabiló a sus chicas con golpecitos en la cabeza y a Cípora con uno especialmente fuerte, por haber sido la de la idea, y luego les ordenó que la siguieran. Ella y sus putas se encargarían de apilar e incinerar los cuerpos de los atrevidos desdichados muertos en el campo. “Y a los de ellos, los dejaremos que se pudran al sol y que se los coman los bichos.” Exclamó Cípora, rencorosa, abrazada a una vasija con aceite para lámparas. “No seas tonta, Cipo…” Le espetó otra, una chica de baja estatura llamada Lorina, cuyo andar era irregular debido a una cojera que la acompañaba desde pequeña, “…nadie quiere tener un montón de cuerpos pudriéndose al sol y llenos de bichos donde comen sus cabras y juegan sus niños.” “¡Pues por mí, que los venga a recoger su madre!” Respondió Cípora, con desprecio. Lorina iba a replicar algo sobre las madres, pero Nina detuvo la discusión, el lugar ya estaba a la vista… y era desalentador. Parecía como si un gran globo lleno de sangre y restos humanos hubiese estallado en ese lugar esparciéndose en todas direcciones. Cípora dejó escapar un par de tosidos antes de que le dieran arcadas; aunque no fue gran cosa la que salió de su estómago, sí alcanzó para llamar la atención de todas las chicas, porque ver a Cípora con asco era de todo menos usual. “¡Vaya! Sí tiene estómago esta mujer después de todo…” Exclamó Nina, sin un ápice de comicidad en su tono.


León Faras.

miércoles, 18 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXI.



Así terminó la batalla por Bosgos, con la más vergonzosa retirada del ejército cizariano y la victoria de un pueblo sin armas, pero que supo organizarse y aprovechar sus recursos. Sin caballos, Demirel y sus hombres corrieron a campo traviesa, exhaustos, deshaciéndose por el camino de sus armaduras que a esas alturas no hacían más que estorbar, y de cualquier otro peso muerto que llevaran excepto por sus espadas, con el miedo en el corazón de ser perseguidos con perros y cazados como cerdos salvajes. Tibrón agradecía que su hija Falena no estuviera presente en este desastre, y más aun que no estuviera entre los centenares de muertos. Todos conocían a Bosgos por sus venenos, pero nadie estaba ni cerca de sospechar lo que les esperaba: venenos que podían respirarse o que actuaban al contacto con la piel eran cosas que ninguno había siquiera imaginado. Demirel era, sin duda, el que estaba más desbastado, se sentía tan humillado que podría dejarse caer de rodillas ahí mismo y romper a llorar como un niño si no estuviera tan ocupado huyendo, y peor aún, sentía que esta sería una ofensa que Gindri jamás le perdonaría, porque una espada nunca debería huir, no una tan orgullosa y altiva como la suya, entonces comprendió lo que ella le pedía y se detuvo de súbito, sus hombres también lo hicieron al verlo, pero él les mandó a continuar, no tenía sentido quedarse a proteger una huida si nadie huía. Se plantó con Gindri apoyada en el piso frente a él, no tardaría el enemigo en aparecer, estaba seguro de eso, con su griterío intimidante y sus puños en alto, para perseguirlos y cazarlos, pero para eso tendrían que pasar por encima de él y de su espada primero y no sería fácil, Gindri ya no se sentía ofendida, estaba impaciente. Entonces, sintió un brusco golpe en el brazo seguido de un largo y satisfactorio eructo, a su lado estaba Éscar, ofreciéndole un trago de un vino de uva ya un poco agrio, en un pellejo que quién sabe de dónde había robado, Demirel lo aceptó, estaba sediento. “Y bien ¿Cuál es tu plan?” Preguntó el instructor, pero antes de que el otro respondiera algo, se comenzó a oír el murmullo distante de la multitud enardecida que está ansiosa por cazar a otros seres humanos. “Ah, ya veo…” Comprendió Éscar.



Mientras las cabras volvían al campo, la gente de Bosgos festejaba eufórica, felices por la victoria a pesar de haber perdido un tercio de su gente y la mitad de su ciudad, pero aún así todo el mundo estaba contento celebrando con alcohol y polvo de ninfas, un hongo que crecía cabeza abajo en los troncos de ciertos árboles caídos y que en pequeñas cantidades producía un estado de felicidad narcótica, mientras que en grandes cantidades provocaba una muerte dulce por sobredosis. Nina y sus chicas desinhibidas, abrazaban y besaban a quien tuvieran más cerca, excepto por Cípora, cuyos encantos era mejor evitar por un par de días debido al espantoso aliento que brotaba de su boca por la bayas que solo ella toleraba masticar, aunque siempre habría más de uno dispuesto a arriesgarse. Fue ella quien gritó la idea de ir tras el invasor, atraparlos y destriparlos como se lo merecían; que no quedara ni uno solo con vida que contara el cuento a su manera, y todos a su alrededor, embriagados y eufóricos, celebraron la idea y se pusieron en marcha de inmediato y sin remilgos, cogiendo del suelo cualquier cosa que sirviera para causar daño a alguien, incluso Cípora que, recogiendo un cascote del suelo, ya empezaba a andar cuando fue agarrada del pelo con fuerza por su jefa. “Tú te quedas aquí.” Le ordenó Nina, pero debió soltarla de inmediato cuando la otra le lanzó el tufo encima como si fuera una gata furiosa. “¡Cielos, mujer! Aléjate de mis flores.” Reclamó la otra, abanicándose la cara con asco. El grupo de hombres y mujeres que marchó no eran más que un montón de inconscientes mal armados y demasiado narcotizados como para darse cuenta de que morir era la opción más segura para la mayoría de ellos, de que no eran soldados, de que estaban abandonando la seguridad de la ciudad por un terreno abierto y sin garantías y de que se encontrarían con dos de los guerreros más tenaces y hábiles con la espada que existían, además de fuertes. Si Emmer o Vanter hubiesen estado allí, le hubiesen advertido que no lo hicieran, que ya habían ganado y que debían descansar, recuperarse y prepararse para la siguiente batalla, no poner en riesgo la vida de más gente a cambio de nada, pero ellos estaban junto a sus mujeres atendiendo a los heridos. El cielo empezaba a clarear y a mejorar la visibilidad, Demirel ya se sentía recuperado y sereno, besó su espada en la cruz pidiéndole que no lo abandonara en el que podía ser su último combate y Éscar, a su lado, luego de mirarlo con grima, negó con la cabeza en silencio, desaprobando su comportamiento como si se tratara de un penoso espectáculo digno del borracho de turno. La espada de Éscar era un bonito mandoble de poco más de un metro de largo con una hoja ancha como la palma de una mano, recta como la justicia y afilada por ambos lados como la determinación, llamada Gloria por su antiguo dueño, aunque su actual dueño apenas lo sabía y mucho menos le importaba. Eso de bautizar espadas era de lo más pretencioso en su opinión y no iba con él, lo que sí sabía, es que había pertenecido a un bravo guerrero rimoriano asesinado por otro mucho más hábil, cuyo nombre era imposible de olvidar debido a lo ridículo que sonaba: Motas, ¿qué clase de nombre era ese? Ambos guerreros se separaron para dejar espacio entre sus espadas, de esa manera no se estorbarían pero tampoco podrían apoyarse el uno en el otro, lo que era lo más conveniente, dada la situación, pues ninguno de los dos esperaba salir con vida, solo dejar de huir.



El combate fue una carnicería, donde un montón de piezas de cacería, atrevidas e ignorantes de su propia suerte, son lanzados al enorme y afilado cuchillo del carnicero para ser degollados, destripados y desmembrados con asombrosa pericia y rapidez a pesar de sus violentos e inútiles intentos por atacar y causar algún daño. Fue un espectáculo digno de la época más infame de los circos romanos, Demirel, supo que había acabado cuando oyó el aullido solitario de un muchacho que se le lanzaba encima con un bastón en alto que el guerrero frenó en el aire sin dificultad. El chico debía de estar muy drogado, porque solo en ese momento la euforia se diluyó en su rostro y comprendió lo que acababa de suceder y la real magnitud de su oponente, no pudo hacer más que soltar su bastón y salir corriendo, tropezando con los cadáveres y resbalando en los charcos de sangre. Aunque solo estaba a pocos metros, era difícil identificar a Éscar sin algo de detenimiento, caído entre tantos cuerpos desparramados. Se había cobrado el último favor con la muerte y esta vez, ésta no lo perdonó, le atravesaron la garganta con una simple y efectiva estaca de madera que aún tenía clavada en el cuello, lo que significaba que probablemente el agresor tampoco contaría su hazaña. En ese momento, unos pasos que apenas oyó a tiempo, aparecieron por su espalda, Gindri estaba lista, pero el hombre tras él, solo parecía perdido y confuso. Demirel lo miró con la cabeza torcida y los ojos pequeñitos: “Yurba, ¿dónde demonios estabas?”


León Faras.

lunes, 2 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LX.



Migas pensaba abandonar la ciudad él solo con su perro, dejar a su padre en su sepulcro y a su cerda al cuidado de Nimir por un par de días, pero su plan se había arruinado por completo por culpa de la torpeza de Nimir, este ahora no era ni la mitad del hombre que era, y no es que antes fuera una gran cosa tampoco, el pobre se veía disminuido, silencioso y angustiado, con esa particular tendencia a la inacción de los fracturados en el alma, a quedarse inmóvil como un vegetal en cualquier parte donde uno lo dejase, incapaz de ver, oír o ponerle atención a algo, solo capaz de estar y de temer. El viejo lo miró con más frustración que compasión, ahora ese bobo no era más que un lastre para él, ¡Un peso muerto! “Bien, Nimir, cuidate mucho, ¿si? Nos veremos en un par de días…” Comenzó Migas, hablando con indiferencia, luego de dejar a su padre seguro en su hipogeo, y mientras aseguraba a su cerda con una cuerda en la parte trasera de su carreta, “…no te metas en problemas y todo estará bien… pero tú ya sabes eso, eres un tipo listo.” Agregó, intentando sonreír, montando en su carreta para irse y mirando de reojo al pobre de Nimir, quien no le ofrecía ni una sola reacción como respuesta, además de los mocos que debía sorber cada dos minutos. “Esto es culpa tuya, ¿está bien? ¡Te dije que no bebieras ese licor! Ahora ese ya no es mi problema…” Alegó el viejo, enojado y alardeando de estar dispuesto a irse, pero sin decidirse del todo a hacerlo, entonces, su perro soltó un ladrido y Migas se lo quedó mirando por varios segundos, como si el animal le hubiese planteado una idea que debía ser analizada cuidadosamente. “Nos vamos a arrepentir de esto, ya lo verás.” Le advirtió el viejo a su mascota, mientras bajaba de su carreta, negando con la cabeza, obstinado, como si hubiese recibido una orden superior que debe ser obedecida por más estúpida que suene. “Recuerda lo que te digo… esto es un error.” Insistió, dirigiéndose a algo o a alguien en algún punto sobre su cabeza o dentro de ella, luego cogiendo a su dócil amigo por las axilas, lo llevó hasta su carreta para montarlo encima y sentarse a su lado. Dos minutos después, Migas lo increpaba con asco en el rostro: “¡Quieres dejar de hacer eso!” Nimir volvía a sorberse los mocos.



El sonido agudo de un cuerno fue replicado desde varias direcciones, acompañado del grave repiqueteo de un tambor y luego, un extraño silencio se apoderó de la ciudad, era como si todo el ataque a Bosgos hubiera terminado de pronto. Yurba estaba desorientado, había dejado atrás las nubes de veneno, pero aún se sentía como en la peor de sus borracheras. Por la posición de la luna calculó que aún faltaban un par de horas para el amanecer, pero, por como se sentía, no podía estar seguro ni de su nombre. Debía volver con Rubi, el puñal que le salvaría la vida estaba listo, pero sinceramente, no se fiaba mucho de lo que esa bruja pensaba hacer con él y seguro que Rubi tampoco estaría muy de acuerdo con que usaran un puñal ensangrentado en ella. En ese momento se dio cuenta de que vagaba por las afueras de la ciudad, pero que no tenía ni la más tenue idea de en qué dirección iba, solo caminaba buscando un punto de referencia que le dijera dónde carajos estaba y hacia donde debía ir, pero no reconocía nada. Entonces un ruido lo alertó y debió pegarse a la oscuridad de la pared tan rápido como pudo, porque vio pequeños grupos de personas huyendo de la ciudad a toda prisa, como ratas escapando de un granero en llamas, aunque no se veían asustados, sino más bien organizados y concentrados. Le pareció extraño, pero Yurba no estaba interesado en participar en lo que fuera que estuviesen planeando hacer esa gente, por lo que, lo mejor que podía hacer era alejarse de la ciudad, descansar por un par de horas, porque en verdad se sentía agotado, despejar un poco el malestar que sentía en su cabeza y sus tripas y buscar a Rubi al amanecer, luego ya vería qué hacer con el dichoso puñal. Se internó en el pequeño bosque aledaño con paso torpe y sin ninguna idea concreta de en dónde estaba, hasta encontrar un sitio que le pareciera tranquilo y seguro para descansar y dormir un poco, pero algo en el entorno de pronto se le hizo incómodamente familiar, como si ya hubiese estado allí antes y no hace mucho. No podía ser, estaba muy desorientado y bastante atontado, pero no había forma de que, saliendo de la casa de esa bruja, hubiese regresado hasta allí de nuevo sin haber dado nunca la vuelta, ¿o sí? Ahora, como en un susurro de los dioses, sabía exactamente dónde estaba y qué debía hacer, debía devolverle su puñal a la bruja o no pararía nunca de regresar a ese sitio, una y otra vez, porque si no lo hacía, tal vez nunca más volvería a ver la luz del siguiente día, como los pobres desgraciados que desaparecen en el Bosque Muerto y no encuentran más que sus restos pálidos, desecados y consumidos por una noche eterna, o al menos eso es lo que cuentan. Yurba buscó la casa, su idea, que parecía buena, era devolver el puñal y que la bruja Circe lo guardara hasta que él pudiera llevar a Rubi hasta ella, pero para ella, las cosas no funcionaban así. “¿Crees que puedes atrapar el alma de un inocente por el tiempo que quieras, sin que haya consecuencias?” Le preguntó la bruja, con su rostro caprino inclinado hacia un lado, apenas comprendió sus intenciones. “¿Crees que puedes corromperla hasta convertirla en un ser imbuido de maldad y venganza porque tú no estás listo?” Yurba se sentía como un niño torpe siendo duramente regañado por alguna tía-abuela demasiado gruñona. “Pero tú puedes arreglarlo, ¿no?” Balbuceó, un poco ofendido por la reprimenda, ofreciendo el puñal de regreso como quien ha sido sorprendido robando. Circe se lo arrebató de las manos. “¡Inconsciente! ¡Egoísta! ¿Acaso te crees mejor que él!” Y luego de una extraña pausa, agregó: “Tú no eres mejor que nadie, Yurba Bucader.” Todo con esa mujer era demasiado extraño, pero que conociera su apellido cuando ni él mismo solía usarlo, era el colmo de los colmos. “¿Pero cómo demonios…” Quiso preguntar, pero entonces y de improviso, la bruja le clavó el puñal en el corazón hasta poder sentir el mango del arma haciendo presión en su pecho, su rostro, dividido entre la luz y la sombra, entre la belleza y la fealdad, lo miraba con la frialdad de un asesino; sintió el dolor de un corazón que se desangra, el tibio líquido vital esparramándose a borbotones dentro de él, arrebatándole la vida que parece caer a pedazos, la ausencia de aire, la debilidad en las piernas y finalmente el desvanecer de la mente. Abrió los ojos, aún no amanecía, estaba sentado bajo un árbol, le dolía un poco el pecho, como si se hubiese quemado con algo caliente, quiso recordar lo que estaba soñando pero su cabeza no estaba en condiciones de esforzarse mucho en ese momento, solo recordaba la sensación de caer al vacío justo antes de despertarse, luego de eso, bostezó aparatosamente y se acomodó para dormir un poco más.



León Faras.