miércoles, 18 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXI.



Así terminó la batalla por Bosgos, con la más vergonzosa retirada del ejército cizariano y la victoria de un pueblo sin armas, pero que supo organizarse y aprovechar sus recursos. Sin caballos, Demirel y sus hombres corrieron a campo traviesa, exhaustos, deshaciéndose por el camino de sus armaduras que a esas alturas no hacían más que estorbar, y de cualquier otro peso muerto que llevaran excepto por sus espadas, con el miedo en el corazón de ser perseguidos con perros y cazados como cerdos salvajes. Tibrón agradecía que su hija Falena no estuviera presente en este desastre, y más aun que no estuviera entre los centenares de muertos. Todos conocían a Bosgos por sus venenos, pero nadie estaba ni cerca de sospechar lo que les esperaba: venenos que podían respirarse o que actuaban al contacto con la piel eran cosas que ninguno había siquiera imaginado. Demirel era, sin duda, el que estaba más desbastado, se sentía tan humillado que podría dejarse caer de rodillas ahí mismo y romper a llorar como un niño si no estuviera tan ocupado huyendo, y peor aún, sentía que esta sería una ofensa que Gindri jamás le perdonaría, porque una espada nunca debería huir, no una tan orgullosa y altiva como la suya, entonces comprendió lo que ella le pedía y se detuvo de súbito, sus hombres también lo hicieron al verlo, pero él les mandó a continuar, no tenía sentido quedarse a proteger una huida si nadie huía. Se plantó con Gindri apoyada en el piso frente a él, no tardaría el enemigo en aparecer, estaba seguro de eso, con su griterío intimidante y sus puños en alto, para perseguirlos y cazarlos, pero para eso tendrían que pasar por encima de él y de su espada primero y no sería fácil, Gindri ya no se sentía ofendida, estaba impaciente. Entonces, sintió un brusco golpe en el brazo seguido de un largo y satisfactorio eructo, a su lado estaba Éscar, ofreciéndole un trago de un vino de uva ya un poco agrio, en un pellejo que quién sabe de dónde había robado, Demirel lo aceptó, estaba sediento. “Y bien ¿Cuál es tu plan?” Preguntó el instructor, pero antes de que el otro respondiera algo, se comenzó a oír el murmullo distante de la multitud enardecida que está ansiosa por cazar a otros seres humanos. “Ah, ya veo…” Comprendió Éscar.



Mientras las cabras volvían al campo, la gente de Bosgos festejaba eufórica, felices por la victoria a pesar de haber perdido un tercio de su gente y la mitad de su ciudad, pero aún así todo el mundo estaba contento celebrando con alcohol y polvo de ninfas, un hongo que crecía cabeza abajo en los troncos de ciertos árboles caídos y que en pequeñas cantidades producía un estado de felicidad narcótica, mientras que en grandes cantidades provocaba una muerte dulce por sobredosis. Nina y sus chicas desinhibidas, abrazaban y besaban a quien tuvieran más cerca, excepto por Cípora, cuyos encantos era mejor evitar por un par de días debido al espantoso aliento que brotaba de su boca por la bayas que solo ella toleraba masticar, aunque siempre habría más de uno dispuesto a arriesgarse. Fue ella quien gritó la idea de ir tras el invasor, atraparlos y destriparlos como se lo merecían; que no quedara ni uno solo con vida que contara el cuento a su manera, y todos a su alrededor, embriagados y eufóricos, celebraron la idea y se pusieron en marcha de inmediato y sin remilgos, cogiendo del suelo cualquier cosa que sirviera para causar daño a alguien, incluso Cípora que, recogiendo un cascote del suelo, ya empezaba a andar cuando fue agarrada del pelo con fuerza por su jefa. “Tú te quedas aquí.” Le ordenó Nina, pero debió soltarla de inmediato cuando la otra le lanzó el tufo encima como si fuera una gata furiosa. “¡Cielos, mujer! Aléjate de mis flores.” Reclamó la otra, abanicándose la cara con asco. El grupo de hombres y mujeres que marchó no eran más que un montón de inconscientes mal armados y demasiado narcotizados como para darse cuenta de que morir era la opción más segura para la mayoría de ellos, de que no eran soldados, de que estaban abandonando la seguridad de la ciudad por un terreno abierto y sin garantías y de que se encontrarían con dos de los guerreros más tenaces y hábiles con la espada que existían, además de fuertes. Si Emmer o Vanter hubiesen estado allí, le hubiesen advertido que no lo hicieran, que ya habían ganado y que debían descansar, recuperarse y prepararse para la siguiente batalla, no poner en riesgo la vida de más gente a cambio de nada, pero ellos estaban junto a sus mujeres atendiendo a los heridos. El cielo empezaba a clarear y a mejorar la visibilidad, Demirel ya se sentía recuperado y sereno, besó su espada en la cruz pidiéndole que no lo abandonara en el que podía ser su último combate y Éscar, a su lado, luego de mirarlo con grima, negó con la cabeza en silencio, desaprobando su comportamiento como si se tratara de un penoso espectáculo digno del borracho de turno. La espada de Éscar era un bonito mandoble de poco más de un metro de largo con una hoja ancha como la palma de una mano, recta como la justicia y afilada por ambos lados como la determinación, llamada Gloria por su antiguo dueño, aunque su actual dueño apenas lo sabía y mucho menos le importaba. Eso de bautizar espadas era de lo más pretencioso en su opinión y no iba con él, lo que sí sabía, es que había pertenecido a un bravo guerrero rimoriano asesinado por otro mucho más hábil, cuyo nombre era imposible de olvidar debido a lo ridículo que sonaba: Motas, ¿qué clase de nombre era ese? Ambos guerreros se separaron para dejar espacio entre sus espadas, de esa manera no se estorbarían pero tampoco podrían apoyarse el uno en el otro, lo que era lo más conveniente, dada la situación, pues ninguno de los dos esperaba salir con vida, solo dejar de huir.



El combate fue una carnicería, donde un montón de piezas de cacería, atrevidas e ignorantes de su propia suerte, son lanzados al enorme y afilado cuchillo del carnicero para ser degollados, destripados y desmembrados con asombrosa pericia y rapidez a pesar de sus violentos e inútiles intentos por atacar y causar algún daño. Fue un espectáculo digno de la época más infame de los circos romanos, Demirel, supo que había acabado cuando oyó el aullido solitario de un muchacho que se le lanzaba encima con un bastón en alto que el guerrero frenó en el aire sin dificultad. El chico debía de estar muy drogado, porque solo en ese momento la euforia se diluyó en su rostro y comprendió lo que acababa de suceder y la real magnitud de su oponente, no pudo hacer más que soltar su bastón y salir corriendo, tropezando con los cadáveres y resbalando en los charcos de sangre. Aunque solo estaba a pocos metros, era difícil identificar a Éscar sin algo de detenimiento, caído entre tantos cuerpos desparramados. Se había cobrado el último favor con la muerte y esta vez, ésta no lo perdonó, le atravesaron la garganta con una simple y efectiva estaca de madera que aún tenía clavada en el cuello, lo que significaba que probablemente el agresor tampoco contaría su hazaña. En ese momento, unos pasos que apenas oyó a tiempo, aparecieron por su espalda, Gindri estaba lista, pero el hombre tras él, solo parecía perdido y confuso. Demirel lo miró con la cabeza torcida y los ojos pequeñitos: “Yurba, ¿dónde demonios estabas?”


León Faras.

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