lunes, 2 de octubre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LX.



Migas pensaba abandonar la ciudad él solo con su perro, dejar a su padre en su sepulcro y a su cerda al cuidado de Nimir por un par de días, pero su plan se había arruinado por completo por culpa de la torpeza de Nimir, este ahora no era ni la mitad del hombre que era, y no es que antes fuera una gran cosa tampoco, el pobre se veía disminuido, silencioso y angustiado, con esa particular tendencia a la inacción de los fracturados en el alma, a quedarse inmóvil como un vegetal en cualquier parte donde uno lo dejase, incapaz de ver, oír o ponerle atención a algo, solo capaz de estar y de temer. El viejo lo miró con más frustración que compasión, ahora ese bobo no era más que un lastre para él, ¡Un peso muerto! “Bien, Nimir, cuidate mucho, ¿si? Nos veremos en un par de días…” Comenzó Migas, hablando con indiferencia, luego de dejar a su padre seguro en su hipogeo, y mientras aseguraba a su cerda con una cuerda en la parte trasera de su carreta, “…no te metas en problemas y todo estará bien… pero tú ya sabes eso, eres un tipo listo.” Agregó, intentando sonreír, montando en su carreta para irse y mirando de reojo al pobre de Nimir, quien no le ofrecía ni una sola reacción como respuesta, además de los mocos que debía sorber cada dos minutos. “Esto es culpa tuya, ¿está bien? ¡Te dije que no bebieras ese licor! Ahora ese ya no es mi problema…” Alegó el viejo, enojado y alardeando de estar dispuesto a irse, pero sin decidirse del todo a hacerlo, entonces, su perro soltó un ladrido y Migas se lo quedó mirando por varios segundos, como si el animal le hubiese planteado una idea que debía ser analizada cuidadosamente. “Nos vamos a arrepentir de esto, ya lo verás.” Le advirtió el viejo a su mascota, mientras bajaba de su carreta, negando con la cabeza, obstinado, como si hubiese recibido una orden superior que debe ser obedecida por más estúpida que suene. “Recuerda lo que te digo… esto es un error.” Insistió, dirigiéndose a algo o a alguien en algún punto sobre su cabeza o dentro de ella, luego cogiendo a su dócil amigo por las axilas, lo llevó hasta su carreta para montarlo encima y sentarse a su lado. Dos minutos después, Migas lo increpaba con asco en el rostro: “¡Quieres dejar de hacer eso!” Nimir volvía a sorberse los mocos.



El sonido agudo de un cuerno fue replicado desde varias direcciones, acompañado del grave repiqueteo de un tambor y luego, un extraño silencio se apoderó de la ciudad, era como si todo el ataque a Bosgos hubiera terminado de pronto. Yurba estaba desorientado, había dejado atrás las nubes de veneno, pero aún se sentía como en la peor de sus borracheras. Por la posición de la luna calculó que aún faltaban un par de horas para el amanecer, pero, por como se sentía, no podía estar seguro ni de su nombre. Debía volver con Rubi, el puñal que le salvaría la vida estaba listo, pero sinceramente, no se fiaba mucho de lo que esa bruja pensaba hacer con él y seguro que Rubi tampoco estaría muy de acuerdo con que usaran un puñal ensangrentado en ella. En ese momento se dio cuenta de que vagaba por las afueras de la ciudad, pero que no tenía ni la más tenue idea de en qué dirección iba, solo caminaba buscando un punto de referencia que le dijera dónde carajos estaba y hacia donde debía ir, pero no reconocía nada. Entonces un ruido lo alertó y debió pegarse a la oscuridad de la pared tan rápido como pudo, porque vio pequeños grupos de personas huyendo de la ciudad a toda prisa, como ratas escapando de un granero en llamas, aunque no se veían asustados, sino más bien organizados y concentrados. Le pareció extraño, pero Yurba no estaba interesado en participar en lo que fuera que estuviesen planeando hacer esa gente, por lo que, lo mejor que podía hacer era alejarse de la ciudad, descansar por un par de horas, porque en verdad se sentía agotado, despejar un poco el malestar que sentía en su cabeza y sus tripas y buscar a Rubi al amanecer, luego ya vería qué hacer con el dichoso puñal. Se internó en el pequeño bosque aledaño con paso torpe y sin ninguna idea concreta de en dónde estaba, hasta encontrar un sitio que le pareciera tranquilo y seguro para descansar y dormir un poco, pero algo en el entorno de pronto se le hizo incómodamente familiar, como si ya hubiese estado allí antes y no hace mucho. No podía ser, estaba muy desorientado y bastante atontado, pero no había forma de que, saliendo de la casa de esa bruja, hubiese regresado hasta allí de nuevo sin haber dado nunca la vuelta, ¿o sí? Ahora, como en un susurro de los dioses, sabía exactamente dónde estaba y qué debía hacer, debía devolverle su puñal a la bruja o no pararía nunca de regresar a ese sitio, una y otra vez, porque si no lo hacía, tal vez nunca más volvería a ver la luz del siguiente día, como los pobres desgraciados que desaparecen en el Bosque Muerto y no encuentran más que sus restos pálidos, desecados y consumidos por una noche eterna, o al menos eso es lo que cuentan. Yurba buscó la casa, su idea, que parecía buena, era devolver el puñal y que la bruja Circe lo guardara hasta que él pudiera llevar a Rubi hasta ella, pero para ella, las cosas no funcionaban así. “¿Crees que puedes atrapar el alma de un inocente por el tiempo que quieras, sin que haya consecuencias?” Le preguntó la bruja, con su rostro caprino inclinado hacia un lado, apenas comprendió sus intenciones. “¿Crees que puedes corromperla hasta convertirla en un ser imbuido de maldad y venganza porque tú no estás listo?” Yurba se sentía como un niño torpe siendo duramente regañado por alguna tía-abuela demasiado gruñona. “Pero tú puedes arreglarlo, ¿no?” Balbuceó, un poco ofendido por la reprimenda, ofreciendo el puñal de regreso como quien ha sido sorprendido robando. Circe se lo arrebató de las manos. “¡Inconsciente! ¡Egoísta! ¿Acaso te crees mejor que él!” Y luego de una extraña pausa, agregó: “Tú no eres mejor que nadie, Yurba Bucader.” Todo con esa mujer era demasiado extraño, pero que conociera su apellido cuando ni él mismo solía usarlo, era el colmo de los colmos. “¿Pero cómo demonios…” Quiso preguntar, pero entonces y de improviso, la bruja le clavó el puñal en el corazón hasta poder sentir el mango del arma haciendo presión en su pecho, su rostro, dividido entre la luz y la sombra, entre la belleza y la fealdad, lo miraba con la frialdad de un asesino; sintió el dolor de un corazón que se desangra, el tibio líquido vital esparramándose a borbotones dentro de él, arrebatándole la vida que parece caer a pedazos, la ausencia de aire, la debilidad en las piernas y finalmente el desvanecer de la mente. Abrió los ojos, aún no amanecía, estaba sentado bajo un árbol, le dolía un poco el pecho, como si se hubiese quemado con algo caliente, quiso recordar lo que estaba soñando pero su cabeza no estaba en condiciones de esforzarse mucho en ese momento, solo recordaba la sensación de caer al vacío justo antes de despertarse, luego de eso, bostezó aparatosamente y se acomodó para dormir un poco más.



León Faras.

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