martes, 20 de febrero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVIII.



Todo el mundo se mostró muy preocupado y confundido con la aparición de Costia en la ciudad, no solo porque vestía como un maldito soldado rimoriano y porque estaba cubierto de sangre como si lo hubiesen baldeado con ella, sino que también porque era un hombre adulto y fornido remolcado por dos mujeres, que entre las dos no hacían ni la mitad de su peso, asustado y gimoteando como un niño, como si estuviera en medio de una pesadilla de la que no se puede despertar. “No sabemos si es víctima o culpable, así que…” Hablaba Nina, cuando fue ligeramente interrumpida por la voz tenue de un muchacho insignificante. “Ese hombre no es la bestia que yo vi. Este no llega ni a la mitad de su tamaño.” Aquel era Fibo, el chico que había vuelto de la carnicería como único sobreviviente, sentado en un rincón, con la sangre ya seca en su cara y en su ropa, y con los síntomas de euforia de los polvos de ninfas ya disipados en su mente. Ahora ya podía sentir todo el peso de la realidad sobre sus debiluchos hombros. “¡Fue horrible…!” Maulló Costia, quejumbroso, queriendo decir más pero sin poder hacerlo, atormentado por la sed agobiante que sentía desde que despertó y por la luz del sol que aún le arañaba los ojos. “¡Pónganlo en algún lugar oscuro, sus ojos están dañados…” Ordenó Nina, siendo compasiva, aunque de mala gana, y agregó: “¡Y denle un poco de polvos para que deje de lamentarse o nos volverá locos a todos!” Luego se acercó a Fibo que ahora estaba más calmado y se acuclilló frente a él. “Dime, ¿es cierto lo que él dice? Que toda esa gente fue atacada por un monstruo…” Fibo, no solo estaba calmado, el chico había madurado veinte años de golpe, se estudiaba las uñas concienzudo, como si se tratara de una labor muy importante, entonces levantó la vista. “No sé qué clase de criatura era, porque creo que cambiaba de forma, que saltaba de un lado a otro como si nada… tal vez volaba; que rugía como un animal y reía como un demente y que al final se mostró ante mí como un hombre, un gigante… un monstruo terrible.” El chico no mentía, eso era lo que sus sentidos interpretaron estando tan drogado como estaba, eran muchas piezas de información distorsionada e inconexa que el cerebro debía explicar de alguna forma, y lo hacía de la mejor forma que sabía: con superstición.



Cherman escuchaba las historias de las personas sobre la ciudad en ruinas incrédulo. “¿Cómo se puede alcanzar tal nivel de destrucción en una sola noche?” Qrima, que reposaba cerca mordisqueando de mala gana unas porquerías amargas que su hermana le dio, según ella, para recuperarse más rápido, lo miró como al pobre tipo que siempre le toca hacer la pregunta tonta por llegar tarde al embrollo, y luego de llamar su atención con un chiflido suave, le mostró la bola de hierro que sacó del cuerpo de Emmer y que aún guardaba entre sus cosas, la primera, porque la segunda no se había preocupado de guardarla en medio de la batahola a su alrededor. “Estas son pequeñas, como para matar personas, pero hay otras más grandes, como para atravesar casas enteras de lado a lado… ya vieras el estruendo que hacen, ¡como si la tierra se fuera a partir en dos!” Cherman miró al viejo y sencillamente no le creyó, y es que su aspecto, entre medio borracho y medio senil, no le daban confianza del todo, pero entonces llegaría Emmer, no solo para saludarlo como camarada, sino también para confirmarle la historia del viejo. “Es cierto, amigo. La primera vez que las vi, tampoco yo podía entender qué carajo estaba sucediendo.” Afirmó, enseñándole su más reciente cicatriz en el pecho, curiosa, como un sol negro con sus rayos expandiéndose y enterrándose como raíces en su carne, pero aun con eso era imposible para Cherman imaginar el cómo hasta no verlo con sus propios ojos. Y como la prueba viviente de que la casualidad no existe, pero las coincidencias sí, en ese mismo momento retumbó un disparo que atravesó el valle con su terrible sonido, feroz y fugaz al mismo tiempo; atractivo pero espantoso por igual. Cuando llegaron allá, Cherman pudo ver lo que antes no pudo imaginar, el estado de una ciudad devastada por una fuerza desconocida para él. Todos oyeron la detonación en la ciudad, incluso, muchos corrieron a esconderse, pero nadie sabía aún de dónde había salido, y pasaría un buen rato hasta que encontraran a los chicos que, saqueando cadáveres de amigos y enemigos, encontraron un Tronador de los pequeños que, para su sorpresa, no solo aún funcionaba, sino que además estaba cargado. Nadie resultó herido con el disparo, pero la felicidad de esos muchachos era completa en ese momento. Quien también oyó la detonación fue Váspoli, el último de los derrotados soldados cizarianos en partir de vuelta a casa, con el cuerpo del pobre Furio atravesado sobre su yegua Saeta, al menos él y el instructor serían sepultados en su tierra. Se preguntó si ese disparo no sería el último recurso de algún soldado cizariano que aún intentaba seguir luchando, pero prefirió apresurar su montura antes que responderse.



Allí, en medio de la destrucción, Cherman se encontraría con una mujer con pinta de prostituta, un muchacho agotado y cubierto de sangre seca y un espadón bastante llamativo, que la mujer apenas podía levantar. El guerrero de la pata de hierro reconoció el arma de inmediato. “Esa es Gloria… me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí.” Nina se lo quedó mirando como si hubiese dicho algo inapropiado sobre sus partes privadas. No solo era un tipo cero atractivo para ella, que no había visto en toda su vida, además, ¿la estaba confundiendo acaso con alguien más? Cípora y Lorina se pararon a su lado con los brazos cruzados y el mentón en alto, como matones malhumoradas. Cherman notó su hostilidad, había que ser ciego para no hacerlo, y se explicó en el acto. “Hablo de la espada que sostienes, la conozco, pertenecía a un bravo guerrero llamado Motas.” Cípora puso cara de disgusto, como si hubiese oído nada más que un embuste. “¿¿Motas?? ¿Qué clase de nombre es ese para un guerrero?” Y Lorina asintió con toda firmeza. “¡Ese es nombre de perro!” Afirmó. Cherman rio, y su risa era amable. “Lo sé, se lo decíamos todo el tiempo, pero él estaba orgulloso de ese ridículo nombre. Él decía que el nombre no debe darte grandeza, tú debes darle grandeza al nombre…” Cípora seguía con cara de disgusto. “¡Bah! ¡Esa es una tontería!” Escupió.


León Faras.