XVI.
Gracia
no apareció, sino, hasta pasado el mediodía. Clarita estaba muy intranquila,
como quien ha perdido algo muy valioso, nunca su hermana la dejaba sola tantas
horas y ahora no la había vuelto a ver desde que se durmió por la noche. Hasta
temía que le hubiese pasado algo, temor que nadie parecía tomarse en serio. El
desayuno había estado, fabuloso, sobre todo para Elena, quien, en toda su vida,
nunca había probado una leche tan fresca, que aún viniera tibia del cuerpo del
animal, acompañada de un trozo de queso derretido en el fuego antes de
esparcirse y pegotearse en una hogaza de pan, grande y gorda que no cabía en la
boca. Aprendió de la vieja Lina como era que la harina, ese polvo pálido e
insípido, se convertía en una crujiente y apetitosa hogaza de pan caliente,
cosa que de niña, ya había visto hacer a las empleadas de su casa, pero a lo
que jamás le permitieron acercarse, pues era una labor que, supuestamente,
jamás necesitaría aprender en toda su vida. Aprendió de Clarita, a ordeñar las
cabras y del viejo Tata, los misteriosos secretos para convertir las
horrorosamente amargas aceitunas del árbol, en los deliciosos frutos que luego
llegaban a la mesa usando, principalmente, ceniza y agua caliente; Elena se
preguntaba, a quién se le hubiese ocurrido semejante idea. Recorrieron, junto
con Clarita, los bellos parajes cercanos, acompañadas de Nube y Satanás,
quienes no dejaban de mordisquearse y perseguirse ni un minuto del día. Allí
estaban, junto al arrollo inagotable que descendía de la montaña, cuando Gracia
apareció. Clarita, saltó de alegría, pero luego se puso muy seria y la regañó,
como una madre preocupada por un hijo que la ha hecho pasar un buen susto, por
desaparecerse tantas horas sin avisarle nada. Elena estaba tomando agua con una
mano, miró a Clarita cómo peleaba con su hermana invisible, sonrió y siguió en
lo suyo, ya se comenzaba a acostumbrar al extraño comportamiento de la niña. En
ese momento, Clarita aspiró una bocanada de aire, abrió bien los ojos y la miró
con cara de espanto. A Elena se le caía el agua que tenía acunada en la mano
esperando una explicación, “No oíste nada de lo que dijo Gracia, ¿verdad?” dijo
la niña, con complicidad, Elena negó con la cabeza, “Dice que en nuestra casa…”
refiriéndose a la casucha destartalada en el campo de olivos, “…hubieron
hombres montados a caballo buscándote esta mañana” Elena se puso de pie
despacio, oteando los alrededores, “¿Estás segura?” Clarita asintió mordiéndose
los labios, “Sí, dice que se fueron, pero que luego regresaron con perros…”
Elena estaba asustada, de seguro la habían denunciado por la puñalada al cura y
ahora la justicia estaba tras sus pasos, ahora además, era una delincuente
prófuga, ¿O una asesina? ¿Cómo estaría el padre Benigno? ¿Estaría muerto? De un
minuto a otro, toda su tranquilidad se desmoronaba, “Ajá, y si los perros son
buenos, puede que lleguen hasta aquí” Concluyó la niña, repitiendo lo que su
hermana decía. Elena, estaba angustiada, “¡Ay Dios mío, y qué voy a hacer yo
ahora?” dijo la muchacha llevándose una mano a la frente, como si se estuviera
revisando la temperatura, Clarita la tomó por la otra mano y se la llevó de
vuelta a la casa, “Ven, vamos a contarle todo a Lina, ella sabrá qué hacer”
La
vieja Lina bordaba una tela a menos de diez centímetros de distancia de sus
ojos, cuando Clarita entró corriendo trayendo casi a la rastra a Elena que, más
que angustiada, ahora se veía agotada. Lina escuchó la atropellada historia de
Clarita, y comprendió poco más que lo esencial, “¿Y tú necesitas que no te
encuentren, verdad?” Elena, respondió que sólo quería un par de cosas, que
echaría a correr hacia la montaña y que allí buscaría un lugar donde
esconderse, pero la vieja desechó su idea como si se tratara de la cosa más
estúpida del mundo “Nada de eso, niña. La montaña es tan hermosa como
peligrosa, además, Dios te ampare si te pierdes y se te oscurece ahí arriba, te
perderías, y las noches allá arriba son las más largas del mundo” “Además, los
perros pueden seguirte hasta allá arriba, ¿verdad, Lina?” agregó Clarita
levantando las cejas. Llamaron al viejo Tata y este dio su veredicto, “Bueno,
podemos cavar un hoyo y meterla dentro, si quieren…” Las tres, de la más vieja
a la más pequeña, se quedaron con la boca abierta y una ceja un poco más arriba
que la otra, hasta que el viejo rió y agregó, “…es decir, puedes meterte bajo
una cama o subirte arriba hasta el tejado, no importa, ningún escondite es
completamente seguro, pero en mi experiencia, el mejor escondite de todos, es a
plena vista…” las tres se miraron, ¿Qué clase de escondite era ese? Tata
continuó “…como aquel hombre que se disfrazaba de mendigo y borracho; galante y
zalamero, se paseaba por delante de los hombres más poderosos, y estos
incluso le daban limosnas. Solo que, aquellos hombres poderosos, pagaban una
fortuna por la cabeza de aquel hombre, y éste, al final le devolvió todas las
monedas que le habían dado, para mostrarles todas las veces que lo tuvieron en
frente y nunca lo reconocieron para capturarlo” “Pero es que yo no puedo
disfrazarme de borracho…” protestó Elena, el viejo la miró de arriba abajo, la
muchacha todavía estaba vestida de hombre, “Mírate, sólo necesitas cortarte un
poco el cabello, yo te prestaré un sombrero y necesitarás un poco de tierra en
la cara y en las manos. El resto sólo será mantener la boca cerrada y la cabeza
gacha” Elena casi prefería meterse bajo una cama, pero al final aceptó, “Pero
¿Y los perros?” insistió Clarita, el viejo Tata le acarició la cabeza, “Por
eso, no te preocupes, las cabras se encargarán de eso…” y luego agregó mientras
se iba, “…las condenadas tienen un olor más fuerte que el orgullo”
Efectivamente,
aquel día por la tarde, se acercó Ignacio Ballesteros, acompañado de uno de sus
hombres, a la casa del viejo Tata. El resto del grupo, estaba desperdigado por
la zona, tratando de cubrir el mayor terreno posible antes de que cayera la
noche. Los perros habían encontrado un rastro, pero ese rastro iba y venía, y
el problema eran precisamente las cabras, su olor, sobre todo el de sus orines,
era de constante dominio, y no se necesitaba ser un sabueso para notarlo. Bruno
ya había alertado de su presencia a lo lejos, y Satanás junto a Nube, no
esperaron para acercarse lo más posible a los caballos para ladrarles con toda elocuencia,
a las patas de éstos. La vieja Lina y Clarita estaban dentro de la casa, junto
a la ventana, desgranando habas. La niña se asomó a la puerta. El hombre que
acompañaba a Ignacio se bajó de su caballo, “Clarita, aquí estabas ¿Cómo has
estado?” Ante la nula respuesta de la niña, el hombre se volteó hacia Ignacio,
“Esta es la niña que vive en la casucha que encontramos…” Ignacio también bajó
de su caballo, saludó a la vieja Lina que también se había parado en la puerta
de su casa, y se presentó como el acongojado hermano de la tristemente
desaparecida Elena Ballesteros. Clarita miró a la vieja Lina y la vieja Lina
miró a Clarita, “Ni yo ni mi hermana, hemos visto a nadie por aquí” Ignacio la
miró como si hubiese sido insultado “¡Dices que esta señora es tu hermana?”
Clarita lo miró como si se tratara de un idiota, “¡Ésta, es mi hermana!” dijo,
apuntando un espacio vacío a su lado. El hombre, con una mirada, le recordó a
Ignacio que ya le habían advertido que esa niña estaba un poco mal de la
cabeza, “¿Y el viejo Tata, dónde está?” preguntó el hombre sonriendo amistoso.
Elena
se había cortado el pelo como un chico, se había puesto un viejo sombrero de
Tata y había cogido una horqueta para apilar el forraje que se almacenaba para
dar de comer a las cabras en el invierno, dentro de un pequeño granero tras la
casa. El viejo le había aconsejado mantener la cabeza gacha, el ceño apretado y
que usara el dorso de la mano para limpiarse la nariz o secarse la frente. Que
se amarrara un pañuelo en el cuello, como lo hacían los hombres en el campo y
que se ensuciara un poco las manos y las uñas, pues un chico que trabajara,
jamás tenía las uñas limpias. De esa manera Elena pasó a llamarse Joaquín, un
nombre que eligió Tata por ser el nombre de su hermano menor, muerto hace años.
El hombre llegó hasta allí saludando a Tata como a un viejo amigo, Tata
esperaba a agentes de la justicia y le pareció inesperado ver al hombre, pero
éste le explicó que un forastero les pagaba bien por buscar a una muchacha
desaparecida “…Y tú sabes bien, que para mí, que me paguen por pasear a caballo,
es como que me paguen por comer…” explicó, sonriendo complacido, “Oye, ¿Y quién
es el muchacho ese, es pariente tuyo?” preguntó, refiriéndose a Elena, Tata
respondió que no, que no era ningún pariente, pero la costumbre lo obligaba a
nombrar la procedencia del muchacho, el viejo dijo lo primero que se le vino a
la mente, “Es Joaquín. Él es el hijo de Rubén…” El hombre miró a Elena,
curioso. Elena se limpió la nariz con el dorso de la mano y siguió trabajando,
“¿Del finado? Éste no lo conocía, y eso que yo he ido a esa casa varias veces a
comprar y vender animales…” dijo el hombre, asumiendo de quién se hablaba. Tata,
inteligente, simplemente le siguió la corriente, se le acercó al oído para
hablarle muy despacio “con otra mujer… o por lo menos, eso es lo que se dice…”
El hombre asintió con un “Ah…” bastante largo, y la cosa quedó ahí. Entonces
llegó Ignacio Ballesteros “¿Alguna novedad sobre mi hermana?” preguntó desde
las alturas de su caballo, Elena lo reconoció enseguida, y su primer impulso
fue acercarse, aliviada de que no fuera la justicia quien la buscaba, pero se
detuvo, bajó la cabeza y siguió trabajando, Tata notó aquello, la muchacha sabía
que su hermano, no se encargaría de ella por mucho tiempo, que más temprano que
tarde, la dejaría en casa de sus refinadas y alarmistas tías, o de su quejosa
madrina con toda su prole de vagos, y se desentendería de ella como se
desentiende de uno de sus acaudalados e hipocondriacos pacientes, a los que
suele atender, para continuar con su vida, una vida en la que su hermana,
definitivamente, no encajaba. “¿Hermana?” repitió Tata. El hombre lo cogió por
el brazo, “La señorita de la que te hablé que está desaparecida, es la hermana
del señor” explicó, y luego se dirigió a Ballesteros, “No jefe, acá los
caballeros, no han visto a ninguna señorita perdida…” Ignacio miró a Elena,
pero no vio ni rastro de su hermana en el desaliñado y mugriento muchacho que trabajaba,
“Bien…” dijo Ignacio, con algo de irritación en las fosas nasales, “…vamos a continuar
antes de que se acabe el día” El hombre se despidió de Tata con unas amigables palmadas
en la espalda y siguió a su jefe “Vamos, tengo el presentimiento de que estamos
cerca” dijo, no sin algo de sarcasmo en su tono.
León Faras.