miércoles, 26 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVI.

Gracia no apareció, sino, hasta pasado el mediodía. Clarita estaba muy intranquila, como quien ha perdido algo muy valioso, nunca su hermana la dejaba sola tantas horas y ahora no la había vuelto a ver desde que se durmió por la noche. Hasta temía que le hubiese pasado algo, temor que nadie parecía tomarse en serio. El desayuno había estado, fabuloso, sobre todo para Elena, quien, en toda su vida, nunca había probado una leche tan fresca, que aún viniera tibia del cuerpo del animal, acompañada de un trozo de queso derretido en el fuego antes de esparcirse y pegotearse en una hogaza de pan, grande y gorda que no cabía en la boca. Aprendió de la vieja Lina como era que la harina, ese polvo pálido e insípido, se convertía en una crujiente y apetitosa hogaza de pan caliente, cosa que de niña, ya había visto hacer a las empleadas de su casa, pero a lo que jamás le permitieron acercarse, pues era una labor que, supuestamente, jamás necesitaría aprender en toda su vida. Aprendió de Clarita, a ordeñar las cabras y del viejo Tata, los misteriosos secretos para convertir las horrorosamente amargas aceitunas del árbol, en los deliciosos frutos que luego llegaban a la mesa usando, principalmente, ceniza y agua caliente; Elena se preguntaba, a quién se le hubiese ocurrido semejante idea. Recorrieron, junto con Clarita, los bellos parajes cercanos, acompañadas de Nube y Satanás, quienes no dejaban de mordisquearse y perseguirse ni un minuto del día. Allí estaban, junto al arrollo inagotable que descendía de la montaña, cuando Gracia apareció. Clarita, saltó de alegría, pero luego se puso muy seria y la regañó, como una madre preocupada por un hijo que la ha hecho pasar un buen susto, por desaparecerse tantas horas sin avisarle nada. Elena estaba tomando agua con una mano, miró a Clarita cómo peleaba con su hermana invisible, sonrió y siguió en lo suyo, ya se comenzaba a acostumbrar al extraño comportamiento de la niña. En ese momento, Clarita aspiró una bocanada de aire, abrió bien los ojos y la miró con cara de espanto. A Elena se le caía el agua que tenía acunada en la mano esperando una explicación, “No oíste nada de lo que dijo Gracia, ¿verdad?” dijo la niña, con complicidad, Elena negó con la cabeza, “Dice que en nuestra casa…” refiriéndose a la casucha destartalada en el campo de olivos, “…hubieron hombres montados a caballo buscándote esta mañana” Elena se puso de pie despacio, oteando los alrededores, “¿Estás segura?” Clarita asintió mordiéndose los labios, “Sí, dice que se fueron, pero que luego regresaron con perros…” Elena estaba asustada, de seguro la habían denunciado por la puñalada al cura y ahora la justicia estaba tras sus pasos, ahora además, era una delincuente prófuga, ¿O una asesina? ¿Cómo estaría el padre Benigno? ¿Estaría muerto? De un minuto a otro, toda su tranquilidad se desmoronaba, “Ajá, y si los perros son buenos, puede que lleguen hasta aquí” Concluyó la niña, repitiendo lo que su hermana decía. Elena, estaba angustiada, “¡Ay Dios mío, y qué voy a hacer yo ahora?” dijo la muchacha llevándose una mano a la frente, como si se estuviera revisando la temperatura, Clarita la tomó por la otra mano y se la llevó de vuelta a la casa, “Ven, vamos a contarle todo a Lina, ella sabrá qué hacer”

La vieja Lina bordaba una tela a menos de diez centímetros de distancia de sus ojos, cuando Clarita entró corriendo trayendo casi a la rastra a Elena que, más que angustiada, ahora se veía agotada. Lina escuchó la atropellada historia de Clarita, y comprendió poco más que lo esencial, “¿Y tú necesitas que no te encuentren, verdad?” Elena, respondió que sólo quería un par de cosas, que echaría a correr hacia la montaña y que allí buscaría un lugar donde esconderse, pero la vieja desechó su idea como si se tratara de la cosa más estúpida del mundo “Nada de eso, niña. La montaña es tan hermosa como peligrosa, además, Dios te ampare si te pierdes y se te oscurece ahí arriba, te perderías, y las noches allá arriba son las más largas del mundo” “Además, los perros pueden seguirte hasta allá arriba, ¿verdad, Lina?” agregó Clarita levantando las cejas. Llamaron al viejo Tata y este dio su veredicto, “Bueno, podemos cavar un hoyo y meterla dentro, si quieren…” Las tres, de la más vieja a la más pequeña, se quedaron con la boca abierta y una ceja un poco más arriba que la otra, hasta que el viejo rió y agregó, “…es decir, puedes meterte bajo una cama o subirte arriba hasta el tejado, no importa, ningún escondite es completamente seguro, pero en mi experiencia, el mejor escondite de todos, es a plena vista…” las tres se miraron, ¿Qué clase de escondite era ese? Tata continuó “…como aquel hombre que se disfrazaba de mendigo y borracho; galante y zalamero, se paseaba por delante de los hombres más poderosos, y estos incluso le daban limosnas. Solo que, aquellos hombres poderosos, pagaban una fortuna por la cabeza de aquel hombre, y éste, al final le devolvió todas las monedas que le habían dado, para mostrarles todas las veces que lo tuvieron en frente y nunca lo reconocieron para capturarlo” “Pero es que yo no puedo disfrazarme de borracho…” protestó Elena, el viejo la miró de arriba abajo, la muchacha todavía estaba vestida de hombre, “Mírate, sólo necesitas cortarte un poco el cabello, yo te prestaré un sombrero y necesitarás un poco de tierra en la cara y en las manos. El resto sólo será mantener la boca cerrada y la cabeza gacha” Elena casi prefería meterse bajo una cama, pero al final aceptó, “Pero ¿Y los perros?” insistió Clarita, el viejo Tata le acarició la cabeza, “Por eso, no te preocupes, las cabras se encargarán de eso…” y luego agregó mientras se iba, “…las condenadas tienen un olor más fuerte que el orgullo”

Efectivamente, aquel día por la tarde, se acercó Ignacio Ballesteros, acompañado de uno de sus hombres, a la casa del viejo Tata. El resto del grupo, estaba desperdigado por la zona, tratando de cubrir el mayor terreno posible antes de que cayera la noche. Los perros habían encontrado un rastro, pero ese rastro iba y venía, y el problema eran precisamente las cabras, su olor, sobre todo el de sus orines, era de constante dominio, y no se necesitaba ser un sabueso para notarlo. Bruno ya había alertado de su presencia a lo lejos, y Satanás junto a Nube, no esperaron para acercarse lo más posible a los caballos para ladrarles con toda elocuencia, a las patas de éstos. La vieja Lina y Clarita estaban dentro de la casa, junto a la ventana, desgranando habas. La niña se asomó a la puerta. El hombre que acompañaba a Ignacio se bajó de su caballo, “Clarita, aquí estabas ¿Cómo has estado?” Ante la nula respuesta de la niña, el hombre se volteó hacia Ignacio, “Esta es la niña que vive en la casucha que encontramos…” Ignacio también bajó de su caballo, saludó a la vieja Lina que también se había parado en la puerta de su casa, y se presentó como el acongojado hermano de la tristemente desaparecida Elena Ballesteros. Clarita miró a la vieja Lina y la vieja Lina miró a Clarita, “Ni yo ni mi hermana, hemos visto a nadie por aquí” Ignacio la miró como si hubiese sido insultado “¡Dices que esta señora es tu hermana?” Clarita lo miró como si se tratara de un idiota, “¡Ésta, es mi hermana!” dijo, apuntando un espacio vacío a su lado. El hombre, con una mirada, le recordó a Ignacio que ya le habían advertido que esa niña estaba un poco mal de la cabeza, “¿Y el viejo Tata, dónde está?” preguntó el hombre sonriendo amistoso.

Elena se había cortado el pelo como un chico, se había puesto un viejo sombrero de Tata y había cogido una horqueta para apilar el forraje que se almacenaba para dar de comer a las cabras en el invierno, dentro de un pequeño granero tras la casa. El viejo le había aconsejado mantener la cabeza gacha, el ceño apretado y que usara el dorso de la mano para limpiarse la nariz o secarse la frente. Que se amarrara un pañuelo en el cuello, como lo hacían los hombres en el campo y que se ensuciara un poco las manos y las uñas, pues un chico que trabajara, jamás tenía las uñas limpias. De esa manera Elena pasó a llamarse Joaquín, un nombre que eligió Tata por ser el nombre de su hermano menor, muerto hace años. El hombre llegó hasta allí saludando a Tata como a un viejo amigo, Tata esperaba a agentes de la justicia y le pareció inesperado ver al hombre, pero éste le explicó que un forastero les pagaba bien por buscar a una muchacha desaparecida “…Y tú sabes bien, que para mí, que me paguen por pasear a caballo, es como que me paguen por comer…” explicó, sonriendo complacido, “Oye, ¿Y quién es el muchacho ese, es pariente tuyo?” preguntó, refiriéndose a Elena, Tata respondió que no, que no era ningún pariente, pero la costumbre lo obligaba a nombrar la procedencia del muchacho, el viejo dijo lo primero que se le vino a la mente, “Es Joaquín. Él es el hijo de Rubén…” El hombre miró a Elena, curioso. Elena se limpió la nariz con el dorso de la mano y siguió trabajando, “¿Del finado? Éste no lo conocía, y eso que yo he ido a esa casa varias veces a comprar y vender animales…” dijo el hombre, asumiendo de quién se hablaba. Tata, inteligente, simplemente le siguió la corriente, se le acercó al oído para hablarle muy despacio “con otra mujer… o por lo menos, eso es lo que se dice…” El hombre asintió con un “Ah…” bastante largo, y la cosa quedó ahí. Entonces llegó Ignacio Ballesteros “¿Alguna novedad sobre mi hermana?” preguntó desde las alturas de su caballo, Elena lo reconoció enseguida, y su primer impulso fue acercarse, aliviada de que no fuera la justicia quien la buscaba, pero se detuvo, bajó la cabeza y siguió trabajando, Tata notó aquello, la muchacha sabía que su hermano, no se encargaría de ella por mucho tiempo, que más temprano que tarde, la dejaría en casa de sus refinadas y alarmistas tías, o de su quejosa madrina con toda su prole de vagos, y se desentendería de ella como se desentiende de uno de sus acaudalados e hipocondriacos pacientes, a los que suele atender, para continuar con su vida, una vida en la que su hermana, definitivamente, no encajaba. “¿Hermana?” repitió Tata. El hombre lo cogió por el brazo, “La señorita de la que te hablé que está desaparecida, es la hermana del señor” explicó, y luego se dirigió a Ballesteros, “No jefe, acá los caballeros, no han visto a ninguna señorita perdida…” Ignacio miró a Elena, pero no vio ni rastro de su hermana en el desaliñado y mugriento muchacho que trabajaba, “Bien…” dijo Ignacio, con algo de irritación en las fosas nasales, “…vamos a continuar antes de que se acabe el día” El hombre se despidió de Tata con unas amigables palmadas en la espalda y siguió a su jefe “Vamos, tengo el presentimiento de que estamos cerca” dijo, no sin algo de sarcasmo en su tono.

León Faras.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XV.

Ya era pasado el mediodía, cuando llegaron con Úrsula a su casa; las labores de limpieza aún estaban muy lejos de terminarse. Lucila preparaba el almuerzo, mientras Ismael y su hijo hervían fondos de agua con ropa  y raspaban polvo negro de las paredes y el cielo. La muchacha fue recibida por su madre, quien la abrazó con cariño a penas bajó del coche y por los perros, que también le dieron su aprobación, definitivamente, Úrsula se veía más recuperada, con ánimo y más tranquila. Mucho más recuperada sin la agobiante y absorbente presencia de ese niño, del que, a propósito, no se tenía ninguna noticia aún. Luego, Rupano los llevó a ambos de vuelta a la casa del médico, ya que el sacerdote quería evitar la presencia de su indiscreta ama de llaves y sobre todo la de Berta. El doctor sirvió dos tazas de té y se sentaron a conversar. Hace algún tiempo, contaba el cura, un hombre llegó a la iglesia a verme, un hombre muy conocido por todos en el pueblo. Venía muy sucio y oliendo mal, como si no se hubiese aseado ni lo más mínimo en varios días. Estaba muy alterado, angustiado, incluso asustado. Hablaba con insistencia que necesitaba ser perdonado por algo muy malo que había hecho y algo muy malo que estaba a punto de hacer. El hombre, entre llantos y balbuceos, repetía que no sabía cómo ni por qué lo había hecho, pero que no había tenido más alternativa, que lo que había hecho y lo que haría, era por pura desesperación. Dios nos ha abandonado, es lo que repetía una y otra vez. Había perdido la paz y la cordura completamente y prácticamente de un día para otro. Me fue imposible que se tranquilizara y aunque le repetí que sólo podía ayudarlo si se calmaba y me explicaba paso a paso qué era aquello que lo atormentaba, no lo conseguí. Es justo admitir que yo tampoco fui el sacerdote acogedor y tolerante que ese hombre necesitaba en ese momento. Se fue del templo tan angustiado como llegó y cumplió lo que había dicho, sí había algo muy malo que estaba a punto de hacer: esa misma noche se colgó de un árbol. Ese hombre se llamaba Rubén Hurieta y era el hombre que hace algunos días, se había ofrecido gustoso para llevarse a María Cruces, la hermana de Berta y antigua ama de llaves del doctor Ballesteros, a casa de su familia, cuando ésta se quedó sin trabajo momentáneamente. El suceso pasó como el caso de un pobre hombre que se había vuelto loco de una forma que nadie, ni siquiera su familia, se podía explicar sin recurrir a supersticiones o falsas creencias, por supuesto, y que había acabado de la peor manera. Sí, ahora sabemos que María nunca llegó a casa de su hermana y que, lo que fuera que sucedió en ese viaje, hizo desaparecer a la mujer y enloqueció a Rubén. Varios días después, apareció la tumba de la Sin nombre, aunque, es imposible saber exactamente cuándo, porque tenía una cruz puesta que pertenecía a otro difunto y nadie lo había notado. Lo que había ahí, podía ser cualquier cosa, pero según mis registros, nada que tuviera las exequias eclesiásticas de mi parte, “¿Y qué había ahí, o mejor dicho… quién?” preguntó el doctor, quien aún no había bebido ni un sorbo de su té. El sacerdote continuó: decidimos excavar la tumba, pensamos que habría un animal, tal vez un objeto o mejor aún, esperábamos que estuviera vacía, que no era más que una tonta broma de alguien, pero había un cuerpo metido dentro de un saco, que llevaba varios días ahí, muy maltratado, con varios huesos… evidentemente rotos, quebrados a la mitad y que pertenecía a una mujer, sólo eso pudimos averiguar. El doctor le dio un sorbo a su té, uno muy pequeño, casi un beso, “¿No había algo que la pudiera identificar, la ropa, algún objeto, alguna característica de su rostro?” El cura se llevó el puño a la boca con la vista fija en el suelo, aunque no miraba nada en específico. No era nada agradable la imagen que se le venía a la mente en ese momento “Era un cuerpo deteriorado por la muerte, desnudo y…” El padre Benigno tomó aire “…decapitado. La cabeza nunca la encontramos” El doctor, se puso de pie para procesar la historia con un pequeño paseo por la habitación, “¿Está sugiriendo que esa mujer, la sin nombre, pudo ser María?” “Puede ser… o puede que no ¿Cómo saberlo? Tiene casi un año sepultada. En estos momentos es sumamente irresponsable asegurarlo o desmentirlo” respondió el cura con un cierto aire indefenso en la voz. Cifuentes continuo, “Y la historia de ese hombre… ¿Cómo se llamaba… Rubén? ¿Es porque usted piensa que él pudo ser el responsable?” El cura asintió pensativo, pero luego se apresuró a negar con la cabeza, “Sólo Dios lo sabe. Pero, ahora que sabemos que María nunca llegó donde su hermana… no lo sé, parece obvio, ¿no? Pero déjeme decirle una cosa, doctor, el Rubén que todos conocimos y el que llegó a la iglesia aquel día, eran dos hombres completamente diferentes. Créame, de no ser por esa última visita a la iglesia, dudaría incluso que hubiese sido capaz de colgarse él mismo. Por lo mismo, es que accedí a darle cristiana sepultura, a pesar de su execrable decisión final” el sacerdote le dirigió una mirada al médico como si fuera su propia inocencia la que estaba siendo puesta en duda, Cifuentes, sin embargo, se guardó para sí sus pensamientos. “Bueno, doctor, acompáñeme, quiero mostrarle algo, pero será después de comer, Guillermina debe tener lista la comida” dijo Benigno, poniéndose de pie y llevándose al médico a su casa.

Benigno, comía tres veces al día, y por lo general, lo hacía solo en su despacho, rara vez tenía alguna visita  para comer y nunca se sentaba a la misma mesa junto con Guillermina, para él, el acto de comer, era un momento de mesura, de silencio, de austeridad; para ella, por el contrario, las comidas eran momento de reunión, de compartir, de disfrutar. Ella, no soportaba comer sola, eso le apretaba el estómago, le robaba el apetito, le extinguía toda motivación por alimentarse, a él le pasaba exactamente lo mismo con las multitudes, los banquetes, las mesas atiborradas de comida. Su estómago se asustaba, se empequeñecía, se cerraba hasta no dejar pasar nada más que café o algún que otro bocadillo. Esa gravedad para comer, Cifuentes la comprendió rápido y bien, su padre, era muy similar: la hora de la comida era el único momento del día en el que, los cinco hermanos, los cinco, varones, se quedaban quietos y guardaban silencio en un mismo lugar y al mismo tiempo, gracias a la disciplina del padre. Guillermina, por su lado, estaba más que conforme, pues tenía a Berta y Rupano para acompañar su almuerzo. Después de comer, les sirvió café y les anunció que ella saldría por unos momentos, pues ella y Rupano iban a dejar a Berta a la estación. Parada en la puerta estaba esta última para despedirse del cura, “Muchas gracias por todo, Padre, no me voy muy tranquila, pero al menos sé, que cualquier cosa que sepan sobre mi hermana, me la harán saber…” Guillermina, a su lado, asentía circunspecta. Berta, continuó, “…rece por mi hermana Padre, se lo ruego, donde quiera que esté, para que Diosito la proteja y podamos encontrarnos pronto. Hasta luego Padre, y muchas gracias por todo” Benigno despidió a las mujeres con prudente amabilidad, esa amabilidad incómoda de quien no está acostumbrado a las muestras de afecto, y se quedó solo con el doctor, lo que le acomodaba mucho para mostrarle lo que le quería mostrar. De su gabinete sacó dos frascos y los puso sobre el escritorio, “¿Qué ve aquí, doctor?” Cifuentes dejó su café sobre la mesa y se acercó, “Dos fetos humanos, de unos cuatro meses, aproximadamente, uno gravemente dañado por… fuego, me parece. ¿Por qué los tiene aquí, Padre?” Benigno estaba de pie junto a él, recto y con las manos atrás, como un maestro que espera que, su alumno aventajado, conozca las respuestas sin necesidad de que él se las diga, “¿Nota algo especial en ellos?” Cifuentes se acomodó los anteojos y observó de cerca el feto mejor conservado. Y sí, lo notó en seguida, “Esto no es posible… no hay rastros de ombligo ni de cordón umbilical ¿De dónde los sacó?” Benigno cogió el frasco y lo dejó sobre el escritorio, luego se dejó caer en la silla tras éste, “Los tenía su antecesor, Horacio Ballesteros. Su historia para explicar de dónde los sacó, es sencillamente inverosímil…” “Ah sí, lo conocí esta mañana en la prisión. El jefe de los guardias me advirtió que estaría ahí. Un hombre impertinente, me pareció a mí, aunque supongo que la prisión tiene mucho que ver en eso” respondió Cifuentes con honestidad, Benigno se complació de que, el doctor, no compatibilizara con Ballesteros. “Tengo una cosa más para usted…” dijo el cura poniéndose de pie y hurgando la parte baja de otro de sus muebles. Sacó de ahí una gruesa porción de papeles atados con un cordón, que levantaron polvo al caer sobre el escritorio “… ¿algo de literatura para antes de dormir, doctor?” agregó el sacerdote. Era imposible asegurar si aquello pretendía ser gracioso o era completamente en serio. Aquellos papeles eran las anotaciones del doctor Ballesteros, en ellos, el médico había anotado paso a paso el extraño caso de Isabel Vásquez y muchos otros detalles e ideas que consideró dignas de reseñar, como en una especie de bitácora o diario personal. El cura, continuó “…yo sólo lo hojeé, pero no leí nada de eso, no lo consideré pertinente en su momento, además, me temo que mucho de ese lenguaje no lo hubiese comprendido debidamente. Pero usted sí, quién sabe, tal vez descubra algo interesante.” Concluyó el sacerdote.



León Faras.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XIV.

Cuando el doctor Cifuentes regresó a su casa, se encontró con el padre Benigno sentado junto a la cama de Úrsula. Guillermina bebía un té con limón junto a Berta Cruces en la sala. El médico abrió la puerta del dormitorio de Úrsula, “… ¿Estás segura de lo que me estás diciendo muchacha? Recuerda que yo soy representante de Dios todopoderoso en la tierra” decía el padre Benigno, con voz tranquila pero firme. Nada afable. La muchacha estaba sentada en la cama, se escudriñaba debajo de una uña con nerviosa insistencia, pero sin propósito alguno más que torturarse, “Se lo aseguro Padre, estaba en el cementerio, ahí lo encontré…” Úrsula levantó la vista hacia el doctor Cifuentes y de inmediato se dejó en paz la uña de su dedo, además, su rostro también mostró que todo su ser experimentaba el mismo alivio. El sacerdote continuó “¿Y qué andabas haciendo tú ahí?; ¿visitabas la tumba de algún difunto?” La chica le echó un vistazo al cura, pero luego volvió de vuelta la vista hacia el médico, como si le estuviera hablando a él “No Padre…” Volvió a bajar la vista y a torturarse la carne debajo de su uña, “…él me llamó. No dejó de llorar hasta que llegué junto a él…” Benigno miró al doctor, éste, que ya deducía de qué se estaba hablando, miró a la muchacha, y ésta, le devolvió una sonrisa sólo con los labios, triste, pero inmensamente tierna, “…nadie más parecía oírlo, Padre” El sacerdote posó su mano sobre la mano de la muchacha para que ésta detuviera esa mortificante actividad bajo su uña “¿Puedes llevarme al lugar exacto donde lo encontraste?” dijo el cura, con ese rostro totalmente árido de sonrisa y amabilidad que tenía. Úrsula lo miró con algo de angustia, pero luego miró al médico y su expresión se suavizó, como si el doctor Cifuentes fuera fuente de paz y protección para ella, “Creo que sí, pero iría más tranquila si el doctor quisiera acompañarnos” Benigno miró al médico, comprometiéndolo sin decir una sola palabra, o al menos Cifuentes lo entendió así, luego miró a la muchacha, “¿Puedes ir ahora?” No era la idea más sensata, pero no había ninguna razón para que Úrsula siguiera en casa del doctor y de seguro, se iría de vuelta a su casa esa misma noche, por lo que, para el cura, hacer una visita al cementerio en ese preciso momento, era la mejor de las opciones, y mejor aun si el doctor iba con ellos, “Guillermina, usted y la señora Berta, vuelvan a la casa. Allá usted atiéndala en lo que necesite mientras dure su visita. Necesito que me envíe a Rupano aquí lo antes posible. Con el coche” Guillermina lo miró como el parroquiano al que recién le han servido su primera cerveza y le anuncian que la cantina tiene que cerrar “¿Va a algún lado, Padre?” preguntó con inocencia, como si no estuviera enterada de nada, “Usted haga lo que le digo. Y no lo olvide: que Rupano venga aquí lo antes posible” “Como usted diga, Padre” dijo la mujer con dignidad, tomando del brazo a la Berta Cruces y yéndose hablando de forma que todo el mundo la escuchara, “Vámonos, Berta, allá vamos a estar más cómodas, además, al caballero éste no se le puede decir nada… no ves que, de inmediato la retan a una”

El cementerio de Casas Viejas era relativamente nuevo, se había instalado de forma apresurada y casi obligatoria, luego de que en más de una ocasión, en años particularmente lluviosos, la crecida del río aislaba al pueblo justo cuando a algún poblador se le ocurría morir (en una ocasión fueron cinco, producto de que una casa fuera arrastrada completa por el agua, pero sólo tres fueron encontrados para enterrarlos dos semanas después) dejando al difunto varios días en casa de sus familiares, con todas sus desagradables consecuencias, esperando que las condiciones mejoraran, para poder darle la cristiana sepultura que merecía. El sitio, era una enorme extensión de terreno en la cima de una loma, con un puñado de tumbas, todas en tierra, desperdigadas por aquí y por allá. Poco más había que unas treinta cruces en el lugar y unos cuantos árboles ancestrales. Úrsula, tomada del brazo del doctor Cifuentes, guió al sacerdote y al médico hasta un lugar dónde sólo podía verse maleza seca, crecida hasta la cintura de un hombre, un lugar como cualquier otro dentro de ese cementerio, allí había encontrado al bebé, “¿Quién abandonaría un recién nacido aquí?” preguntó el doctor, sin esperar respuesta de nadie en particular. El padre Benigno, en cuclillas, ojeaba el sitio con la esperanza remota de encontrar algo más, pero pronto cesó, era bastante poco probable que hallara algo que pudiera relacionar con el bebé o su procedencia. Marcial Monte era un hombre maduro, flaco y conversador, de aquellos que no pierden ninguna oportunidad para detener su trabajo, apoyar el codo en su herramienta y encender un cigarrito. Frecuentaba el cementerio a diario con un azadón, era el que se preocupaba de que las tumbas no desaparecieran bajo el pasto y la maleza cuando ésta, cada año, se expandía por todos lados. Él tenía algo muy interesante que contar, un suceso que en su momento le llamó la atención, pero que con el paso de los días, simplemente había perdido su interés, hasta ahora, que podía contárselo al cura: sucedió hace varios días ya. “…Yo venía con la intención de desmalezar la tumba de la finadita Lourdes que, ya no se le veía la cruz de tanto pasto que tenía, y la familia, si es que le queda alguien con vida, hace muchos años que no se asoman por estos lados, cuando una tumba apareció con un agujero, como de conejo, encima. Eso, no es que sea raro, pero la verdad es que, no suele pasar, como si los conejos entendieran que hay cosas que se deben respetar o a lo mejor es sólo que la tierra ya huele mal, vaya a saber uno…”; “¿Puede ir al grano, por favor?” Benigno se mostraba impaciente, Marcial era un hombre sin ningún tipo de apuro en la vida y parecía ser dueño de todo el tiempo del mundo para hacer lo que fuera que estuviera haciendo, contando su historia, en este caso. “Lo raro…” continuó Marcial, “…es que ese agujero estaba hecho de adentro, hacia afuera, ¿Me entiende?” Benigno no entendía, al menos, no la relevancia de la historia de Marcial. El caso, es que ¿Cómo se mete un conejo bajo la tierra para cavar de abajo hacia arriba? “¿Cómo sabe usted que fue de adentro hacia afuera, y no al revés?” preguntó Cifuentes, quien no entendía realmente qué tenía que ver el conejo con el niño que Úrsula había encontrado, pero tenía dudas de cómo podía interpretarse la dirección de un agujero. Marcial apagó la colilla de su cigarrito en el mango del azadón y se la guardó en el bolsillo de su camisa, “Por la tierra que tiran hacia atrás…” respondió. Benigno ya se iba a ir, sin ninguna intención de ocultar el hastío y la decepción que la historia del agujero de conejo le había provocado, cuando Marcial lo atajó: “…Pero eso no es lo que le tenía que contar, Padre” Resulta, que a pocos metros de la tumba con el agujero, Marcial encontró una cáscara abierta en dos, como una crisálida, o como la vaina de la semilla de los espinos, pero mucho más grande, como un conejo adulto, de hecho, y con pinchos… púas blandas. “¿Y qué porquería era esa?” preguntó el cura con algo de grima en la cara, “Pues no tengo ni remota idea, Padre, aunque, cosas más raras se han visto. Pero el hecho es que, era tan extraño, que lo eché dentro de un saco y me lo llevé” concluyó Marcial, haciendo la mímica de quien coge algo por el moño y lo levanta. El doctor, nuevamente no entendía la relación entre lo que se estaba hablando y lo que habían ido a hacer allí, pero aun así preguntó: “¿Y nos lo podría mostrar?” Marcial negó con la cabeza con elocuencia, “No…” dijo, “…porque la porquería esa, a la mañana siguiente, apestaba como si tuviera una docena de gatos muertos dentro del saco. Lo tuvimos que enterrar. Mi hermano estaba allí, pregúntele” Nada de eso podía ser menos interesante, sino fuera porque la cáscara había sido encontrada allí mismo donde estaban, a sólo un par de metros del lugar donde Úrsula decía haber encontrado al bebé. La chica nunca vio nada parecido a esa cáscara, y Marcial no encontró ningún bebé, sin embargo, ambos sucesos se produjeron más o menos en fechas aproximadas. Eso no significaba nada, ni para el doctor ni para el cura, pero no dejaba de ser curioso. Ya se iban yendo, pero para el Doctor Cifuentes, faltaba una pregunta obvia por hacer para terminar la historia y la hizo, sólo por curiosidad “¿Cuál era la tumba?”; “Aquella misma que está detrás suyo, la Sin nombre” respondió Marcial. Allí estaba, a pocos metros de donde se hallaba la cáscara y el bebé. Ya no tenía el agujero, Marcial lo había cubierto el mismo día que lo encontró, pero esa era, sólo un montículo de tierra del tamaño de una persona con una cruz de madera que el mismo Marcial hizo y puso. La tumba no tenía nombre, porque apareció sola y de la nada, hacía menos de un año, “No puede haber aparecido de la nada, alguien tiene que haberla hecho, ¿no?” dijo el médico, buscando aprobación con demasiado esfuerzo para una afirmación tan evidente, , “Claro que sí, doctor…” respondió el cura de malas ganas, molesto, como quien es obligado a admitir algo que no es necesario “…es simplemente que no se sabe ni nunca se supo quién la puso aquí. Podrá darse cuenta de que, nadie vive por aquí cerca y que de noche este es un lugar solitario” “Además de que este, es un pueblo tranquilo y de gente buena, nunca pensamos que nos íbamos a encontrar algo así” Agregó Marcial, como atajando al doctor y al cura que ya se iban. Cifuentes tenía curiosidad “Entonces… ¿Había un cuerpo ahí, una persona?” el cura asintió con toda la parquedad de la que era capaz, pero no era suficiente para el médico que esperaba saber algo más. El cura agregó “Mire doctor, qué le parece si, ya que estamos aquí, pasamos a dejar a Úrsula a su casa, y luego, usted y yo tenemos una conversación” El doctor, asintió. Comprendía que ciertas cosas no debían hablarse en frente de una jovencita y menos una con un estado emocional tan delicado.



León Faras.