miércoles, 26 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIV.



¿De verdad pasaste la noche en el Bosque Muerto?” Preguntó Gisli, removiendo el fuego para avivarlo y así calentar el puchero con sopa aguada que habían preparado para esa noche, “Fue la noche más negra de toda mi vida…” Afirmó Vádrid, sentado a casi un metro del fuego, cerca de la entrada de Sera, desde donde ya se vislumbraba el amanecer. Un hombre llamado Yan, que hace rato lo miraba de reojo, incrédulo, decidió dar su opinión, “¿Y qué hay de los Invisibles? Dicen que si te capturan, te pierden en una noche sin fin dentro del bosque… ¿los viste?” Todos se le quedaron viendo raro, incluso Boma cuyo manejo del idioma era limitado. Vádrid respondió, “No… por eso les llaman invisibles, pero sí los sentí, moviéndose a mi alrededor, rozándome con su aliento frío, llamándome por mi nombre con la voz de conocidos difuntos. Según los abuelos, la única manera de que no te capturen es ignorándolos, porque en el momento en que les respondes, de cualquier manera, ya eres su presa y no te soltarán, pero yo me quedé sordo, mudo y quieto, pegado contra un árbol, esperando hasta que amaneció” Yan asintió mirando a Gisli, mordiéndose el labio, conforme con la respuesta, “¿De dónde habrán salido todas esas almas voraces, verdad?” Preguntó. El viejo lo miró con sus ojos diminutos, “La pregunta es de dónde salió el bosque, qué clase de árboles son esos que parecen serpientes despellejadas y por qué se murieron sin que nada más volviera a crecer ahí… es como si nunca hubiesen dado semilla…” Todos se quedaron meditando aquello, como cuando te das cuenta de una gran verdad que siempre ha estado allí, pero que no te habías detenido a considerar. Vádrid, mientras recibía una escudilla de consomé, decidió continuar con la leyenda, “Dicen que el corazón del bosque, es un lugar enorme que está en otro mundo en el que siempre es medianoche… allí es donde te llevan los invisibles, te atrapan en una noche eterna en la que pierdes la cabeza y terminas como uno de ellos” “Esos son puros cuentos rimorianos, en Cízarin nadie cree en esas tonterías” Afirmó otro de los guardias que llegaba en ese momento a arrimarse al fuego en busca de algo de calor. Lo dijo con una sonrisa amistosa, y de inmediato se acercó a estirarle la mano a Vádrid, “Hola, soy Batu, bienvenido a Sera, el lugar donde los culpables andan libres y los inocentes están presos” Y volvió a sonreír. Vádrid lo saludó de vuelta, el tal Batu era uno de esos tipos que te agradan o los detestas en el acto y a él le había caído bien de inmediato, curioso, considerando que era un cizariano.



Apenas salía el sol y los aspirantes ya estaban formados en el patio haciendo sentadillas profundas con un hatillo de restos de armaduras viejas y espadas sin filo sobre los hombros, para ir acostumbrándose al peso, y debían hacerlo al ritmo de un tambor, para que nadie se quedara atrás ni pretendiera adelantarse al resto, ejercicio que Demirel odiaba desde siempre, pero que cumplía sin chistar por su inquebrantable amor al deber y a la carrera militar, a pesar de que su cara representaba el penoso rostro del mismísimo Sísifo. Esa mañana, Éscar lo autorizó para que bebiera un tazón de leche de cabra con mantequilla, pues el muchacho, para su sorpresa, se había tomado muy en serio su orden de no comer nada y tal parecía que la seguiría cumpliendo hasta desmayarse, pues lo que el instructor se habría esperado, era que el chico pidiera, comprara o directamente robara la comida a sus compañeros, pero nunca lo hizo. Eso sí, para el almuerzo le recetó una zanahoria, cosa que provocó las burlas de los chistosos de turno pues esa se consideraba comida para caballos, pero lo que estos no sabían, era que su instructor lo había hecho a propósito, pues para la tarde tenía planeado algunos ejercicios de lucha y sospechaba que se les acabaría el chiste a la mayoría cuando tuvieran que enfrentarse al robusto muchacho. Este era el estilo de lucha cuerpo a cuerpo en su estado más elemental: valiéndose de cualquier tipo de habilidad, maniobra o artimaña, el primero en derribar al otro, ganaba. El fundamento principal para tal ejercicio, según la explicación de Éscar, era que el soldado que caía durante una batalla era un soldado muerto, pues antes de que acertara a ponerse de pie ya habría sido atravesado por una espada media docena de veces, y eso debía evitarse. Para sorpresa de nadie, Demirel, que pesaba el doble que la mayoría y que se bamboleaba de un lado a otro como un borracho cargando un pesado barril de cerveza, no pudo ser tumbado y en cambio para él fue muy sencillo derribar a sus compañeros, casi todos menores que él y bastante más enclenques, excepto por uno que tampoco pudo ser derribado por nadie, pues era el mayor de todos, un año por encima de Demirel; alto, corpulento y hasta con la marca insipiente de una barba incompleta apenas revelándose al mundo. Un chico reservado, de pocas risas y menos amigos, que también se había tardado en entrar al servicio, pero no por no ser aceptado, como Demirel, sino porque su padre lo necesitaba en el duro trabajo del campo y se había visto obligado a retenerlo. Él vería en el chico gordo a un compañero con similares intereses y el mismo compromiso con la carrera militar y Demirel vería en él a un referente al que buscaría imitar e igualar, lo que los convertiría, más temprano que tarde, en grandes camaradas. Su nombre era Tibrón.



Féctor despertó de pronto, sobresaltado por el amenazante rugir de una bestia salvaje, tardó algunos pocos segundos en darse cuenta de que aquel ruido eran los ronquidos de Nut que dormía sentado, apoyado contra el mismo árbol y con la cabeza caída sobre el pecho. Era curioso, a pesar de su gran cuerpo, su cabeza era como la de un hombre normal. Recordó su plan de largarse lo antes posible en el mismo momento en que descubrió la figura de Cherman, cubierto con una manta y sentado junto a las ascuas, despierto. “Sí, con sus ronquidos nadie puede dormir, por eso prefiero que nos turnemos durante la noche…” admitió este, sin apenas mirarle y luego con un gesto lo invitó a sentarse junto al fuego, “Tranquilo, son solo brasas, no te morderán” Bromeó. Una vez que lo tuvo enfrente, lo miró a los ojos para comprobar una vez más cómo aquello le resultaba de incómodo a su compañero, “Es obvio que ocultas algo de lo que te avergüenzas, hasta Nut se da cuenta de eso, pero no tienes que dar explicaciones si no quieres. No podemos sentirnos siempre orgullosos de nosotros mismos y de todo lo que hacemos.” Féctor no respondió, solo miraba las brasas ceñudo, como un chico malcriado al que están sermoneando. Cherman continuó, “Sé cómo te sientes, el mejor espadachín de Rimos perdió su mano derecha… Yo perdí mi pierna en el momento en que más sueños tenía; un árbol me cayó encima y nada ni nadie fue capaz de moverlo, tuvieron que cortármela para sacarme de allí a pesar de mis protestas. Casi morí de dolor y de fiebre, y en ese momento, te juro que lo prefería antes que vivir como un inútil, pero me recuperé y mi abuelo me trajo esto…” Cherman se golpeó la pierna falsa, “…si no la hubiese traído él, jamás la hubiese aceptado, pero de él podía aceptar cualquier cosa. Me obligó a usarla, todos los días, a aprender a caminar de nuevo como si fuera un crío, luego a correr y luego a pelear. Ahora, si me devolvieran mi pierna de verdad, seguramente no la aceptaría, porque tendría que aprender todo otra vez” Cherman esbozó una sonrisa, y notó que su compañero ya lo miraba a los ojos sin que estos intentaran huir, “Lo que quiero decir es que no estás muerto, solo te cambiaron un poco las reglas del juego y tu obligación es sacar el máximo provecho de ello” La mirada de Féctor tenía ahora un dejo de desprecio, pero era más que nada por sí mismo y por su situación, “¿Y cómo demonios voy a sacar provecho de una mano cercenada?” Preguntó, pretendiendo victimizarse, Cherman se encogió de hombros, “Consiguiendo algo mejor” Dijo.


León Faras.

miércoles, 12 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIII.



Un sujeto pequeño, con peinado pomposo y con ese aire farsante que tienen los bienhechores gratuitos, se acercó a la mesa de Emmer y Janzo con su jarra de cerveza en la mano mientras estos engullían su cena. Les dijo que había oído lo que hablaban con Mozi y que debían estar avisados si pensaban pernoctar en ese lugar, porque la hija del tabernero, Nina, solía visitar con frecuencia a los hombres durante la noche, “…y eso quizá para ustedes pueda estar muy bien, pero si Mozi los oye, los correrá de su negocio con un hacha en la mano, y con lo puesto encima… y la chica no tiene fama de ser muy discreta” Concluyó con una sonrisa que pretendía ser cómplice pero que no repercutió en los demás, por lo que debió tragársela de inmediato, y luego añadió en tono de chisme pero más formal y serio, “La muchacha está enferma, todos aquí lo saben pero su padre no quiere aceptarlo…” Emmer y Janzo le miraban con el ceño apretado y sus cucharas llenas de mazamorra verde detenida en el aire, con la boca abierta esperando para recibirla. Natural, después de recibir información tan rara, de un tipo tan raro y que ni siquiera la habían pedido. “¿Enferma?” Balbuceó Emmer, pues en su opinión y experiencia la chica se veía muy sana, el sujeto se acomodó su peinado, impaciente, “Es su apetito, ¿entienden? Un hombre no le basta, ni dos; es como si estuviera poseída por algún espíritu… ¿entienden? Siempre queriendo más y más…” Afirmó el sujeto arqueando las cejas y con cierto aire frustrado en el tono, como si estuviera hablando desde un punto de vista personal, percibió Janzo, “Gracias…” Le dijo este, metiéndose por fin la cuchara en la boca que llevaba estacionada en el aire un rato. La verdad era que ambos habían llegado hasta allí en busca de sus familias, y estaban pasando por toda clase de penurias para conseguirlo, además de sentirse cansados y angustiados por no saber nada sobre el paradero de sus mujeres, por lo que, una aventurilla con una chica ninfómana no estaba en los planes de ninguno de los dos, así se lo hicieron saber al sujeto, el cual asintió con profunda resignación, como un piadoso sacerdote oyendo al más arrepentido de sus feligreses, “Escuchen, puedo ofrecerles mi granero si quieren para pasar esta noche, no es la gran cosa, pero estarán bien… si no son demasiado supersticiosos” “Supersti… ¿qué?” Replicó Emmer. Janzo aceptó el ofrecimiento por los dos, pero quiso saber a qué supersticiones se refería y el hombre respondió que a aquellas que se inventa la gente que cree en fantasmas.



Migas recorrió la ciudad casi completamente a oscuras salvo por un trozo de luna que flotaba en el cielo y alguna que otra antorcha aún encendida a pesar de la hora. La mayoría de la gente dormía desde hacía rato, pero los que no, estaban bebiéndose su última cerveza en la taberna de Mozi y discutiendo sus variadas opiniones sobre cómo mejorar la ciudad. Duma observó por la ventana, eran cinco contando al tabernero, todos juntos en torno de una misma mesa. Se arrodilló en el piso bajo el farol del negocio, cogió de su bolso una hoja de papel impregnada con una mezcla de aceites, le puso algunas hierbas especiales, un poco de yesca y la cantidad justa con la mezcla exacta de los polvos que Gilda le vendió, e hizo una bola con el papel del tamaño de un limón con todos los ingredientes dentro. Los poderosos hongos deshidratados de Gilda los usaría solo como advertencia, pero si seguían molestándolo les mostraría cómo un hombre puede perder la cordura hasta desear su propia muerte o quedar tonto de remate o tullido irremediablemente, sin necesidad de llegar a matar a nadie, ¡Bah! Cualquiera podía matar con veneno, eso era cosa de principiantes, se podía hacer cosas mucho más originales con esos hongos si se sabía cómo mezclarlos, con qué y en qué cantidades. Luego cogió un trozo de caña que ya traía preparada, cuyo interior, una diminuta araña Milagro había cubierto con sus telarañas, las que eran el mejor filtro conocido por el hombre. Se puso unas pinzas en la nariz, encendió su pequeña bomba de humo alucinógeno y se las lanzó rodando con fuerza dentro de la taberna, esperó algunos segundos a que se oyeran los primeros tosidos de los hombres encerrados allí y respirando por la caña metida en la boca, entró. Los hombres ahí dentro, vieron el humo aparecer de la nada tras un murmullo no mayor al que hace una rata común al desplazarse en la penumbra y para cuando encontraron el origen, la nube alucinógena ya los había envuelto. Tuvieron la intención de salir, pero de pronto todo empezó a moverse a su alrededor, las mesas crecían enormes como casas, las vigas del techo caían sobre sus cabezas amenazantes, las sillas se movían solas y todos veían con horror cómo el lugar se llenaba de criaturas aladas que no eran pájaros, pequeñas y grandes, que los asediaban revoloteando por todo el edificio entre la penumbra enrarecida por el humo. Entonces vieron entrar a un hombre alto con un gran cuchillo en la mano, delgado y encapuchado como la mismísima muerte, que parecía transportarse, moviéndose muy lento a ratos y apareciendo muy cerca de ellos luego, como un espectro del Bosque Muerto. De pronto todo el negocio ardía en llamas, con el encapuchado en medio sin apenas inmutarse, este se les acercó quitándose la capucha y revelando su rostro, se parecía al viejo Migas, pero se veía más pálido, con unos ojos enormes y diabólicos, y una nariz grotescamente empinada. Este clavó su cuchillo en el suelo y les habló con una voz gangosa debido a la pinza que le obstruía la nariz, “No permitiré más estupideces…” Tomó aire a través de la caña, “No dejaré que me corran de mi hogar… ni a mí, ni a mi padre… y si insisten, me defenderé con todo lo que tengo… y no habrá piedad para nadie… ni para ustedes ni para sus familias. Os aviso, ¡déjennos en paz!” Amenazó el viejo, quién parecía un asmático tomando bocanadas de aire de su inhalador tras cada frase, sin embargo, los hombres no lo veían así, sino como una versión mucho más demoníaca e intimidante de él, envuelta en llamas que devoraban todo y lo volvían a restaurar mágicamente y a la que no podían ignorar ni dejar de temer, de pronto, uno de los hombres comenzó a sollozar de miedo “Es mi hermano… él y su hijo Tobi querían quemar la cabaña de Migas… esta noche… por favor perdónalos, ¡perdónanos a todos!” Mozi habló por primera vez para corroborar aquello, “¡Sí, es cierto! ¡Ese insensato no quiso oírnos!” Migas se irguió, y los asustados hombres lo veían mucho más grande de lo que realmente era, también su cuchillo, “¡Lo pagará! ¡Juro que lo pagará! ¡Todos lo pagarán!” Anunció a gritos levantando el puño, olvidándose al último de aspirar a través de la caña y sintiendo de pronto un suave mareo, como el borracho que no sabe lo ebrio que está hasta que intenta ponerse de pie, por lo que decidió salir de allí rápido. Una vez afuera, dio un respingo al encontrarse con su caballo, que le pareció mucho más grande de lo que recordaba y aunque él sabía que aquello no era más que una alucinación, aun así le costó mucho trabajo montarse en una bestia tan alta para volver a su cabaña, confiando más en el instinto del animal que en sus propios sentidos, que a ratos lo hacían sentir que volaban y luego que iban a estrellarse contra el piso. Cuando llegó, abrazado al cogote de su rocín para no caerse, vio cómo la mitad de su cabaña estaba en llamas y por alguna razón supo que aquello no lo estaba alucinando.


León Faras.

domingo, 2 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXII.



Migas, quien en realidad se llamaba Duma, pero ni él mismo tenía interés en recordarlo, había pasado buena parte de la tarde de aquel día recuperando tablas viejas y clavos oxidados en su cabaña, con los que fabricar un improvisado cajón. No era un maestro carpintero, pero podía apañárselas con algo así sin acabar en un completo desastre. Con el comienzo del ocaso, en un cuartucho con piso de tierra añadido a su cabaña, en el que solían guardar herramientas y materiales, se puso a cavar afanosamente una fosa iluminado apenas por una extenuada lámpara cuya lastimera llama temblaba como un niño asustado. Migas, que parecía un viejo débil y quebradizo, en realidad tenía fuerza física y energía suficiente para manejar la pala como un sepulturero con experiencia, “Oh, padre, lo sé… pero será por poco tiempo, lo prometo” Dijo, mientras jadeaba bañado en sudor y tragando el aire a bocanadas, “No podemos ceder esta vez a sus amenazas, padre… ya no tenemos a donde ir. Yo me encargaré de ellos, haré lo que me dices, pero antes debo dejarte en un lugar seguro” Después de un par de horas de trabajo, el agujero estaba terminado y Migas, metido dentro, emparejaba el piso con golpes de pie, como quien intenta eliminar una sabandija escurridiza de un pisotón, “Oh, padre, no puedes quedarte aquí afuera, esos depravados son capaces de venir con antorchas y quemar la cabaña con nosotros dentro… aquí abajo estarás seguro” Aseguró Migas con el gesto compungido de quien debe dar terribles noticias, mientras cargaba a su padre y lo depositaba cuidadosamente dentro del cajón ubicado ya en el fondo de la fosa, “Duerme, padre, yo volveré pronto…” Fue su amoroso comentario antes de ponerle la tapa y comenzar a cubrirlo de tierra. Luego, y sin perder tiempo, cogió el dinero que tenía, se cubrió de pies a cabeza con una oscura manta y se montó en el menos deteriorado de sus dos caballos para alejarse de la cabaña en la más completa oscuridad.



Debía de ser medianoche, la oscuridad era total dentro de su casa a excepción de las últimas llamas azuladas que brotaban de las ascuas de su chimenea. Mientras todos dormían, Gilda bebía una infusión de invención propia junto al fuego, cuando golpearon su puerta con extraña discreción, la segunda vez fueron un poco más insistentes, la mujer se paró antes del tercer intento, “Aquí la gente duerme ¡Váyase de aquí!” Ordenó la vieja, pero una voz familiar de afuera le respondió: “Sé muy bien que tú hace años que no duermes…” En realidad sí dormía, pero nunca más de dos horas por noche. Se podía decir que Cicuta también parecía reconocer esa voz, porque no se mostraba nerviosa ni agresiva, “¿Quién es usted y qué es lo que quiere?” Susurró la vieja, apremiante. El hombre de afuera respondió en idéntico tono, “Somos viejos amigos, Gilda, solo necesito que me vendas algunos de tus productos… es urgente” Sin duda la voz le sonaba como una conocida hace mucho y luego olvidada durante años, pero familiar al fin, por lo que encendió una lámpara y se asomó afuera, el hombre parado allí le sonrió amable, pero su gesto entre las sombras de su capucha se veía como la mueca de un espectro maligno, la vieja se sorprendió de verlo, “Vaya, en estos días parece como si los muertos estuviesen saliendo de sus tumbas para visitarme… ¿Eres tú Duma, el carnicero de Cízarin?” El viejo Migas estaba allí para pedirle algo de su mercancía especial, aquella que solo vendía a sus clientes más devotos y antiguos, aquellos productos capaces de matar o enloquecer, “¿Qué estás planeando, viejo?” Preguntó Gilda con falsa suspicacia, mientras partía en busca de sus cosas. La pregunta era retórica, pues ella decidía a quién le vendía y a quién no, pero de hacerlo, no hacía preguntas cuyas respuestas prefería no conocer, ella se libraba de cualquier responsabilidad sabiendo que no vendía venenos, solo las materias primas, las cuales, cualquiera podía conseguir sabiendo una o dos cosas sobre los hongos, que eran su especialidad. El viejo Migas respondía con buen humor algo sobre “eliminar una plaga de su huerto” cuando de pronto un sutil aroma lo alertó y comenzó a olisquear el aire como un perro que ha perdido a su presa. Era un olor como a flores que flotaba en la oscuridad total de la casa, pero, con algo de experiencia, se sabía que ninguna flor tenía tal perfume. Gilda lo sorprendió metiendo su nariz donde no le importaba y lo reprendió y el viejo la acusó enérgicamente, pero todo en tono de susurro, “¡Tienes una hechicera metida aquí dentro!” La vieja lo hizo callar como si fuese un chiquillo insolente, “¡Chist, la chica no sabe nada!” Chilló. “Eso es muy inusual. Será mejor que te encargues o alguien más lo hará…” Respondió el viejo, recibiendo sus productos y entregando el dinero, luego de eso se fue olvidándose por completo del asunto. La historia era tal que así: las personas que nacían durante una de esas raras noches en la que la luna llena se volvía amarilla o roja, nacían predispuestas para la hechicería y el ocultismo. Estas siempre eran mujeres, siempre hermosas en contraste con el resto de su familia y desprendían un aroma que ellas mismas no podían percibir y que el común de la gente confundía con el perfume de alguna flor. Sin embargo este era solo un don, un talento, la más rara y poderosa de las predisposiciones, que valía de poco sin el debido entrenamiento, como con cualquier otro arte. La advertencia del viejo Migas, era sensata, ya que ese talento podía ser canalizado tanto para solucionar daños como para causarlos, y esta última opción solía ser mucho más lucrativa.



“…Fue una lluvia de flechas de fuego, al principio creí que se trataba de algo mágico, porque ese fuego abrasaba a los hombres por completo, incluso desde dentro hacia afuera hasta escupirlo por la boca, pero no eran las flechas, sino nosotros los que ardíamos como yesca. Yo apenas pude, corrí hacia el canal más cercano y me zambullí… así fue como escapé” Concluyó Féctor, narrando los detalles de su huida con la vista inquieta, saltando de un lado a otro y sin posarse sobre ningún sitio, y menos en los impasibles ojos de Cherman, lo que era muy raro para éste, viniendo del siempre orgulloso y altanero Féctor quien afirmaba que toda batalla, incluso las que no se daban, comenzaban con una mirada firme y decidida, sin embargo, Cherman meneaba la cabeza, comprensivo, “No había nada más que pudieras hacer… menos mutilado así como estabas ¿Sabes algo de Vanter, qué pasó con él?” Féctor negó con la cabeza, mirando al suelo y sujetándose el muñón como si alguien se lo quisiera quitar. Nut, el gigante, quien había permanecido en silencio escuchando, le hizo un comentario a su amigo en su tosco idioma, este asintió intuyendo lo que le decía y que él mismo percibía, “algo muy malo ocurría con los ojos de su compañero” Mientras tanto, Féctor planeaba irse durante la noche, porque tarde o temprano Cherman averiguaría la verdad de lo que había sucedido con él esa noche, y no quería estar cerca cuando eso ocurriese.


León Faras.