miércoles, 12 de octubre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXIII.



Un sujeto pequeño, con peinado pomposo y con ese aire farsante que tienen los bienhechores gratuitos, se acercó a la mesa de Emmer y Janzo con su jarra de cerveza en la mano mientras estos engullían su cena. Les dijo que había oído lo que hablaban con Mozi y que debían estar avisados si pensaban pernoctar en ese lugar, porque la hija del tabernero, Nina, solía visitar con frecuencia a los hombres durante la noche, “…y eso quizá para ustedes pueda estar muy bien, pero si Mozi los oye, los correrá de su negocio con un hacha en la mano, y con lo puesto encima… y la chica no tiene fama de ser muy discreta” Concluyó con una sonrisa que pretendía ser cómplice pero que no repercutió en los demás, por lo que debió tragársela de inmediato, y luego añadió en tono de chisme pero más formal y serio, “La muchacha está enferma, todos aquí lo saben pero su padre no quiere aceptarlo…” Emmer y Janzo le miraban con el ceño apretado y sus cucharas llenas de mazamorra verde detenida en el aire, con la boca abierta esperando para recibirla. Natural, después de recibir información tan rara, de un tipo tan raro y que ni siquiera la habían pedido. “¿Enferma?” Balbuceó Emmer, pues en su opinión y experiencia la chica se veía muy sana, el sujeto se acomodó su peinado, impaciente, “Es su apetito, ¿entienden? Un hombre no le basta, ni dos; es como si estuviera poseída por algún espíritu… ¿entienden? Siempre queriendo más y más…” Afirmó el sujeto arqueando las cejas y con cierto aire frustrado en el tono, como si estuviera hablando desde un punto de vista personal, percibió Janzo, “Gracias…” Le dijo este, metiéndose por fin la cuchara en la boca que llevaba estacionada en el aire un rato. La verdad era que ambos habían llegado hasta allí en busca de sus familias, y estaban pasando por toda clase de penurias para conseguirlo, además de sentirse cansados y angustiados por no saber nada sobre el paradero de sus mujeres, por lo que, una aventurilla con una chica ninfómana no estaba en los planes de ninguno de los dos, así se lo hicieron saber al sujeto, el cual asintió con profunda resignación, como un piadoso sacerdote oyendo al más arrepentido de sus feligreses, “Escuchen, puedo ofrecerles mi granero si quieren para pasar esta noche, no es la gran cosa, pero estarán bien… si no son demasiado supersticiosos” “Supersti… ¿qué?” Replicó Emmer. Janzo aceptó el ofrecimiento por los dos, pero quiso saber a qué supersticiones se refería y el hombre respondió que a aquellas que se inventa la gente que cree en fantasmas.



Migas recorrió la ciudad casi completamente a oscuras salvo por un trozo de luna que flotaba en el cielo y alguna que otra antorcha aún encendida a pesar de la hora. La mayoría de la gente dormía desde hacía rato, pero los que no, estaban bebiéndose su última cerveza en la taberna de Mozi y discutiendo sus variadas opiniones sobre cómo mejorar la ciudad. Duma observó por la ventana, eran cinco contando al tabernero, todos juntos en torno de una misma mesa. Se arrodilló en el piso bajo el farol del negocio, cogió de su bolso una hoja de papel impregnada con una mezcla de aceites, le puso algunas hierbas especiales, un poco de yesca y la cantidad justa con la mezcla exacta de los polvos que Gilda le vendió, e hizo una bola con el papel del tamaño de un limón con todos los ingredientes dentro. Los poderosos hongos deshidratados de Gilda los usaría solo como advertencia, pero si seguían molestándolo les mostraría cómo un hombre puede perder la cordura hasta desear su propia muerte o quedar tonto de remate o tullido irremediablemente, sin necesidad de llegar a matar a nadie, ¡Bah! Cualquiera podía matar con veneno, eso era cosa de principiantes, se podía hacer cosas mucho más originales con esos hongos si se sabía cómo mezclarlos, con qué y en qué cantidades. Luego cogió un trozo de caña que ya traía preparada, cuyo interior, una diminuta araña Milagro había cubierto con sus telarañas, las que eran el mejor filtro conocido por el hombre. Se puso unas pinzas en la nariz, encendió su pequeña bomba de humo alucinógeno y se las lanzó rodando con fuerza dentro de la taberna, esperó algunos segundos a que se oyeran los primeros tosidos de los hombres encerrados allí y respirando por la caña metida en la boca, entró. Los hombres ahí dentro, vieron el humo aparecer de la nada tras un murmullo no mayor al que hace una rata común al desplazarse en la penumbra y para cuando encontraron el origen, la nube alucinógena ya los había envuelto. Tuvieron la intención de salir, pero de pronto todo empezó a moverse a su alrededor, las mesas crecían enormes como casas, las vigas del techo caían sobre sus cabezas amenazantes, las sillas se movían solas y todos veían con horror cómo el lugar se llenaba de criaturas aladas que no eran pájaros, pequeñas y grandes, que los asediaban revoloteando por todo el edificio entre la penumbra enrarecida por el humo. Entonces vieron entrar a un hombre alto con un gran cuchillo en la mano, delgado y encapuchado como la mismísima muerte, que parecía transportarse, moviéndose muy lento a ratos y apareciendo muy cerca de ellos luego, como un espectro del Bosque Muerto. De pronto todo el negocio ardía en llamas, con el encapuchado en medio sin apenas inmutarse, este se les acercó quitándose la capucha y revelando su rostro, se parecía al viejo Migas, pero se veía más pálido, con unos ojos enormes y diabólicos, y una nariz grotescamente empinada. Este clavó su cuchillo en el suelo y les habló con una voz gangosa debido a la pinza que le obstruía la nariz, “No permitiré más estupideces…” Tomó aire a través de la caña, “No dejaré que me corran de mi hogar… ni a mí, ni a mi padre… y si insisten, me defenderé con todo lo que tengo… y no habrá piedad para nadie… ni para ustedes ni para sus familias. Os aviso, ¡déjennos en paz!” Amenazó el viejo, quién parecía un asmático tomando bocanadas de aire de su inhalador tras cada frase, sin embargo, los hombres no lo veían así, sino como una versión mucho más demoníaca e intimidante de él, envuelta en llamas que devoraban todo y lo volvían a restaurar mágicamente y a la que no podían ignorar ni dejar de temer, de pronto, uno de los hombres comenzó a sollozar de miedo “Es mi hermano… él y su hijo Tobi querían quemar la cabaña de Migas… esta noche… por favor perdónalos, ¡perdónanos a todos!” Mozi habló por primera vez para corroborar aquello, “¡Sí, es cierto! ¡Ese insensato no quiso oírnos!” Migas se irguió, y los asustados hombres lo veían mucho más grande de lo que realmente era, también su cuchillo, “¡Lo pagará! ¡Juro que lo pagará! ¡Todos lo pagarán!” Anunció a gritos levantando el puño, olvidándose al último de aspirar a través de la caña y sintiendo de pronto un suave mareo, como el borracho que no sabe lo ebrio que está hasta que intenta ponerse de pie, por lo que decidió salir de allí rápido. Una vez afuera, dio un respingo al encontrarse con su caballo, que le pareció mucho más grande de lo que recordaba y aunque él sabía que aquello no era más que una alucinación, aun así le costó mucho trabajo montarse en una bestia tan alta para volver a su cabaña, confiando más en el instinto del animal que en sus propios sentidos, que a ratos lo hacían sentir que volaban y luego que iban a estrellarse contra el piso. Cuando llegó, abrazado al cogote de su rocín para no caerse, vio cómo la mitad de su cabaña estaba en llamas y por alguna razón supo que aquello no lo estaba alucinando.


León Faras.

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