sábado, 25 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XL.



Migas ya habitaba su cabaña nueva y la seguía compartiendo con su padre, al que había desenterrado después de pasar más de un mes sepultado vivo, o semivivo, o no muerto, pues esto último era lo más cercano a la extraña condición del viejo Buba, al que mantenía en este mundo gracias a un viejo ritual pagano y a un asqueroso brebaje en base a fluidos corporales humanos y hierbas que debía administrar una vez cada dos ciclos lunares como máximo antes de que el cuerpo se dañara irremediablemente, cosa que ya había sucedido varias veces antes porque sus ingredientes no eran del todo fáciles de conseguir y las consecuencias estaban a la vista. Migas, como alquimista aficionado, botánico de formación tradicional y científico naturalista de vocación, desde hace algunos años trabajaba en una fórmula para deshacerse de la apestosa y desagradablemente ruidosa plaga caprina que a diario debía soportar en los alrededores de su propiedad, pero buscaba algo más elaborado que solo veneno, debía ser más sutil, él deseaba hacer algo que pareciera una enfermedad, como una peste, para que las personas no lo culparan a él y volvieran a incendiar su casa, esta vez con él dentro. Tenía algunas ideas, solo debía dar con la combinación exacta en las cantidades justas de los distintos polvos fúngicos que manejaba para lograrlo, una tarea ardua, considerando la casi infinita cantidad de especies de hongos que existen, unos más fáciles de conseguir que otros. Sus primeras pruebas en ratas fallaron estrepitosamente, enloqueciendo al individuo, haciéndolo huir hasta provocarse un infarto o matándolo horriblemente con incontenibles vómitos que no paraban hasta expulsarse a sí mismo por el hocico. No solo eran crueles, sino también ineficientes, pues lo que él buscaba era matar más de un pájaro de un tiro, muchos más, y lo lograría. Podía provocar locura, pérdida de la realidad y confusión; la agresividad también era fácil de inducir, solo le faltaba una cosa más para crear su fórmula perfecta: el hambre, un hambre tan incontenible como insaciable y cuando lo logró, vio en sus ratas de laboratorio, con asombro y admiración, como estas enloquecían y se atacaban unas a otras, devorándose entre ellas con frenética locura, un espectáculo macabro y maravilloso a la vez. De los ocho individuos que tenía en su corral, todos murieron, unos por las heridas y otros debido a las consecuencias de comer sin mesura, el último en morir, fue una rata grande, gorda y jadeante, con los ojos inyectados de sangre y colgajos de piel desprendida en el cuerpo; de andar lento, torpe y bamboleante, tal vez por los numerosos mordiscos recibidos o tal vez por efecto del poderoso cóctel de hongos que había ingerido, tenía la cola seccionada y estaba obligada a arrastrar una de sus patas como si fuera un bulto, pero como fuera, no tardaría en perecer también y Migas, en saber que había encontrado lo que estaba buscando.



Sería un espectáculo digno de ver, pero no podía él arriesgarse a que lo vieran merodeando y lo relacionaran con lo que estaba a punto de suceder, por lo que salió antes del amanecer y se dirigió al campo de pastoreo más cercano donde “plantó” sus pequeños cebos camuflados en la hierba y se fue. Al mediodía, mientras se paseaba inocentemente comprando algo de grano molido de Velsi, escuchó con reprimida satisfacción y orgullo, los horrorosos relatos de las personas que cuchicheaban la última noticia del momento, cómo las cabras habían enloquecido de pronto y sin explicación, atacando salvajemente a las otras como poseídas por malvados espíritus de las tinieblas. Decían que el cabrero se había salvado de milagro para contar la historia, pues también fue atacado por sus propias cabras, salvajes, con ojos desquiciados y sus barbas y pechos teñidos de sangre, pero salvado al final por sus perros, quienes entregaron sus vidas para que él pudiera escapar, esto entristeció sinceramente a Migas, pues de todas las especies animales que conocía, la única que respetaba y que no consideraba digna de ser convertida en forraje a la menor oportunidad, eran los perros. Él mismo tuvo uno hace un tiempo de nombre Beto, un perro pequeño que llegó a estar grotescamente obeso cuando murió en silencio una fría noche mientras todos dormían, de un infarto, a la tierna edad de doce años, Migas intentó taxidermizarlo, pero falló miserablemente y el resultado fue tan repugnante para la memora del pobre Beto, que debió sepultarlo. El joven cabrero, según los comentarios de las personas, estaba ileso pero aterrorizado, y los hombres ya habían salido armados con machetes y horquetas a acabar con la plaga de cabras caníbales antes de que se propagara. Por lo pronto, los dueños de cabras evitarían esa zona de pastoreo en particular, lo que libraba al viejo Migas de tener que soportar la presencia de esos asquerosos bichos, que era, desde un principio, exactamente lo que deseaba.



Darlén ya había alcanzado cierto nivel en las artes oscuras, gracias a las enseñanzas de Circe, a la que visitaba al menos una vez a la semana sin falta desde hacía varios años. En todo ese tiempo, había consultado al péndulo innumerables veces, y este siempre le respondía lo mismo: que su padre seguía en el mundo de los vivos. Circe, a la que ya podía ver a plena luz y en toda su peculiar hermosura, le había enseñado un hechizo apto para encontrar a cualquiera en cualquier parte, pero le había advertido que involucraba el poder y el conocimiento de los Invisibles, “Las almas de los atascados en este mundo” Le dijo, “Y con ellos no se debe jugar, pues todo hechicero debe saber que más vale tenerles como amigos bien dispuestos, que como rencorosos enemigos” Darlén estaba presta a lo que fuera con tal de terminar con la angustia de no saber dónde estaba su padre y Circe la llevó hasta un círculo de rocas parcialmente sepultadas oculto en el monte, que en realidad era un punto de energía astronómica en el que se reunían con aquellos que carecían de un cuerpo de carne y hueso. Debía llevar suficiente aceite para diez lámparas y encender siete en el altar, las otras tres serían para el camino. Luego ambas debían orar hasta que los Invisibles revelaran su presencia en el fuego de las lámparas, entonces podían hacer su ofrenda y su petición, siempre con sumo respeto y postración para no ofenderlos, pues lo menos que los espíritus podían hacer, era guiarlos erróneamente hasta extraviarlos en sitios que solo ellos conocían y de los que nadie escapaba nunca, ya fuera por venganza, capricho o mera diversión. Darlén presentó lo único que tenía de su padre al momento de separarse, un anillo forjado por él mismo y encendió su lámpara. Luego de unos momentos, los Invisibles decidieron ayudarla y la llama de la lámpara comenzó a inclinarse mostrando una dirección que la chica seguiría en su caballo. Sola, pues ni su esposo ni su hijo sabían de lo que estaba haciendo y Circe, luego de desearle suerte, casi se desvaneció en el aire.


León Faras.



domingo, 19 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXIX.



Al cumplir catorce años Falena fue llevada de mañana por Rubi hasta el granero más viejo de todo Cízarin, no le dijo el porqué, solo la arrastró hasta allá sujeta de un brazo y con un paquete bajo el otro y caminando a paso redoblado, pues se suponía que llegaban tarde a algo. Allí había dos personas, uno era un anciano flaco, de pelo blanco y una barba perfectamente redonda como una hogaza de pan, como si creciera enrollándose sobre sí misma, fue lo primero que le llamó la atención a la niña, aunque eso no significara nada; la otra persona que estaba allí, y a la que no reconoció a primera vista, era la vieja Zaida, según Rubi, ella la había mandado a buscar. “Este es el señor Sagistán, soldado experimentado, guerrero innato y respetado instructor, ahora ya retirado, pero en honor a nuestra vieja amistad, a accedido a ayudarnos con tu entrenamiento…” El señor Sagistán permanecía sentado sobre un taburete, con las piernas cruzadas una sobre la otra y la boca apretada. Tenía muchas cicatrices a la vista que resaltaban pálidas sobre su piel bronceada, pero ninguna parecía de gravedad, excepto, quizá, por el dedo meñique de su mano izquierda que había desaparecido por completo. Zaida se acercó a la niña hasta ponerse a pocos centímetros de su cara, “El señor Sagistán es el mejor instructor que hay, pero como ya dije, está retirado descansando y dedicándose a sus cosas, así que lo último que necesita es que le hagan perder su tiempo, por lo que te lo preguntaré por última vez, ¿Segura que quieres ser soldado?” La niña miró al viejo, este también la miraba con sus ojos color tierra, parecía severo pero no le daba miedo. Falena respondió con una firme y convincente inclinación de la cabeza y la mujer replicó el gesto hacia el anciano. Todo estaba listo. Antes de irse, Rubi le entregó el paquete que traía, “Los hicimos para ti con mamá, los vas a necesitar” Le dijo. Eran unos pantalones, también había un par de sandalias. Luego, echándole una mirada desafiante al anciano, comentó en voz baja, “Guerrero innato, ja, con todas esas cicatrices en su cuerpo, seguro que no era muy bueno.” La niña abrió tremendos ojos ante tal comentario de su hermana y miró a su futuro maestro, pero este, curiosamente, solo esbozó una sonrisa. Seguramente se desquitaría con ella por la gran boca de Rubi.



Tu hermana tiene razón…” Fue lo primero que el señor Sagistán le dijo cuando quedaron solos, “Nunca fui muy bueno, en realidad, pocos son los tocados por la gracia de los dioses que tienen un talento innato y sobresaliente ¿por qué crees que la mayoría de los soldados visten esos pesados pijamas de hojalata? Porque a veces una espada no basta. Y como yo nunca tuve una armadura porque nunca me dieron una, tuve que esforzarme el doble y aprender a defender mi cuerpo con mi cuerpo y mi vida con mi vida y también aprender a huir rápido y a esconderme y permanecer en silencio durante horas…” “¡Eso es de cobardes!” Protestó la niña con el ceño apretado. El abuelo se quedó con la boca abierta, interrumpido a mitad de su discurso inicial, entonces emitió un chiflido y dos perros llegaron caminando a su lado, desperezándose. Uno era mediano y negro, con el hocico puntudo y los ojos saltones con aire desquiciado, el otro era grande, café oscuro y con aspecto chulo y matonil. Se llamaban Punto y Remo, respectivamente. “Estos perros son capaces de cazar cerdos, patos y liebres en campo abierto, perseguir y acosar su presa sin descanso hasta capturarla y destrozarle el cuello. Si a estos perros les ordenara en este momento perseguirte a ti, ¿qué harías?” La niña no dijo nada, pero instintivamente se puso en guardia, lista para huir, el viejo asintió. “Así es, huirías a esconderte, porque sabes que no puedes pelear contra ellos e intentarlo sería muy estúpido, no valiente, estúpido” El señor Sagistán golpeó sus palmas una vez y los perros se echaron en el suelo con un quejido ronco, como de hastío por ser molestados en vano. “Aprenderás a ser buena huyendo y escondiéndote, incluso de ellos…” continuó. “Pero yo no quiero huir, lo que yo quiero es aprender a pelear con una espada” Protestó la niña, comenzando a sentirse algo decepcionada. El viejo se acuclilló frente a ella, “Lo que tú quieres, es ser soldado, ¿no? pues lo primero que el soldado aprende es a obedecer. Si no sabe obedecer, no sirve, no importa lo bien que maneje la espada. ¿Quieres pelear con una espada? Vete de aquí, consigue una y ve a practicar al bosque con los árboles, cualquier imbécil puede enseñarte a dar espadazos, pero si te quedas, hay mil cosas que debes aprender antes de empuñar una espada.” Luego se puso de pie y se fue, “Es todo por hoy” Dijo.



Para el señor Sagistán, Falena no era el primer joven que soñaba con ser el mejor espadachín del mundo al que él debía entrenar, como si él hubiese sido alguna vez el mejor en algo, eso sí, todos los realmente buenos que él conoció, incluso aquellos que él mismo entrenó, habían muerto antes de los treinta años, mientras que él seguía vivo para enseñarle a los jóvenes, ese debía de ser un punto a su favor. El último de sus alumnos sobresalientes fue Toramar, el mejor espadachín de Cízarin, un chico con un talento único para moverse y una facilidad innata para incorporar la espada al resto de su cuerpo, que se unió al ejército solo para que su mamá no tuviera que seguir trabajando duro por ambos y que según le confesó una vez, nunca soñó con ser soldado. A los dioses les gusta ser irónicos con ciertas cosas. Pensaba en todo esto el viejo mientras afilaba en una piedra su azadón, cuando la voz de Falena apareció tras él, “Perdone…” Dijo la niña, humilde, “Tiene razón, mi tío Demirel dice que ser soldado es mucho más que blandir una espada… aunque no sé muy bien qué es blandir” Admitió la niña. Sagistán se volteó a mirarla, Falena se había puesto los pantalones que traía, eran de tela basta, reforzada con parches en las rodillas y en el trasero y amarras en los tobillos. “Entonces te quedas…” Dijo el viejo, quien se había puesto un gracioso sombrero de paja que le restaba seriedad a su aspecto, “¿Ves esa gallina colorada que está rascando en mis pimientos? Quiero que la atrapes y la traigas aquí.” La niña se quedó parada esperando a que le hablaran en serio, pero el viejo no parecía reír, “¿Qué esperas?” Preguntó el viejo, Falena protestó, jamás había tenido que atrapar una gallina y no sabía cómo hacerlo, Sagistán siguió afilando su herramienta, “¿Qué tienes que saber? Eres más fuerte que ella, más rápida y de seguro más inteligente, solo usa lo que tienes a tu favor y atrápala, es todo lo que tienes que hacer.” Pero la niña no se movía. Sagistán detuvo su trabajo con un suspiro, tendría que explicarle todo a esta niña, “La gallina es buena corriendo, saltando y esquivando, aprenderás mucho de ella si le pones algo de atención, después harás lo mismo pero con una paloma, que es capaz de volar, por lo que tendrás que ser menos rápida y más cuidadosa, luego será una rata, a la que si le permites que se esconda, no volverás a encontrar nunca, te enseñará paciencia y finalmente tendrás que capturar un pez con tus manos, que es capaz de todo lo anterior.” “¿Por qué no empiezo por el pez y me salto todo lo demás?” Respondió la chiquilla, mientras se dirigía resignada a corretear a la gallina.


León Faras.

domingo, 12 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXVIII.



Zaida había envejecido muchísimo, pero Teté aún no había visto el brillo de la muerte sobre ella, así que aún le quedaba tiempo en este mundo y sus facultades mentales intactas. Falena tenía doce años, casi trece, y desde hace un par que recibía clases sobre literatura, matemáticas y música por órdenes de su vieja mentora, aunque la niña no entendía bien el porqué y menos aún por qué ella sí y los otros niños no, “¿Acaso no sabes que eres una princesa?” Le preguntó la vieja, Falena la miró suspicaz, como quien sospecha que está siendo víctima de una chanza, “Es cierto, créelo. Tu madre también lo era” Le aseguró Zaida. Aun así, ella no tenía interés alguno en ser una princesa, ella quería ser soldado, “¿Crees que una mujer pueda ser un buen soldado?” Le preguntó la niña, totalmente ignorante de con quien hablaba en realidad, “¿Has oído hablar de la Doncella Ensangrentada?” Preguntó Zaida, y la niña negó con la cabeza. La vieja le contó una historia, “En un lugar lejos de aquí, una muchacha huérfana y flacucha peleó en su primera batalla real con tan solo catorce años de edad, lo hizo como una fiera, furiosa e incansable, tan impetuosamente que todos pensaron que solo haría que la mataran, pero cuando la batalla terminó, la niña estaba viva y de pie, jadeando como un animal y cubierta de sangre de los pies a la cabeza, muchos curtidos hombres dijeron que su rostro en ese momento solo podía inspirar miedo. La niña siguió luchando en más batallas, ganándose el respeto de sus hombres y llegó a convertirse en su generala, a la que todos estaban dispuestos a seguir… y no era más que la hija de un par de aldeanos muertos por la guerra.” La niña no decía nada, solo sonreía engolosinada con las imágenes que veía en su cabeza, la mujer le dio un par de segundos para regodearse y luego añadió, “Si quieres ser soldado yo puedo ayudarte, pero si lo haces, te lo advierto, será duro y no habrá lugar para arrepentimientos porque nadie estará dispuesto a escuchar tus quejas, así que te daré un año más para que te lo pienses bien.”



Cuando Falena le dijo a su madre que sería soldado, esta se espantó como ante una desgracia, pero no fue nada comparado con la reacción de Rubi, “¡Pero es que te has vuelto completamente loca?” Gritó esta, furiosa, “¡Soldado? ¡Esa gente no puede ni siquiera controlar sus propios gases! ¡Son rudos, son groseros y huelen mal!, ¿Qué vas a hacer tú en medio de ellos?” Falena también se indignó, “¡Oye! ¡Mi papá es soldado!” Entonces Rubi se volvió como un relámpago con su dedo inquisidor en alto hacia Telina, “¡Te lo dije! ¡Te dije que esto pasaría!” Y era cierto, Rubi ya se lo había dicho. Luego se volvió de vuelta hacia su hermana pequeña con los brazos en jarra, “¿Acaso crees que todos son como tu papito? ¡Pues adelante! Ve y sé soldado, pero luego no regreses lloriqueando a pedirnos que te saquemos del embrollo en el que te estás metiendo” “¡No lo haré!” Chilló la niña, apoyando sus manos en la cintura como su hermana. Pero luego de la confrontación, siempre venía la conciliación, Rubi se sobaba la frente frustrada, respiraba hondo y negaba con la cabeza, como si de pronto se diera cuenta de que todos sus esfuerzos son inútiles y debe ceder a pesar de estar en lo correcto, “Esta bien, esperaremos un tiempo, aún eres muy chica para eso. Si en un año todavía tienes esa loca idea de ser soldado, yo misma te llevaré y haré que te acepten o se enterarán de quién es tu hermana mayor…” “Eso no será necesario, Rubi, la señora Zaida me ayudará.” Replicó la niña, con una enorme mueca de pura satisfacción. Para Teté, que una mujer quisiese ser soldado era una absurda aberración, ella misma se imaginaba obligada a marchar al campo de batalla con una espada en la mano y sentía pavor, por lo que no comprendía cómo era que una niña desease eso a propósito, pero si esos eran los planes que Zaida tenía para ella, y la niña estaba de acuerdo, pues ella estaría de acuerdo también, si al final quién era ella para decidir lo que una princesa debía o no debía hacer. “¿Cómo era mi mamá…? mi verdadera mamá, ¿es cierto que era una princesa?” Preguntó la niña acurrucada en su cama junto a Teté, como cada noche antes de dormir, esta no le había dicho nada a Falena sobre ninguna princesa, así que supuso que alguien más lo había hecho, “Era bella, muy bella… tenía los ojos muy claros, como el cielo al amanecer, nunca vi ni he visto ojos así. Su nombre era Delia, y sí, era una princesa” “Era buena…” Agregó Rubi, desde su rincón, “Repartía fruta o a veces galletas con miel entre los niños… yo era la más pequeña de todos y ella siempre se asegurara de que también me tocara” Luego de una dulce pausa, su gesto se entristeció, “Eso, cuando estaba bien…” Añadió. Falena no comprendió aquello último, pero la mirada compasiva de Teté en ese momento la hizo deducirlo, “Tu mamá estaba enferma, mucho antes de que tú nacieras… pasaba mucho tiempo en cama, a veces se mejoraba que parecía que casi podía volar, pero luego volvía a decaer… decían que era algo en su sangre” Concluyó Telina, trayendo a su memoria las horribles imágenes que aún conservaba de la muerte de la princesa Delia. “¿Si yo no hubiese nacido, ella seguiría viva?” Preguntó Falena mientras acariciaba el vientre de Teté con marcado interés, “No hay forma de saber eso, eso…” Iba a agregar algo, pero Rubi le interrumpió dirigiéndose a su hermana, “¡No seas tonta! Nadie elige nacer o no nacer ¡Qué podías hacer tú? No es tu culpa.” Acabó, remarcando cada una de las sílabas de la última frase para que no cupieran dudas, Falena la miró buscando la veracidad que nunca faltaba en los ojos de Rubi y luego miró a su mamá, “¿Tú también te vas a morir?” Le preguntó. Teté la miró espantada, Rubi, en cambio, como a un horrible bicho raro. Falena agregó, “También tienes un bebé allí dentro…” Teté lo sospechaba, pero aún no lo sabía, nadie lo sabía. Preguntó por qué la chiquilla decía eso, pero esta solo se encogió de hombros, mirándole el estómago como si pudiera ver su interior. Era cierto, Telina estaba embarazada en ese momento, lamentablemente perdería su primer bebé antes de la décima semana, con todo el espanto de no saber qué está pasando y creyendo firmemente que se está a punto de morir, pero nada de eso sucedió, gracias a la sangre fría de Rubi y la experiencia de Dana que sabía una o dos cosas sobre abortos, cosas que Telina acabaría aprendiendo también.


León Faras.

sábado, 4 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXVII.



A los ocho o nueve años, Falena se enteró de que, al igual que como ya sabía que Tibrón no era su verdadero papá, Telina tampoco era su mamá. Teté no sabía que debía decirle llegado ese momento, en verdad que ella siempre creyó que cuidaría de la princesa mientras fuera un bebé y luego alguien más se encargaría, pero pasaban los años y la niña seguía a su cargo. Finalmente, le dijo que su madre fue una mujer rimoriana que lamentablemente murió durante el parto y su padre no estaba con ella. No le dijo nada sobre su linaje real porque hasta ella podía comprender que tal linaje estaba roto, y porque temía ser regañada por hablar cosas que a ella no le correspondían. Falena no quedó muy conforme con la respuesta, quería saber más, pero Rubi le quitó la curiosidad con la simple rudeza que la caracterizaba, “¡Nosotras somos tu familia, ella es tu única mamá y yo tu hermana mayor! ¿Sabes por qué? ¡Porque nosotras cuidamos de ti desde que naciste y seguiremos estando contigo hasta que muramos! ¡Y si alguien dice lo contrario, lo golpearé en la nariz!” Y le puso frente a los ojos su pequeño pero nudoso puño. Había algo que Falena reconocía sin lugar a dudas y era que, para ella, Rubi siempre tenía la razón.



Cuando la niña ya tenía diez años y medio, expresó por primera vez un deseo que arrastraba desde hace un buen tiempo, el deseo de ser soldado. Pero al primero que se lo dijo no fue ninguno de sus padres, sino que a su tío Demirel, a quien admiraba como a un héroe, siempre con su armadura puesta, con su inmensa espada al hombro, la que era capaz de intimidar a cualquiera con su sola presencia, siempre listo para entregarse a su deber, y ella quería ser como él. Su papá Tibrón era genial, y el mejor padre que ella pudiera haber deseado, pero su tío Demi era su héroe. Demirel la escuchó con toda gravedad, sobándose la barba pensativo, él también sintió el llamado de la carrera militar desde muy joven, y nunca lo abandonó, incluso cuando el ejército lo rechazaba una y otra vez por ser muy gordo. Falena le escuchaba con la boca abierta, no podría creer nada de eso si no lo estuviera escuchando de él mismo. Su héroe desde niño, era un soldado cizariano de nombre Toramar, el mejor espadachín de Cízarin, verlo entrenar era todo un espectáculo, pero que no estaba abierto al público, por lo que los jóvenes admiradores debían encaramarse en techos o trepar árboles para verlo desarmar y derrotar a sus oponentes con pasmosa facilidad y arte. Él lo admiraba, pero no ansiaba ser como él, al igual que ella no debía intentar imitarlo a él, “Si intentas ser como alguien más, no harás más que fracasar, porque para eso primero debes dejar de ser tú, y eso es algo que nunca podrás hacer por más que lo intentes; por el contrario, debes intentar ser lo más tú que puedas.” Le explicó. Demirel nunca había sido partidario de las mujeres en el ejército, sencillamente creía que ese no era su lugar pues una mujer no debía enfrentarse en combate contra un hombre ni viceversa, porque esa no sería una pelea justa, eso creía, pero aquella era una idea que ya había empezado a cambiar, tal vez gracias a aquella vez que se topó con Nazli durante el ataque de los rimorianos, ahora admitía la idea de que podían haber algunas mujeres que estaban hechas para ser soldados, y al igual que Tibrón, habría sospechado eso más de Rubi que de Falena.



Más de diez años y aún seguía en la Descorazonada, Nazli no podía creerlo. No es que estuviera mal en ese lugar, prácticamente ya era como de la familia, pero estar tanto tiempo como camarera era algo que jamás se lo hubiera imaginado. Desde hace un tiempo que Grisélida se sentía cansada y débil y a veces incluso le faltaba el aire, eran cosas de la edad, ella era una mujer que había trabajado durante todos los días de su vida, su negocio era su hogar y no se detuvo ni siquiera para casarse o tener hijos. Gorman fue su más tenaz pretendiente, y aún seguía acompañándola, aunque ya sin más intensiones que estar a su lado como la pareja de viejos que eran. Sorpresivamente, fue este último quien se fue primero, su corazón se detuvo en silencio una noche cuando el negocio estaba más lleno y solo lo notaron porque las órdenes comenzaron a amontonarse. Fue una sorpresa porque si hubo alguna señal, él nunca dijo nada. Grisélida corrió a todo el mundo de su negocio a gritos, pero fue Nazli quien tuvo que explicar el porqué a los ofendidos y disgustados parroquianos que estaban siendo expulsados sin motivo, solo Pidras y Chad se quedaron para ayudar a la chica en lo que hiciera falta, pues apenas cerraron el negocio y pusieron el cuerpo de Gorman sobre unas mesas, Grisélida comenzó a llorar como nunca la habían visto antes, jamás, rogándole al cadáver de Gorman que se la llevara con él porque ahora ella no sabría cómo continuar sola, pidiéndole perdón y diciéndole que lo amaba y que era una tonta por no habérselo dicho nunca, y así hasta que el cansancio la venció. En Jazzabar no había dónde sepultar a nadie, así que lo que se solía hacer era arrojarlos río abajo durante la noche en una balsa especial para esos propósitos a la que se le prendía fuego para que el cadáver no acabara como alimento de alimañas. Así se fue Gorman, como una antorcha que se alejó flotando en la negrura de la noche hasta desaparecer.



Para ese momento, Nazli ya había confesado su verdad hace varios años, aunque Chad ya la sospechaba desde antes. Un día de poco público, cuando el negocio cerró temprano y Gorman abrió una botella de vino de bayas, su favorito para favorecer el sueño, Chad le preguntó a la chica sobre esas pequeñas pero muy raras cicatrices que tenía, una en la frente, la que casi siempre ocultaba tras un pañuelo amarrado en la cabeza, y la otra en su hombro, que a veces se asomaba bajo su manga corta, porque se parecían mucho a las feas cicatrices que el nuevo Tigar generaba cada vez que le herían. Pidras escuchaba sin comprender hasta que de pronto se iluminó, “¡Es cierto!” Exclamó, emocionado como un niño que resuelve un acertijo. Gorman, siempre conciliador, quiso apaciguar las curiosidades de los chicos, pero Nazli insistió en hablar sobre quién era y cómo había llegado hasta allí, incluso les habló sobre la fuente y su relación de camaradas con Garma, el nuevo Tigar. Grisélida soltó una carcajada ante la palabra “inmortalidad” pero fue la única. “¿Si te cortas un brazo te vuelve a crecer uno?” Preguntó Pidras en tono de broma, “No, pero me lo podría volver a pegar…” Respondió la chica en idéntico tono. Con Garma ya había establecido contacto también, se habían encontrado cara a cara una noche en la taberna, y al verse, se saludaron como viejos conocidos, parientes lejanos o algo así, sin alharaca para no dar de qué hablar a los demás, pero a partir de ese momento comenzaron a reunirse para conversar y contarse lo que cada uno había visto y vivido, sobre los que vieron huir y los que vieron morir en la batalla y también contarse sus planes: Para Garma, su vida acabaría en la Rueda, estaba viejo y seguiría peleando ahí como el gran Tigar hasta que uno más joven y hábil lo derrotara y le cortara la cabeza, pues no se le ocurría otra forma de morir para alguien como él, y Cegarra no lo dejaría ir mientras siguiera ganando, aunque lo cierto era que hace mucho que él ya no era un prisionero en Jazzabar como al principio. “¿Sabes algo sobre mi hijo?” Le preguntó Garma un día, Nazli sabía algo, pero no estaba segura, ella observó todo desde cierta distancia y su perspectiva no era la mejor, aun así el viejo insistió. Le dijo que había visto inmortales arder en llamas aquella madrugada, y aunque no sabía cómo es que aquellos habían sido incinerados por completo en cuestión de segundos, lo que sí sabía era que ese fuego cizariano en particular había sido bastante efectivo si de matar inmortales se trataba. También le dijo que su hijo estaba ahí, que lo vio blandir su espada contra Motas, aunque no entendió el porqué, y que cuando las flechas con fuego cizariano comenzaron a llover, él huyó corriendo, pero no sabía si había logrado escapar. Garma agradeció la información en silencio. Nunca se había llevado bien con Féctor ni este con él, uno era demasiado ambicioso y el otro muy conformista; uno demasiado soberbio y el otro insoportablemente humilde, y nunca pasaron el suficiente tiempo juntos como para aceptarse, solo dejaron pasar el tiempo y se fueron dejando de lado, como algo que está descompuesto pero que no puedes reparar ni tirar, solo lo dejas en un sitio donde no moleste.


León Faras.