sábado, 4 de marzo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXXVII.



A los ocho o nueve años, Falena se enteró de que, al igual que como ya sabía que Tibrón no era su verdadero papá, Telina tampoco era su mamá. Teté no sabía que debía decirle llegado ese momento, en verdad que ella siempre creyó que cuidaría de la princesa mientras fuera un bebé y luego alguien más se encargaría, pero pasaban los años y la niña seguía a su cargo. Finalmente, le dijo que su madre fue una mujer rimoriana que lamentablemente murió durante el parto y su padre no estaba con ella. No le dijo nada sobre su linaje real porque hasta ella podía comprender que tal linaje estaba roto, y porque temía ser regañada por hablar cosas que a ella no le correspondían. Falena no quedó muy conforme con la respuesta, quería saber más, pero Rubi le quitó la curiosidad con la simple rudeza que la caracterizaba, “¡Nosotras somos tu familia, ella es tu única mamá y yo tu hermana mayor! ¿Sabes por qué? ¡Porque nosotras cuidamos de ti desde que naciste y seguiremos estando contigo hasta que muramos! ¡Y si alguien dice lo contrario, lo golpearé en la nariz!” Y le puso frente a los ojos su pequeño pero nudoso puño. Había algo que Falena reconocía sin lugar a dudas y era que, para ella, Rubi siempre tenía la razón.



Cuando la niña ya tenía diez años y medio, expresó por primera vez un deseo que arrastraba desde hace un buen tiempo, el deseo de ser soldado. Pero al primero que se lo dijo no fue ninguno de sus padres, sino que a su tío Demirel, a quien admiraba como a un héroe, siempre con su armadura puesta, con su inmensa espada al hombro, la que era capaz de intimidar a cualquiera con su sola presencia, siempre listo para entregarse a su deber, y ella quería ser como él. Su papá Tibrón era genial, y el mejor padre que ella pudiera haber deseado, pero su tío Demi era su héroe. Demirel la escuchó con toda gravedad, sobándose la barba pensativo, él también sintió el llamado de la carrera militar desde muy joven, y nunca lo abandonó, incluso cuando el ejército lo rechazaba una y otra vez por ser muy gordo. Falena le escuchaba con la boca abierta, no podría creer nada de eso si no lo estuviera escuchando de él mismo. Su héroe desde niño, era un soldado cizariano de nombre Toramar, el mejor espadachín de Cízarin, verlo entrenar era todo un espectáculo, pero que no estaba abierto al público, por lo que los jóvenes admiradores debían encaramarse en techos o trepar árboles para verlo desarmar y derrotar a sus oponentes con pasmosa facilidad y arte. Él lo admiraba, pero no ansiaba ser como él, al igual que ella no debía intentar imitarlo a él, “Si intentas ser como alguien más, no harás más que fracasar, porque para eso primero debes dejar de ser tú, y eso es algo que nunca podrás hacer por más que lo intentes; por el contrario, debes intentar ser lo más tú que puedas.” Le explicó. Demirel nunca había sido partidario de las mujeres en el ejército, sencillamente creía que ese no era su lugar pues una mujer no debía enfrentarse en combate contra un hombre ni viceversa, porque esa no sería una pelea justa, eso creía, pero aquella era una idea que ya había empezado a cambiar, tal vez gracias a aquella vez que se topó con Nazli durante el ataque de los rimorianos, ahora admitía la idea de que podían haber algunas mujeres que estaban hechas para ser soldados, y al igual que Tibrón, habría sospechado eso más de Rubi que de Falena.



Más de diez años y aún seguía en la Descorazonada, Nazli no podía creerlo. No es que estuviera mal en ese lugar, prácticamente ya era como de la familia, pero estar tanto tiempo como camarera era algo que jamás se lo hubiera imaginado. Desde hace un tiempo que Grisélida se sentía cansada y débil y a veces incluso le faltaba el aire, eran cosas de la edad, ella era una mujer que había trabajado durante todos los días de su vida, su negocio era su hogar y no se detuvo ni siquiera para casarse o tener hijos. Gorman fue su más tenaz pretendiente, y aún seguía acompañándola, aunque ya sin más intensiones que estar a su lado como la pareja de viejos que eran. Sorpresivamente, fue este último quien se fue primero, su corazón se detuvo en silencio una noche cuando el negocio estaba más lleno y solo lo notaron porque las órdenes comenzaron a amontonarse. Fue una sorpresa porque si hubo alguna señal, él nunca dijo nada. Grisélida corrió a todo el mundo de su negocio a gritos, pero fue Nazli quien tuvo que explicar el porqué a los ofendidos y disgustados parroquianos que estaban siendo expulsados sin motivo, solo Pidras y Chad se quedaron para ayudar a la chica en lo que hiciera falta, pues apenas cerraron el negocio y pusieron el cuerpo de Gorman sobre unas mesas, Grisélida comenzó a llorar como nunca la habían visto antes, jamás, rogándole al cadáver de Gorman que se la llevara con él porque ahora ella no sabría cómo continuar sola, pidiéndole perdón y diciéndole que lo amaba y que era una tonta por no habérselo dicho nunca, y así hasta que el cansancio la venció. En Jazzabar no había dónde sepultar a nadie, así que lo que se solía hacer era arrojarlos río abajo durante la noche en una balsa especial para esos propósitos a la que se le prendía fuego para que el cadáver no acabara como alimento de alimañas. Así se fue Gorman, como una antorcha que se alejó flotando en la negrura de la noche hasta desaparecer.



Para ese momento, Nazli ya había confesado su verdad hace varios años, aunque Chad ya la sospechaba desde antes. Un día de poco público, cuando el negocio cerró temprano y Gorman abrió una botella de vino de bayas, su favorito para favorecer el sueño, Chad le preguntó a la chica sobre esas pequeñas pero muy raras cicatrices que tenía, una en la frente, la que casi siempre ocultaba tras un pañuelo amarrado en la cabeza, y la otra en su hombro, que a veces se asomaba bajo su manga corta, porque se parecían mucho a las feas cicatrices que el nuevo Tigar generaba cada vez que le herían. Pidras escuchaba sin comprender hasta que de pronto se iluminó, “¡Es cierto!” Exclamó, emocionado como un niño que resuelve un acertijo. Gorman, siempre conciliador, quiso apaciguar las curiosidades de los chicos, pero Nazli insistió en hablar sobre quién era y cómo había llegado hasta allí, incluso les habló sobre la fuente y su relación de camaradas con Garma, el nuevo Tigar. Grisélida soltó una carcajada ante la palabra “inmortalidad” pero fue la única. “¿Si te cortas un brazo te vuelve a crecer uno?” Preguntó Pidras en tono de broma, “No, pero me lo podría volver a pegar…” Respondió la chica en idéntico tono. Con Garma ya había establecido contacto también, se habían encontrado cara a cara una noche en la taberna, y al verse, se saludaron como viejos conocidos, parientes lejanos o algo así, sin alharaca para no dar de qué hablar a los demás, pero a partir de ese momento comenzaron a reunirse para conversar y contarse lo que cada uno había visto y vivido, sobre los que vieron huir y los que vieron morir en la batalla y también contarse sus planes: Para Garma, su vida acabaría en la Rueda, estaba viejo y seguiría peleando ahí como el gran Tigar hasta que uno más joven y hábil lo derrotara y le cortara la cabeza, pues no se le ocurría otra forma de morir para alguien como él, y Cegarra no lo dejaría ir mientras siguiera ganando, aunque lo cierto era que hace mucho que él ya no era un prisionero en Jazzabar como al principio. “¿Sabes algo sobre mi hijo?” Le preguntó Garma un día, Nazli sabía algo, pero no estaba segura, ella observó todo desde cierta distancia y su perspectiva no era la mejor, aun así el viejo insistió. Le dijo que había visto inmortales arder en llamas aquella madrugada, y aunque no sabía cómo es que aquellos habían sido incinerados por completo en cuestión de segundos, lo que sí sabía era que ese fuego cizariano en particular había sido bastante efectivo si de matar inmortales se trataba. También le dijo que su hijo estaba ahí, que lo vio blandir su espada contra Motas, aunque no entendió el porqué, y que cuando las flechas con fuego cizariano comenzaron a llover, él huyó corriendo, pero no sabía si había logrado escapar. Garma agradeció la información en silencio. Nunca se había llevado bien con Féctor ni este con él, uno era demasiado ambicioso y el otro muy conformista; uno demasiado soberbio y el otro insoportablemente humilde, y nunca pasaron el suficiente tiempo juntos como para aceptarse, solo dejaron pasar el tiempo y se fueron dejando de lado, como algo que está descompuesto pero que no puedes reparar ni tirar, solo lo dejas en un sitio donde no moleste.


León Faras.

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