sábado, 27 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXXIII.

 

Fue un grito terrible, que se oyó en todo el circo donde la mayoría del público aún permanecía, sin embargo, no fue un grito cualquiera, aquel había sido un grito de dolor y había sido demasiado fuerte. El enano se volteó hacia la oficina de Cornelio y se dio cuenta de que no solo él había pensado que el grito venía de ahí, porque Beatriz, Eusebio y Sofía corrían hacia allí también. Cornelio Morris estaba tirado en el suelo como un estropajo, con el rostro sudado, las venas hinchadas y los ojos de muerto, aunque pudieron comprobar que aún respiraba. Su aspecto era deplorable, como si hubiese sido arrollado por un tren y hubiese sobrevivido de milagro. Entre los tres lo recostaron en el sofá, donde comenzó a respirar mejor, sus ojos volvieron a la vida y lo primero que pidió fue un trago de agua, en ese momento llegaba Román hasta la oficina para ver qué diablos sucedía, se asustó de ver a Cornelio realmente acabado, que apenas si podía sostener un vaso con agua del que sorbía estirando la trompa como un anciano, “¡Qué diablos pasó?” Y eso era lo que todos se preguntaban. Cornelio respiró hondo con dificultad y una mueca de dolor, como si algo dentro se hubiese rasgado en el proceso, “Ya está, enano…” dijo, frágil como una hoja en otoño, Román no comprendió a qué se refería y por qué se lo decía a él. Lentamente el resto de los habitantes del circo se habían acercado, y muchos de los espectadores todavía miraban desde lejos. Cornelio tragó saliva con un mohín como si fuese un líquido ardiente y se esforzó por hablar, “Tu familia… agoniza…” El enano miraba como un idiota, sin poder hilar un pensamiento coherente en su mente, incapaz de adivinar en ese momento cuánto eran dos más dos, sin embargo, los demás no estaban mejor, sin comprender qué había pasado y por qué. Cornelio acopió fuerza y voluntad para decir lo que tenía que decir, “Que no se diga que Cornelio Morris, no cumple con lo que promete…” Entonces Román comprendió. Su familia, él le había pedido a Cornelio que acabara con su familia, y al parecer lo había hecho, aun a costa de su propia salud, algo que no se esperaba para nada, pero en medio de su incredulidad surgió el temor, el inexplicable temor a conseguir aquello que deseas. Entonces supo por qué sentía ese miedo, en ese momento, Eloísa se doblaba a la mitad al tiempo que vomitaba sangre, sus piernas perdían fuerza, sus ojos se abrían desmesuradamente de miedo y caía al suelo respirando como si sus pulmones lentamente se anegaran con sus propios fluidos. Ella era su hija, era su familia también. Von Hagen la auxiliaba, mientras el enano corría hacia ella implorándole al cielo que no, que ella no, pero la niña estaba aterrada, como solo puede aterrorizar la muerte inesperada y prematura, luchando por respirar y vomitando más sangre, cada vez más densa y oscura. Sofía llamaba a gritos a un médico, pero los visitantes que aún quedaban, retrocedían temerosos de que aquello fuese una enfermedad contagiosa y desencadenara una peste en el pueblo, entonces Román, con lágrimas en los ojos, desesperado como el padre que nunca había podido ser, cogió fuerte a Horacio por el brazo y le imploró, casi como una orden “…trae al Curandero” Von Hagen no lo dudó, mientras Pardo y Sara ayudaban a trasladar a la muchacha a su tienda, corrió hasta la oficina de su jefe, sin embargo, Beatriz se interpuso en la puerta, porque el Curandero era quizá la única salvación para Cornelio ahora, y ella estaba dispuesta a darle su sangre, aunque fuese solo con una vana esperanza de recuperar a un hombre que hace mucho tiempo había perdido, Horacio Von Hagen apretó el puño y los dientes y le ordenó a la mujer que se moviera, pero como esta se mantuvo firme, soltó un grito absolutamente simiesco, como el que siempre solía hacer encerrado en la jaula, y golpeó la pared con su puño con tal potencia, que abolló la lata al instante y remeció un poco el precario edificio de Cornelio, en una reacción absolutamente inesperada, que hizo retroceder a Beatriz y dar un respingo de sorpresa a Sofía, que en ese momento pensaba intervenir, el hombre mono entró decidido y con el rostro airado, pero mirando de soslayo a Cornelio, aún temiendo su autoridad como un animal domesticado, pero Cornelio Morris no hizo nada, solo le sostuvo la mirada en silencio, sin embargo, Beatriz no se dejaba intimidar fácilmente y cogió el arma de Cornelio, el flamante Colt45 de su escritorio y frenó con él a Horacio, pero Von Hagen decidió avanzar, mientras Sofía bajaba el arma de su tía con su propia mano, inmediatamente después Horacio salía de allí con la caja del Curandero en los brazos.

 

El enano se arremangó la camisa y se rajó las venas de la muñeca sobre la caja del Curandero, con absoluta decisión y sangre fría “Yo te daré toda la sangre que quieras, ¡Tómala toda si quieres! Pero sálvala… ¡Por favor!” La sangre que caía de la herida abierta del enano parecía demasiada para su menudo tamaño y el Curandero no daba señales de despertar, mientras Eloísa se asfixiaba de a poco, ardiendo en fiebre con la mitad del cuerpo manchado con su propia sangre vomitada. Sara le ponía paños fríos sin parar sobre la frente, y Sofía le tomaba la mano y le pedía que no se fuera a ningún lado, que se quedara con ella. Von Hagen, de rodillas junto a Román, tomó la determinación de pronto de arremangarse también él la camisa, y dar de su sangre como lo había hecho antes, o Román, sencillamente no lo resistiría, pero Eusebio, de pie junto a la entrada de la tienda lo detuvo en seco con la autoridad del que sabe, “¡No! Debe ser la sangre de solo un hombre, si la mezclas con la tuya, el Curandero no despertará” Por lo que el enano debía seguir solo, y estaba más que dispuesto a drenar su cuerpo, mientras sirviera para algo. La tienda estaba cerrada y a oscuras y solo la lámpara de Sofía iluminaba el lugar. Román parecía al borde del desmayo, palideciendo y languideciendo con cada gota de sangre que su cuerpo perdía, “Vamos, maldito bicho del infierno… despierta… ¡Vamos!” Murmuraba con los dientes apretados, Horacio, que lo sujetaba, le echó un vistazo a Sara y esta a Pardo, que estaba sentado en un rincón, ya que no podía estar de pie dentro de la tienda, sin decir una palabra, los tres pensaban lo mismo: ambos morirían inevitablemente de seguir así… hasta que la cerradura por fin se movió, Sofía lo anunció emocionada y Horacio cogió al enano, que a esas alturas luchaba por mantenerse despierto, para amarrarle la muñeca con un pañuelo y parar por fin la hemorragia. Ni Sara, ni Sofía, ni Eloísa habían visto antes el cuerpo disminuido y atormentado del espantoso Curandero. Sara apretó los ojos y encogió los hombros, como si temiese que algo fuese a estallar en su cara, todo lo contrario de Eloísa, que los abría cada vez más a medida que la criatura emergía de la caja de madera y se estiraba hacia afuera, alcanzando la piel de su vientre con esas manos desproporcionadas de uñas asquerosas, que la recorrían sin apenas rozarla, hasta el momento en que se detuvieron sobre su ombligo y de él comenzó a salir un gusano extraordinariamente gordo, al punto que podía ser confundido con uno de sus intestinos agarrado de un único pelo invisible, que luchaba como un gran pez que no quiere ser pescado. Era un bicho de cuerpo trasparente y acuoso con una tripa negra en su interior, que se estiraba y se recogía a medida que el Curandero lo arrancaba del cuerpo con pericia y precisión, tirando de la piel de la muchacha, elevándola con asombrosa elasticidad, Eloísa lo miraba todo con angustia y espanto mientras era sujetada por Sara y Sofía para que no entorpeciera el impasible trabajo del Curandero, hasta que de pronto ¡Pop! El gusano fue arrancado y la chica sintió un alivio similar al de la mujer que por fin logra parir a su hijo luego de un proceso largo y complicado, mientras Román Ibáñez se rendía finalmente al sopor del desangramiento.

 

Cuando por fin Román Ibáñez despertó, luego de veinticuatro horas de sueño ininterrumpidas, lo primero que vio fue a su hija, Eloísa, repuesta al punto que ya estaba sentada en la cama y con apetito, sin embargo, había algo muy raro en ella que no acertó a adivinar de inmediato: la muchacha ya no tenía alas.


León Faras.

jueves, 25 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXXII.

 

Condujeron durante quince horas en el vehículo de Damián Corona, mucho más rápido y confiable que la vieja furgoneta, la mayoría de esas horas durante la noche, con la intención de llegar a Valle Verde temprano por la mañana, y así lo hicieron, sin embargo, el sitio parecía estar asentado en las entrañas de una gran nube, pues la neblina era muy densa y húmeda a esa hora. Valle Verde no era un gran pueblo, era un puñadito, más o menos amplio, de casas de madera gris sin pintar, incrustadas en el suelo como si hubiesen caído de una gran altura, con tejados del mismo material y chimeneas de latón que permanentemente soltaban una pacífica columna de humo desde la primera hora de la mañana, hasta las últimas horas de la noche, sin embargo, no se llamaba Valle Verde porque sí: el sitio era una gran extensión de terreno, que parecía no tener fin gracias a la neblina, cubierto hasta los cerros de pasto, que dedicaban principalmente a la crianza de todo tipo de ganado, por otro lado, el caserío era decepcionante, habitado principalmente por cabras que no paraban de masticar en todo el día, un montón de gallinas que vagaban sin rumbo escrutando el suelo, un perro flaco demasiado cansado como para levantarse por unos desconocidos y un señor muy mayor al que oyeron gracias a que decidió esa mañana ponerse a partir leña con su hacha. Como era de esperarse, el abuelo no tenía ni la más remota idea de ningún circo en su pueblo ni en ningún otro, y nunca había oído ese nombre de Cornelio Morris, que, siendo honesto, le sonaba de lo más imbécil, sin embargo, les señaló que si bajaban por la pendiente hasta el otro lado del bosquecillo que se veía más abajo, junto al río Sosiego que corría más allá, encontrarían un pueblo propiamente dicho, al que llamaban Sosiego, como el río, tal vez allí encontrarían noticias.

 

El pueblo estaba conmocionado, la gente estaba apiñada en pequeños grupos ansiosos que cuchicheaban entre sí en las calles. Algunas muchachas corrían nerviosas a sus casas y luego volvían a salir como si hubiesen olvidado algo importante; los mayores, parecían contrariados con la situación, como si todo ese ajetreo no fuera más que una gran pérdida de tiempo, mientras los demás, principalmente los más jóvenes, lucían emocionados, como si su artista favorito estuviera a punto a llegar. Vicente bajó encantador y confiado del automóvil y se inmiscuyó con autoridad en uno de los grupos, luego regresó con una gran sonrisa ganadora: el circo de Cornelio Morris, estaba justo en aquel pueblo. Pronto la voz de un hombrecillo, que no era Cornelio Morris, comenzó a anunciar con un megáfono que el espectáculo comenzaba.

 

Casi al instante, el circo se repletó de gente, mientras el pequeño presentador, anunciaba las maravillosas y sobrenaturales capacidades de Blanca Salomé para predecir el destino de quien estuviera dispuesto a conocerlo, puesto que su precisión era legendaria, y las buenas noticias no estaban garantizadas. Ni Vicente ni Damián, quienes destacaban en la multitud por su elegancia de gánsteres, sombreros incluidos, habían oído de ella antes, y se preguntaron si no se encontrarían con más sorpresas desde la última vez, Gloria quiso de inmediato hacerle una visita a la adivina, pero la cantidad de gente agrupada allí era tan grande, que prefirió dejarlo para después, sobre todo luego de ver al descomunal hombre que organizaba las visitas a la tienda de Salomé, y hacerse una idea de lo que le faltaba por ver. El inocente espectáculo de dos ancianos iguales que aparecían y desaparecían cosas o a ellos mismos, le pareció genial y lo disfrutó como una niña aplaudiendo sin parar, aunque Damián no parecía tan impresionado. Ahora comprendía mejor, aunque no completamente, lo de la desaparición de dos camiones completos con todo lo que llevaban dentro y enfrente de sus propias narices. Román movía las gentes como si fueran ratas y él un flautista, cada vez que comenzaba a presentar una nueva atracción, “Señoras y señores, lo que verán a continuación, es el único caso auténtico y confirmado de un hombre criado por monos de Urundú, según se sabe…” El enano hizo una pausa dramática mientras unos hombres descubrían la jaula de Von Hagen, “…los más salvajes y agresivos de todo el mundo” Concluyó, y Horacio comenzó a gruñir y a golpear el piso mientras las personas retrocedían asustadas, Vicente y Damián observaban desde el fondo, cuidando de no ser reconocidos por el hombre-mono y estropearle su actuación, Gloria estaba de acuerdo con no acercarse demasiado. “Entonces, ¿Aquel señor pequeñito es el gran Cornelio Morris, dueño del circo?” Preguntó la mujer, que caminaba junto a su marido rumbo a la siguiente y más espectacular atracción, Damián miró a su hermano y ambos miraron en derredor, no lo habían pensado, pero en verdad no habían visto por ninguna parte a Cornelio Morris, “No lo creo…” Respondió el hombre apenas, porque se venía una de las cosas más asombrosas y fantásticas del mundo, y Vicente arrastró a la mujer para que la viera desde más cerca: Lidia, la sirena. En verdad Gloria jamás lo hubiese creído de no verlo, aquella era una sirena de verdad, algo capaz de dejar mudo a cualquiera, pero ni siquiera eso se comparaba con la presentación de Eloísa, cuando expandió sus alas y alzó el vuelo dejando a todo su público espantado, como pequeños polluelos ante la majestuosa estampa de un ave rapaz. Aquella había sido la experiencia más increíble de toda su vida, muy probablemente, contando también la vida que aún le quedaba por vivir. Cuando ya solo faltaba por ver el hombre de las cavernas que comía ratas vivas, Gloria desistió, solo imaginar esas ratas vivas le daba repelús, más aun si tenía que ver a alguien devorándolas, prefirió visitar la tienda de Blanca Salomé, a la que quería consultar a riesgo de que la respuesta no fuese la que deseaba, mientras los hermanos Corona hacían lo que estaban esperando hacer por mucho tiempo. Estaba barbudo, con el cabello largo y pringoso, flaco pero musculoso como un perro lebrero, sin un gramo de grasa en todo el cuerpo y con las pupilas enormes como inundadas de sangre oscura, pero sin lugar a ninguna duda, era él, Diego Perdiguero. Vicente miró a su hermano y entre los dos miraron el circo, no había rastros de Cornelio Morris, si iban a las autoridades, podía denunciar el secuestro de Perdiguero ahora mismo, esta vez ambos lo habían visto y ambos estaban bien seguros de lo que habían visto: ni enano, ni viejo, ni calvo, era él, encerrado en una jaula. En ese momento, Gloria regresaba junto a ellos, traía una extraña sonrisa de satisfacción que causó curiosidad en su marido, “¿Qué te dijo la adivina?” La mujer se aferraba a su brazo, “Esas cosas no se preguntan…” Respondió alegre. La pregunta de Gloria había sido sobre lo único que le interesaba en este mundo, tener un hijo y Salomé le respondió entre sorprendida y alegre, que sí, que tendría su hijo inesperadamente pronto.

 

Román comenzó a anunciar que el espectáculo había terminado, nadie lo sabía en ese momento, pero aquella había sido la última presentación del circo de rarezas de Cornelio Morris.


León Faras.

lunes, 22 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXXI.

 

Luego de un buen baño, uno de los mejores en toda su vida, de un largo sueño en su propia cama y de rasurarse y vestirse apropiadamente, Vicente Corona visitó la tienda donde su hermano. Damián hacía el papeleo atrasado de su negocio, más allá, Hugo Hidalgo, el veterano empleado contratado por su padre, y al que muchos creían dueño de la tienda, retrataba a un pequeño de unos cuantos meses dormido en uno de los brazos de su orgulloso padre, quien posaba sentado en una silla, con una escopeta apoyada en el suelo en la otra mano, como si acabase de cazar al infante y lo exhibiera como presa y un mostacho desproporcionado para el resto de su rostro, pero que sin duda le provocaba tanto o más orgullo que su hijo o su arma. Tras el escaparate, Gloria, la dulce mujer de Damián, cogía los artículos a la venta, los desempolvaba y los volvía a poner. Vicente saludó a la mujer con un sonoro beso en la mejilla que esta aceptó sorprendida, casi asustada, inmediatamente Damián dejó lo que estaba haciendo y se abalanzó encima de su hermano para abrazarlo, “Gracias a Dios que estás bien…” le dijo con toda honestidad, “Gracias a ti por lo de la furgoneta, ¡Me salvaste la vida!” replicó su hermano, Damián agregó “Conseguiste lo que querías, supongo” Vicente negó con la cabeza sin dejar su expresión alegre, “…pero conseguí algo mejor… sé exactamente dónde estará el circo dentro de una semana: en el pueblo de Valle Verde” Damián suspiró con frustración viendo como todo comenzaba de nuevo otra vez, en cambio Gloria intervino curiosa, “¿Circo? ¿Qué circo?” Damián quiso decir algo, pero lo quiso demasiado tarde, Vicente se lanzó seductor sobre su esposa, “El Circo de Cornelio Morris, ¿no has oído hablar de él? dicen que es una absoluta maravilla, una experiencia única en la vida… sus atracciones parecen traídas de otros mundos…” esto último lo pronunció con cierto tono místico, Gloria intentó buscar algo de credibilidad en su marido, pero este solo se restregaba los ojos con cansancio, “¿Y qué atracciones son esas?” preguntó la mujer, interesada, Vicente podía ver el brillo en sus ojos, “No lo creerás, si no lo ves, pero en el circo de Cornelio Morris hay una sirena de verdad, atrapada viva dentro de una enorme cubeta de agua…” La mujer lo miró suspicaz, como si se estuviera burlando de ella, Vicente intentó sonar lo más veraz posible, “¡Es una locura, lo sé! pero ya te dije que ese circo es una experiencia irrepetible, ¿Puedes creer que en ese circo hay una chica con un par de alas pegadas a su espalda? ¡Y es capaz de volar!” Afirmó el hombre, mientras la mujer lo tomaba todo como un gran embuste, “¡Vamos, Vicente! ¿Crees que soy tan tonta? Eso no es posible…” “¡Te lo juro!” Afirmó Vicente, y agregó, “¡La naturaleza hace cosas más raras! ¡Como ese pato peludo de cuatro patas con nombre raro!” La existencia del ornitorrinco todavía era tema de debate entre las personas comunes, Vicente continuó, “¡Tienes que verlo! Hay un hombre…” y esto lo dijo mirando de soslayo a su hermano, “…que vivía en una caverna, que no sabe hablar, que no puede ver bien y que solo se alimenta de ratas vivas” Gloria puso cara de asco, mientras Vicente señalaba a su hermano, “Pregúntale a tu esposo, seguro que él ha escuchado también lo que dicen de ese circo” La mujer lo miró ansiosa, esperando su confirmación o negación definitiva, Damián no se atrevió a mentirle, “Sí, es cierto, también he escuchado algo de eso…” Admitió rendido. Entonces la mujer, ya sin dudas en su mente, estalló de entusiasmo por visitar ese circo, “¡Ay, mi amor! ¡Hace tanto tiempo que no salimos!” Damián miraba a su hermano dándole a entender que aquella había sido una jugada sucia, astuta, pero sucia. Finalmente accedió a los ruegos de su mujer admitiendo que la había dejado sola durante demasiado tiempo ya, “Está bien, iremos a ver ese espectáculo…” le dijo, y luego agregó mirando a su hermano, “Sólo a verlo…” Vicente sonrió pleno, “¡Excelente! Nos vamos pasado mañana” Damián protestó, porque se suponía que aún faltaba una semana para que el circo arribara a Valle Verde, pero su hermano no quería perder la oportunidad, “Ya sabes que esos espectáculos ambulantes, nunca manejan itinerarios exactos, además es una oportunidad única en la vida, sería triste llegar tarde”

 

Un nuevo pueblo, y el enano presentó las atracciones del circo con el entusiasmo de siempre, y el público atiborró el circo en masa como de costumbre, encantados de ver todos aquellos personajes de sus cuentos infantiles, vivos y frente a sus ojos. Mientras el público estaba totalmente embobado con la aparición de Eloísa, Román se acercó a Eusebio Monje, parado de brazos cruzados frente a la estrella, como un guardia de seguridad, aún conservaba una venda sobre la nariz que le daba la vuelta a toda la cabeza y que le daba un aspecto más bien cómico, “Oye, ¿qué diablos estamos haciendo aquí?” Preguntó el enano desde el suelo, el mellizo lo miró como a una molestia, “¿De qué hablas?” “Este sitio, ¿Por qué estamos aquí?” Replicó Román, ambiguo, y a Eusebio, que no le agradaban mucho las ambigüedades, se encogió de hombros y volvió la vista hacia el público, “Es un pueblo como cualquier otro…” dijo, sin interés. El enano aceptó la respuesta con un “Supongo que sí…” de consuelo, pero aquella noche, luego de que el circo fuese desmenuzado y empacado y vuelto a armar en el siguiente pueblo, y los primeros fuegos eran encendidos para preparar la cena, el enano comprobó que el apacible río Sosiego estaba mucho más cerca, tan cerca, que podía alcanzar sus aguas con una pedrada. El pueblo mismo se extendía a continuación del campamento, siguiendo la ribera del río y adoptando incluso el mismo nombre de este, Román lo sabía, él, su padre y su hermano habían estado allí varias veces, comercializando con sus animales o consiguiendo productos o herramientas que requerían para el campo o el hogar. Aún las tierras de su familia estaban a varios kilómetros de allí, pero se preguntó si alguno de los habitantes de Sosiego, el pueblo, le recordaría o le reconocería, habían pasado muchos años, él ya no era el mismo, pero no era fácil olvidarse de un enano, ni tampoco de un Ibáñez. Eloísa en cambio, nunca había estado antes en aquel pueblo, no le era familiar de nada y aunque tenía recuerdos de haber estado horas jugando en el río siendo una niña pequeña, bañándose o atrapando gusarapos que luego intentaba devorar por curiosidad, el trozo de río que ella recordaba seguramente ya no existía o era muy diferente y ni siquiera estaba tan segura de que tuviera algún nombre.

 

Muchos rostros pasaron por el circo aquel día, pero ninguno pareció reconocer al enano, hijo de Rómulo Ibáñez Suárez, el cual estaba muerto hace un tiempo, pero al que todo el mundo recordaba. Hizo sus presentaciones como siempre, y la gente enloqueció con lo fabuloso del espectáculo, como siempre. Algunas de esas personas le parecieron remotamente familiares, pero le fue imposible recordar siquiera uno de sus nombres. Al fin y al cabo, Eusebio tenía razón, tanto este como el anterior, eran un pueblo como cualquier otro.


León Faras.

jueves, 18 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXX.

 

Había sido idea de Sofía prestarle su lámpara de queroseno a Eloísa para que volara con ella y así le señalara a Urrutia el punto al que debía llegar, pues dentro de todo, la muchacha estaba ilusionada con su enamorado y le alegraba verlo llegar cada mañana al campamento en su diminuto coche, pero sabían que aquello no duraría para siempre, porque ella jamás abandonaría el circo y él nunca pertenecería a este. Los días de permiso, como el dinero, inexorablemente se le terminaron a Urrutia y ya no pudo seguir corriendo tras el circo y su enamorada. Se reunieron en un rincón mientras el circo era desmantelado y empacado a sus espaldas, él le prometió que regresaría lo antes posible y que si era necesario, firmaría el contrato ese del que le habían hablado para quedarse junto a ella para siempre, ella le prometió que lo esperaría allí en el circo, y que seguiría iluminando la noche con su farol, indicándole siempre la dirección en la que debía ir y luego, cuando los camiones estaban listos para partir, se besaron por primera vez, un beso torpe e inexperto, pero que sería inolvidable para ambos, mientras todos los habitantes del circo los esperaban junto a los camiones reunidos como para una gran foto familiar. Los siguientes fueron días tristes para la muchacha, sabiendo que su enamorado se había ido y que el circo día tras día se alejaba más de él. Eloísa hacía sus presentaciones con profesionalismo en cada uno de los pueblos por los que pasaban, pero el resto del tiempo se le veía nostálgica y apagada, como una viuda demasiado joven para ser viuda.

 

“Tengo un mal presentimiento…” Murmuró Sara con amargura, aferrada al largo brazo de Ángel Pardo como una niña asustada, sentada junto a él en su litera, el gigante la miró preocupado, un mal presentimiento de Sara era algo preocupante para todos, “¿Qué ocurre…?” le preguntó, acariciándole la cabeza tiernamente con una de sus manotas, “Es que…” Y Sara lo miró hacia las alturas de sus ojos, “…no he vuelto a soñar con mi padre desde que estuvo aquí, en el circo” confesó, como quien confesa un pecado ante un severo sacerdote, Ángel Pardo, como todos en el circo, salvo por los hermanos Monje y Cornelio Morris, nada sabía del destino que había sufrido Federico Fuentes, por lo que solo podía tranquilizarla con un abrazo y su apacible voz, “Debes estar tranquila, es solo que ya dejó de buscarte…” En ese momento, en la entrada de esa misma tienda, Von Hagen adelantaba de un salto al peón que le dejaba la salida libre a su reina para detener el insensato avance que estaba llevando a cabo el caballo de Eloísa, que parecía dispuesto a acabar con todos él solo. La muchacha estaba desconcentrada y dispuesta a sacrificar a todas sus huestes con tal de volver pronto a sus melancólicos pensamientos y esa no era una forma digna de acabar con una partida de ajedrez, además, su juego era impredecible y atrevido lo que no era bueno para Horacio, quien veía cómo la partida acabaría resolviéndose por medio de una innecesaria masacre, “Estás lanzando una a una a tus piezas contra una ciudad amurallada y protegida por lanzas y flechas… así no es como te he enseñado a jugar” Dijo Von Hagen, mientras la muchacha hacía desaparecer un inocente peón con su enloquecido caballo, el cual quedaba rodeado por ambos flancos y a merced de un arfil enemigo y su reina, “Perdona, tienes razón, es que tengo la cabeza en otra parte…” se excusó la chica, “Podrás buscarlo tú misma, si eso es lo que quieres…” Sugirió Sara desde donde estaba sentada, con una dulce sonrisa en los labios, “Para cuando eso ocurra, él ya se habrá olvidado de mí…” replicó la chica, apretándose la cabeza con las yemas de los dedos y tratando inútilmente de centrarse en la partida. Cogió nuevamente su caballo enloquecido para un nuevo ataque, pero Horacio se lo quitó de las manos con una certera y mortal embestida de su arfil, y el suave argumento de su voz, “Es mi turno…” La chica suspiró, no tenía caso continuar el juego así, “Esta vez, tú ganas…” le dijo a Von Hagen, al que nunca le había ganado hasta ahora, rindiendo a su rey y poniéndose de pie con resignación, “Necesito beber algo…” Soltó como excusa antes de salir. Fuera de la tienda, sentado sobre un tronco tumbado en el suelo, con la vista pegada en el horizonte que se oscurecía cada vez más, estaba Román con media botella de aguardiente en la mano, aunque no estaba borracho. La chica caminó hacia él, “Creo que yo también necesito un trago de eso…” le dijo mientras se sentaba a su lado, el enano la miró sorprendido, pero no dijo nada, la chica tenía edad al menos para una probada. Eloísa cogió la botella con determinación, pero el líquido inmediatamente le coció la lengua, la obligó a contraer el rostro, a toser hasta soltar lágrimas por los ojos antes de poder tragar una diminuta porción del licor, y por fin controlar su cuerpo para devolver la botella, “¡Virgen Santa! ¿Cómo diablos puedes beber eso!” El enano sonrió burlesco, aunque tranquilo, “Te acostumbras… supongo” Luego siguió con la vista en el horizonte, “¿Ves ese río de allá abajo?” El enano señaló el fondo del paisaje, las aguas reflejaban el ocaso con un brillo pálido que resaltaba en la silueta oscura de todo lo demás, “…lo conozco, se llama río Sosiego, un nombre muy apropiado, a veces incluso parece que no corre a ninguna parte” “¿Has estado aquí antes?” Preguntó la muchacha intrigada, Román asintió, “En este río conocí a tu madre…” se dio unos segundos de pausa, luego se apresuró a aclarar, “…no aquí exactamente, varios kilómetros más abajo, pero es el mismo río…” La chica aguardó en silencio, sabía que su padre no había terminado. El enano continuó, “…ella lavaba su ropa y la de otros allí, bajo un sauce, en el mismo sitio donde su madre hacía el mismo trabajo antes que ella, y donde ella fue traída al mundo, para luego morir… con la misma muerte que su madre…” La chica tenía muchas preguntas, pero no se atrevió a interrumpir, Román se echó un trago de aguardiente con la autoridad con la que un veterano pirata bebe su ron y continuó regocijándose en su recuerdo, “Yo la espiaba tras los arbustos, no me era difícil hacerlo… ella lavaba la ropa y cantaba, ya te dije que cantaba, ¿no? …al principio me tenía miedo, no porque yo le hiciese algo, solo porque ella era Cruces y yo Ibáñez, el desprecio y el temor, era algo que traías desde la cuna…” Román se detuvo para restregarse la nariz con fuerza, como cuando quieres contener un estornudo, o un llanto, “El primer día que me acerqué, dejó su trabajo a medias y se fue apurada, no me había visto aún, después me dijo que había sentido el olor al coñac que había bebido, al día siguiente fue más temprano a lavar… y ya no cantaba… ¡Dios! no lo vas creer… A mi madre le encantaba cultivar flores, y si un animal se metía en su jardín y hacía algún destrozo, todos estábamos en serios problemas. Pues yo, me armé de valor y me metí durante la noche a robarle sus flores: petunias, pensamientos, jacintos…” Román se reía con el puño en la boca, mientras su hija seguía la narración con la boca abierta, “…las arrancaba con tierra y procuraba no dejar marcas, luego las llevaba al río, caminando y las plantaba bajo el sauce, donde ella lavaba… estoy seguro de que mi madre lo notaba, pero nunca me dijo nada de sus flores desaparecidas…” El enano se echó un trago y le ofreció la botella a su hija, esta se negó enérgica, Román continuó, “Al principio era como una jugarreta, pero luego era casi como un compromiso que encontrara flores nuevas cada vez que ella fuera. Un día me la encontré bajo el sauce, me esperó allí hasta que yo aparecí, solo para decirme que dejara de trasplantar flores, yo le dije que no lo hacía para molestarla, sino que esperaba que le agradaran… ella me dijo que eso ya lo sabía, pero que hacía un pésimo trabajo como jardinero y todas las flores se estaban secando. Se quedó muy seria, y luego comenzó a reír, a carcajadas, como una loca y yo sin entender nada, desde ese día empezamos a vernos a diario…”


León Faras.

jueves, 11 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXIX.

 

Lo único que pudo hacer Orlando Urrutia fue coger su pequeño automóvil y largarse de allí lo más rápido posible, antes de que algún avispado lo viera y lo relacionara con el asesinato de Federico Fuentes, y después preguntarse qué diablos había sucedido, porque era imposible que aquel tipo hubiese sido ajusticiado frente a sus narices sin que él ni siquiera se diera cuenta, es que aquello, no había tenido tiempo de suceder, solo había sucedido, y por fortuna, se dijo a sí mismo, no le había tocado a él también. Por otro lado, la habilidad del circo para desvanecerse en el aire, era desconcertante, se dio cuenta de que él no tenía lugar en ese circo porque él no era más que un ser humano común y corriente que jamás podría desaparecer así, por lo que la única manera sería sacar a Eloísa de allí, pero eso debía decidirlo ella, y luego enfrentarse juntos al mundo y con la frente en alto hasta encontrar o formar un sitio en el que fueran aceptados… Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo lo haría, de que su familia, sus amigos y sus compañeros de trabajo lo verían como a un demente inadaptado, emparejado con un fenómeno de circo. A él no le importaba poner en su lugar incluso a su propio padre, si era necesario, un hombre tan intransigente y testarudo como él, pero era ella la que debería soportar los ataques y las burlas del mundo exterior, y no era sencillo estar dispuesto a eso. Era de noche y se dio cuenta de que no le quedaba nada para comer y el dinero también se le estaba acabando y solo lo había gastado en combustible y alimentos. No estaba dispuesto a rendirse, solo porque rendirse no estaba en su vocabulario, pero pronto debería enfrentarse a la realidad y esta siempre gana, no importa lo obstinado que uno quiera ser. Se abrazó a sí mismo y se acomodó para dormir un poco, cuando vio algo que le llamó la atención, una luz, lejana en el negro cielo que se movía con la viveza de un hada, sin alejarse ni acercarse, describiendo círculos y espirales en el mismo sitio, Urrutia recordó la recomendación de Sofía de que mirara el cielo, y se preguntó si se refería a aquello. Se sintió un poco idiota cuando se le ocurrió pensar que aquella luz no era otra cosa más que Eloísa con una lámpara, indicándole la ubicación del circo y la dirección en la debía ir.

 

Primero fue un caballo, sobre el que pasó tantas horas soportando el golpeteo de su trotecito, que terminó sintiendo una dolorosa aversión en la entrepierna hacia el animal y su montura. A la menor oportunidad, lo vendió con todo y los aparejos a un mínimo precio y continuó su camino sentado a la cola de una carreta que transportaba estiércol, oyendo las historias de un hombre apestoso que presumía de tener más de doscientos años de edad, a pesar de que a la vista, no llegaba ni a los cincuenta, pero Vicente Corona no estaba con ánimos de refutar nada y simplemente lo aceptaba todo con movimientos de cabeza y falsa admiración hasta un gran campo de tubérculos donde el señor apestoso de doscientos años terminaba su viaje, este se despidió, no sin antes señalarle la ruta que debía seguir, regalarle media botella de aguardiente destilada por él mismo, media hogaza de pan que también olía a estiércol y ofrecerle con insistente amabilidad, como si en verdad quisiera burlarse de él, una mula de su propiedad, la que, según su fétido dueño, tenía la increíble facultad de poder caminar durante tres días y tres noches sin detenerse para comer o dormir y la ventaja de que no necesitaba ser devuelta, pues el animal, una vez liberado, podía regresar por sí solo, por la misma ruta por la que se había ido. Vicente lo intentó, pero no pudo negarse, pues el pestilente samaritano, lo hacía todo de buen corazón y no estaba dispuesto a cobrar un céntimo por lo que ofrecía. Montó en el animal por cortesía pero de mala gana, por no ofender las amables atenciones de su nuevo y hediondo amigo y soportó casi treinta minutos a lomos de burro antes de tener que lanzarse a tierra luego de que una nueva ampolla creciera y se reventara en su trasero, con dolor agudo e intenso como un afilado latigazo. Para entonces, el señor apestoso ya no podía verlo, por lo que corrió a la mula de vuelta con su maloliente dueño y él continuó el resto de su camino andando con sus pocas pertenencias dentro de un bolso sobre el hombro, con la esperanza de que un nuevo carretero pasara y lo llevara, aunque la ruta que había tomado era un paraje tan hermoso como alejado de la mano de Dios, sin rastros de civilización, ni siquiera un triste cerco, más allá del sendero dibujado en el suelo por las vacas. Cuando llegó la noche, Vicente se acomodó bajo un árbol, mordisqueó de mala gana lo que le quedaba del pan, acabó con el aguardiente, y durmió a cielo abierto, mucho más cómodo que dentro del diminuto vehículo de Urrutia. Para ese momento, ya había cambiado de idea, era una pérdida de tiempo que regresara a buscar su furgoneta si no podría repararla, y probablemente, tampoco nadie en los alrededores, era mucho más inteligente dar con la estación de trenes que debía estar en algún lugar cerca de allí y regresar a casa en tren. Despertó muy temprano y con un sobresalto, con el extraño sonido de algo que está siendo arrancado y triturado con fuerza muy cerca de su oído y un olor un tanto familiar, cuando logró regresar a la realidad, se encontró con las enormes y húmedas fosas nasales de la mula que masticaba un manojo de pasto con apetito sobre su cara, el animal, quien sabe por qué misterioso motivo, lo había seguido hasta allí, empeñado en terminar con la obligación que su oloroso dueño le habían encomendado. Vicente no supo si alegrarse o enojarse con el animal, al que creía ya de regreso en su casa hace mucho rato, lo miró engullir hierba con resignación, pero también con algo de envidia, pues él no tenía nada para desayunar en esas soledades, se sintió abandonado, su traje y sus zapatos estaban irremediablemente arruinados y ahora le dolían más los pies que el trasero. Definitivamente él no estaba hecho para estos retos. Decidió darle una nueva oportunidad al obstinado animal que aguardaba manso a ser montado todavía con el ronzal puesto, le acomodó su chaqueta sobre el lomo, pero esta vez puesta sobre el anca, que era una zona más confortable y menos lacerante para su magullada entrepierna y con un suave talonazo se pusieron en marcha. El animal siguió el sendero y Vicente pudo sentir hasta cierta satisfacción con su andar pausado y bamboleante, hasta que el humilde sendero se cruzó con un camino mucho más civilizado que de seguro conducía a algún pueblo en el que podría orientarse, pero que la mula ignoró completamente para seguir con su flemático andar por el mismo sendero que continuaba atravesando el monte y descendiendo hasta llegar al valle. Vicente intentó detener al animal jalándole el ronzal, hacerle cambiar de dirección con espoleos e insultos e incluso trató, como último recurso, hacerle entrar en razón con argumentos razonables y desesperados que la mula silenció con un contundente rebuzno tan sólido y bien puesto, que hasta parecía estar dotado de cierta inquietante inteligencia. Vicente no se atrevió a bajarse del animal en marcha, pues el solo hecho de pensar en el esfuerzo le dolía, además estaba hambriento y sin verdaderas ganas de seguir caminando. Su suerte estaba echada, y en manos de una mula que hacía lo que le daba la gana sin reconocer su autoridad ni superioridad evolutiva. Era la tarde del tercer día, desde que se había despedido de Urrutia y el sol parecía estar completamente en su contra, enfocándose solo en él y haciendo más triste su marcha; rendido, sudado y sin siquiera una triste cantimplora a la que recurrir, cuando de pronto la mula se detuvo, Vicente no pudo creer lo que veía, ahí estaba a pocos metros su furgoneta, en el mismo sitio donde la había dejado. Cuando logró bajar su deteriorado cuerpo del lomo del animal encontró una nota puesta en el parabrisas, una nota de su hermano que le decía que había intentado encontrarlo pero que solo había llegado hasta allí, y que no podía seguir detrás de él o de ese endemoniado circo por siempre. Al final agregaba lo que era tal vez, lo mejor de todo, “…reparé la furgoneta, espero que estés bien, y que la uses para regresar.” Vicente terminó de leer y se volteó a ver al enigmático animal que lo había llevado hasta allí, pero este ya había comenzado a andar de regreso a casa.


León Faras.

viernes, 5 de marzo de 2021

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

LXVIII.

 

Eusebio recibía en el suelo y a regañadientes las atenciones de Beatriz, ya que su hermano se ponía muy nervioso cuando veía sangre y Sofía a estas alturas, entendía más de reparar fierros que de componer huesos, “Solo déjala, estaré bien…” gruñía el viejo conteniendo el dolor que a ratos se le hacía insoportable, “¡Ya quédate quieto! Debo poner esto en su lugar o quedarás peor que un boxeador ciego…” Le reprendió la mujer, segura de lo que hacía. Solo un poco más allá, estaba tirado en el suelo polvoriento Federico Fuentes, con las manos fuertemente atadas a la espalda y aún inconsciente, jadeaba levantando pequeñas nubecitas de polvo que luego volvía a aspirar. Así como estaba, tenía el extraño aspecto de un vaquero del Oeste, uno puesto fuera de combate. Eloísa apenas se había recuperado de aquel intento de asesinato en su contra, algo que ni siquiera Sara le había sido capaz de predecir, cuando supo que aquel hombre que la había salvado, había estado durante días tratando de encontrar el circo por ella, para decirle que estaba interesado en ella, que estaba seguro de que tenía sentimientos hacia ella y que él no era hombre que admitiera dudas. La muchacha ya recordaba cuando Urrutia visitó el campamento vestido de uniforme, ella también había fijado sutilmente su atención en él, pero no se esperaba volver a verlo y menos en semejantes circunstancias, se sintió halagada, pero no estaba segura de cómo responder, sin embargo, Urrutia no esperaba una respuesta inmediata, aún le quedaban algunos días de permiso antes de regresar a su trabajo. “¿Cómo piensas hacerlo, muchacho?” Preguntó Román con curiosidad, no quería inmiscuirse en las decisiones de su hija, ni mucho menos en sus sentimientos, pero por un momento sintió también algo de responsabilidad paterna, Urrutia lo reconoció de sus conversaciones con el sargento Jiménez, “¿Señor Perdiguero?…” le dijo, el enano ya se había olvidado de aquel asunto, “Llámame Román…” le corrigió, y luego agregó, “…Quiero decir, tú tienes un trabajo, una vida fuera de aquí, ella, sin embargo, no podría ser aceptada fuera de este circo…” Eso era algo en lo que Eloísa nunca antes había pensado; dentro del circo ella era una estrella, pero fuera del circo, no podría jamás caminar tranquilamente bajo el enorme peso de esas alas, la gente no la miraría igual, “Pues como ya dije antes, yo no soy hombre de medias tintas…” Señaló Urrutia con sobreactuada convicción, “…si ella se interesa en mí, como yo lo estoy en ella, encontraré la manera, de eso no hay dudas”

 

Luego del incidente, la actuación de Eloísa quedó truncada, aunque la mayoría de las personas se retiró conforme con lo que ya habían visto, en ese momento apareció Ángel Pardo, venía caminando doblado a la mitad y con el rostro compungido, traía entre sus manos, los hombros de una angustiada Sara, que reventó en llanto cuando comprobó algo que ya sabía que pasaría, “¡Oh, por Dios! ¡Sabía que me encontraría! ¡Es mi culpa!” Exclamó, aferrándose a los bordes de la chaqueta de Pardo, como una niña asustada se aferra a la de su padre, mirando desde lejos al desmayado Federico Fuentes. Le explicaron que el hombre había llegado con intenciones de matar a Eloísa y que ella no tenía nada que ver, pero Sara no se tranquilizó, “Él me buscó a mí, para llegar a ella… es mi culpa” Confesó la mujer con legítima culpa, “Vamos, Sara, debes dejar de culparte por esto…” Le recomendó Pardo con infinita compasión, pero Sara no cedía, “Desde niña, él siempre ha sabido todo lo que hago, lo que temo, lo que pienso, ¡incluso adónde voy!” “¿Cómo puede saber todo eso?” Le preguntó Sofía, intrigada, Sara la miró con unos enormes ojos de angustia, “Los sueños… él siempre está presente en los sueños de sus familiares, solo observando, fisgoneando, y por la mañana, sabe cosas… es un don que Dios le dio” agregó al final, con algo de misterio en la voz. “¿Eres familiar de él?” Preguntó Román, apuntando al aturdido con cierto gesto de asco en la cara, Sara asintió, “Es mi padre, aunque no llevo su apellido… ni ningún otro” Luego de un silencio, agregó como una justificación que nadie le pedía, “En mi comunidad, las mujeres no necesitamos apellidos…” Luego de eso, una voz que nadie esperaba oír interrumpió la reunión, “¿Alguien me puede decir qué diablos está pasando aquí?” Era Cornelio Morris, que había llegado completamente solo hasta allí, apoyado en su bastón, Beatriz y Eugenio Monje corrieron a asistirlo, pero él se mantenía en pie por sí solo. Le explicaron la presencia de Federico Fuentes y luego Urrutia justificó la suya, “…quiero pedirle que me permita quedarme en su circo por unos días, señor Morris, luego decidiré qué hacer” Cornelio lo miró en silencio largos segundos, como si de pronto le hablaran en otro idioma, luego miró a Beatriz, al resto de los habitantes del circo que lo observaban mudos, y contuvo un leve amago de risa, “Lo siento hijo, esto no es un hotel, nadie puede quedarse en mi circo sin un contrato” Sonó muy amable, y eso fue extraño. A Urrutia no le agradaba nada insistir, le parecía de lo más infantil, como el niño que no cesa hasta que su padre le compra lo que quiere, él no fue así de niño y no lo sería ahora de adulto, “Ya los encontré una vez, los volveré a encontrar” Respondió testarudo y altanero, a pesar de que ya había visto antes al circo desaparecer ante sus propios ojos y sabía cuánto podría tardar en volver a hallarlos. Cornelio aceptó su respuesta sin apenas pestañar, “Está bien, si eso es lo que quiere…” y luego agregó dirigiéndose a Beatriz, “…que empaquen todo, nos vamos” “¿Qué hacemos con él?” Preguntó la mujer señalando a Federico. En otro tiempo, por una ofensa así, Cornelio lo hubiese podido convertir en un mico de feria destinado a entretener a los asistentes del circo o deformar su cuerpo lentamente hasta convertirlo en un amasijo de carne sin forma, para deleite de su público que amaba ver cosas así de grotescas, pero ahora estaba demasiado débil, viejo y cansado para hacerlo, “Déjenlo como está, no volverá a molestarnos…” fue todo lo que dijo, al tiempo que se cogía con la mano libre del hombro del más recuperado Eusebio Monje, y caminaba lentamente junto a él de vuelta a su oficina, comentando algo en voz baja.

 

Cuando ya todo estuvo listo, Urrutia permanecía parado junto a su pequeño vehículo, con la rudeza de quien no le teme a la adversidad dibujada en el rostro. Federico, comenzaba a despertarse poco a poco, “Cuando sea de noche, mira al cielo…” Le dijo Sofía antes de ponerse en marcha, Orlando no comprendió bien a qué se refería con eso, pero la chica insistió, “¡Mira hacia el cielo!” En ese momento, los camiones se desvanecieron y se volvieron aire en el aire frente a los descompuestos ojos de Urrutia, que aún no podían acostumbrarse a que tal cosa sucediera, luego pensó que qué haría con Federico, tal vez las autoridades se encargarían de él, si él les decía lo sucedido, aunque no quería ni necesitaba tal pérdida de tiempo. El hecho, era que Federico ya no estaba tendido en el suelo, Urrutia pensó que había logrado ponerse de pie y huir, pero no era así, Federico Fuentes pendía colgado del cuello de la rama de un árbol cercano, con las manos aún atadas a la espalda y el cuerpo tenso como el arco de Ulises.


León Faras.