LXXIII.
Fue
un grito terrible, que se oyó en todo el circo donde la mayoría del público aún
permanecía, sin embargo, no fue un grito cualquiera, aquel había sido un grito
de dolor y había sido demasiado fuerte. El enano se volteó hacia la oficina de
Cornelio y se dio cuenta de que no solo él había pensado que el grito venía de
ahí, porque Beatriz, Eusebio y Sofía corrían hacia allí también. Cornelio
Morris estaba tirado en el suelo como un estropajo, con el rostro sudado, las
venas hinchadas y los ojos de muerto, aunque pudieron comprobar que aún
respiraba. Su aspecto era deplorable, como si hubiese sido arrollado por un tren
y hubiese sobrevivido de milagro. Entre los tres lo recostaron en el sofá,
donde comenzó a respirar mejor, sus ojos volvieron a la vida y lo primero que
pidió fue un trago de agua, en ese momento llegaba Román hasta la oficina para
ver qué diablos sucedía, se asustó de ver a Cornelio realmente acabado, que
apenas si podía sostener un vaso con agua del que sorbía estirando la trompa
como un anciano, “¡Qué diablos pasó?” Y eso era lo que todos se preguntaban.
Cornelio respiró hondo con dificultad y una mueca de dolor, como si algo dentro
se hubiese rasgado en el proceso, “Ya está, enano…” dijo, frágil como una hoja
en otoño, Román no comprendió a qué se refería y por qué se lo decía a él.
Lentamente el resto de los habitantes del circo se habían acercado, y muchos de
los espectadores todavía miraban desde lejos. Cornelio tragó saliva con un
mohín como si fuese un líquido ardiente y se esforzó por hablar, “Tu familia…
agoniza…” El enano miraba como un idiota, sin poder hilar un pensamiento
coherente en su mente, incapaz de adivinar en ese momento cuánto eran dos más
dos, sin embargo, los demás no estaban mejor, sin comprender qué había pasado y
por qué. Cornelio acopió fuerza y voluntad para decir lo que tenía que decir,
“Que no se diga que Cornelio Morris, no cumple con lo que promete…” Entonces
Román comprendió. Su familia, él le había pedido a Cornelio que acabara con su
familia, y al parecer lo había hecho, aun a costa de su propia salud, algo que
no se esperaba para nada, pero en medio de su incredulidad surgió el temor, el
inexplicable temor a conseguir aquello que deseas. Entonces supo por qué sentía
ese miedo, en ese momento, Eloísa se doblaba a la mitad al tiempo que vomitaba
sangre, sus piernas perdían fuerza, sus ojos se abrían desmesuradamente de miedo
y caía al suelo respirando como si sus pulmones lentamente se anegaran con sus
propios fluidos. Ella era su hija, era su familia también. Von Hagen la
auxiliaba, mientras el enano corría hacia ella implorándole al cielo que no,
que ella no, pero la niña estaba aterrada, como solo puede aterrorizar la
muerte inesperada y prematura, luchando por respirar y vomitando más sangre,
cada vez más densa y oscura. Sofía llamaba a gritos a un médico, pero los
visitantes que aún quedaban, retrocedían temerosos de que aquello fuese una
enfermedad contagiosa y desencadenara una peste en el pueblo, entonces Román,
con lágrimas en los ojos, desesperado como el padre que nunca había podido ser,
cogió fuerte a Horacio por el brazo y le imploró, casi como una orden “…trae al
Curandero” Von Hagen no lo dudó, mientras Pardo y Sara ayudaban a trasladar a
la muchacha a su tienda, corrió hasta la oficina de su jefe, sin embargo,
Beatriz se interpuso en la puerta, porque el Curandero era quizá la única
salvación para Cornelio ahora, y ella estaba dispuesta a darle su sangre, aunque
fuese solo con una vana esperanza de recuperar a un hombre que hace mucho
tiempo había perdido, Horacio Von Hagen apretó el puño y los dientes y le
ordenó a la mujer que se moviera, pero como esta se mantuvo firme, soltó un grito
absolutamente simiesco, como el que siempre solía hacer encerrado en la jaula,
y golpeó la pared con su puño con tal potencia, que abolló la lata al instante
y remeció un poco el precario edificio de Cornelio, en una reacción
absolutamente inesperada, que hizo retroceder a Beatriz y dar un respingo de
sorpresa a Sofía, que en ese momento pensaba intervenir, el hombre mono entró
decidido y con el rostro airado, pero mirando de soslayo a Cornelio, aún
temiendo su autoridad como un animal domesticado, pero Cornelio Morris no hizo
nada, solo le sostuvo la mirada en silencio, sin embargo, Beatriz no se dejaba
intimidar fácilmente y cogió el arma de Cornelio, el flamante Colt45 de su
escritorio y frenó con él a Horacio, pero Von Hagen decidió avanzar, mientras
Sofía bajaba el arma de su tía con su propia mano, inmediatamente después
Horacio salía de allí con la caja del Curandero en los brazos.
El
enano se arremangó la camisa y se rajó las venas de la muñeca sobre la caja del
Curandero, con absoluta decisión y sangre fría “Yo te daré toda la sangre que
quieras, ¡Tómala toda si quieres! Pero sálvala… ¡Por favor!” La sangre que caía
de la herida abierta del enano parecía demasiada para su menudo tamaño y el
Curandero no daba señales de despertar, mientras Eloísa se asfixiaba de a poco,
ardiendo en fiebre con la mitad del cuerpo manchado con su propia sangre
vomitada. Sara le ponía paños fríos sin parar sobre la frente, y Sofía le
tomaba la mano y le pedía que no se fuera a ningún lado, que se quedara con
ella. Von Hagen, de rodillas junto a Román, tomó la determinación de pronto de
arremangarse también él la camisa, y dar de su sangre como lo había hecho antes,
o Román, sencillamente no lo resistiría, pero Eusebio, de pie junto a la
entrada de la tienda lo detuvo en seco con la autoridad del que sabe, “¡No!
Debe ser la sangre de solo un hombre, si la mezclas con la tuya, el Curandero
no despertará” Por lo que el enano debía seguir solo, y estaba más que
dispuesto a drenar su cuerpo, mientras sirviera para algo. La tienda estaba
cerrada y a oscuras y solo la lámpara de Sofía iluminaba el lugar. Román
parecía al borde del desmayo, palideciendo y languideciendo con cada gota de
sangre que su cuerpo perdía, “Vamos, maldito bicho del infierno… despierta…
¡Vamos!” Murmuraba con los dientes apretados, Horacio, que lo sujetaba, le echó
un vistazo a Sara y esta a Pardo, que estaba sentado en un rincón, ya que no
podía estar de pie dentro de la tienda, sin decir una palabra, los tres
pensaban lo mismo: ambos morirían inevitablemente de seguir así… hasta que la
cerradura por fin se movió, Sofía lo anunció emocionada y Horacio cogió al
enano, que a esas alturas luchaba por mantenerse despierto, para amarrarle la
muñeca con un pañuelo y parar por fin la hemorragia. Ni Sara, ni Sofía, ni
Eloísa habían visto antes el cuerpo disminuido y atormentado del espantoso
Curandero. Sara apretó los ojos y encogió los hombros, como si temiese que algo
fuese a estallar en su cara, todo lo contrario de Eloísa, que los abría cada
vez más a medida que la criatura emergía de la caja de madera y se estiraba
hacia afuera, alcanzando la piel de su vientre con esas manos desproporcionadas
de uñas asquerosas, que la recorrían sin apenas rozarla, hasta el momento en
que se detuvieron sobre su ombligo y de él comenzó a salir un gusano
extraordinariamente gordo, al punto que podía ser confundido con uno de sus
intestinos agarrado de un único pelo invisible, que luchaba como un gran pez que
no quiere ser pescado. Era un bicho de cuerpo trasparente y acuoso con una
tripa negra en su interior, que se estiraba y se recogía a medida que el
Curandero lo arrancaba del cuerpo con pericia y precisión, tirando de la piel
de la muchacha, elevándola con asombrosa elasticidad, Eloísa lo miraba todo con
angustia y espanto mientras era sujetada por Sara y Sofía para que no entorpeciera
el impasible trabajo del Curandero, hasta que de pronto ¡Pop! El gusano fue
arrancado y la chica sintió un alivio similar al de la mujer que por fin logra
parir a su hijo luego de un proceso largo y complicado, mientras Román Ibáñez se
rendía finalmente al sopor del desangramiento.
Cuando
por fin Román Ibáñez despertó, luego de veinticuatro horas de sueño ininterrumpidas,
lo primero que vio fue a su hija, Eloísa, repuesta al punto que ya estaba sentada
en la cama y con apetito, sin embargo, había algo muy raro en ella que no acertó
a adivinar de inmediato: la muchacha ya no tenía alas.
León Faras.