LXXI.
Luego
de un buen baño, uno de los mejores en toda su vida, de un largo sueño en su
propia cama y de rasurarse y vestirse apropiadamente, Vicente Corona visitó la
tienda donde su hermano. Damián hacía el papeleo atrasado de su negocio, más
allá, Hugo Hidalgo, el veterano empleado contratado por su padre, y al que
muchos creían dueño de la tienda, retrataba a un pequeño de unos cuantos meses dormido en
uno de los brazos de su orgulloso padre, quien posaba sentado en una silla, con
una escopeta apoyada en el suelo en la otra mano, como si acabase de cazar al
infante y lo exhibiera como presa y un mostacho desproporcionado para el resto
de su rostro, pero que sin duda le provocaba tanto o más orgullo que su hijo o
su arma. Tras el escaparate, Gloria, la dulce mujer de Damián, cogía los
artículos a la venta, los desempolvaba y los volvía a poner. Vicente saludó a
la mujer con un sonoro beso en la mejilla que esta aceptó sorprendida, casi
asustada, inmediatamente Damián dejó lo que estaba haciendo y se abalanzó
encima de su hermano para abrazarlo, “Gracias a Dios que estás bien…” le dijo con
toda honestidad, “Gracias a ti por lo de la furgoneta, ¡Me salvaste la vida!”
replicó su hermano, Damián agregó “Conseguiste lo que querías, supongo” Vicente
negó con la cabeza sin dejar su expresión alegre, “…pero conseguí algo mejor…
sé exactamente dónde estará el circo dentro de una semana: en el pueblo de
Valle Verde” Damián suspiró con frustración viendo como todo comenzaba de nuevo
otra vez, en cambio Gloria intervino curiosa, “¿Circo? ¿Qué circo?” Damián
quiso decir algo, pero lo quiso demasiado tarde, Vicente se lanzó seductor
sobre su esposa, “El Circo de Cornelio Morris, ¿no has oído hablar de él? dicen
que es una absoluta maravilla, una experiencia única en la vida… sus
atracciones parecen traídas de otros mundos…” esto último lo pronunció con
cierto tono místico, Gloria intentó buscar algo de credibilidad en su marido,
pero este solo se restregaba los ojos con cansancio, “¿Y qué atracciones son
esas?” preguntó la mujer, interesada, Vicente podía ver el brillo en sus ojos,
“No lo creerás, si no lo ves, pero en el circo de Cornelio Morris hay una
sirena de verdad, atrapada viva dentro de una enorme cubeta de agua…” La mujer
lo miró suspicaz, como si se estuviera burlando de ella, Vicente intentó sonar
lo más veraz posible, “¡Es una locura, lo sé! pero ya te dije que ese circo es
una experiencia irrepetible, ¿Puedes creer que en ese circo hay una chica con
un par de alas pegadas a su espalda? ¡Y es capaz de volar!” Afirmó el hombre,
mientras la mujer lo tomaba todo como un gran embuste, “¡Vamos, Vicente! ¿Crees
que soy tan tonta? Eso no es posible…” “¡Te lo juro!” Afirmó Vicente, y agregó,
“¡La naturaleza hace cosas más raras! ¡Como ese pato peludo de cuatro patas con
nombre raro!” La existencia del ornitorrinco todavía era tema de debate entre
las personas comunes, Vicente continuó, “¡Tienes que verlo! Hay un hombre…” y
esto lo dijo mirando de soslayo a su hermano, “…que vivía en una caverna, que
no sabe hablar, que no puede ver bien y que solo se alimenta de ratas vivas”
Gloria puso cara de asco, mientras Vicente señalaba a su hermano, “Pregúntale a
tu esposo, seguro que él ha escuchado también lo que dicen de ese circo” La
mujer lo miró ansiosa, esperando su confirmación o negación definitiva, Damián
no se atrevió a mentirle, “Sí, es cierto, también he escuchado algo de eso…”
Admitió rendido. Entonces la mujer, ya sin dudas en su mente, estalló de
entusiasmo por visitar ese circo, “¡Ay, mi amor! ¡Hace tanto tiempo que no
salimos!” Damián miraba a su hermano dándole a entender que aquella había sido
una jugada sucia, astuta, pero sucia. Finalmente accedió a los ruegos de su
mujer admitiendo que la había dejado sola durante demasiado tiempo ya, “Está
bien, iremos a ver ese espectáculo…” le dijo, y luego agregó mirando a su
hermano, “Sólo a verlo…” Vicente sonrió pleno, “¡Excelente! Nos vamos pasado
mañana” Damián protestó, porque se suponía que aún faltaba una semana para que
el circo arribara a Valle Verde, pero su hermano no quería perder la
oportunidad, “Ya sabes que esos espectáculos ambulantes, nunca manejan itinerarios
exactos, además es una oportunidad única en la vida, sería triste llegar tarde”
Un
nuevo pueblo, y el enano presentó las atracciones del circo con el entusiasmo
de siempre, y el público atiborró el circo en masa como de costumbre,
encantados de ver todos aquellos personajes de sus cuentos infantiles, vivos y
frente a sus ojos. Mientras el público estaba totalmente embobado con la
aparición de Eloísa, Román se acercó a Eusebio Monje, parado de brazos cruzados
frente a la estrella, como un guardia de seguridad, aún conservaba una venda
sobre la nariz que le daba la vuelta a toda la cabeza y que le daba un aspecto
más bien cómico, “Oye, ¿qué diablos estamos haciendo aquí?” Preguntó el enano
desde el suelo, el mellizo lo miró como a una molestia, “¿De qué hablas?” “Este
sitio, ¿Por qué estamos aquí?” Replicó Román, ambiguo, y a Eusebio, que no le
agradaban mucho las ambigüedades, se encogió de hombros y volvió la vista hacia
el público, “Es un pueblo como cualquier otro…” dijo, sin interés. El enano
aceptó la respuesta con un “Supongo que sí…” de consuelo, pero aquella noche,
luego de que el circo fuese desmenuzado y empacado y vuelto a armar en el siguiente
pueblo, y los primeros fuegos eran encendidos para preparar la cena, el enano
comprobó que el apacible río Sosiego estaba mucho más cerca, tan cerca, que
podía alcanzar sus aguas con una pedrada. El pueblo mismo se extendía a
continuación del campamento, siguiendo la ribera del río y adoptando incluso el
mismo nombre de este, Román lo sabía, él, su padre y su hermano habían estado
allí varias veces, comercializando con sus animales o consiguiendo productos o
herramientas que requerían para el campo o el hogar. Aún las tierras de su
familia estaban a varios kilómetros de allí, pero se preguntó si alguno de los habitantes
de Sosiego, el pueblo, le recordaría o le reconocería, habían pasado muchos
años, él ya no era el mismo, pero no era fácil olvidarse de un enano, ni
tampoco de un Ibáñez. Eloísa en cambio, nunca había estado antes en aquel pueblo,
no le era familiar de nada y aunque tenía recuerdos de haber estado horas
jugando en el río siendo una niña pequeña, bañándose o atrapando gusarapos que luego
intentaba devorar por curiosidad, el trozo de río que ella recordaba
seguramente ya no existía o era muy diferente y ni siquiera estaba tan segura
de que tuviera algún nombre.
Muchos
rostros pasaron por el circo aquel día, pero ninguno pareció reconocer al enano,
hijo de Rómulo Ibáñez Suárez, el cual estaba muerto hace un tiempo, pero al que
todo el mundo recordaba. Hizo sus presentaciones como siempre, y la gente enloqueció
con lo fabuloso del espectáculo, como siempre. Algunas de esas personas le parecieron
remotamente familiares, pero le fue imposible recordar siquiera uno de sus nombres.
Al fin y al cabo, Eusebio tenía razón, tanto este como el anterior, eran un pueblo
como cualquier otro.
León Faras.
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