LXVIII.
Eusebio
recibía en el suelo y a regañadientes las atenciones de Beatriz, ya que su
hermano se ponía muy nervioso cuando veía sangre y Sofía a estas alturas, entendía
más de reparar fierros que de componer huesos, “Solo déjala, estaré bien…”
gruñía el viejo conteniendo el dolor que a ratos se le hacía insoportable, “¡Ya
quédate quieto! Debo poner esto en su lugar o quedarás peor que un boxeador
ciego…” Le reprendió la mujer, segura de lo que hacía. Solo un poco más allá,
estaba tirado en el suelo polvoriento Federico Fuentes, con las manos
fuertemente atadas a la espalda y aún inconsciente, jadeaba levantando pequeñas
nubecitas de polvo que luego volvía a aspirar. Así como estaba, tenía el
extraño aspecto de un vaquero del Oeste, uno puesto fuera de combate. Eloísa
apenas se había recuperado de aquel intento de asesinato en su contra, algo que
ni siquiera Sara le había sido capaz de predecir, cuando supo que aquel hombre
que la había salvado, había estado durante días tratando de encontrar el circo
por ella, para decirle que estaba interesado en ella, que estaba seguro de que
tenía sentimientos hacia ella y que él no era hombre que admitiera dudas. La
muchacha ya recordaba cuando Urrutia visitó el campamento vestido de uniforme,
ella también había fijado sutilmente su atención en él, pero no se esperaba
volver a verlo y menos en semejantes circunstancias, se sintió halagada, pero
no estaba segura de cómo responder, sin embargo, Urrutia no esperaba una
respuesta inmediata, aún le quedaban algunos días de permiso antes de regresar
a su trabajo. “¿Cómo piensas hacerlo, muchacho?” Preguntó Román con curiosidad,
no quería inmiscuirse en las decisiones de su hija, ni mucho menos en sus
sentimientos, pero por un momento sintió también algo de responsabilidad
paterna, Urrutia lo reconoció de sus conversaciones con el sargento Jiménez,
“¿Señor Perdiguero?…” le dijo, el enano ya se había olvidado de aquel asunto,
“Llámame Román…” le corrigió, y luego agregó, “…Quiero decir, tú tienes un
trabajo, una vida fuera de aquí, ella, sin embargo, no podría ser aceptada
fuera de este circo…” Eso era algo en lo que Eloísa nunca antes había pensado;
dentro del circo ella era una estrella, pero fuera del circo, no podría jamás
caminar tranquilamente bajo el enorme peso de esas alas, la gente no la miraría
igual, “Pues como ya dije antes, yo no soy hombre de medias tintas…” Señaló
Urrutia con sobreactuada convicción, “…si ella se interesa en mí, como yo lo
estoy en ella, encontraré la manera, de eso no hay dudas”
Luego
del incidente, la actuación de Eloísa quedó truncada, aunque la mayoría de las
personas se retiró conforme con lo que ya habían visto, en ese momento apareció
Ángel Pardo, venía caminando doblado a la mitad y con el rostro compungido,
traía entre sus manos, los hombros de una angustiada Sara, que reventó en
llanto cuando comprobó algo que ya sabía que pasaría, “¡Oh, por Dios! ¡Sabía
que me encontraría! ¡Es mi culpa!” Exclamó, aferrándose a los bordes de la
chaqueta de Pardo, como una niña asustada se aferra a la de su padre, mirando
desde lejos al desmayado Federico Fuentes. Le explicaron que el hombre había
llegado con intenciones de matar a Eloísa y que ella no tenía nada que ver,
pero Sara no se tranquilizó, “Él me buscó a mí, para llegar a ella… es mi
culpa” Confesó la mujer con legítima culpa, “Vamos, Sara, debes dejar de
culparte por esto…” Le recomendó Pardo con infinita compasión, pero Sara no
cedía, “Desde niña, él siempre ha sabido todo lo que hago, lo que temo, lo que
pienso, ¡incluso adónde voy!” “¿Cómo puede saber todo eso?” Le preguntó Sofía,
intrigada, Sara la miró con unos enormes ojos de angustia, “Los sueños… él
siempre está presente en los sueños de sus familiares, solo observando, fisgoneando,
y por la mañana, sabe cosas… es un don que Dios le dio” agregó al final, con
algo de misterio en la voz. “¿Eres familiar de él?” Preguntó Román, apuntando
al aturdido con cierto gesto de asco en la cara, Sara asintió, “Es mi padre,
aunque no llevo su apellido… ni ningún otro” Luego de un silencio, agregó como
una justificación que nadie le pedía, “En mi comunidad, las mujeres no necesitamos
apellidos…” Luego de eso, una voz que nadie esperaba oír interrumpió la
reunión, “¿Alguien me puede decir qué diablos está pasando aquí?” Era Cornelio
Morris, que había llegado completamente solo hasta allí, apoyado en su bastón,
Beatriz y Eugenio Monje corrieron a asistirlo, pero él se mantenía en pie por
sí solo. Le explicaron la presencia de Federico Fuentes y luego Urrutia
justificó la suya, “…quiero pedirle que me permita quedarme en su circo por
unos días, señor Morris, luego decidiré qué hacer” Cornelio lo miró en silencio
largos segundos, como si de pronto le hablaran en otro idioma, luego miró a Beatriz,
al resto de los habitantes del circo que lo observaban mudos, y contuvo un leve
amago de risa, “Lo siento hijo, esto no es un hotel, nadie puede quedarse en mi
circo sin un contrato” Sonó muy amable, y eso fue extraño. A Urrutia no le
agradaba nada insistir, le parecía de lo más infantil, como el niño que no cesa
hasta que su padre le compra lo que quiere, él no fue así de niño y no lo sería
ahora de adulto, “Ya los encontré una vez, los volveré a encontrar” Respondió
testarudo y altanero, a pesar de que ya había visto antes al circo desaparecer
ante sus propios ojos y sabía cuánto podría tardar en volver a hallarlos.
Cornelio aceptó su respuesta sin apenas pestañar, “Está bien, si eso es lo que
quiere…” y luego agregó dirigiéndose a Beatriz, “…que empaquen todo, nos vamos”
“¿Qué hacemos con él?” Preguntó la mujer señalando a Federico. En otro tiempo, por
una ofensa así, Cornelio lo hubiese podido convertir en un mico de feria
destinado a entretener a los asistentes del circo o deformar su cuerpo lentamente
hasta convertirlo en un amasijo de carne sin forma, para deleite de su público
que amaba ver cosas así de grotescas, pero ahora estaba demasiado débil, viejo
y cansado para hacerlo, “Déjenlo como está, no volverá a molestarnos…” fue todo
lo que dijo, al tiempo que se cogía con la mano libre del hombro del más
recuperado Eusebio Monje, y caminaba lentamente junto a él de vuelta a su
oficina, comentando algo en voz baja.
Cuando
ya todo estuvo listo, Urrutia permanecía parado junto a su pequeño vehículo,
con la rudeza de quien no le teme a la adversidad dibujada en el rostro.
Federico, comenzaba a despertarse poco a poco, “Cuando sea de noche, mira al
cielo…” Le dijo Sofía antes de ponerse en marcha, Orlando no comprendió bien a
qué se refería con eso, pero la chica insistió, “¡Mira hacia el cielo!” En ese
momento, los camiones se desvanecieron y se volvieron aire en el aire frente a
los descompuestos ojos de Urrutia, que aún no podían acostumbrarse a que tal
cosa sucediera, luego pensó que qué haría con Federico, tal vez las autoridades
se encargarían de él, si él les decía lo sucedido, aunque no quería ni
necesitaba tal pérdida de tiempo. El hecho, era que Federico ya no estaba
tendido en el suelo, Urrutia pensó que había logrado ponerse de pie y huir,
pero no era así, Federico Fuentes pendía colgado del cuello de la rama de un
árbol cercano, con las manos aún atadas a la espalda y el cuerpo tenso como el arco de Ulises.
León Faras.
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